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*UN NUEVO RELATO CADA VEZ QUE ARGENTINA GANE EN EL MUNDIAL ^_^
El Portero y la Sra. D’angelo
Por Rebelde Buey
NOTA: Este relato es viejísimo, de los primeros. Fue publicado en una vieja página web que yo hacía donde publicaba relatos como éste y un millón de talkies muy graciosos. No es tan bueno como los relatos actuales, pero se deja leer.
Algún día les contaré cómo llegué a ser encargado de este edificio, y cómo he logrado manejarlo a mi antojo. Con decirles que casi no hago nada. Baldeo un poco la vereda como para cuidar las apariencias y a veces saco la basura, pero nada más.
¿El resto? El resto lo hacen los cornudos que viven en el edificio. No, no es una expresión. Literalmente, el resto de las cosas las hacen los maridos cornudos mientras me cojo a sus mujeres.
Por ejemplo, el del séptimo B reparte la correspondencia del consorcio todos los martes a la noche. Yo la guardo un par de días y se la llevo. Él sale contento a repartirla. Va con la pila de cartas en la mano y la pija parada bajo el pantalón, porque sabe que mientras él anda por el edificio, yo le surto a su mujer en su propia cama. A tal punto le gusta que casi siempre se demora más de la cuenta para darnos a mí y a su putita un poco más de tiempo.
Otro que me ayuda mucho es el cornudo del quinto D. Su mujer es la más puta del edificio. Yo me la suelo coger de día, mientras el marido está en la oficina, pero a veces se nos hace tarde y mientras me la estoy cogiendo llega él del trabajo. En esos momentos me gusta humillarlo y lo mando a que saque la basura de todo el edificio. Entonces se nos acerca a la cama, besa a su mujer desnuda y agitada y se va a hacer lo que le ordené. Sabe que la próxima hora, mientras él esté cerrando y cargando bolsas, yo me estaré gozando a su mujer. Es seguro que esa es la hora más feliz de su semana.
También está el del segundo D. Ese no está casado; está de novio con una pendeja terriblemente fuerte. Le dije que hasta que no se casen es mejor que no tengan relaciones. Por supuesto, me cumplen. Y, por supuesto también, cada vez que la chica va a visitarlo a su departamento, primero pasa por el mío. Ya me prometieron que para la boda voy a ser el padrino y me van a llevar a la luna de miel.
Todos o casi todos los que viven en mi edificio son cornudos. Algunos jamás lo sabrán. Otros, lo sospechan. Pero la gran mayoría lo sabe, y lo asume de una u otra manera. Es la única condición excluyente que acepto para que alguien venga a vivir aquí. Si yo no advierto cierta condición de cornudo en el hombre, o cierta actitud tramposa en la mujer, no entran.
Ustedes se preguntarán cómo es posible que un simple portero tenga tanto poder. Bueno, eso es algo que dejaremos para más adelante. Porque hoy simplemente quiero contarles lo que me sucedió con el del 11 E.
Los del 11 E son una pareja bastante típica dentro de mi edificio. Ella tiene treinta y pico, piel blanca y cabello negro, largo y sensual. Es una latina de rostro de puta infernal, grandes pechos y caderona. Buena cintura, ojos grandes y una boca y labios que uno quisiera que se quedaran en la entrepierna toda la noche. Él es un tipo común de clase media, unos quince o veinte años mayor que ella. Bastante serio.
La razón por la que los dejé alquilar fue obvia. Si bien el marido no tenía el típico aspecto de cornudo consciente, la mujer tenía muchas de las características para admitirlos: simpática, atrevida, mirona.
Estoy seguro que ya le metía los cuernos desde antes de vivir aquí. Quizá hasta por eso se mudaron. Se presentaron como el señor y la señora D'angelo, y así los llamé siempre desde ese día. Incluso cuando le daba bomba en su propia cama, una hora antes de que el cornudo llegara con su habitual cansancio y apatía.
Como sea, antes del mes de haberse mudado ya me la estaba cogiendo tres veces por semana mientras el marido trabajaba. Antes de los cuatro meses se la estaban garchando el carnicero, el repartidor de agua, un amigo portero del edificio de enfrente y dos chicos de distintos deliveries.
Sin embargo, a diferencia de otros cornudos de aquí, este señor no estaba al tanto de las aventuras de su mujer. O mejor dicho, no quería darse cuenta de la triste realidad. O, en el último de los casos, si se daba cuenta, hacía enormes esfuerzos por hacerse el boludo.
Confirmé que efectivamente era esto último en las primeras vacaciones del señor.
A esa altura yo me la venia cogiendo a su mujer sólo una vez por semana. Pero con las vacaciones, muchas de las mujeres del edificio no estaban y volvía a disponer de más tiempo. Había arreglado con la señora D'angelo que, ya que vivía debajo de mi departamento, iba a tener cierta prioridad e íbamos a coger todos los días.
Y así fue la primera semana de enero. Pero la segunda su marido se instaló en su casa porque le habían dado a él sus vacaciones. En teoría, el cornudo no conocía su condición de tal, con lo cual la cosa se iba a complicar puesto que con la señora D'angelo nos estábamos viendo todas las siestas.
Los primeros dos días de vacaciones de su marido, la señora no subió a mi departamento. Como tenía al cornudo en casa, no se atrevía. Pero como también se moría de ganas, al tercer día inventó una excusa tonta y subió. Cogimos toda la tarde.
Al cuarto día inventó otra excusa, y al quinto también. Y siempre cogíamos de lo lindo. Pero el marido era cornudo, no boludo. Al tercer día de excusas se dio cuenta que cada vez que su mujer se ausentaba, a los cinco minutos comenzaban a escucharse ruidos en mi habitación (como les dije, yo vivía arriba de ellos, y mi habitación estaba exactamente sobre la suya).
Aquel día, cuando la señora D'angelo regresó de una extraordinaria y ruidosa sesión de sexo en mi departamento, el cornudo, con cierto dolor en los ojos, le comentó:
—Cada vez que te vas, en el departamento de arriba hay un ruido de locos... ¡Parecen animales...!
—¿Ru... idos...? —La señora D'angelo se turbó. No había pensado ni remotamente que podían escucharla.
—Sí —dijo él, apagado—. Todas las tardes...
Hubo un segundo de silencio. Después, ella se aflojó y dio un paso hacia él.
—Pobrecito... —dijo dulce y conciliadora, aunque todavía un poquito nerviosa—. ¿Y así no podés dormir la siesta...?
Lo abrazó.
—Sí, la siesta... Igual que en el otro edificio...
Ella se separó inmediatamente de él, como si le quemara. Su rostro era de indignación muy bien fingida.
—No. Como en el otro edificio, no —retrocedió y cruzó los brazos sobre sus pechos—. Es cierto que en el otro edificio me cogían hasta los de la limpieza, y siempre hacía escándalo. Pero eso ya pasó. Ya lo hablamos. Te fui infiel una vez porque pensé que vos me estabas siendo infiel también... —Miró para abajo, como recordando sin querer recordar. —Es cierto, me equivoqué... vos no te acostabas con otra... Pero yo qué sabía...
—Pero mi amor, durante tres años enteros fui el rey de los cornudos de ese edificio... ¡Fui el cornudo del barrio entero...! Y te perdoné... y me prometiste que no lo ibas a hacer nunca más... Por eso nos mudamos acá… para recomenzar de cero...
—¡Y vos me prometiste que no íbamos a hablar más del tema y que no me ibas a echar en cara ese episodio...!
Hubo otro segundo de silencio. Esta vez, cargado de resentimientos y frustraciones. El pobre cornudo suspiró y pareció desinflarse sin remedio.
Pero no te preocupes —volvió a decir ella—. Si tanto te molesta el ruido a la hora de la siesta, mañana te lo soluciono...
Al otro día, a la hora que siempre subía, la señora D'angelo se calzó un pantalón negro ajustadísimo, una camisola blanca con un escote impresionante que le dejaba ver mucho y fue hasta su habitación. Cuando el cornudo la vio casi dio un salto de la sorpresa.
—¡Mi amor! ¿Pero qué hacés así vestida?
—Voy arriba. Voy a hablar con ese cretino del portero antes de que empiece a hacer ruido y no te deje dormir...
—P-pero... ¿vas así vestida...? —El pobre cornudo abrió las sábanas de la cama para acostarse. En un giro de su mujer vio el relieve de la bombacha debajo del ajustadísimo pantalón. Llevaba la bombachita metida bien —pero bien bien— dentro de la cola. El cornudo no pudo evitar una erección.
—Quedate tranquilo, mi amor —Ella lo tapó amorosamente y lo besó en la frente. Él se reconfortó bajo las mantas—. Voy arriba a ponerlo en vereda a ese irrespetuoso antes de que empiece a hacer ruido... Vas a ver que hoy te va a dejar dormir la siesta.
Salió de la habitación bamboleando las caderas mientras el cornudo veía esa cola que era suya y que iba hacia arriba, hacia el departamento del portero —el mío, claro—. El cornudo tuvo que aceptar una nueva erección.
Cogimos como beduinos. A la calentura normal que siempre teníamos, se le sumaba el morbo de saber que su marido estaba abajo sospechando de nuestro garche pero sin poder decir nada. La idea de que ella se había vestido bien sexy para mostrarle que así iba a coger conmigo me voló la cabeza y fue la responsable de que me echara tres polvos esa tarde.
Terminamos cuando cayó la noche. Eso sí: en absoluto silencio.
Al otro día la señora D'angelo volvió. Había puesto la misma tonta excusa. Al parecer, el cornudo se sintió más aliviado porque la tarde anterior no había escuchado ningún escándalo. La señora D'angelo se había vestido con un pantalón cargo y una remera negra y súper ajustada, que le marcaban las buenísimas tetas que tenía. Esa tarde también cogimos como animales. Y también en silencio.
Los días siguientes fueron similares, pero lo cierto es que la putita infiel y yo nos fuimos relajando sin darnos cuenta y al comenzar la segunda semana de vacaciones del cornudo, ya estábamos otra vez haciendo ruido, gritando, jadeando sonoramente y puteando en cada orgasmo.
Al promediar la segunda semana, una tarde en la que la señora D'angelo estaba como sacada, arriba mío, cabalgándome sin tregua y gritando como una posesa, sonó el timbre.
—¡Ahhhhh...! ¡Ahhhh...! ¡Me estás empalando, hijo de puta...!
—¡Shhh! ¿Eso no fue el timbre?
Me tapé con una sábana y fui a ver. ¡Era el cornudo! Abrí la puerta sin mostrar el interior de mi departamento.
—¡Sí...? —balbucí. Admito que estaba un poco confundido.
—Ejem... —el pobre cornudo estaba rojo como un tomate—. Señor potero, quería pedirle, si no es mucha molestia... emmm…
—Sí, ya sé. Que no haga tanto ruido...
—Por favor... —dijo conciliador—. Estemmm... trato de dormir la siesta... Son mis vacaciones...
Me sentí un poco culpable. Aquel tipo parecía necesitar el descanso de verdad.
—Sí, discúlpeme... Me dijo su señora...
—Oh... ¿La vio a mi señora, entonces?
—¡Eh…! Psí... Hoy. Hace un par de horas. Vino a decirme que por favor no haga ruido... por usted...
—Claro... por favor, si es posible...
—Sí, sí... Disculpe.
—No digo que deje de hacer lo que está haciendo... Hágalo las veces que quiera. Pero en silencio...
—¿Las veces que quiera...? P-pero...
—Sí, claro... Qué sé yo... A la mañana y a la tarde...
—A la mañana también...
—Sí, pero en silencio.
—Sí, en silencio.
—Mi mujer va todas las mañanas al mercado a comprar cosas... Si quiere le digo que pase por acá para recordarle que lo haga, pero sin hacer ruido...
—¿Podría... mandar a su mujer también a la mañana...?
—¿Podría hacer lo que hace, que evidentemente lo hace muy bien, pero en silencio...?
—Sí… sí... por supuesto...
—Entonces, cuando mi esposa llegue hoy a la noche, se lo pediré. Adiós.
—A... dios...
Desde esa tarde y durante la semana y media que continuaron las vacaciones del cornudo, le cogí a la mujer dos veces por día en el más absoluto silencio. La segunda semana incluso participó un primo mío que paró por casa unos días. Fueron momentos tremendos. A la putísima señora D'angelo tuvimos que ponerle un pañuelo en la boca y una mordaza para que no gritara los orgasmos cuando le hicimos una doble penetración. Por alguna razón yo quería respetar el deseo del cornudo de no hacerle ruido.
La última semana, los últimos días especialmente, fueron de película porno. Una tarde me la enfiesté con el carnicero, y otro día me la cogí en el pasillo, frente a la puerta del departamento del cornudo. Mi primo se quedó en Buenos Aires dos días más de la cuenta sólo para seguir cogiéndosela. Se la garchó en la cochera, dentro de mi auto, y el día que se iba trajo cinco compañeros de la facultad (así me dijo) y se la cogieron todos, de a uno y haciendo cola en la escalera del edificio.
Hoy, mucho después de esas vacaciones, el cornudo sigue haciendo como que no lo es. Y yo volví a cogerme a su mujer una vez por semana.
Salvo en las vacaciones...
;)
FIN (relato unitario)