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Día de Entrenamiento (07)

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DÍA DE ENTRENAMIENTO - EPISODIO 07
(VERSIÓN 1.3)

Por Rebelde Buey


La volvió a tomar de los cabellos y a tirar brutalmente para atrás. Odiaba que Tore le hiciera eso. Odiaba que le hiciera doler así, pero se aguantaba y lo justificaba porque seguramente Tore habría tenido una infancia cruel. El negro le seguía taladrando la conchita apretada con furia, con violencia, y el dolor del tironeo le apretaba las sienes. Por la boca seguía tragando pija, ya no sabía de quién. Los lechazos regados en la cara le habían encerado los ojos, y las pestañas y cabellos se les pegoteaban sin permitirle ver bien. Lo que Macarena sí sintió claramente fue el tercer dedo enterrándosele en el ano y dilatándola otro centímetro más.
Venían ensalivándola y ensanchándola desde hacía menos de una hora. Primero un dedo. Luego dos. Ahora su madre había hecho un puñito y le estaba enterrando en el culo tres dedos, o cuatro, quién sabe. Y se los clavaba despacio pero sin pausa. Le dolía un poco, quizá por las uñas, aunque su madre se las había cortado y limado para no lastimarla. Macarena sintió otra vez su transpiración caldeada y acuosa, y bufó porque el cuerpo y la naturaleza se resistían a esa manipulación de su ano pequeño y virgen.
Los dedos a veces se le clavaban más fuerte, porque el bruto de Tore la bombeaba a lo bestia, como con bronca, y le pegaba cachetadas en la cola con furia, lo que la hacía moverse para cualquier lado.
—¿Te la aguantás ahora, puta? —la desafiaba al oído Tore, mientras la bombeaba.
Y Macarena, con sus ojos cerrados y la cara enlechada y sus cabellos sudados, hamacada como una coctelera y tragando verga gruesa y negra por enésima vez, solo llorisqueaba.
—Sí, Tore, sí… yo me aguanto… Yo me aguanto, vas a ver que me aguanto…
Y la pija otra vez hasta la base. Y los dedos de su madre atrás, entrándole más hondo, y haciéndole ver estrellas.
—¡Ahhhh!
—Igual esto no te va a salir gratis, pendeja…
Macarena se ensombreció. ¿Qué podía querer hacerle Tore? Ya se la cogía cuanto quería. Ya le pegaba y ella no decía nada. Ya le había clavado la cabecita en el culo, haciéndola morir de dolor, y ahora se lo iba a romper literalmente. ¿Qué más le quedaba? Igual, supo Macarena, fuera lo que fuera que el negro le pidiera, lo iba a hacer. No quería ni iba a permitir estar sin esa pija un solo día más.
—Sí, Tore, sí… Me voy a dejar hacer lo que vos quieras…
Para hablar, se quitó la verga de la boca, pero luego de ese segundo de pausa le metieron otra. Dios, ¿cuántas pijas había chupado?
—No es lo que yo te voy a hacer, mi amor… Es lo que vos estés dispuesta a hacer por mí…
Se estremeció Macarena. Esa aclaración estaba llena de amenazas. Tore le tiró los cabellos otra vez para atrás con fuerza, y le pegó un sopapo en la cara que la hizo caer. Los cuatro dedos de la madre que la estaban dilatando desaparecieron de su agujerito y aunque Macarena sintió ese alivio, igual gimió cuando fue a dar a la colchoneta.
—Voy a hacer lo que vos quieras, Tore… —llorisqueó casi inaudible—. Lo que sea… pero no me dejes sin pija, por favor…
Cayó de cara con tanta fuerza que le hizo doler el cuello. El vestuario estaba vacío de chicas, pero llena de negros. Macarena no entendía bien por qué si Tore le iba a romper el culo, los otros siete negros tenían que deambular por allí. Hasta que cayó en la cuenta de que, una vez desflorada por Tore, los otros negros también la usarían. No le hizo gracia la idea, pero no la iba a cuestionar; al fin y al cabo, a medida que se sucedieran los entrenamientos, todos los negros sin excepción le iban a llenar el culo de leche.
Tore le retiró la verga y se agachó frente al rostro caído de Macarena, rodilla en piso. Le levantó la cabeza desde los cabellos y dijo:
—Ahora vas a pagar por haberme negado el culo, putita…
—¡No! ¡No me dejes sin pija otra vez!
—No te preocupes, vas a tener más pija que nunca…
Ante la incomprensión de Macarena, Tore hizo una seña a uno de los negros que estaba detrás de las piernas abiertas de la chica. Mónica entendió que debía dejar su lugar y quitó dulcemente el puñito del ano dilatado de su hija. Bongo ocupó su lugar, juntó tres de sus gruesos dedos, los chupó con su saliva y los hundió con decisión en el ano regalado.
—Ahhhhh…
Los tres dedos se clavaron y Macarena se sintió más y más abierta.
—Cogeme, Tore —suplicó Macarena, todavía con la cabeza en el aire sostenida desde los cabellos—. Para sentir esos dedos prefiero que me rompas el culo, mi amor…
—No, putita… —sonrió Tore.
Hubo un movimiento a sus espaldas, Macarena lo pudo sentir. Uno de los negros se le acomodó detrás y le empinó mejor la cola, como acomodándosela a su altura.
—¿Cómo…? Pero… Pero vos…
—Te van a romper el culo todos los demás negros menos yo…
Macarena se sobresaltó. Sintió unas manazas que le tomaron las nalgas, y el roce de un vergón pendulando entre sus piernas.
—No, ¿cómo que vos no? ¡Yo quiero que vos me rompas el culo! ¡Yo quiero que vos seas el primero!
Sintió que le abrían las nalgas y el peso de un cuerpo caliente se le arrodilló detrás. Quiso girar su rostro para ver quién era. Tore no se lo permitió, la retuvo de los pelos con fuerza para que siga mirando al frente.
—¡No, Tore, por favor…! ¡Yo quiero que me cojas vos! ¡Por favor!
—Vamos a ver cómo te portás…
Maca sintió que le mojaban el agujerito. Que se abalanzaban pesadamente sobre ella. “Tore, por lo que más quieras, cogeme vos…” se escuchó decir, y un glande inflado y duro se le apoyó en el orificio y presionó.
—¡Tore, no lo dejes! ¡Me guardé virgen para vos!
El glande presionó y comenzó a penetrar. Macarena sintió abrirse levemente en la primera fracción de segundo. Un calor ahogado le subió de algún lado.
—¡Mamá, decile algo!
La madre le acariciaba el inicio de la espalda con dulzura.
—Hija, Tore sabe cómo tratarte, y vos, si sos inteligente lo vas a obedecer sin ningún “pero”.
Macarena se dijo que era cierto, que debía obedecer. Sintió la punta gomosa y endurecida puerteándola y cerró los ojos.
—¡Vas a aprender a no negarme nunca más nada, pendeja!
La punta de la pija presionó y comenzó a abrirse camino.
—¡Por favor, Tore, voy a hacer lo que quieras! ¡Voy a ser tu esclava, pero no dejes que me desvirgue otro! —El glande presionó más y aunque ella inconscientemente se resistió, perforó y entró dos centímetros—. ¡Aaaaaahhhhhhhhhh!
El negro de atrás, fuere quien fuere, le abrió las nalgas con sus manazas y empujó todo su peso para adelante, clavando.
—¡Aaaaaaaaaaahhhhhhhh…!!! —La cabeza completa. Un chasquido lo confirmó—. ¡Aaaaahhh por Dios me parte…!!
—Relajá, hija... Acordate lo que te enseñó mami…
—¡Tore, que me la saque! ¡Terminá de cogerme vos, por el amor de Dios!
Nuevamente Tore hizo una seña al negro de atrás. Macarena se aterró. Sintió otra vez un cuerpo empujando y su ano arder como si le tiraran ácido. Carajo que dolía, le estaban abriendo el culo como una flor.
—¡Ahhhhhhhhhh!! ¡No aguanto, Tore! ¡No aguanto más pija!
Bongo aflojó la presión y se movió apenas unos centímetros para atrás. Lo apretado del culito de Macarena terminó de expulsarlo. Se volvió a embadurnar la pija con saliva y se acomodó otra vez y volvió a empujar.
—¡Ahhhhhh…!! ¡Sacásela, Tore! ¡Decile que me la saque!
—¡Relajá, puta, que si no te va a doler peor!
Esta vez el glande entró con menos resistencia en los primeros centímetros. Se detuvo, el orificio era muy estrechito y no dejaba avanzar, así que a pesar de los gritos de la chica, Bongo la tomó de las nalgas y empujó con todo. Los gritos de Macarena eran terribles, pero a Bongo no le importaba. Aflojó para que un centímetro se retire y enseguida empujó de nuevo, más fuerte. El vergón, duro como el hierro, entró haciendo ruido, de tan tirante que estaba y de lo seco que terminó. Así pasó la primera barrera. Finalmente el glande completo de Bongo llenó el imposible agujerito de la bebota.
Macarena gimoteaba, tenía lágrimas que le deshacían el maquillaje, pero quería aguantar. ¡Iba a aguantar! Aunque la abrieran con un martillo neumático.
—¡Le enterré toda la cabeza! —festejó Bongo.
Mónica suspiró de orgullo. Macarena apenas si pudo abrir la boca para decir:
—¡Duele mucho…! ¡Duele mucho, Señor…!
Bongo, atrás, le bajó aún más el shortcito y se lo quitó de una pierna. El pantaloncito de jean quedó enredado en uno de los tobillos. Volvió a ensalivar y penetrar, pero la chica se cerraba.
—¡Tené piedad, Tore! ¡Decile que no me lastime, decile que me cuide!
—¡Te estamos cuidando, borrega! ¡Mordé la colchoneta que viene el pijazo!
—¡Por favor, despacio…! ¡Despacio! ¡Despaciooo…!
Bongo volvió a agarrarse de las nalgas con fuerza y a empujar con todo su peso.
—¡¡Aaaaaaahhhhhhhhhhhhhh…!!
—Así no va, Tore —dijo Bongo—. Está demasiado cerrada y no relaja.
Macarena reconoció a su victimario por la voz. De todos los entrenadores, Bongo era el que la tenía más grande. No solo más larga, especialmente mucho más ancha. Bongo tenía un pedazo de verga que lo hacía más parecerse a un caballo que a un hombre.
—Oh, por Dios… —gimió para sí, sabiendo que, en su derrota, aquellas iban a ser las horas más largas de su vida.
Tore fue práctico.
—Ponele aceite o clávatela a pelo. ¡Que se joda por pendeja!
Mónica se agachó para estar junto a su hija, rostro con rostro. La carita desencajada de Macarena era una máscara de padecimiento y voluntad de aguantarlo todo. Llevaba los cabellos transpirados sobre el rostro, por el esfuerzo, y las lágrimas le habían corrido el rímel hacia las mejillas. Macarena se mordía los labios en ese mismo momento, aguantándose toda la cabeza del vergón de Bongo, que le abría el culito en flor.
—Mi amor, hacé lo que te dije… Relajá… Pensá en tu novio… pensá en papá… Aguantate todo y no te quejes, o nos vamos a quedar sin verga de negro… Sé una buena hija, dale, y comportate como una nena buena…
Macarena volvió a gemir, hipó para ahogar su sufrimiento y asintió con la cabeza. Aunque no se movía, sentía que la pija le desgarraba el culo.
—Sí, mami… Voy a ser una buena nena… Voy a ser la nena buena de Tore…
Bongo comenzó a retirar la verga cuando le alcanzaron el pomo de aceite. Aunque Macarena sabía que solo tenía adentro unos cinco centímetros, sintió como si le sacaran un caño de 20 x 7. Una gota de transpiración fría le bajó por la sien cuando escuchó el “flop-flop” del pomo. Miró a Tore a los ojos, al borde del llanto.
—Por favor… —le murmuró.
Le tiraron un chorro adentro del ano, como si fuera un enema. El frio le cerró el cuerito y enseguida dos dedos bien gordos se le enterraron y la ensancharon de nuevo. Adivinó que el de atrás se embadurnaba el pijón y con el movimiento sobre ella sintió venir la penetración.
Tore se puso de pie al tiempo que Bongo le abría las nalgas y se las estiraba justo en el orificio. Sonrió el grandote, y babeó al notar por primera vez un signo de violencia, la misma violencia de la que él mismo era autor. Tore hizo una seña. Bongo se hamacó hacia adelante, la puerteó y empujó. Aunque ya había entrado y Macarena rebalsaba de aceite, el glande debió hacer mucha presión y se infló y se estiró en su esfuerzo por penetrar el agujerito de la nena. El vergón grueso y negro avanzó y comenzó a entrar en la carnecita blanca, a entrar lentamente, con dificultad, pero sin retroceder nunca. Y fue hacia adentro.
—Síiii, putita… Ahí va…
Bien adentro.
—¡¡Ahhhhhhhhhhhhhh…!!
El glande entró por completo nuevamente y se estacionó allí, como esperando a ver si el resto de la pija podía entrar.
—¡Maca, te lo pido! ¡No hagas quedar mal a mamá!
Macarena seguía de rodillas, con el culo en punta y la cabeza contra la colchoneta, vencida, cansada, resignada. Macarena veía estrellitas brillantes del dolor, pero además de las estrellitas vio que Tore levantó su pie, lo acercó hacia ella y lo bajó con fuerza sobre su cabeza, aplastándosela.
Macarena no entendió primero, quiso levantarse para mirar a su entrenador, pero se encontró con la presión del pie sobre ella, que no le permitía movimiento. La presión era fuerte y le hacía doler la cara y le pellizcaba la oreja.
—¡Dale con todo!
Bongo retiró la verga apenas un par de centímetros, la cabeza comenzó a salir brillosa, y enseguida volvió a arremeter hacia adentro. La verga avanzó con más fuerza, en el movimiento entró la cabeza y la misma inercia hizo que el cuello del glande no se quede atorado, que siguiera camino. El primer centímetro de verga-verga entró sin problemas, por el aceite.
—¡¡Ahhhhhhhhhhh…!!
El segundo centímetro también, aunque Bongo notó que se iba frenando, así que la apretó de los muslos a Macarena y la empujó más hacia sí. Tercer centímetro.
—¡¡Aaaaaaaahhhhhhhhhhhhh…!!
Pero la pija se seguía frenando.
—¡Putón! —le reclamó Bongo a la madre—. ¡Vení a ayudar acá, abrila a tu hija para clavármela lo más adentro posible!
—¡No, mamá, por favor!!
Mónica saltó hacia la verga de Bongo, que seguía perforando, a esta altura con mucha resistencia. Mónica tomó cada una de las dos nalgas de su hija y las abrió, dejando expuesto el vergón grueso e inhumano de Bongo enterrado en la colita fabulosa y estrechita de su hija. Pero apenas en el inicio de la verga. Parecía un tarugo grueso atascado en un agujero más chico, un agujero en el que nunca podría entrar. Pero el tarugo de Bongo sí iba a entrar. Mónica abrió más las nalgas de su hija, las abrió todo lo que pudo porque esa pija así lo pedía.
—Por favor… por favor… por favor… —se escuchaba el quejidito.
Macarena lloraba y le pegaba a la colchoneta con sus puños. El pie de Tore la mantenía aplastada contra el suelo y no la deja levantarse, matando cualquier resistencia.
Bongo empujó con decisión. Fuerte. Bien fuerte.
—¡¡¡Aaaaaaahhhhhhhhhh…!!!
—Ahí va mejor, putita… un cuarto de verga bien adentro… —pero la pija de Bongo no se detenía—. ¡Un tercio de verga adentro, putita!
—¡¡Ahhhhhhhhggggg… ¡¡por favor, que me está rompiendo todaaaaggghhh…!!
—¡Lo estás haciendo, mi amor, lo estás haciendo! —se enorgullecía la mami.
—Tomá, putita, tomá más pija… ya estoy llegando a la mitad…
Era imposible. Macarena sentía un dolor agudo que le llegaba hasta los dedos de los pies. Si solo había entrado la mitad, no había forma de que fuera a soportar lo que faltaba. Por reflejo, Macarena quería bajar la cola, pero Bongo la tenía tomada de los muslos y no la dejaba. Tampoco podía levantar el torso, porque Tore le aplastaba la cabeza y cuando ella amagaba levantarse, el pisotón se ponía más fuerte,
—¡Quieta, putita! —Tore presionaba la cabeza con más fuerza.
—¡Me duele, Tore, me está matando!
—Relajá de una vez, borrega —le ordenó.
Bongo retiró un poco la botella que tenía por pija y Macarena sintió una mezcla de alivio y raspado rugoso. Le tiraron más aceite, pero ya a esa altura Macarena no sabía qué era aceite, o qué era sangre o aun cosas más asquerosas.
En medio de esa carnicería, Macarena fue pura vanidad.
—Mami… ¿Cómo estoy ahí atrás…?
Mónica miró amorosamente.
—Te está abriendo el culo, mi amor. Mucho aceite y algo de sangre, pero no otra cosa, no te preocupes…
Macarena sintió alivio. No quería por nada del mundo verse desagradable delante de su macho.
El paréntesis duró solo unos segundos. Enseguida Bongo volvió a apretar y meter presión y el pijón de caballo volvió a horadar el agujerito estrecho y virgen. Más aceite, más apertura de la madre y la pija ahora comenzó a abrirla nuevamente. El dolor era terrible, pero no más que antes. Se dio cuenta que si había soportado eso, parecía que iba a poder soportar todo. Un centímetro más de Bongo fue bien adentro de sus entrañas.
—¡Mi amor, lo estas logrando! ¡Te está entrando una verga negra de siete centímetros de ancho y en la primera cita!
Bongo regresó a tomarla de las nalgas, quería penetrar pero a la vez disfrutar de esa cola fabulosa. Le dijo a Mónica:
—Agarrame la pija y apretá así va bien dura y le entra más fácil a tu hija.
Mónica se desesperó por atrapar ese cogote grueso y negro, que hacía tope en las nalgas de su nena. Tomó la verga y apretó, poniéndola todavía más rígida. Bongo tomó las nalgas de la bebota y las abrió, y empujó para clavar otro poco más, esta vez con ayuda de la madre.
—¡Aaaaahhhhhhhh…!
En medio del dolor y el ardor imposible que la hacía lagrimear, escuchó a la madre, maravillada:
—¡Ay, por Dios, que pedazo de pija!
Macarena moqueó su humillación. Trató de mirar a Tore desde la colchoneta, pero solo veía la suela de la zapatilla, pisándole la cabeza.
—¡Tore, yo no soy una cosa!
—Vos sos lo que yo quiera, mi amor…
Y mientras el nuevo tramo de verga empujó su esfínter aun más hondo,  Macarena, con el ardor del culo abierto, sonrió feliz hasta las lágrimas.
—Me dijiste… ¿Me dijiste “mi amor”…?
Tore debió enojarse o algo porque le hundió la cabeza en la colchoneta con todo el peso ya no de su pie, sino de su pierna, y Bongo, atrás, le enterró todavía más pija, ignorando la testaruda sequedad que ningún aceite disminuía.
—¡¡Ahhhhhhhhhggggg…!!
Hasta el fondo.
—¡¡AAAAAAAHHHHHHHHHH…!!!
Era como si la estuvieran abriendo con una motosierra. Se sentía llena de verga, más llena de verga que cuando los negros le hacían doble vaginal antes de dejarla tirada para que su novio le hiciera el amor por cinco minutos. Pero en el medio de esa pesadilla, Macarena sonreía. Dijesen lo que dijesen, hicieran lo que hicieran, incluso con el pie de Tore pisándole la cabeza mientras otro negro abusivo le detonaba el ano, su macho le había dicho “mi amor”.
—¡No llego a tres cuarto de verga! —se quejó Bongo, que quería comenzar a hamacarse.
Tore apretó más el pie sobre la cabeza de la princesa.
—Al carajo —decidió—. ¡Clavasela hasta el fondo!
Macarena abrió los ojos horrorizada ante la idea.
—¡Pero la voy a hacer mierda!
—¡Que se joda!
Macarena tembló, más allá del dolor actual, tembló de miedo del dolor que esa verga prometía. Entonces escuchó a Bongo hablarle a su madre.
—¡Andá con tu hija y tapale la boca porque se la clavo hasta los huevos!
Mónica largó el vergón de Bongo y fue de un salto a socorrer a su hija. Se agachó con ella y, rostro contra rostro, le pidió:
—Mi amor, relajá… Falta nada más que un cuarto de pija, vos podés…
—Me siento toda rota, mamá…
—No, mi amor, no, ya me fijé y estás bien… Solo tenés que relajarte…
—No puedo mamá, no voy a poder…
—Sí que vas a poder, mi amor. Vas a poder, hacelo por Tore… Hacelo por mami, o me vas a dejar sin verga a mí también…
Atrás, Bongo tomó a esa pendeja hermosa de la cintura, la tomó con sus dos manazas con decisión, con mucha firmeza. Y comenzó a empujar. Sabía que esta vez había que hacerlo de un saque. Empujó a Macarena desde con fuerza hacia él, y a su vez llevó todo el peso de su pelvis hacia adelante.
—¡¡Aaaaaaahhhhhhhh…!!! —gritó Macarena, que sintió los siete centímetros de ancho horadarla por dentro en una puntada bestial. Bongo, atrás, recibió otra vez el freno del cuerpo de la nena, solo que ahora no lo respetó y empujó más.
—Hasta el fondo va esto, putita.
Mónica vio caer las lágrimas de su hija y reaccionó como una buena madre de inmediato. Le tapó la boca a Macarena para ahogar el grito, pero también para sostenerle la cabeza y que no quiera levantarla, porque el reflejo de la nena era levantar todo su cuerpo, en principio las caderas; pero como las caderas estaban enganchadas a la verga y a los brazos fuertes de Bongo, el reflejo y el dolor la hacía levantarse desde el torso. Mónica sostuvo así la cabeza, con una mano la boca, y con la otra tomando a su hija desde la nuca. Bongo atrás enterró otro centímetro de verga.
—Muy bien, mi amor, muy bien… —decía Mónica a su hija, que gritaba ahogada por su mano y soportaba en riachos de lágrimas
—Así, pendeja, así… —alentaba Bongo desde atrás, siempre empujando —. Aguantame un poco más, ahí va otro poquito…
—Mfffgggggghhhffffmmggg…
—Mi amor, aguantate, aguantate… Es lo que quiere tu macho y está bien… Así debe ser…
Pero el dolor era increíble, porque el hijo de puta de Bongo no paraba de empujar y penetrar. Los siete centímetros de ancho eran demasiado, aceite o no, ganas de Macarena o no, se hacía imposible, especialmente porque la pobre chica tenía ya veinte centímetros de longitud metidos bien adentro.
—Mgggfffghhfffff… —Macarena sentía tal dolor que se tiraba hacia adelante y se levantaba tanto que ya se hacía difícil contenerla.
—¡Tore, ayudame! —le pidió Mónica, que apretujaba la cabeza de su hija desde la boca hacia la nuca, y desde la nuca hacia la boca. Tore quitó el pie de la cabeza de Macarena y la nena tuvo un segundo de movilidad que su madre casi no logra controlar. Pero enseguida el negro levantó el pie nuevamente y aplastó a Macarena desde la espalda, llevándola por completo al piso e inmovilizándola totalmente. Conforme Bongo enterró más, los gritos de la adolescente se hicieron tremendos, aunque ahogados por Mónica.
—MMMMMFFFFGGGHHHHHHAAAAAAAAAHHH…
Macarena cerró los ojos y recordó las enseñanzas de su madre, igual que Kwai Chang Caine en la serie Kung Fu, solo que en vez de estar rodeada de velas, ella estaba rodeada de pijas. Entonces hizo fuerza como si fuera a defecar. Sintió un alivio inmediato, como si el vergón que la taladraba se hubiera angostado, hizo más fuerza aún y, cuando la pija comenzó a clavarla de nuevo, el último tramo le entró de un saque y casi sin resistencia.
—¡Así, puta, muy bien!
—¡¡Mmmgggfffffhhh…!!
—¡Hasta los huevos, Bongo! —festejó Tore entre los gritos cebados de los otros negros.
Macarena se largó a llorar en silencio, dolorida de tanta verga y humillación. Al menos no sentía más dolor que antes, y le había entrado mucha más pija.
—Tore… Tore… —sollozaba, hamacada hacia atrás y hacia adelante. Pero el griterío de la rompida de culo era tan festiva que nadie la escuchaba.
Los últimos centímetros de verga fueron un concierto de gritos, palabras dulces de aliento de la madre y jadeos y festividad de Bongo. Cuando la verga negra hizo tope, Bongo lo celebró con alegría pero sin desmesura. Invitó a Tore y luego a Mónica a que miraran. Macarena seguía con el torso y la cabeza contra la colchoneta, vencida, llorisqueando como una tonta, a medias de felicidad y a medias de humillación.
Tore sacó un celular y fotografió la verga anchísima y enterrada hasta los huevos, abriendo ese culito ya poco virgen.
Y así, con la verga hasta el fondo de las entrañas de Macarena, Bongo, primero lentamente, casi imperceptiblemente, comenzó a bombear. Las venas le latían, el culito le apretaba tanto, que la pija crecía y latía sola, sin mucho roce. Bombeó despacio para que Macarena no sintiera dolor, pero era imposible y los lloriqueos y gemidos regresaron, y entonces Bongo, cansado ya de tanta debilidad, comenzó a bombear más fuerte sin importarle nada, a sacar un cuarto de verga y enterrarla. No podía sacar más que eso, no podía darse más roce, la angostura de la chica no lo permitía, y ya quería volcarle la leche adentro. La bombeó unos minutos, un cuarto de verga afuera, un cuartoo de verga adentro, una vez, dos veces, tres veces…
Y en medio del llorisqueo y los quejidos de dolor, la primera leche de negro inauguró el culito, ahora sí, ya nada virgen de Macarena.
—¡Ahhhhhhhhhhhh! ¡Por Diooooooooosssss…!!!—se deslechó Bongo—. Te lo bautizo, putita…
Macarena sintió la verga petrificarse en su interior y enseguida una tibieza lejana, indescifrable. Todos los negros y su madre estaban en círculo alrededor de la penetración, viendo esa verga inflarse hasta casi estallar y aflojar y endurecerse conforme pasaban los litros de leche. Y todo iba bien adentro de la ella, que lo recibía como si fuera un depósito de pija y semen.
—Tore… Tore… —murmuró desolada—. Tenías que haber sido vos, Tore…
Macarena recibió con alivio la leche, porque eso significaba el final. No la sintió sino hasta que Bongo fue retirando la pija de su culo, con espasmos, con algarabía de la platea y risas y felicitaciones. Y mucha leche rebalsando de su agujerito. Cuando la pija salió por completo y Macarena creyó que todo había terminado, Tore dijo:
—¿Quién va ser el próximo…?
Alguien reemplazó a Bongo entre sus piernas y le puerteó el ano.
—¡No, Tore, no! ¡Ahora te toca a vos! Por favor.
—Los siete, putita… Hoy te rompen el culo los siete…
—Pero yo quería que vos… Yo quería…
Macarena sintió un “flop” acuoso en su culo y cerró los ojos y agachó la cabeza, recibiendo el glande de la segunda verga, que la perforó ya sin demasiada resistencia y la caló con sorprendente facilidad hasta la mitad.
—¿Te duele, Maca? —quiso saber Tore.
—Me duele la cabeza cuando me la pisás con el pie.
—¡El culo te digo, pelotuda!
—Ah, sí, pero menos… Me aguanto, Tore… por vos me aguanto todo…
Pero ya Tore no la escuchaba. Miró atrás, a los otros negros.
—Disfrútenle el culito pero no la hagan muy larga. Ya vamos a tener tiempo, ahora solo hay que agrandarla…
Luego, otra vez a sufrir, pero ya no tanto. Tardaron una hora las siete vergas en cogérsela, llenarla de leche, y repetir en algún que otro caso. Macarena practicaba lo que su madre le había enseñado: relajaba, hacía fuerza, pensaba en su novio o en otra cosa… Aunque era difícil pensar en otra cosa, una pija de negro es muy difícil de ignorar. Por suerte el pie de Tore le volvía a aplastar la cabeza, y ahora con tanta fuerza que ese dolor le hacía olvidar el dolor de la “rompida” de culo.

Otra muestra de la sabiduría y el amor de Tore, seguro.

FIN - Episodio Completo

Día de Entrenamiento 09Fiesta de Navidad

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DÍA DE ENTRENAMIENTO 09 – COMPLETO
(VERSIÓN 1.1)
NOTA: El capítulo 8 es previo a este episodio, pero será publicado luego de las vacaciones.

por Rebelde Buey




DIARIO DE MACARENA, LA SEMANA PREVIA A LA FIESTA

Lunes
Querido diario: ¡ay, estoy tan emocionada! ¡No sé ni cómo empezar a escribir esto, no sé cómo poner en palabras lo que siento! Hace un rato por fin Tore hizo una de esas cosas con las que vengo soñando y matándome para que haga. Y fue mucho mejor de lo que me hubiera imaginado. Ya me había dicho un par de veces que me veía linda. Bah, que le gustaba mi ropa. Me lo dijo a su manera, medio bruto, como es él. Me dijo un par de veces que la tanguita se me enterraba espectacular en ese culazo que tengo, y que me hacía más puta. En otro momento me dijo que el portaligas que tenía puesto y la cola de caballo le daban ganas de remacharme contra una pared hasta secarse de leche como una pasa de uva, o como cuando me dijo que estaba hecha la más puta de todas las putas que se venía cogiendo en los entrenamientos. Es un dulce, de a poco me doy cuenta que le estoy gustando, un poco por mi sonrisa, otro poco por mi forma de ser y por supuesto por la ropita que siempre me pongo para que él me mire.
Pero hoy fue mucho mejor que el mejor de mis sueños. Hoy me invitó él, personalmente, a una fiesta que va a dar en su casa para navidad y año nuevo. No me lo mandó a decir por otro, como hace a veces cuando termina un partido y me manda a algún cuartito para deslecharse adentro mío a su antojo. No, esta vez me lo dijo él, frente a frente y hasta me dio el papelito en mano con su dirección. Me lo dijo cuando terminó de acabarme adentro, con la verga gorda pero ya no tan dura, toda embadurnada de leche que todavía tenía filamentos pegados a mi conchita. Me lo dijo con esa cara de tipo serio, responsable, como de malo, y mientras yo sentía cómo me salían los últimos borbotones de esperma desde adentro de mi vagina abierta.
Se me acercó, se puso de pie sin dejarme levantar, se limpió la verga en mi cara y me dio el papelito. Y me dijo: voy a dar una fiesta por navidad en casa. Quiero que seas mi invitada de honor.
¡Uhhhh! Casi me muero de amor ahí mismo y sin tocarme.
Lástima que de inmediato me agarró otro negro de los pelos, creo que Eshu, y me clavó contra la colchoneta como un preso, y no me quedó otra que acabar con la pija del otro. Con la pija del otro pero el papelito de Tore en la mano.



SÁBADO, 23:15 HORAS (EN LA FIESTA)

Era una casa que ya desde afuera se la veía muy muy grande, con varias plantas, en uno de los barrios más alejados de Buenos Aires. La música tronaba desde adentro, aunque sin molestar al vecindario, y se escuchaban algunos gritos femeninos, evidentemente de alguna adolescente. Entraron las tres, erguidas, mirando todo con ojos bien abiertos, vestidas de puta y derramando seducción y sexualidad: Mónica, Macarena y Maia. Y las tres tiritando.
Mónica porque tenía frío: la pollerita con volados que cortaba a mitad de su generoso culo, dejándole ver un poquito los cachetitos y el blanco de la tanguita enterradísima, y el escote que le dejaba ver sus pechos hasta el borde mismo los pezones, más la espalda casi descubierta, desde ya no la abrigaban. Las medias largas hasta los muslos y los portaligas tampoco.
—Entremos rápido, acá afuera tengo frio.
Macarena temblaba de excitación, estaba histérica. El corazón le galopaba fuerte y sus ojos iban y venían buscando a Tore. Iba con una minifalda satinada negra, cortísima, y debajo unas medias red también negras. Las botas enormes, de cuero, anchas y poderosas le trepaban por sobre las rodillas, y la gorra negra y la campera no lograban distraer del corpiño suelto, al aire, que cubría y a la vez embellecía sus pechos. Sabía que estaba para matar. Esa por fin iba a ser la noche. Nada lo arruinaría. Esa fiesta iba a ser especial para ella, y ella la iba a hacerla especial para él. Para ellos.
—¡Sí, entremos, no puedo esperar a que Tore me vea vestida así!
Maia también temblaba, pero de miedo. Era todavía muy chica para estas fiestas, aunque ella se jactaba de aguantarse todo. Ahora la habían traído y estaba dispuesta a hacer lo que pudiera para no arruinarle la noche a su madre y a su hermana. Mónica la había vestido muy simple pero muy sexy, demasiado quizá, con una remera salmón ajustada a sus pechos y abierta a los costados, como una casaca, que terminaba y descansaba en las nalgas, que ya tenían buenas formas, sin terminar de cubrirlas. La cola de la casaca tenía calado un corazón, que le revelaba parte de su nalga derecha, y llevaba unas medias blancas muy muy altas que cubrían hasta más de la mitad de los muslos. También vestía unos guantes blancos como las medias, larguísimos hasta cerca de los hombros.
—¡No quiero entrar! Mejor esperemos a papá y a Mikel…
Pero no hubo caso: entraron.



DIARIO DE MACARENA

Martes
Querido diario: No sé qué pensar. Mamá me dijo que ella también estaba invitada a la fiesta de Tore. Pero a ella la invitó Eshu. Al principio no le creí pero era cierto, tenía un papelito parecido al mío escrito de manos de uno de los negros. Me sentí mal, desconcertada primero y luego decepcionada. Pero mamá me explicó que quizá cada chica estaba siendo invitada por su macho, ya que el macho de ella es Eshu. Eso me devolvió el alma al cuerpo. ¿Eso querrá decir que Tore es mi macho? Y si Tore es mi macho, ¿yo sería su novia? Porque yo ya tengo novio: mi amado, hermoso y fiel Mikel, al que quiero hasta el cielo. Quizá esto sea lo que escuché tantas veces, eso de tener un novio o marido y un macho, como mamá.
Cuando mamá me vio otra vez entusiasmada y caminando por una nubecita, enseguida me aclaró que aunque Tore sea mi macho, eso no significa que yo sea su única puta. Me lo dijo así, usando la palabra puta. Pero que puta no era una mala palabra, al contrario, era una palabra que encerraba compromiso, lealtad y disponibilidad solidaria sin restricciones. Me dijo que los negros, especialmente este tipo de negros, son machos de varias putitas. Que ellos merecen y tienen varias, a quienes pueden satisfacer sin problemas. A mí ser la putita de alguien no me gusta, es una fea palabra esa, por más que mamá diga lo que diga; pero por otro lado, son solo palabras, como me dice siempre Mikel cuando él pide que en una fiesta con desconocidos yo diga que somos novios y para hacerlo enojar ando diciendo que somos amigos. A él no le gusta, porque enseguida tengo una docena de chicos que me quieren seducir, pero lo digo en broma. A mí no me interesan otros chicos, sólo Mikel. Bueno, Mikel y cumplir con los entrenamientos, más que nada los especiales, y cumplir con todo lo que me ordene Tore, sea especial o lo que me piden siempre, que me ponga de rodillas y reciba toda la verga y leche de negro que pueda. Pero es distinto, es por el hockey. Ay, estoy desvariando. Debe ser la emoción.



SÁBADO, 23:20 HORAS

Entraron y lo que las recibió no solo fue la música alta. Había un fuerte olor sutilmente ácido y una nube de humo de cigarrillo en el aire. Y negros de todos los tamaños y edades imaginables yendo de un lado al otro, charlando, riendo, tomando y divirtiéndose. Y casi todos en pantalones y con los torsos desnudos. Había negros en la entrada, en los pasillos, en la sala principal, que era enorme, en las escaleras, bajando algunos, subiendo otros, negros allá lejos y negros pasando música. Había (Mónica tenía experiencia en contar grandes números de gente) no menos de 80 negros.
—¡Ay, Dios mío, no puedo creerlo…! —la madre pareció iluminada por un cono de luz celestial, con coro de ángeles incluido.
—Son demasiados, acá nunca voy a encontrar a Tore…
—Estoy muerta y Dios me mandó al Paraíso de los Negros por el que tanto le rezo… —dijo Mónica, extasiada.
En cambio Macarena estaba intranquila. No le molestaba que la casa estuviera repleta de morenos. De hecho, aunque no le interesaba otro hombre que no fuera su novio, debía admitir que casi todos los presentes estaban en estupenda forma y eran muy atractivos, y apostaba un beso de Tore a que serían excelentes sementales. Buscó elevando la cabeza a ver si encontraba a su anfitrión.
—Hay un olor raro… parecido al que hay en el vestuario…
—Es olor a macho, hija… —se entusiasmó la madre—. Ya deberías conocerlo… ¡Ay, Dios mío, espero que tu padre y Mikel tarden un buen rato en encontrar estacionamiento, no quiero tenerlo al lado quejándose como un maricón cuando estos negros me empiecen a usar como un depósito descartable de leche!
—¡Mamá!
—¿Qué, mi amor?
—No le digas maricón a papá.



DIARIO DE MACARENA

Miércoles
Querido diario: Estoy muy pero muy nerviosa. Ahora resulta que no soy la única invitada a la fiesta. Hay una o dos chicas más, ¡por lo menos!, y algunas  madres más también. No pude averiguar quiénes son, pero mamá me dice que no me preocupe para nada, que seguro que Tore me va a hacer sentir especial, y que eso es lo único que cuenta. Cuando me dijo eso me calmé, tiene razón. Si hay una fiesta, los otros entrenadores no van a querer ir solos, y si no llevan a alguna chica, se van a ver obligados a querer charlar y bailar conmigo, y la verdad yo prefiero pasar toda la noche con Tore que, como me enseñó mamá, es mi macho.
Estoy nerviosa, faltan tres días y no sé qué me voy a poner. Ya me dijo Tore que la fiesta no es de vestido largo, sino más bien informal. Que van a ir un montón de amigos de él, todos negros como él, igual a él. Le pregunté si igual a él significaba que iban a ser grandotes, fuertes, altos, con esas cosas enormes colgándoles de entre las piernas… no porque me importara, sino por curiosidad. Se me rió como si fuera una nena tonta y me dijo que eran igual que él: de gustos simples. Me puse roja como un tomate, por suerte en ese momento me agarraron Bongo y Fisu y se me pusieron uno adelante y otro atrás y me empezaron a dar verga sin contemplaciones,  desesperados, y un tercer negro se me puso adelante y me tironeó de los cabellos para que le vaciara los huevos de leche con la boca. Eso me evitó que el bueno de Tore me viera sonrojar de vergüenza.



SÁBADO, 23:25 HORAS

Maia se sacó el chupetín [paleta] de la boca con un sonido chasqueante y giró hacia su madre y hermana. Era la más chica y fue la única que se dio cuenta del pequeño detalle.
—Hay otras madres y algunas de tus compañeras, Maca…
Recién en ese momento las vieron. Perdidas entre la multitud de negros, algunas madres y chicas iban de un lado al otro con bandejas y tragos, llevando vasos llenos y vacíos, y recolectando porquerías por aquí y allá. Algunas iban vestidas con uniformes de mucama, pero uniformes adaptados a los gustos de los anfitriones. Tanto las madres como las otras chicas estaban vestidas como putas, con faldas cortísimas que les dejaban ver de todo, con ligas y portaligas, con escotes generosos, con encaje, botas de caña bien alta o zapatos de taco aguja. Por otro lado los negros —todos, los que querían— aprovechaban cuando las mujeres pasaban cerca o se quedaban limpiando una mesita para magrearlas, sobarle los pechos y meterle manos impúdicas bajo las faldas. Las compañeras de Macarena no decían nada. Resistían débilmente las manos y se dejaban vejar como si fueran una mercancía barata y de prueba, en general sin sonreír, e incluso con gesto de temor, puesto que los negros eran en un noventa por ciento desconocidos. Pero levantaban los vasos soportando el manoseo, incluso cuando los dedos se metían bajo la falda y sorteaban sus tanguitas de encaje, sin decir nada, sonriéndoles de compromiso y como pidiéndoles permiso para retirarse con la bandeja llena de trastos. Las madres también eran manoseadas, pero sus reacciones eran opuestas, se las veía contentas, o más aún, festivas. Cada tanto algún negro tomaba a cualquiera, madre o hija, la que le placiera, y se la llevaba de la mano escaleras arriba para perderse tras una puerta. Las compañeras de Macarena en general iban cabizbajas, tímidas o reticentes, pero se dejaban llevar al matadero. Las madres, en cambio, iban exultantes.
Mónica y sus dos hijas observaban todo con ojos de sorpresa, cuando se les acercaron dos negrazos que Macarena jamás había visto. Uno magreó a su madre y otro la rodeó por la cintura a ella, la pegó al cuerpo y con un dedo índice le recorrió el corpiño.
—Bueno, bueno, bueno… —dijo uno—.  Llegaron los refuerzos…
Un tercero se les sumó y estaba por manosear a la pequeña Maia, que ya giraba sacando cola, poniéndola en punta como había visto varias veces para facilitar la tarea, cuando Macarena escuchó la voz grave y dominante de su macho.
—¡Macarena, Mónica, qué bueno que ya están acá!



DIARIO DE MACARENA

Jueves
Querido diario: Papá está como loco. Se enteró que mamá y yo vamos a la fiesta y está nervioso y asustado. No le gusta, se pone paranoico porque dice que mamá es una puta y que le va a llenar la cabeza de cuernos como no sé cuándo que eran jóvenes. Papá es un perseguido, sospecha de todo. Es cierto que mamá muchas veces termina con las piernas abiertas alrededor de un negro, y con la tanguita colgando de un tobillo, pero en general no es de puta sino para quejarse de algo, o para enseñarme a mí una lección, o porque a veces, hay que entenderlo, los entrenadores están tan estresados con el campeonato que necesitan descargar sus tensiones.
La cuestión es que papá se enojó con mamá, y la dejó ir, pero solo con una condición: que la lleve a Maia. Dice que si llevamos a Maia, eso es garantía de que no vamos a poder hacer nada. Me parece que papá es un pelotudo, pero bueno, eso es algo que por respeto nunca le voy a decir.
Mamá aceptó llevar a Maia, lo cual no sé cómo tomar. Espero que el hecho de que mi hermanita sea más chica que yo no lo afecte en nada a Tore, que, como a mí, le gustan tanto los niños.
Así está toda la noche conmigo.
Eso sería un sueño.
Ay, no sé, me gustaría bailar con él. Como en las películas. Así, tipo vals.
Yo creo que voy a pasar la mejor noche de mi vida, toda la noche en brazos de Tore, escuchando música y hablando de cosas nuestras, para conocernos mejor. Esos brazos fuertes, que a veces me hacen doler de tanto que me aprietan. Me gustaría quedarme a dormir en esos brazos, para ver cómo se siente despertar ahí.
Sí, en los de Mikel también, obvio, si con Mikel siempre me quedo dormida.



SÁBADO, 23:30 HORAS

—¡Tore! —gritó extasiada y a pura sonrisa Macarena.
—¡Macarena, qué bueno que ya estás acá! —la saludó él. Y la chica se le tiró encima, casi abrazándolo con las piernas.
Había otro negro con Tore, uno que no habían visto nunca. Mónica lo miró de arriba a abajo y le sonrió y se le puso al lado, y el negro nuevo la tomó con naturalidad de la cintura y enseguida bajó la mano buscando sus carnes. Mónica lo recibió festiva.
—¿Te gusta cómo estoy, Tore? —preguntó Macarena, llena de orgullo y expectación. Quería impresionar a ese macho.
Tore dio un paso atrás, tomándola de la punta de sus dedos, y la miró con ojo clínico. Silbó con aprobación.
—¡Estás increíble, Maca! ¡La más puta de todas las chicas que vinieron hoy!
Macarena pegó un saltito de alegría.
—¡Graaaacias, mi amor! —le dijo, y juntó los brazos y los pechos se le inflaron hacia adelante.
—Estás perfecta, les vas a gustar a todos con esta ropita. Vas a hacerme quedar muy bien.
Macarena no entendió exactamente lo que el negro había querido decir con eso, pero solo con escuchar que lo iba a hacer quedar bien se contentó como una nena.
—Vengan, quiero mostrarles dónde van a estar y lo que tienen que hacer…



DIARIO DE MACARENA

Viernes
Querido diario: No sé, yo me parece que no voy. Esto ya no es como pintaba al principio. Ahora parece que papá quiere ir a llevarnos a la fiesta. Eso está bien, que nos haga de chofer, para algo tiene que servir el pelotudo de papá, pero quiere entrar a la fiesta, ver cómo es, estar seguro que no va a pasar nada.
Se puso así de desconfiado porque la tonta de mamá le mostró cómo va  a ir vestida. Se compró una pollera con volados pero corta, re corta, tan corta que se le veía la parte de debajo de la cola. Y mamá tiene mucha cola, la pollera se le levanta de nada, con solo caminar. Encima se puso unas medias altísimas que la hacían ver re puta, y un escote… bueno, mamá siempre muestra las tetas, especialmente cuando va al club, pero esta vez se pasó, se le veían los bordes de los pezones... Ella dice que en una fiesta esa ropa está bien, que no es de puta. Yo no sé, a mí me daría vergüenza vestirme así…
Papa se puso como loco. Me preguntó a mí cómo iba a ir vestida y no me dio para mentirle, no me gusta mentir, así que le dije. Y no solo le dije, me vestí tal cual voy a ir a la fiesta. En el fondo lo hice para que se escandalice un poco y le diga a mamá que no vaya, así voy solamente yo.
Pero me salió mal. Ahora va él y no solo eso, lo llamó a Mikel y le dijo cómo iba a ir vestida yo, y Mikel se vino volando, creo que más para verme vestida así que para enojarse. La cuestión es que al rato estaban los dos hombres de la casa echando chispas por lo putas que eran sus mujeres, por lo dominantes que eran los negros, y que por qué solo invitaban a las chicas y a ellos no, y yo que sé cuántas cosas más.
En un momento me dio como impotencia y frustración y me puse a llorar y me fui a mi cuarto. Mikel vino atrás mío a disculparse, estaba re culposo. Yo no le dije que mi llanto era porque el lunes creía que iba a ir yo sola con Tore a su fiesta, y ahora resulta que iba a ir toda mi familia. En vez de decirle eso me abrí un poco de piernas, me corrí la tanguita para un costado y le hice limpiarme abajo. Es que un rato antes había llegado del entrenamiento y no había tenido ni tiempo de bañarme, y entre las chicas de hockey ya nos venimos comentando que la ducha te refresca, pero que para estar bien limpia limpia lo mejor es el cornudo. Yo lo probé y resultó cierto, pero la verdad es que estaba tan triste porque la fiesta se me había aguado, que la verdad es que no lo disfruté. Bueno, un poco lo disfruté, más que nada como pequeña venganza contra Mikel por venir a controlar la ropa que iba a usar con Tore, como si yo fuera una cualquiera. Así que le hundí la trompa en mi conchita y lo obligué a chupar y chupar, le atrapé la cabeza con mis muslos y me parece que le gustó, porque enseguida empezó a bufar, y yo a sentir cómo me limpiaba, y le grité chupá, puto, chupá. Esto es por venir a controlarme cómo me visto para mi macho. Me asusté por lo que dije, que se me escapó, pero por suerte Mikel tenía las orejas tapadas por mis muslos y no escuchó nada.
Es tan bueno mi novio. Tengo suerte de tenerlo. Y él también tiene suerte de tenerme a mí y a esos ocho negros que me están enseñando un montón de cosas que a fin de cuentas sólo él va a aprovechar y disfrutar cuando nos casemos.



SÁBADO, 23:35 HORAS

Tore avanzó entre los otros negros y comenzó a subir las escaleras. Mónica, Macarena y Maia lo siguieron.
—No entiendo… ¿Nos vas a poner a servir tragos?
—No, Maca, ustedes están para cosas mucho más importantes…
Macarena sonrió, se le llenaron las mejillas. Tore llegó al piso de arriba y anduvo cinco pasos más hacia una cortina bordó. La abrió al medio con ambas manos y entró. Las tres mujeres lo siguieron, obedientes.
Adentro había un cuartito bastante pequeño, con tres extraños artilugios de madera, que más parecían dispositivos para algo indescifrable que mobiliario. Tore les extendió las manos y sonrió, como si los estuviera presentando.
—¿Qué les parece? ¿Les gusta?
Macarena y Mónica se acercaron y miraron esas tres cosas sin emitir palabra. No entendían qué eran. Maia, mientras tanto, miraba el brillo en los músculos de Tore.
Eran tres potros de madera lustrada, convexos, apoyados cada uno sobre un caño de hierro en el medio, y con estribos y cintos para las manos y pies. No era de tortura, simplemente fijaba la posición de un cuerpo si uno se acostaba sobre él, y como era convexo, la única forma de acostarse era boca abajo.
Las dos mujeres comprendieron enseguida. Mónica sonrió y se agitó de excitación, y fue solita a tomar su lugar. Macarena dudó.
—Pero Tore, yo…
—Sí, ¿qué? —Macarena volvió a dudar, Tore le quitó los pendientes y una pulsera—. Esto no conviene, mi amor… Te va a molestar cuando estés boca abajo…
—Pero…
Tore condujo a Macarena hacia el potro de madera del medio.
—Maia, subite a ese, vos también vas a ayudar a mamá y a tu hermana, ¿eh, mi amor?
Y ahí Macarena, todavía impactada, montándose ya sobre la madera, no por ella, sino por la insistencia cordial de su negro, atinó a decir:
—Pero ella es muy chica todavía, no creo que…
—Ya no es tan chica, mi amor… —respondió Mónica, probando las cuerdas y las posiciones de su potro.
Maia fue a tomar su lugar, se subió y quedó boca abajo, con la cola en punta marcada por el mueble.
—Muy bien, muy bien… —se relamió Tore.
En ese momento se corrieron las cortinas y entró Modestino y Mikel, padre y novio de Macarena, bien trajeados y con unos cuernos de alce de cotillón, aplicados a sus cabezas cada uno.
—¿Qué es esto? ¿Qué están haciendo?
—Sus hijas y su esposa van a ser el alma de la fiesta.
—P… pero…
—No va a pensar que todos esos hombres de ahí abajo se van a contentar con unos tragos y un poco de música…
Las mujeres notaron los grandes cuernos de alce de goma eva y se rieron un poco.
—Mi amor… ¿qué es eso..?
Modestino miró su ridículo aplique y se sintió en ridículo.
—No sé, nos obligaron a ponernos estos cuernos en la entrada… ¡No sé qué tiene que ver con la fiesta!
—¡Es un festejo de navidad, no sea grosero! Ustedes son los renos de Santa, es solo un motivo para la fiesta.
Modestino amagó quitárselos, pero un gesto severo del negro lo desautorizó. Tras él, Mikel tenía las manos juntas y detrás, y miraba hacia el piso, como cada vez que estaba en un mismo cuarto juntos  los entrenadores de su novia.
—Bueno, no cambiemos de tema… ¡Maia tiene 12! ¿Está loco?
—¿12? —El negro miró a las mujeres, quienes asintieron—. Todo esto es muy decepcionante. Por un momento pensé que esta noche iba a ser especial pero veo que no…
Tore sacó a Maia del potro con delicadeza.
—¡No! —se desesperó Macarena—. ¡Dejala!
—No, Macarena. Ya mismo me voy con tu padre a llevarla a la guardería. Nosotros somos muy respetuosos de las leyes —Tomó a Maia del hombro y con un gesto invitó a Modestino a seguirlo. Abrió la cortina con un brazo y agregó antes de salir—. Para cuando vuelva… Hagan lo que quieran… Es obvio que voy a defraudar a todo el mundo acá…
Y se fue con Modestino y Maia a la guardería que habían improvisado para la fiesta en la planta baja, al fondo.




LA GUARDERÍA
SÁBADO, 23:45 HORAS

Tore llegó a una puerta de madera oscura y encerada. Modestino y Maia iban pegados tras él.
—Esta es la guardería —anunció, y abrió la puerta.
Modestino se sintió aliviado, allí adentro había más chiquillas como su hijita, de 12, 11 y 10. Le llamó la atención que la mayoría de ellas estaban vestidas como su hija, un tanto descaradas, por decir algo. Había varias con sus uniformes del colegio, al menos aparentemente, aunque adaptados a la noche, y el resto con ropa de calle u otro tipo de uniformes. La mayoría llevaban el cabello prolijo, atado con colitas o cola de caballo. Y todas, absolutamente todas, estaban en minifaldas y medias altas. Quizá fuera porque aquello efectivamente era una fiesta y las madres no habrían sabido vestirlas, o quizá fuera porque les pusieron lo primero que encontraron. Modestino ya estaba soltando a su hija para que ingrese a la guardería cuando en la misma sala vio deambular a un negrazo morrudo y ancho, de dos metros de alto. Iba en calzas ajustadas y brillosas, que le remarcaban unos atributos de miedo, y arriba con una remera sin mangas más ajustada aun, que le dibujaba cada uno de los incontables músculos. La cabeza rapada y la barba de tres días hacían juego con los tatuajes y los piercings, pero no hacían juego con la guardería.
—¿Q-Quién es el… Señor…?
El negrazo salido de una prisión de máxima seguridad le miró los cuernos de alce y sonrió con suficiencia. Luego miró de pies a cabeza y sin ningún disimulo a la pequeña Maia, que juntó las piernas y se elevó sin darse cuenta en puntas de pie, sonriendo.
—Oh, él es uno de nuestros encargados de la guardería. No se preocupe, contamos con un muy calificado personal, experto en disciplina. En muchas disciplinas, me refiero.
—P-pero…
Tore tomó a Maia desde su espaldita y comenzó a empujarla hacia la sala, pero más que nada para despegarlo de su padre.
Por una puerta de atrás apareció otro negrazo enorme, más gordo y más negro que el primero, mucho más viejo, de pelo blanco. Parecía sucio, con una camiseta de algodón agujereada y unos shorts amplios, de algodón, que le abultaban adelante. Iba comiendo unas donas y desparramando migas y mermelada por su abultada panza de cerveza. Un tercer negro entró por la puerta donde estaba el propio Modestino y Tore, y los saludó muy cortésmente. Este último era el más joven y pequeño de los tres, parecía un deportista, o un personal trainner. O u gigoló. Tenía una sonrisa cautivadora y exudaba carisma. Iba en calzas ajustadas, y Modestino se asustó al ver ya no un bulto, sino una especie de manguera enorme y ancha que se extendía por debajo de la calza y le recorría una muy buena parte de una de las piernas.
La sorpresa, el desconcierto de ver esa monstruosidad que en realidad no veía le hizo aflojar el brazo que retenía a su hija y las palmadas de Tore alejaron definitivamente a Maia.
—Son los tres mejores niñeros que puede haber, no se preocupe. Se saben muchos juegos y actividades, las van a entretener toda la noche. Le garantizo que cuando se vaya de aquí, su hija estará tan extenuada que se la va a llevar durmiendo.
Modestino vio como su hijita era conducida ahora por uno de los negrazos, el de los tatuajes y piercings. La llevaba hacia el centro de la sala donde estaban las otras nenas y el viejo gordo, que se relamía con gula y enfermedad ante su dona. El carismático estaba apartado con una de las de uniforme de colegio, aparentemente le estaba enseñando algún juego porque la chica estaba muy concentrada en lo que él le daba, con los ojos cerrados y tiritando de ansiedad.
Lo último que vio Modestino, cuando Tore le cerró la puerta para volver con su mujer y su otra hija, fue a Maia con la ropita que le había puesto Mónica subiéndose al respaldo del sillón, mientras el viejo gordo se le ponía adelante y le ofrecía su dona rebalsante de jalea, y su hijita abriendo grande la boca y engulléndola de un bocado.




LOS POTROS
SÁBADO, 23:55 HORAS

Modestino otra vez iba detrás de Tore, de regreso. Esta vez, sin su hijita al lado, mirando todo alrededor. La cantidad de negros que había en esa fiesta era inimaginable, y la cantidad de mujeres también. Reconoció a cada una de las chicas del equipo de hockey, todas compañeritas de su hija, llevando y trayendo cosas, dejándose manosear por cualquier negro y, en varios casos, aquí y allá, arrodilladas en el piso frente a algún macho, mamándolos con sus boquitas de 18 años y pajeando —no lo veía, pero los movimientos eran los típicos— para mejorar la felación. Las madres de las chicas también estaban aquí y allá, arrodilladas o directamente abiertas de piernas en algún sillón, aunque había menos, o tal vez, como comenzó a sospechar, estaban en los cuartos de arriba, más ocupadas.
Subieron las escaleras y un escalofrío recorrió la espalda de Modestino. A pesar de la música, más allá del bullicio de la multitud hablando y bromeando, escapando al humo de cigarrillo y los gemidos de algún morocho acabando en la cara de una chiquilla, Modestino fue escuchando más y más fuerte a cada escalón que subía, los jadeos de dos mujeres. Modestino aceleró el paso, preocupado como nunca antes.
—No pueden ser ni su mujer ni su hija —lo tranquilizó Tore—. Ese salón es para tres, y sin Maia solo serán dos, así que el salón se clausura.
Cruzaron las cortinas bordó y Modestino casi se muere de un paro cardíaco. Sí que eran su mujer y su hija. Pero eran tres. Mónica estaba en el potro de la derecha, boca abajo, asida por las muñecas y tobillos con una cinta. Un negrazo que Modestino no había visto jamás, un negro medio gordo y altísimo, calvo, con cara de pocas luces y semidesnudo, la surtía desde atrás con pijazos implacables. La tenía agarrada de las caderas, y le había subido la falda por sobre la cintura. La tanguita de la muy puta de su mujer estaba corrida para un costado, y Modestino podía decir a ciencia cierta “la muy puta de su mujer”, porque la muy puta de su mujer estaba gritando y gimiendo como una poseída.
—¡Mónica, ¿qué es esto!!??
Mónica apenas si giró la cabeza, pero ni llegó a verlo. La pija la perforaba sesenta veces por minuto o más, se sentía cogida por una verga del tamaño de una torre de cds y lo único que le importaba en ese momento era que aquello no se terminara jamás.
Macarena estaba en el medio, también en un potro, también asida de muñecas y tobillos, y también perforada desde atrás por un negro desconocido, aunque delgado y de piel demacrada. El negro tenía una verga muy larga y con una cabeza como un globito. La sacaba por completo y se la volvía a clavar con fuerza y sadismo, riendo y mostrando unos dientes desparejos y comidos de caries, mientras la tomaba por los cabellos con una mano y le manoseaba las nalgas con la otra. Las medias red de Macarena, negras, altas hasta mitad de muslo y enguantadas en las botas bucaneras de cuero, eran la única traza de decencia de su hija.
—¡Macarena…! —se acercó Modestino. Miró a su hija, que a su vez miraba hacia su izquierda, sonriendo, mientras todo su cuerpo y su cabeza bailaban hacia adelante y atrás al ritmo del bombeo del negro.
Lo que miraba Macarena era el primer potro, y ahí, a su novio Mikel. Modestino vio que Mikel también estaba allí, boca abajo y atado como sus dos mujeres, con los ridículos cuernos de goma eva en la cabeza. Pero ningún negro lo estaba haciendo su puta.
—¿Qué hace tu novio ahí? —quiso saber Tore.
Macarena se apuró a responder, no de nerviosa, sino de ese orgullo de haber resuelto un problema gracias a la iniciativa propia.
—Convencí a mi novio de que… uhhh…  reemplace a Maia… Si… Si se necesitan tres putitas para esta sala… ahora hay tres… ahhhh… Yo no te voy a defraudar, Tore… Nunca…
Tore se tomó la barbilla meditando un segundo, de pie entre las dos mujeres que seguían bombeadas y movidas a topetazos. Miró al chico, con sus pantaloncitos bajados hasta las rodillas y el culo expuesto, regalado para cualquiera. Vio las nalguitas blancas temblequeando pero aguantando, igual que el día que los ocho entrenadores se lo hicieron debutar. Sonrió.
—Está bien, Maca, estuviste muy inteligente… Me cumpliste.
Aun con la cabeza hacia abajo, aun con los pelos revueltos, la poca luz  y el bombeo asqueroso a la que la sometían, Modestino pudo notar el gesto orgulloso de su hija.
Macarena seguía recibiendo verga del negro demacrado, que bufaba cada vez más fuerte. El gordo alto y de pocas luces se seguía beneficiando de Mónica. Modestino tragó saliva y se aflojó el nudo de la corbata de seda que acompañaba su camisa y traje carísimos, bien de fiesta. Fue a ubicarse a un lado de su mujer, sus ojos comenzaron a desorbitarse cuando vio con qué herramienta penetraba el negro a su esposa. El pistón de carne que tenia por pija era un tubo de cerveza de medio litro, ancho, rugoso y firme como el acero. Modestino se tomó los cabellos.
—¡Mi amor, la tiene del tamaño de un burro!!
—¿Y qué querés que el haga? Es genético, así son los negros…
—¡Quiero que no te dejes coger así por este tipo!!!
—Ya le dije, mi amor, pero no me hizo caso…
El negro se movía de atrás hacia adelante clavando y clavando cada vez más hondo. La pija salía hasta la cabeza, brillosa y violeta de tan hinchada, y entraba hasta los huevos en un santiamén. El negro la tomaba ahora desde las nalgas, para abrirla en cada arremetida. Miró a Modestino.
—¡Dejanos coger tranquilos, cornudo, que ya le estoy por acabar!
Y otra vez bien adentro. La piel del negro chocaba con la cola blanca de su mujer, y Modestino, agachado y asomado a la penetración como si estuviera mirando algo imposible, se volvía a tomar la cabeza. Las manazas del negro se hundían en las nalgas de Mónica para tomar más envión y clavar más fuerte. La verga iba más adentro. Y luego más. Y más aún. El negro, sin dejar de agarrarla y clavar bien hondo, le sonrió a Modestino.
—¡Qué estrechita es tu mujer, cuerno...! ¡Qué bien te la siento…!
—Ay, por Dios… No lo trates así… —se escuchó sonreír a Mónica, y comenzó a bufar más.
Modestino vio por primera vez los testículos del negro, dos canicas grandes pendulando dentro de una bolsa larga y rugosa que se movía hacia adelante y atrás, acompasando el movimiento que perforaba a su mujer. El negro vio a Modestino verlo, y volvió a sonreír.
—Agarramelos… Uhhhh… que ya te la acabo... Ahhhhh…
Mónica hundió más su cabeza y suspiró lujuriosa.
—¡Qué hijo de puta…!
Modestino dudó:
—¿Qu-Que qué...??
—¡Los huevos, cuerno! uhhhhh… Los huevos… mmmm… Sostenémelos para que no se me… muevan cuando… ahhhh… le acabo adentro a tu mujer… uhhhhhh…
—P-pero… pero no comprend…
Macarena, también hamacada a pijazos, giró la cabeza hacia su padre.
—¡Ay, papá, siempre el mismo pelotudo! ¡Que le sostengas los huevos con tus manos! ¡Dejá de mirar como un pajero y ayudá a mamá!
Así que Modestino tuvo que acercarse más, mucho más, arrodillarse de costado frente a la penetración que no aflojaba. Estiró sus dedos y con temor e incertidumbre, mientras el negro seguía bombeando esa conchita que había sido prometida para él en el altar, las acercó a los testículos. Tuvo miedo, primero del contacto, y luego de hacer algo mal. Los huevos del negro eran grandes, largos, y pendulaban mucho. Modestino tuvo miedo de lastimarlo y que el negrazo se enfurezca. Se acercó mientras su mujer lo alentaba: “Agarralos, cornudo, sé un buen esposo”, y los arropó de a poco con sus dos manos. El contacto con los huevos le sorprendió. Estaban calientes, y eran rugosos pero a la vez suaves.  Los puso entre sus dos manos y trató de acompañar el movimiento del negro mientras le cogía a su esposa.
—Uhhhhhhhh… —gimió el macho con el morbo del contacto—. ¡Te la echo, puta! —le dijo a Mónica. Y luego a Modestino—. Cuerno, apretá un poco, no se van a romper. Sostenelos con una mano y apretá cerca de la pija con la otra.
Modestino puso una mano debajo de los huevos haciendo copa y los sostuvo mientras estos trataban de salirse en cada movimiento. Cerró apenas y pudo retenerlos. Con la otra mano fue hacia la base de la pija, pero debajo, en el inicio de los huevos, y cerró la mano sobre la vertical, como si acogotara a una gallina.
—¡Síiiiii, cuerno, síiiiii…! —jadeó el negro, sin dejar de bombear y rebalsado de placer.
Modestino se sorprendió de que los huevos se sentían rico en sus manos.
—¡Pajeame los huevos, cornudo, que ya estoy!
Modestino sostuvo los huevos con mayor firmeza y con la mano de arriba comenzó a bajar y subir. Estaba debajo de la pija, que seguía entrando y saliendo en la concha de su esposa cada vez más rápido.
—¡Asíiii, cuerno, asíiii…! ¡Más rápido, más rápido que ya me viene…!
Modestino comenzó a acelerar la paja sobre la bolsa de los huevos. Arriba y abajo... arriba y abajo… mientras el negro le enterraba pija su mujer atrás y adelante, atrás y adelante…
—¡Sí, cornudo, síii… síii…! ¡Te la lleno…! ¡Uhhh…! ¡Te la lleno, cornudo, seguí… seguí…!
Modestino tenía la garganta seca y las manos sudadas. Arriba y abajo… arriba y abajo... Fap fap fap…
Y el negro: adentro y afuera… adentro y afuera... Pero cada vez más adentro.
—¡Te la lleno, cuerno, te la lleno de leche…!!! ¡¡Aaahhhh…!!
Fap fap fap fap fap
—¿Lo estoy haciendo bien, Señor…?
—¡Sí, cuerno, siiihhh…! ¡Ahhhhaaa! Seguí… Seguí… Dios… Me viene me viene me viene…
La cabeza, el tronco, las venas que latían. El culazo de su esposa estaba ahí nomás, soportando el bombeo, la panza del negro, las nalgadas, las manos agarrando fuerte para clavar más hondo.
Fap fap fap fap
—Sí, Señor… Sí, Señor… Sí, Señor…
—¡¡Ahhhhhhhhhhhhhh…!!
Fap fap fap fap fap…
—Apretá, cuerno, apretaaaaaaaahhhh que te la estoy llenandoaaaaahhh…
—Sí, Señor… Sí, Señor… Sí, Señor…
Fap fap fap fap fap
Modestino sintió la tensión en la bolsa de los huevos, el endurecimiento. Vio la pija del negro a cinco centímetros de sus ojos y juraría que notó los lechazos recorrerle la pija por dentro.
—¡AAAAAAAAAAHHHHHHHHH…!!!
Fap fap fap
—Apretá mas cuerno, apretá, sentí cómo la lleno a tu mujer…
—Lo estoy sintiendo, Señor… —fap fap fap fap fap—. Lo estoy sintiendo en mis manos…
—¡Tomá, puta, tomá pija y leche, hija de remil putas!
—¡Por Dios…! —se sentía morir Mónica—. ¡Qué pedazo de macho…!
Los pijazos seguían entrando con violencia, anchos, largos, cargados de semen. La leche iba bien adentro, todo lo adentro que una pija de 25 centímetro puede mandar. Pero en eso de sacarla hasta la cabeza para entrar más fuerte, algunos lechazos dieron en las nalgas del putón. En instantes la leche comenzó a gotear por debajo, mientras el negro la seguía penetrando y Modestino sostenía los huevos y se los pajeaba.
—Seguí pajeando, cornudo, que todavía tengo un poquito más…
—Sí, Señor…
Un minuto más de bombeo recibió Mónica. La pija le entraba cada vez más despacio, más lentamente, pero siempre con algo de leche tibia adentro. Hasta que ya al final eran solo latigazos cortos y espasmos terminales. La conchita le había quedado llena.
El negro se retiró satisfecho y dio una palmada sonora a una de las nalgas de Mónica. Modestino dio un paso al costado, asqueado con el semen derramado que le chorreaba entre los dedos. Su esposa estaba quieta ahora, así que de inmediato un segundo negro fue a ocupar el lugar del que acababa de cogerla. Recién ahí Modestino vio que se había formado una pequeña hilera detrás de sus dos mujeres. El segundo negro se bajó las bermudas y peló un vergón no tan largo como el anterior pero más regordete.
—Cuerno, ponete ahí —le dijo, y le señaló el potro, justo entre las piernas de su mujer. Modestino vio que el potro tenía allí una hendidura suave y se dio cuenta que era un espacio para colocar una cabeza. Una cabeza mirando hacia afuera. Sumiso, ante la mirada impaciente del segundo negro, un negro fiero y  con cara de malo de verdad, Modestino fue y se sentó al pie del potro mirando hacia el macho, de espaldas a su mujer pero entre las piernas de ella. Sí, su cabeza quedó mirando hacia el macho, apenas bajo la concha de Mónica.
El macho dio un paso adelante y abrió las nalgas de la mujer. Los testículos quedaron a la altura de Modestino.
—Vas a chupar, cuerno. Quiero cogerme a tu mujer con tu boca comiéndome los huevos… Toda la cogida, ¿estamos?
Modestino asintió con la cabeza y se reacomodó. Otro ajuste del negro entre las piernas de su mujer, la pelvis más hacia adelante y escuchó el gemido de su esposa al recibir esa pija entrándole.
Modestino miró hacia arriba y abrió la boca. Y se llenó el buche con los huevos más largos y grandes que había visto. Y el dueño de esos huevos comenzó de a poco a cogerle a su mujer. Adentro, suavemente… afuera, suavemente… y la boca acompañando los huevos. No era fácil. Adentro, suavemente… afuera, suavemente…
—Muy bien, cornudo… —lo alentó el negro.
—Mi amor, no me hagas quedar mal… —advirtió Mónica, siempre amorosa.
El macho iba clavando y era fácil darse cuenta que de a poco y con otra estocada, la verga iba penetrando cada vez más adentro. Modestino tenía que moverse cada vez más. En nada de tiempo el negro hijo de puta le estaba clavando a su mujer hasta los huevos, y Modestino debía torcer hacia arriba su cara para sostener los testículos dentro de su boca. Le costaba respirar, le dolía el cuello, pero los huevos del negro, gordos, rugosos, juguetones dentro de la bolsa, se quedaron con él.
—Qué buena que estás, putón… —la piropeaba el negro a Mónica—. Qué pedazo de hembra, por Dios…
Mónica bufaba con cada cumplido, caliente con la verga del negro pero más caliente con que le digan putón un macho como aquél. Quiso retribuirle y comenzó a mover su pelvis y su conchita hacia el negro. Esto le vino bien a Modestino, que de esta manera tuvo que moverse mucho menos para sostener los huevos del negro en su boca.
—¡Puta, puta, puta, puta…! —escuchaba Modestino que le gritaban a su mujer, mientras él tragaba, tragaba y tragaba los testículos del macho.
Miró de reojo al costado. Un nuevo negro estaba cogiéndose a su hija, el tercero desde que él estaba ahí, y otro más se acomodaba detrás de Mikel, uno bajito y regordete, con rulos, aparentemente el primero.
No pudo ver cómo se lo clavaron a Mikel, porque en el medio se estaban cogiendo a su propia hija. Pero sí escuchó los gritos del chico. Primero fuertes, luego, conforme fueron cogiéndoselo, más suaves. Modestino podía adivinar cada una de las estocadas que le enterraban por los gritos, pero cuando los gritos se transformaron en jadeos, se le hizo más difícil, porque se confundían con los gemidos de su hija. Ahí se dio cuenta Modestino que Mikel gemía como una mujer, que tenía una voz bastante femenina.
Modestino trató de ver cuanto pudo cómo el negro del costado le cogía a la hija. Macarena parecía aceptar todo lo que le pusieran. Sabía que probablemente todos los entrenadores se la estuvieran cogiendo, pero ahora la muy putita de su hija se entregaba a cualquier negro que se le pusiera atrás. Se consoló, al menos, con el hecho de que parecía que su hija no gozaba como la puta de su madre, que estaba sobre él, con una verga gruesa metida hasta el fondo.
Creyó que ya se podía incorporar, pero no. La rutina de chuparle los huevos a los machos que se fueron cogiendo a su mujer se hizo popular, y cada negro que pasaba y le clavaba pija a Mónica pretendía que él los chupara o le pajeara los huevos. También a veces le hacían sostener la base de la verga para garcharse a su esposa con la pija más rígida. Y parecía que cada vez que él intervenía, Mónica acaba con mayor intensidad.
Fue una noche larguísima. Con el cuello roto, la espalda dolorida y la mandíbula desencajada de chupar tantos testículos, Modestino se preguntó si el pobre cornudo de Mikel no habría hecho negocio. Al menos el novio de su hija descansaba en el potro y solo le habían roto el culo dos o tres veces.




EL DESFILE

Como toda gran fiesta, no podían faltar un par de espectáculos para animar la velada. Para el primer espectáculo habían improvisado en el enorme salón principal una pasarela hecha con varias mesas pegadas a lo largo, una tras otra. Los negros que no estaban en las habitaciones de arriba abusando de alguna jugadora o madre se iban acercando y ocupando rápidamente los espacios de alrededor. En un extremo de la pasarela había un cortinado, y tras él, doce de las quince jugadoras de hockey. Romina, Antonella, Maia (la grande, no la hermana de Macarena), Constanza, Carolina y unas cuantas más se desmaquillaban el semen pegoteado de la cara, de la cola, de las piernas. Se acomodaban los cabellos, se volvían a pintar los labios como putas y trataban de tomar grandes bocanadas de aire para que le volvieran los colores que venían perdiendo cada vez que un negro las tiraba a una cama o sillón y se las cogían como animales. Habían estado siendo usadas desde que llegaron, y necesitaban ese poco de tiempo para recomponerse.
Bongo apareció para apurarlas.
—Vamos, chicas, que nuestros amigos no tienen toda la noche. ¿Ya están vestidas?
Asintieron. Les habían cambiado la ropa a todas, porque no todas estaban tan de putas como Macarena. La mayoría había ido sexy pero no puta de calle. Ahora todas lucían diferentes combinaciones, una más puta que la otra. Todas con minifaldas brevísimas, la mayoría incluso por encima del límite de las nalguitas. Botas altas, tops breves, o corpiños de cuero o encaje. Mucho taco, mucho maquillaje, algo de transparencia, látex y mucha tanguita breve y a medias visible. Las doce mocosas estaban tan buenas y tan putas que Bongo no pudo evitar una erección.
Las chicas apuraron el último trago de Speed y comenzaron a salir. Pasaron frente a Bongo, que las alentaba como cuando los soldados  paracaidistas saltan para emprender su misión. Las palmeaba en la cola cuando pasaban para darles ánimos, y más de una chica le rozó o le manoseó el bulto al pasar.
Las chicas aparecieron de a una en fila en la pasarela improvisada. Habían subido unos escalones y ahora, ante ellas, tenían un camino que estaba por encima de una pequeña multitud de negros a sus pies. Apenas salieron las chicas, los hombres comenzaron a silbar de aprobación. Había negros a un lado y otro de la pasarela, y en la punta, y más allá, sobre los sillones. Había también algunas madres, las que no estaban siendo cogidas. Y apenas unos pocos padres y novios, los que habían ido a acompañar a sus esposas y novias porque ya estaban al tanto de los abusos de los negros vergudos.
Las madres aplaudían orgullosas, no solo a sus hijas, sino a todas las chicas. Las chicas iban desfilando una a una, en fila, en medio del fervor creciente del público y la música electrónica. Era adrenalina pura, se sentían modelos de verdad y en segundos comenzaron a imitar sus poses, quebrar cadera, mirar a un lado y otro a los negros y sonreír. Al llegar al otro extremo se quitaban la minifalda y dejaban expuestos sus culos cincelados a fuerza de juventud,  gimnasia y verga de negro. Eran exquisitos, perfectos, y siempre se tragaban las tanguitas que las contenían.
La multitud rugía cada vez que una de las chicas se quitaba la minifalda, porque prácticamente quedaban en botas altas y ropa interior. A la mitad del desfile, los negros, calientes, comenzaron a tirar manos hacia las chicas, manoseándolas primero y luego tomándolas de los brazos, o las nalgas. Luego las agarraron más firmemente y las llevaban hacia sí. En cuestión de minutos el desfile se convirtió de facto en una caza de adolescentes, donde cada negro tomaba lo que podía, pelaba la pija enorme y ya dura con una mano, mientras trataba de retener a su víctima, la volteaba, le abría las nalgas y se las clavaban allí mismo con una impunidad brutal. Las madres seguían orgullosas, pero las pobres adolescentes eran taladradas a voluntad y sin el mínimo cuidado. Romina fue golpeada sin querer en la cabeza mientras un negro forcejeaba con ella para enterrársela de frente, porque le quería ver la cara mientras le daba pija. Constanza fue tomada desde atrás, con uno de sus brazos tirado hacia atrás, como una verdadera violación, lo que no tenía sentido porque todas tenían orden de dejarse hacer cualquier cosa por absolutamente cualquier negro dentro de esa casa. Constanza sintió el dolor en el brazo y luego una pija gorda horadarle los labios vaginales, que ya a esta altura y con tanto que se la habían cogido durante la noche, no estaban secos ni nada. Pero igual gritó, más de miedo y sorpresa. El grito no duró mucho. Otra pija le llenó la boca y se la tapó mientras el de atrás le puerteaba el ano.
Maia, la más menudita de todas, era tironeada por dos negrazos, uno de cada brazo. No tardaron nada en ponerse de acuerdo y en menos de veinte segundos la pobre niña era sometida a un candado con dos terribles pijones negros. Cerraba los ojos por la impresión, y porque le daba miedo ser sostenida en el aire por dos vergas. No le gustaba que no fueran sus entrenadores, que  fueran totales  desconocidos, pero lo debía aceptar. Y por otro lado ya se la habían cogido esa noche no menos de una docena de negros.
En cuestión de unos minutos el salón se convirtió en una fiesta romana, con las hijas siendo cogidas como putas y las madres tratando de incorporarse a cada momento de intimidad. Al principio, con la tentación de hacer tándem con sus hijas, pero el lugar se había descontrolado tanto, y los negros eran tantos y tan fervorosos, que a las madres les fue difícil encontrar a sus propias hijas y agarraban lo que podían, desesperadas de verga negra.
Así, la mamá de Romina se vio arrodillada junto a Constanza, la amiguita de su hija, abriéndole las nalgas para que un negrazo oscuro como el vino le clave el vergón hasta los huevos. La mama de Romina miraba la verga y se relamía, y alentaba a Constanza, y le tomaba los huevos al negro haciendo copa con su mano; y la mamá de Antonella compartía la pija de dos negrazos altos y fibrosos con Carolina, chupándolos y cruzándose pijas, y besándose en la boca en algunos confusos momentos, que las hicieron reír con saliva y leche en los labios.
Los únicos que trataban de poner un poco de coto a la situación eran los pobres cornudos.
—Mi amor —le decía un padre a su hija, y se tomaba la cabeza mientras un negrazo alto y de espaldas anchísimas se la penetraba delante de sus narices, con estocadas largas y lentas, sacando la pija toda hasta afuera y perforando a su hijita hasta las amígdalas— ¡Andá a las habitaciones de arriba, que están para esto, no es decente hacerlo acá!
La hija solo pudo responderle:
—¡Ah… ah… ah… ah… ah…!
En otro rincón, el novio de Constanza y el padre de Romina les imploraban casi en lágrimas a sus mujeres que no se dejen coger más de esa manera.
—¡Mi amor, por favor ponete esto encima, que no te vean tanto! —procuraba taparla con su saco el cuerno.
—¡Dejá eso, inútil, y traeme un almohadón!
Todos los cornudos trataban de adecentar la situación, pero era imposible. Tomaban a sus mujeres de los brazos para sacarlas de la orgía, mientras ellas eran clavadas por cualquier negro como mariposas con alfileres (bueno, con clavos de tres pulgadas). No lograban sacarlas, ni hacerlas recapacitar. Por supuesto no se atrevían a decirles nada a los negros. No se sentían —no estaban, en realidad— autorizados para hablarles o exigirles cosas. Pero además les tenían miedo.
Un cornudo se quiso pasar de listo y fue a interceder entre un negro y una amiga de su hija, una chiquilla exquisita con un culo hermoso que parecía dibujado por Eleuteri Serpieri. El padre, en el medio del descontrol, humillado hasta el infinito por su mujer y su hija, quiso enmendar en parte su destino  —o quizá vengarlo— y aprovechó para manosear furtivamente las nalgas redondeadas y paraditas de la chica, que enseguida se quitó la verga negra que le llenaba el buche y fue hacia la mujer del cornudo.
—Señora, el degenerado de su marido me anda tocando —le dijo. Y fue suficiente para que la esposa, furiosa, comenzara a darle de golpes y cachetadas al pobre hombre, que se defendía diciendo que aquello era un error.
Todo era confusión, todo era caos. Lo único claro era que cualquier negro se abalanzaba sobre alguna chiquilla o madre (o ambas al a vez) y las rapiñaba y sometía a voluntad, clavando y penetrando sin miramientos, y deslechándose de inmediato o luego de disfrutarlas largamente, lo que sea que les placiera. Así el desfile se podría decir que fue un fracaso, un juego totalmente desvirtuado por el deseo y la libido de los negros. Sin embargo nadie, excepto los cornudos, se quejaría del chasco. Ni las chicas, ni las madres, y mucho menos los negros. Solo los cornudos. Y no crean que la queja cayó en saco roto, no señor. La queja de los cornudos fue escuchada, analizada y obtuvo una respuesta: al año siguiente, les prometieron los negros, para la próxima fiesta de navidad, sus mujeres e hijas iban a ser cogidas de una manera mucho más organizada, como muestra de que en ese club los entrenadores eran muy respetuosos de los cornudos .




EL TOILETTE

Los baños estaban atestados. No tanto por la gran cantidad de mujeres, sino porque no eran demasiado grandes. Al cabo esa casa no estaba preparada para cubrir sanitariamente a una treintena de mujeres con necesidades normales, más las constantes inundaciones de semen. Las madres y chicas que habían acudido acompañadas de sus cornudos aligeraban este problema —en general, no siempre—, pues las cargas de leche de los negros eran limpiadas por ellos. De todos modos, tanta vagina usada y tanta fricción y bebidas corriendo como agua, empujaban a las mujeres una y otra vez hacia los baños.
Dentro de las necesidades normales de ellas no está solo usar los sanitarios. Una mujer que se sabe hermosa va a los baños también a componer su imagen. Y ni hablar si está ahí con el objeto de llamar la atención y agradar —y complacer— a casi un centenar de sementales.
Macarena estaba allí en una pequeña pausa que le había dado Tore para que pudiera orinar. Hacía tres horas que la tenían atada al potro, recibiendo verga sin parar de toda clase de negros, la gran mayoría desconocidos para ella. Tore no se la había cogido aun, iba y venía controlando que ella y su madre recibieran verga y que ninguno de sus invitados se quejara. A veces Tore se ausentaba por un buen rato, pero de tanto que se las estaban cogiendo, ya Macarena y su madre podían ordenar al puñado de negros que permanentemente tenían esperando. De todos modos, Tore siempre volvía y, ante el reclamo de ella, le prometía una y otra vez que en un ratito se la cogía, que en cuanto la fila para llenarlas de leche se hiciera más corta, él la usaría a ella. Así le decía.
Estaba Macarena arreglándose el maquillaje en el baño, que lo tenía corrido y deshecho, salpicado de leche como nunca. Se arreglaba el maquillaje y se limpiaba el cutis con una crema —qué ironía— cuando Camila se le plantó al lado, mirando al gran espejo, igual que ella y le dijo:
—¡Qué pedazo de pija que tiene Tore…!
Macarena se sintió como aguijoneada por una abeja. No dijo nada pero la miró por el rabillo del ojo echando fuego. Camila estaba linda, debía admitir, con una minifalda y las medias altas obligadas, y con una remera agujereada y como quemada, bien “grunge”, y cadenas y tatuajes falsos, y mucho color. Abajo, unas botas altas que más bien parecían borceguís de una cyberpunk sexy. Igual, se dijo, ella estaba más linda. Más puta.
—Qué suerte la tuya que viniste con tu cornudo… —agregó Camila, y Macarena sonrió irónica. Si se estaba quitando la leche del rostro y los cabellos era porque su cornudo no podía limpiarla. Pero no le dijo nada—. Yo no lo traje y tengo toda la leche adentro…
Camila se terminó de delinear los ojos con un violeta profundo, casi negro. Había otras chicas atrás, algunas en los inodoros, otras charlando y limpiándose y arreglándose el cabello. Una le corregía el color de las mejillas a otra.
Camila abrió sus piernas en compás.
—Limpiame, Maca.
No lo dijo fuerte, pero lo dijo con una seguridad tal que su voz quedó colgada en el ambiente, en suspenso, como si todas se hubieran callado para que esa frase fuera la más importante de la noche.
—¿Qué? —preguntó Macarena.
—Limpiame. No tengo ropa interior, no te va a costar nada.
Había una suficiencia en el gesto y la postura de la rubia que solo podía competir en maldad con el desafío calculado de su sonrisa. Macarena dudó. Estaba cansada, y había servido y complacido a tantos negros esa noche que sintió un primer impulso de complacencia, más un reflejo que algo pensado.
Macarena volvió al espejo y sacó un lápiz labial rojo sangre.
—Tengo la lechita de Tore… —agregó Camila, y se movió ella también hacia el espejo, sabiendo lo que había provocado.
Macarena se arrojó al piso como una drogadicta a una ampolla arrojada a la calle y se zambulló bajos las piernas todavía en compás de su compañera. Buscó desesperada arriba, a la conchita de esa putita hija de puta que ya había logrado tener la verga de su maldito Tore bien adentro. Se tomó de los muslos de Camila y levantó su rostro y su cabeza hacia el cielo, como un pichón recibiendo la comida de su madre, y metió la cabeza bajo la pollerita de cuero negra y comió.
Y Dios que comió. Nunca había chupado a una mujer, besado siquiera, y  la impresión fue rara para Macarena. Sintió los pliegues en su boca, y por ser mujer supo qué, cómo y dónde, aun cuando nunca había estado. Su interés, de todos modos, no estaba en Camila. Buscó la concha para hallar el rebalse de leche. El olor era fuerte, era obvio que allí no solo estaba el depósito de semen de su Tore, sino también de muchos negros más. No le importó, ¡estaba Tore! Comió, hundió su lengua, buscó, tragó. La leche de todos los machos que se habían cogido a Cami estaban pasando a Macarena, y los estaba tragando, sabiendo, tratando de distinguirlos.
Era imposible, pero estaba Tore y eso era lo único que le importaba. Macarena simplemente no iba a permitir que Tore se quedara adentro de esa putita de mierda. Si tenía que limpiarla toda la noche, de toda la leche, lo iba a hacer.
Camila la detuvo un segundo, se giró y quedó frente  a Macarena. Las otras chicas habían detenido todo para ver qué sucedía. Camila tomó de los cabellos a su amiga y se hizo hundir la cabeza dentro de ella, mientras Maca la devoraba otra vez.
—Oooooooohhhhhh…
Y Maca chupaba y chupaba, siempre tomada a los muslos de la rubia para horadar más hondo con su boquita.
—Sí, putita, sí… —Cami la seguía sosteniendo de la cabeza, y ahora le guiaba los movimientos desde los cabellos.
Una madre entró y quedó sorprendida por el espectáculo. Le dijo a su hija —que estaba quieta y mirando igual que todas las demás—, que sea profesional, que arriba había cuatro negros que la estaban esperando para vaciarse dentro de ella. La hija se fue, pero ella se quedó mirando, aun cuando su hija ya no estaba.
—Seguí, putita, seguí que me vengo, seguí… —rezaba Camila, y Macarena, confundida en parte, obligada por la mano que la guiaba por otra parte, comía y tragaba concha y semen como si le fuera la vida—. ¡Ooooohhh… Diosss…!
La rubia cerró los ojos y tiró el rostro hacia el cielo, siempre tomada de los cabellos de su sometida. Se le aflojaron las piernas, perdió el equilibrio y tuvo que apoyarse en el lavabo para no caerse. Macarena, abajo, seguía tragándosela y dándole un placer increíble.
—Seguí, seguí, putita… ¡Oooooooooohhhhh… por Diosssssssss…!
Más fuerte. Más adentro. La cabeza de Macarena se sacudía ya más por la desesperación de Camila de meterla dentro suyo que por el movimiento que ella misma hacía.
Más.
Más, puta, más.
Y entonces, Cami:
—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaahhhh…!!!
Todas las chicas estaban en silencio.
—¡¡Hijaderemilputasquébienquemechupaaaahhhhhgggg…!!!
Camila no dejaba de gemir. Y de maldecir a Macarena.
—¡Ahhhhhhhhhh..!!
Parecía que no iba a terminar nunca.
Pero aflojó las piernas. De a poco se fue desarmando, aflojó la presión sobre los cabellos y se recompuso subiéndose al lavabo, jadeando como si hubiera corrido una maratón.
—¡Oh, por Diosss…!
Y se le alejó un par de metros, mirándola, todavía jadeando.
Macarena, que ya estaba arrodilladla, cayó con sus brazos hacia adelante, exhausta, derrotada, humillada. Cami sonrió satisfecha y guardó su rímel.
—Menos mal que no vino mi novio… —dijo—. Vos me limpiás mucho mejor que él…
Dio tres pasos largos con sus borcegos y sus piernas largas de cyberpunk, y abrió la puerta para irse del toilette. Macarena quedó allí, echada sobre el piso, con la dualidad de quien fue usada y lo sabe, pero con el objeto de su amor conservado para sí. No, no de su amor. Su amor era Mikel, que estaba arriba por ella, en el potro, siendo taladrado de vez en cuando por algún que otro negro. Pero fuere como fuere, aun con su humillación a cuestas, Macarena se levantó como pudo y volvió a buscarse en el espejo. Tenía otra vez el maquillaje corrido, pero la leche de Tore bien adentro suyo.
Y eso era lo único que importaba.




EL JUEGO DE LA SILLA

Era una fiesta así que también se hicieron juegos. El que más disfrutaron los negros, del que más se aprovecharon, fue el juego de la silla. Como se sabe, el juego consiste en un número equis de sillas, y un número equis más uno de participantes, que bailan alrededor de las sillas y se abalanzan a ellas al interrumpirse la música, de modo que un participante queda sobrando, y en ese punto ese participante se retira del juego. Entonces se quita una silla y vuelta a empezar, hasta que queda un solo participante, al cabo, el ganador. Los negros habían tenido que cambiar las reglas porque en ese salón eran mucho más chicas que negros, y porque la idea era que nadie pierda. Bueno, quizá alguna chica su virginidad (esto era un chiste, todos reían).
Eran tres negros, pero abrieron la puerta del salón y llamaron a tres más y a un padre. El padre, un cuarentón de anteojos, a todas luces pusilánime, iba  a ser usado para pasar y cortar la música.
El padre estaba contento y saludó a las chicas tímidamente, y se alegró de ver a su hija. Aunque la visión lo hirió un poco. No había visto a su hijita desde que comenzara la fiesta, y ahora la veía vestida como una puta, con el maquillaje corrido y evidentes señales de que había sido usada de todas las maneras posibles. Parecía agotada y tenía lechazos secos en la cara y cabellos. A pesar de todo aquello, se la veía hermosa.
—¿Qué… qué necesitan, Señores…? —preguntó tímido y muy sumiso.
Los negros pusieron seis sillas en ronda y un grabador con un cd de cumbia.
—Vos vas a pasar la música.
Los negros se sentaron erguidos, los músculos se le tensaron. Uno era enorme, y tan serio y fiero que el padre juraría que había salido de prisión. Había también uno más gordo y viejo, y otro también viejo pero delgado, y un gordo grandote con cara de bueno.
—Antes de comenzar el juego y al solo efecto legal —preguntó el más grandote a todas las chicas—. ¿Son todas mayores de 18 años?
—Sííííí… —respondieron todas a coro.
Entonces los seis negros se sentaron y pelaron sus pijas que ya estaban erectas y durísimas. El padre no pudo evitar mirárseles, hipnotizado. Había visto vergas negras toda la noche, a esa altura ya era un hecho que los negros eran mucho más dotados que los blancos, o al menos que él. Las seis vergas eran largas, unas más, otras menos, pero largas. Lo que le llamó la atención fue el grosor de todas ellas. Esas pijas no iban a entrar en aquellos cuerpecitos. Se preguntó si entrarían en su hija, y quiso creer que no.
Pero no solo él miró las pijas. Las chicas también las miraron, y el padre vio la expresión de sorpresa y cierto temor en los gestos de las pequeñas, pero también la aceptación y la sumisión. Supo que esos vergones venosos y anchos como el ancho de un pie iban a entrar en esos cuerpitos  empequeñecidos por la timidez, aun cuando las leyes de la naturaleza no lo permitieran.
—Señores, no creo que sea una buena idea…
—Poné la música, cornudo.
El padre tragó saliva y puso “play”. No quería contradecir a esos tipos peligrosos por nada del mundo.
Las chicas empezaron a bailar alrededor del círculo de sillas (y machos de pijas enhiestas) al compás de la música. Iban de putitas, y bailaban muy sensuales. Los negros sonrieron complacidos. El papá miraba a su hijita bailar para cada tipo al que iba llegando, porque iban girando en ronda alrededor del círculo de sillas y negros sentados, imitando el movimiento de caderas de las profesionales. Era muy chica para ser tan puta, pensó. Pero su hija le sonreía a cada negro y le movía el culito y se le mostraba sensualmente en cada compás, quizá con cierta torpeza, quizá con mucha inseguridad, pero decididamente con sobrada voluntad y deseos de complacer a esos machos. Los negros las manoseaban, a su hija y a las otras, y manoseaban a la vez sus pijas para mantenerlas alertas y preparadas.
—¡Más puta, Maia! —reclamó un negro con voz severa. La llamada Maia comenzó a exagerar sus movimientos. Ya no sonreía, estaba preocupada por complacer a ese negrazo de mirada peligrosa que le había gritado.
—¿Así, Señor?
El negro le hundió una mano entre las nalgas y le tomó la conchita por debajo.
—Estás mojada, putita…
Las chicas siguieron bailando y mostrándose y regalándose para los negros. Había ocho chicas y seis negros sentados. Sobraban dos.
—¡Cortá la música de una puta vez, cornudo!
Sorprendido, temblequeando un poco, el padre se debatió entre detener la música o dejarla un segundo más para que su hijita no debiera sentarse sobre ese negro en particular. Pero el negro lo miró de una manera que el padre sucumbió, y finalmente apretó “stop”.
Las chicas se apresuraron a sentarse sobre los negros, quedar de pie significaba una prenda. Hubo un par que se pelearon por un negro, hubo confusión. Maia estaba con el negro peligroso cuando su padre detuvo la música, y fue a sentarse sobre él con temor y lentitud, pero ninguna otra chica le compitió el lugar, de modo que la pequeña se mordió nerviosamente los labios, giró con temor, viendo cómo las otras chicas se peleaban por sentarse en uno u otro negro, se agachó un poco, teniendo que apoyarse en las rodillas desnudas del negro y sacó tímidamente su cola hacia afuera. El padre vio cómo su hija bajó las caderas, como cerró los ojos antes del contacto. Vio al negro babear de lujuria, tomar a su pequeña de la cintura con una mano para guiarla hacia su vergón totalmente alzado y duro como un hierro. El padre vio que el negro le levantó la faldita breve y con movimiento experto le corrió la bombachita hacia un lado, mientras su pequeña seguía bajando. La cabeza gorda y con forma de hongo del negro comenzó a oscurecerse con la sombra de la cola de Maia, y en menos de un pestañeo, la conchita de su hija bajó más y se tragó la cabeza completa.
—Ahhhh —pudo escuchar el padre a su hija en medio del caos del juego.
El negro bufó sonoramente, apretó con más fuerza la cintura de la chica y la empujó hacia abajo, penetrando un poquito más.
—¡¡Ay ay ay…!!!
—Es la impresión, chiquita, si ésta no es la primera que tragás.
El que tragó fue el padre, pero saliva. Él sabía que no era la primera, en eso el negro tenía razón. No debía ser dolor, debía ser impresión. Y debía ser así porque el negro empujó de nuevo y se vio claramente cómo otro tramo de gruesa verga se le hundió a su nena un poco más.
—Ohhhhhhhhhh —gimió el negro.
Un cuarto de pija adentro. Maia seguía con los ojos cerrados y los labios apretados.
—No me clave más, Señor…
—Callate, pendeja, que tengo casi toda la verga afuera y estás bien apretadita…
Y el negro la empujó más hacia sí.
—¡¡Ahhhhhh…!!!!
—¡Ohhhhh, Dios, qué rico se siente…!
—Por favor, Señor, no más…
—Tragá, pendeja. Ahí te va otro poco…
—¡¡Ahhhhhhhh!!
El padre de Maia no quiso ver más y giró su rostro. Las otras chicas ya definían sus lugares. La mayoría ya estaba siendo clavada por algún negro, solo dos lugares se disputaban. Todas las nenas se mordían los labios, algunas de dolor o impresión, otras de disfrute, porque algunas disfrutaban. Uno de los negros había tomado a una de pelo negro y colitas y se la había mandado hasta la base de un solo movimiento. La chica lloraba, pero el negro se la seguía serruchando hacia arriba y abajo sin piedad. Tenía una verga gruesa, no tan larga como los otros negros, pero sí bien gruesa, y la de colitas llorisqueaba y lo miraba al padre como pidiéndole ayuda. El padre miró al negro y decidió que no iba a decir nada. El negro se la seguía bombeando, subiendo y bajando a la chica desde la cintura, y manoseándole cuanto podía los pechitos bajo la ropa. La pija le entraba toda. Gruesa, venosa, con el brillo de los jugos de la chica. Hasta la base.
Otra chica de minifalda y botas altas rojas sí disfrutaba. No se había sentado sobre la pija, se mantenía de pie y bajaba y subía la cola clavándose ella misma la larguísima verga que la estaba llenando.
Maia no podía ver todo esto, seguía con los ojos cerrados. Ya tenía más de media pija adentro, casi tres cuartos, y el negro seguía empujando con fuerza. La sequedad le hacía doler un poco, pero por experiencia sabía que un negro no se detenía.
—Te voy a romper toda, putita —le susurraba el negro en el oído, y Maia temblequeaba. El negro comenzó a sacar la pija, más que nada para comenzar a provocar la lubricación. Así que la sacaba y se la enterraba despacio. No había forma de que en esa conchita estrecha entrara más.
—Por favor, Señor, me está empezando a doler… —llorisqueaba Maia.
Las dos chicas que sobraban, como prenda o “castigo”, debía besarse y manosearse delante de todos. Lo hicieron, no muy convencidas, pero sabían que debían acatar las reglas del juego. Así que dos de ellas, una morocha y una rubia, se abrazaron y comenzaron a besarse en la boca, primero tímidamente, luego ya con más confianza.
El grupo de chicas y negros las alentó con alaridos y gritos de fervor, y las dos chicas sonrieron, se  miraron, y comenzaron a besarse en serio, con  ganas, y a manosearse los pechitos y la cola, y a meterse mano por todos lados.
—Abrí los ojos y aprendé, pendeja —fue el consejo del negro a Maia.
Maia abrió los ojos y vio a sus dos amigas besándose y tocándose y se relajó. Y el negro aprovechó ese segundo de vacilación para clavar verga lo más a fondo posible.
—¡¡¡AAAAAHHHHHHH…!!! —gritó la pequeña, pero ya era tarde. El negro comenzó a bombearla y babear en su oído.
—¡Qué estrechita sos, bebé…! Te voy a llenar esa conchita de leche… espero que te sientes arriba mío dentro de unas vueltas, cuando me quiera vaciar…
—Por favor, Señor… Me está lastimando…
—Uhhhh síiii… Qué apretadita… qué apretadita… —le recitaba en el oído y la bombeaba arriba y abajo como un simio, con pijazos cortos y rápidos.
—Por favor…
—¿La sentís…? ¿La sentís muñequita…?
—S-sí… sí, Señor, la siento…
—Uhhhh… —jadeaba el negro, y le metía mano por las piernas y  los pechitos—. Qué rico se te siente… ¿Te gusta, putita? ¿Te gusta…?
Maia dudó. Se sentía llena de verga, como si le hubieran metido un cilindro de un caño de desagüe. No era la primera vez que sentía esto, lo venía sintiendo desde que los negros se instalaran en el club. Últimamente le venía tomando el gustito, pero este negro le daba un poco de miedo.
—Sí, Señor… —mintió—. Me… gusta…
El negro jadeó y clavó más hondo, hasta la base. Sintió su pija calentita, apretada, latiendo, era el cielo acá en la Tierra.
—Síiiiii, putita, síiiii… Yo sabía… Yo sabía, putita… Y cuando te la clave por el ortito ese… uhhhhhhhh…
La tomó con una manaza de la cintura y la bajó y la subió sobre su verga para mejorar la fricción. La cola de caballo latigueaba en el aire y le daba en el rostro al negro, que le mordía los cabellos. La verga le latía, las venas se le hinchaban y la putita ya comenzaba a transpirar.
Pero entonces volvió la música y el juego se reanudó. Las chicas salieron presurosas de las pijas de los negros, que trataban de retenerlas porque les ajustaban demasiado rico. Hubo ruidos de “flop” acuosos al despegarse los cuerpos, y el juego se reanudó. Ya no sonreían las chicas, y sus bailes comenzaron a ser aun más patéticos, pues casi todas estaban muy nerviosas e inseguras. A los negros no parecía importarles demasiado. Las manoseaban al pasar y les prometían clavarlas hasta el cerebro si se sentaban sobre ellos.
Paró la música y todas fueron a sentarse. Esta vez no hubo peleas, cada chica, sumisa, se sentó con mucha inseguridad sobre el negro que le tocaba.
Se escuchó un coro general de “ahhh”s de ellas, impresionadas. Y de “ohhh”s de ellos, gozando la primera penetración
En segundos seis chicas estaban siendo perforadas por la concha, sentadas sobre los negros de pija de burro. Una pollera fue a dar al suelo, un lechazo temprano salpicó una nalguita. Las bombachitas estaban todas corridas, y las nalguitas abiertas recibiendo verga bien abajo. Algunas tanguitas se estiraban entre las piernas a la altura de las pantorrillas, lo mismo que alguna minifalda. Todas cabalgaban sobre las pijas con los ojos cerrados, dejándose usar, sin disfrutar de nada, solo padeciendo esas vergas que las horadaban y las humillaban. Debían cumplir. Debían respetar esa superioridad. Y por sobre todo, debían dejar a esos negros satisfechos.
En la tercera ronda, ya varios negros comenzaron a puertear algunos cueritos. Maia era tan menudita y tan estrechita que los negros le clavaban la concha hasta el fondo y casi que era cogerse un rico culito, de tan estrecha que era. Pero a la cuarta ronda, con la conchita ya bastante estirada de pija, y ya al menos una vez inundada de  leche, los negros comenzaron a querer puertearle la colita.
—No, por favor, Señor, por ahí no que me duele en serio —suplicaba.
Pero aquella era una fiesta de navidad, no de caridad. Los negros no estaban allí para otra cosa que no sea su propio placer. El negro que tenía a la pequeña sobre sus muslos se escupió la mano varias veces y le lubricó el agujerito.
—Por favor Señor, soy muy chiquita de atrás…
—Mejor, bebé, mejor… —el negro libidinoso le salpicó de lujuria el oído, y a Maia le dio un poco de asco, cuando sintió la cabezota de la verga acomodarse en el huequito de su pequeño orificio.
—Por favor, Señor…
—Relajate, putita, te va a gustar…
Y la carne caliente del negro, que estaba bien ahuecada en su culito, se tensó, se endureció y procuró avanzar. Había mucha saliva, pero Maia lo tenía realmente estrecho. Maia sintió la cabeza avanzar y hacerse lugar, abir su pequeño esfínter.
—Por favor, por favor… —lagrimeó.
—Sí putita, siiiii… Pedime por favor…
Y el negro empujó.
—¡Ahhhhhh!! ¡Me duele, Señor, me duele en serio…!
—Si te duele relajá, putita, porque esta pija va ir bien adentro.
—¡No, Señor, se lo suplico…!
Maia miró a su padre, que contemplaba mudo la escena, quieto, con el dedo en el botón de pausa del reproductor de CDs. El padre se sintió mal, sabía que debía ir allí y defender a su hija, pero estaba inmovilizado por el pánico. Es que un negro metía más miedo que otro. Finalmente se  incorporó y fue junto a su hija.
—S-Señor… —balbució—. Creo que… Creo que a mi hija se siente un poco… emmm… intimidada… tal vez…
—¡Papá, ayudame…!
—Sí, cuerno, ayudala… Abrile las nalguitas lo más que pueda así entra más fácil…
El padre, lentamente, con movimientos de zombi, se arrodilló entre las piernas  del negro y rodeó a su hija hasta tomarle las dos nalgas.
—¡Papá, decile que por ahí no! ¡Me duele!
—Pero hija, yo… yo no sé si el Señor quiere esperar otra ronda…
—¡Abrila, cuerno!
Ante el rugido, el padre se apresuró a abrir las nalgas de su hija y el negro se reacomodó detrás. Maia temblequeó de ansiedad y resignación. El negro babeó, primero. Y empujó para clavar. Realmente era estrecha esa hija de puta. Le dio con fuerza.
—¡¡Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh..!!
—Sí, putita, sí... Sufrí, putita…
—Aguantá, mi amor… —De la impresión, el padre la estiraba de las nalgas como si fuera una banda de caucho. Sudaba y tenía los ojos bien grandes mirando avanzar la carne cuando dijo—: Es solo la impresión…
El negro sintió su pija, su glande, mejor dicho, estirado y seco a pesar de la saliva. Tirante, a punto de romperse. Ese culito era virgen o casi; en tal caso, increíblemente estrecho. Sintió el calorcito y la humedad en la punta de la pija y se emocionó ante la inminente penetración. La puntita de la cabeza estaba entrando. Apenas la puntita, y ya se sentía en el Cielo.
—¡¡Ahhhhhhh…!! ¡Me está partiendo, Señor, se lo pido por favor…!
—Pendeja, callate y abrite más, ¿no te enseñaron que tenés que complacer a los machos?
—Sí, señor, sí —Maia lagrimeaba, un poco por reflejo, otro poco porque el negro tenía razón—. Está bien… —se rindió, y bajó la cabeza.
El negro llevó una mano a los hombros menudos de la chica y, con la mano en la verga para endurecerla aun más, empujó hacia abajo.
—¡¡¡Ahhhhhhhhhhhhhhh…!!!!
—¡¡¡Sííííííííí…!!!!
Era la gloria. Ni media cabeza había entrado, nada. Pero se sentía como si le hubiera clavado un metro de pija.
—Por Dios por Dios por Dios…
—¡¡Sí, puta, sí, te vas a tragar la pija hasta los huevos!! ¡Abrí más, cuerno!
—Ay mamita, ay mamita…
Porque la chica había sido bien enseñada por su madre, y no quería ni le iba a fallar. Pero carajo, cómo le dolía.
El negro le sacó el miserable centímetro de verga que le había enterrado y volvió a lubricar ano y pija. Y volvió a clavar. El dolor fue igual. La penetración, también. Estuvieron así un par de minutos. El negro quería clavar a fondo pero por más que el padre la abriera, la falta de lubricación y la inexperiencia de la chica hacían que el tiempo no fuera el suficiente. El negro logró clavar apenas otro centímetro, que le supo celestial, pero no más. Ni siquiera pudo entrarle media cabeza. Le pidió el teléfono a padre y le prometió a ella y al padre que los iría a visitar a su casa en breve para terminar la tarea. El padre dudó pero dijo sí, y le dio la dirección. Maia agacho la cabeza sabiendo cuál iba ser su suerte.
El juego de la silla siguió un buen rato más. Hasta que todas las chicas terminaron cogidas por todos, enlechadas por dentro y por fuera, con las tanguitas en los pisos o en los tobillos, las minifaldas perdidas tras sillones, y las chicas con leche en las nalgas, en los muslos, en las mejillas y en toda la ropa.
Y con el padre de Maia limpiándolas a todas, a su hija y a las otras, tragando leche de negro mientras estos terminaban de garcharse a alguna y otros salían al salón para ir a coger con otras, o ir al potro donde, decían, había una tal Macarena y una Mónica que iban tras el record de dejarse llenar de leche por un centenar de negros.




EL BAILE

Macarena estaba exhausta, más muerta que viva, y Tore todavía no la había usado. Estaba en el potro desde hacía horas, y ya se la habían cogido y llenado de leche una cantidad de negros imposible de determinar. Le dolía todo, un poco por el potro y las ligaduras, pero mucho más por los abusos. Es que a estos machos no les importaba nada. La magreaban, la nalgueaban, le pellizcaban los pezones, la sacudían sin piedad. Y los pijazos… Dios, no era que le desagradaban, pero los negros la tenían enorme, y no les importaba mandárselas hasta el fondo. Y muchas veces simplemente le dolía. Se sentía ancha, ensanchada en realidad, le dolía abajo, y le dolía el culo. El agujerito se lo habían usado todos, se la habían cogido por atrás igual que por adelante. ¿Cuántos negros? ¿Quince? ¿Veinte?
—Cuarenta y dos, Maca, según mis cálculos…
Tore le acariciaba la cabeza con ternura, le pareció a ella, mientras otro negro la zarandeaba adelante y atrás abusándole ahora la cola. ¿Cuarenta y dos? Macarena se habría puesto en piloto automático en algún momento, solo dejándose usar, sin sentir nada. No había otra explicación.
—¿Cuánto faltan, Tore? Estoy muerta y quiero bailar con vos…
—Faltarán treinta o cuarenta más, princesa… depende las ganas de los chicos y si alguno quiere repetir…
A Macarena se le desinfló el ánimo.
—Pero vos me dijiste que era un ratito…
—Es un ratito, mi amor, aguante un poquito más…
—¡Yo me aguanto todo, Tore…! —terció Mónica, en el potro de al lado—. Lo que mi hija no quiera, pasámelo a mí.
Tore rio de buena gana.
—Lo sé, Mónica, lo sé… pero mis amigos también quieren variedad. A vos ya te cogieron casi todos… —Tore miró a la madre, llena de curvas y carne. Las nalgas generosas, los muslos llenos y los pechos, aplastados contra la madera, que se desbordaban. El negro que se la estaba cogiendo no paraba de manosearle todo lo que podía, como queriéndola retener antes del polvo que le estaba por venir—. Modestino, abrile las nalgas un poco, dejá que el amigo se la clave más hondo a tu mujer…
—Sí, Señor… Perdone, Señor… Tiene usted razón, Señor…
Macarena, también hamacada pero por un negro viejo y panzón, pidió:
—Quiero bailar, Tore… vos me prometiste…
—Ahora no podés, Maca. Te faltan otros treinta o cuarenta machos… no seas egoísta…
—Por favor, Tore… aunque sea un rato… aunque sea una canción…
Tore meditó un instante. El viejo de abdomen prominente le estaba clavando la colita a la pequeña con estocadas largas y lentas, disfrutando cada centímetro de verga que le enterraba y le apretaba. Detrás de él había solo dos negros más esperando para usar a ese putón de cola formidable.
—Está bien, Maca… te voy a dar el gusto… —Macarena pareció revivir—. Aguantate un rato más que voy a arreglar unas cositas y cuando vuelvo vamos a bailar un tema.
—¿En serio???
—Sí, pero un tema nada más, ¿eh? Que todavía te quedan muchos amigos que deslechar…
—Sí, Tore, sí, todos los que vos quieras…
—Dame un ratito que salgo y hago un par de arreglos. Vos mientras tanto portate bien y entregá esa colita hermosa que tenés a los amigos que vayan entrando…
—Sí, Tore, sí.
—No me falles, ¿eh?
—¡Apurate, Tore, que me muero de ganas de bailar con vos!
Macarena lo vio salir y miró para el costado, para el potro donde descansaba su novio. Mikel estaba más muerto que vivo, con los pantalones por los tobillos y el culo abierto como un ojo de aceite. Nadie lo estaba bombeando ahora, pero ella había contado al menos media docena de negros que se lo fueron clavando durante la noche.
—Cornudo… —lo llamó—. Cornudo… —Pero el chico no reaccionaba, parecía ido—. ¡Mi amor! —le gritó. Mikel reaccionó y se despabiló, giró su rosto hacia ella y la miró. Los dos estaban a la misma altura, boca abajo, atados cada uno a su potro—. ¿Por qué no me escuchabas? ¿Sos sordo o te hacés el tonto? Cuando te digo cornudo atendeme, ¿querés?
—Sí, mi amor, perdóname… ¿Qué…?
—Voy a bailar con Tore… No te enojás, ¿no?
—¿Qué? ¿Bailar?
—¡Sí, tonto! Quiero bailar, y como vos estás acá ayudando y Tore no estaba haciendo nada, le pedí que si bailaba conmigo… No te molesta, ¿no?
Mikel estaba agotado. Parecía drogado.
—¿Te cogió ya?
—¿Quién?
—Tore. ¿Te cogió mucho?
—No, nada que ver. Él no es así…
—¿Cuántos… cuántos te cogieron, mi amor…?
—No sé… Creo que tres o cuatro…
Mikel se apenó, no quería oír que Macarena le mintiera.
—Tenés dos más atrás de éste… —le dijo Mikel, señalando al viejo panzón que ya le comenzaba a acabar adentro. “Ahhhh… Ahhhhh…”, se le escuchó gemir al hijo de mil putas—. Y ahí está entrando otro…
—Sí, pero esos seguro te van a tocar a vos, mi amor… Tore ahora viene y me va a llevar a bailar…

Pero Tore volvió como dos horas después. En ese tiempo, a Macarena se la garcharon dieciséis negros más, diez por la concha y seis analmente. Y todos se hicieron limpiar con su exquisita boca. El culo le latía a la pobre chica cuando Tore reapareció.
—¿Te portaste bien, princesa?
—Sí, Tore, sí. Me tragué todas las vergas que vinieron. ¡Me las tragué por vos, mi amor!
Mikel no se quejó por el “mi amor” al negro. Hacía rato que estaba dormido sobre el potro, y solo se despertaba de vez en cuando si algún negro lo tomaba de las nalgas y se lo clavaba sin piedad.
Tore aflojó las correas y Maca se soltó. Se puso de pie, le dolía todo. Se estiró como pudo, ya sin fuerzas, chorreando de leche por todos lados.
—Dejame ir al toilette a arreglarme un poco, no quiero bailar con vos así…
—No, Maca, no hay tiempo. Bailemos rápido que tenés que volver acá cuanto antes. Acaban de llegar otros veinte negros y las chicas son siempre las mismas…
En el salón principal no había parejas bailando. Solo negros de todos los tamaños y cuerpos abusando de alguna que otra jugadora o madre por aquí o por allá. Ya ninguna traía o llevaba tragos, salvo los cornudos. Las chicas estaban arriba, en los cuartos, siendo abusadas a mansalva, o allí abajo felando a algún negro que las tomaba de los cabellos para violarles la boca. Había silencio. O casi. Todo era jadeos, de los negros y de las chicas y las madres. La música era suave, y Tore tomó a Macarena de la cintura y la atrajo para sí.
Macarena sintió el poder de esos brazos duros y firmes rodeándola contra ella. Sintió ese poder y esa contención, y no quiso salirse nunca más de allí. Mientras el negro la rodeó con el otro brazo y los dos cuerpos se abrazaron, y mientras ella respiró con profundidad el aroma de él, Macarena sintió venir y finalmente tuvo su primer orgasmo de la noche. Así, sola, sin nada, con el abrazo de Tore como único marco y disparador. Tuvo un orgasmo intenso que procuró disimular, no diciendo nada, solamente sintiéndolo.
Lagrimeó callada, apoyando su cabeza en el hombro de él.
—Tardaste mucho —le reclamó débilmente Macarena.
—Fui a hablar con el disc jockey para que pongan este tema… y a ver si había bebidas y también pasé por la guardería… Ahí me demoré un buen rato, quería cerciorarme que en la guardería también la estuvieran pasando bien.
Macarena lo miró a los ojos y aspiró el aire que emanaba de él. Aun conservaba algo del perfume importado que siempre usaba, pero también tenía un poco de olor a sexo.
 —¿Y estaba todo bien?
—Sí, sí, aunque tuvimos que cambiar varias veces a los niñeros… Esas chiquitas agotan a cualquiera…
Ella se refugió en su pecho, esperando, pero también sintiendo y disfrutando de la tibieza de ese cuerpo.
—Besame, Tore.
—¿Ahora?
—Besame, quiero que este tema no se termine nunca…
—Pero… no sé… Tenés leche de cincuenta tipos en la boca…
—Besame, por favor… Por lo que más quieras, besame…
Era cierto que Tore tenía olor a sexo. A macho. Pero su madre le había explicado, y Macarena comenzaba a entenderlo, que esto era así, que no debía sentir celos. Que estaba bien. Suspiró, se colgó más fuerte del cuello y se apretó al pecho del negro.
—Hago lo que quieras, Tore… Si querés que me quede acá una semana dejándome usar por otros ochenta negros, me quedo, pero besame por favor…
—¿Lo harías? —Macarena sintió los dedos del negro horadarla atrás, enterrándole el anular por atrás, hasta la falange. Se sintió halagada—. Porque podría hacer arreglos… conozco todavía más amigos… muchos más…
—Besame y me dejo hacer todo lo que vos quieras por los negros que vos quieras, pero besame por favor…
—Hay uno que va a querer hacerte la cola… Pero la tiene bastante más ancha que Bongo…
—Aunque me sangren los ojos te lo juro que me la dejo clavar hasta la base…
La música sonó más fuerte, las pocas luces de discoteca giraron como giraban ellos, y todo alrededor pareció esfumarse a negro, o a nada, porque nada estaba existiendo fuera de Tore y de ella. Macarena elevó su piecito de apoyo, se elevó toda, todo lo que pudo, subió el mentón y besó a Tore en la boca.
Fue su segundo y último orgasmo en la noche.




EPILOGO

Salieron de la casona y la calle los recibió con sol, con aire que parecía oxigeno puro y con el canto de las chicharras taladrándoles las cabezas. El olor, el humo, los negros, el sexo quedaron atrás, pero el cansancio de Mikel y Modestino, y el goce de Mónica, Maca y Maia, se iban con ellos.
—Yo sabía que esta fiesta era una fiesta de locos… —recitaba Modestino sacando las llaves de su auto—. Te dije que era mejor no venir…
—Sí, mi amor… Tenés razón…
Mónica casi no tenía aliento para responder, pero quería guardar las formas.
—¡Esto es inaudito! —seguía quejándose el padre de familia.
Entraron al auto, tardaron un buen rato en acomodarse todos.
—¿Cuántas veces te cogieron? —se enojó Modestino. Nadie le respondió—. ¿Cuántas veces?
—No sé, amor… —respondió su mujer—.Creo que me cogieron todos los negros de la fiesta… ¿Unos cien…?
—¿Y te parece bien? ¿Te parece un buen ejemplo para tus hijas?
—Ay, amor, arrancá que quiero ir a casa a dormir.
Modestino encendió el auto y puso primera.
—¿Y vos? —le recriminó a Macarena—. ¡Jamás me imaginé verte así, Macarena! ¡Estabas hecha una puta!
—¡Ay, pa, no exageres! Era una fiesta, y los entrenadores eligieron ese motivo… ¡Quizá la próxima sea la fiesta de la espuma o de los animalitos y tengamos que ir disfrazados de conejos!
Mónica se atoró con una risotada:
—¡Vos podrías ir disfrazado de ciervo, mi amor, jajaja!
—¿Qué próxima? ¡Era una fiesta de fin de año, no va a haber otra próxima!
—No sé, pa, viste que los judíos y los chinos festejan el año nuevo en otras fechas…
—¡Pero ellos son negros!
Mónica suspiró.
—Ay, sí…
Modestino dobló y tomó por una avenida. No lograba esquivar los pozos de esa calle toda rota del conurbano. Miró por el espejo y vio a Maia dormida.
—Y menos mal que tuve el buen tino de llevar a la pequeña Maia a la guardería… a salvo de toda esa orgía de depravación…
Mónica y Macarena ahogaron una risita.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—Nada, pa, hablás como un pastor evangélico…
Modestino rumió su frustración.
—¿Y vos, Mikel? ¿No querés agregar nada a lo que yo pienso? ¿No tenés nada para decir?
—Sí, suegro, claro que sí…
—¿Qué tenés para decir, Mikel?
—Que trate de no agarrar más baches, que me duele mucho el culo…
El auto siguió por la avenida en silencio por unos cuantos minutos.
Y unos cuantos más.
Al final, como nadie decía nada, Modestino quiso saber:
—Y esa próxima fiesta… ¿Cuándo va a ser…? ¿Va a ser como ésta, llena de negros…? ¿Dejarán entrar a los maridos… aunque sea los más comprensivos como… emmm… como yo…?
Pero todos ya estaban dormidos así que nadie le respondió, y así en silencio, finalmente el auto se perdió en la avenida suburbana rumbo al elegante barrio de capital desde donde habían venido.


FIN (relato completo)

Un pequeño snack

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Escribí este textito para ir amenizando la espera hasta el 1 de Abril. Espero les guste.

Despacio. Suave. Suave… Así… Así… Ahora más fuerte… Así… Dale bien fuerte. Mandámela toda. Mandame la leche bien adentro que el cornudo ya debe estar llegando del trabajo. Sí, adentro, no importa, Rengo. Llename de leche, dale, si a vos te gusta, no seas turro… Adentro como todos los días… no te hagás desear… ¿Qué mis hijos qué? ¡Qué sé yo! Matu en futbol y Romina en lo de unas amigas… ¿Tenés que hablar de eso ahora…? No, qué aguantar. ¡Echame la leche que el cuerno está por caer y yo ya estoy a punto! Dale, Rengo, echamelá ya, dale, para el cornudo, como a vos te gusta…
Sí, sí, me acuerdo de lo de Romina… Ya la estoy convenciendo… pero no te pares, ¿qué hacés? Dale, hijo de puta, bombeá que estoy que acabo… Sí, sí, yo la convenzo, pero no pares… Dale… Dame pija, dale… ¡Dame pija, por el amor de Dios! ¡Dale, hijo de puta, movete que quiero acabar antes de que llegue el otro pelotudo…! No, mañana no. Ya te dije, en la fiesta de quince te la entrego. Con el vestido y todo, ya le hice prometer que se aguante de hacer algo con el novio, así la estrenás vos… Dale, Rengo, dejate de joder y dame bomba, por favor… Sí… así… Ay, carajo… Qué buena pija tenés, por Dios… ¡Qué pedazo de pija…! ¡Cómo vas a emputecer a Rominita, hijo de mil putas…! No pares, no pares hasta que acabe… ¡Ni aunque escuches las llaves del cornudo abriendo la puerta! ¡Ahhhhhhhhhhhhh…!



Mi Novia es una Atorranta (07)

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MI NOVIA ES UNA ATORRANTA
EPISODIO 7: Celulitis
(VERSIÓN 1.2)

por Rebelde Buey


NOTA: Este relato es una sátira, algo así como un sketch picaresco de televisión.

Mi novia podrá ser todo lo que ustedes quieran: demasiado recatada, tradicional, ingenua por demás y de una moral cristiana a veces excesiva. Pero también es mujer y, por lo tanto, tiene su vanidad y las típicas inseguridades con su cuerpo. Esto que les voy a contar sucedió en esa época en que se obsesionó con la celulitis. Como tantas mujeres, comenzó a ver imperfecciones donde no las había, aunque gracias a Dios todo ese asunto le duró muy poco.
Si bien algo me había dicho una vez de la celulitis, la obsesión se hizo más evidente un día que llegué temprano a casa. En aquel tiempo ya vivíamos juntos, aunque seguíamos siendo novios. Yo trabajaba en una oficina de lunes a viernes y mi pobre Andre se aburría en casa esperándome como una Penélope.
Esa tardecita —casi noche— llegué y la encontré estirada en la cama, boca abajo, en bombacha y corpiño y con la cola en punta. Abrazaba una almohada con ojos cerrados y se mordía los labios. Eso no sería malo si no fuera que también encontré a don Roque —el portero de mi edificio— al lado suyo, detrás de su cintura, mirando con ojos desorbitados los redondos glúteos que parecían tragarse la tanguita. Con una mano el cretino del portero le estiraba la bombachita hacia afuera, como si se la estuviera disputando a la mismísima cola que se la quería tragar. Con la otra mano, en cambio, desplegaba el dedo anular y lo hundía con lujuriosa parsimonia en el pequeño orificio anal de mi virgen angelito.
—¡Uhhhhhhhh…! —gimió mi virgen angelito.
Sin que aun se percataran de mi presencia, Andrea paró más el culo y el dedo avanzó despacio y se enterró hasta las falanges.
—¡Mi amor! ¿Qué está pasando acá?
Mi novia Andre abrió los ojos y me vio por primera vez.
—Corni, te juro que no es lo que parece.
Menos mal que no era lo que parecía. Mi Andre me explicó enseguida que el portero la estaba revisando por su celulitis. Es que justo esa mañana ella me había pedido que la mirara para ver si no tenía pocitos en una de sus nalgas, y luego, al salir yo para el trabajo y cruzármelo en la puerta de calle, le había comentado a don Roque sobre su ridícula obsesión por la celulitis. Parece que el bueno del portero había caído en casa para ver en qué podía ayudar.
—Sí, señora de Cornelio —dijo el portero con voz y gestos severos—. Efectivamente usted tiene un pocito.
El tono profesional me desorientó un poco. Porque, por supuesto, don Roque no era médico, ni dermatólogo ni nada, pero su dedo seguía allí, penetrando impunemente el agujerito virgen, en ese culo fabuloso que la muy tonta de mi novia mantenía en punta.
—¡Pero don Roque! —me desesperé—. Ese no es un agujerito en la nalga, ¡es el esfínter de mi novia!
El portero se sorprendió por completo.
—¡No puede ser! Páseme los lentes del bolsillo de mi camisa.
Fui al perchero donde estaban su pantalón largo y su camisa de trabajo, busqué los lentes y se los llevé.
Se los puso y miró lo que estaba haciendo.
—¡Carajo! ¡Pero qué pedazo de culo!
Mi novia sonrió halagada (al cabo, no dejaba de ser vanidosa).
—Ay, gracias, don Roque…
Entonces el portero, ya con mejor vista, inspeccionó los nalgones de mi Andre: manoseó un cachetón, primero, luego otro. Me miró a mí, la miró a ella y otra vez a mí.
—Perdone mi error —dijo—. Me equivoqué de pocito. Éste no es de celulitis, usted tiene una cola perfecta.
Pero el dedo seguía bien bien adentro, y la cola de mi novia, bien bien en punta. Andre respiró pesadamente, se ve que lo sentía. Como yo los seguía mirando con gesto adusto (tienen que verme  a mí cuando me enojo, la mayoría de los amigos de mi novia no lo soporta y comienzan reírse de los nervios) nuestro portero reaccionó y quitó el dedo del orificio.
¡PLOP!
—¡Uhhhhhhhh…!
—Pero… ¿pero por qué la está revisando usted, don Roque? ¡Usted no es médico!
—Mi amor, vos siempre me dijiste que don Roque era un pirata de la noche, un mujeriego, y que se acuesta con todas las vecinas casadas del edificio… Siempre dijiste que ya todos saben que es un macho de lo más experimentado.
Tanta explicación me avergonzó. Era cierto lo que se decía, y también lo que había dicho yo. Pero que ella lo mencionara delante de él me dio un poco de pudor. Por suerte no me había humillado diciendo también que, en el fondo, yo le tenía envidia porque él era todo lo que yo no iba a poder ser nunca.
—Es más, si hasta me dijiste que le tenías envidia porque él era todo lo que vos no ibas a poder ser nunca.
¡Carajo!
—No, bueno… yo…
Me puse rojo como un matafuegos.
—Corni, si don Roque vio tantas mujeres desnudas, ¿quién mejor que él para que me mire la cola y me diga si tengo o no tengo defectos?
—Mi amor, vos estás perfecta así como estás.
—Eso lo decís porque sos mi novio. Pero con la convivencia me estoy poniendo una vaca. Ya no voy al gym como antes, ya no salgo como antes, ni tengo sexo como antes…
—¡Pero si nunca quisiste tener sexo porque todavía no nos casamos!
—Es una forma de decir, Corni. Lo importante es que estoy segura que tengo celulitis.
¡Cómo son las mujeres! Me quedé mirándola un momento: seguía con la almohada y en ropa interior, pero ahora arrodillada. Tenía unos pechos enormes que le caían con gracia, con los pezones asomando por el borde del corpiño, unos muslos poderosos, una cola formidable y una cintura de guitarra. La carita a mí me enamoraba, pero eso va en gustos. Algunos de mis amigos (los envidiosos, claro) dicen que tiene cara de “perdida por la pija”, pero no es así. Mi Andre estaba más buena que nunca, y ahora que vivíamos juntos, me costaba mucho no insinuarle algo que la ofendiera en su moral. Abrí la boca como para contradecirla, para decirle que estaba loca, que estaba re buena, sin pocitos en nalgas o muslos, cuando sonó el timbre.
—¡Deben ser los chicos! —se entusiasmó.
—¿Qué chicos? ¿Quién viene?
—Don Roque tiene dos amigos especialistas, uno en celulitis y el otro en intervenciones anales, y los llamamos para que vengan a mirarme la cola.
—¡Pero es que no tenés nada, mi amor!
—Es lo que yo digo —me apoyó don Roque—. Aunque yo soy solo un conocedor amateur. Los profesionales son ellos.
Fui a abrir. Los dos supuestos expertos no se veían para nada serios. Más bien parecían dos estibadores del puerto donde trabajaba don Roque antes de convertirse en nuestro encargado de edificio. Eran dos roperos, uno muy alto y el otro petacón, pero los dos bien anchos y de mentón cuadrado y gesto adusto. No iban afeitados y tenían tatuajes en el cuello y en los brazos musculosos y descubiertos.
—¿Vos sos el cuerno? —me escupió uno.
—¡No! ¡Jaja! ¡Qué simpática confusión! ¡Mi nombre es Cornelio, no Cuer…
—¡Correte, cuerno!
Me sacaron de un topetazo y se encaminaron hacia la habitación sin preguntar, con tal seguridad que parecía que ya habían ido allí una docena de veces.
Entré a la habitación detrás de ellos, al trotecito corto. Andrea permanecía en bombacha y corpiño, arriba de la cama. Se había arrodillado sobre el colchón, casi sentada sobre su cola, mirando hacia la puerta. Y sonreía. Qué digo sonreía, ¡estaba exultante!
—Mi amor —me dijo apenas entramos y los dos estibadores se le pusieron adelante, con las piernas en compás y los brazos en jarra—. ¿No te ibas a trabajar?
Miré a los dos profesionales. No iban en delantales blancos ni uniformes de ningún tipo, solo en camisetas sin mangas. Blancas, eso sí. Aunque bastante roñosas.
—¡Mi vida, acabo de llegar del trabajo!
—¿No tenés que ir a sacar al perro?
—¿Qué perro? ¡No tenemos ningún perro! Mi vida, ¿qué te pasa?
—Es que me da vergüenza que estos señores me revisen delante tuyo —juntó los brazos en un mohín de pudor y los pecho se le juntaron y se le inflaron. Los pezones rosados y de aureolas grandes se salieron visiblemente por sobre el corpiño. Me hizo un gesto de “pucherito”, así que a pesar de todo, conservaba su habitual inocencia—. Si me dicen que no tengo celulitis vas a pensar que soy una tonta.
Es por estas cosas de nena que mi novia me enamora tanto. La tranquilicé y le dije que no iba a pensar nada, que si allí había dos profesionales, solo era cuestión de confiar y de ponerse en sus manos.
—¡Sí, sí! —dijo entusiasmada, y giró, sacó y mostró la cola como nunca en esa cama— ¡Ya quiero que me pongan sus manos!
Los dos estibadores médicos se le abalanzaron hacia el culazo como tiburones a un cardumen fácil y apetitoso. El grandote comenzó a sobarle las nalgas y deleitarse con ese fabuloso culazo en tanguita negra.
—Oh, por Dios…
Me acerqué preocupado.
—¿Está mal, doctor? ¿Cómo la ve?
—¡La veo buenísima!
—Entonces está bien…
—No lo sé, es muy prematuro decirlo ahora. Déjeme manosearla un poco más.
Se llenaba las manos con cada nalga. La carne de mi novia se le escurría entre los dedos y entonces volvía a amasar, imagino buscando esos pocitos imperceptibles, esa rugosidad típica de la celulitis. A veces la tanguita se le enredaba en los dedos, y mi Andre paraba más la cola, con lo que los dedos le quedaban aprisionados.
—Hay algo de celulitis —sentenció luego de cinco minutos interminables de revisión, y miró a su colega—. Manoseala un rato vos.
El otro me la palpó clínicamente también unos buenos cinco minutos (si no fueran médicos hubiera pensado que hasta lo disfrutaban). Luego el petacón fue adelante y desprotegió a mi novia de su almohada, que me la terminó arrojando a la cara. Llevó una mano hacia los pechos de ella y la metió en una de las copas del corpiño, llenándosela.
—¡Oiga! ¿Qué hace?
—Viendo que la celulitis no se le haya ido a los pechos.
—Mi amor, dejalos hacer. No quiero que un día me abandones por ser un adefesio.
El petacón le quitó muy delicadamente el corpiño y los pechotes de mi Andre saltaron hacia adelante y cayeron con gracia natural. Comenzó entonces a masajearle las carnosas tetas con suavidad.
Andre cerró sus ojitos.
—Oh, por Dios…
—¿Qué pasa, cielo?
Ella abrió los ojos de repente, como despertando.
—¡Oh por Dios, no quiero tener celulitis!
Entonces el petacón bajó el rostro, abrió la boca y comenzó a chupar esos pechos de película.
—¡Oiga! ¿Qué hace?
—Le succiono, cuerno. La irrigación sanguínea es clave contra esta patología.
Era cierto lo de la succión, lo había leído y escuchado mil veces, pero siempre había pensado que se hacía con unas sopapitas de plástico. El petacón se conoce que era muy responsable porque se tomó lo de la succión muy en serio. No paraba de chupar y chupar las tetas de mi Andre, que seguía con los ojos cerrados y se mordía los labios, evidentes signos de que no quería ni ver lo que le hacían.
El petacón tomó un pecho con cada mano y hundió su rostro en el medio, masajeando los pezones grandes y rosados. Entonces mi novia levantó los brazos y se tomó el cabello en un gesto que parecía de seducción o goce, pero que en realidad era para facilitarle el trabajo al profesional.
—Acá hay un pocito —dijo al otro lado el grandote, que manoseaba la cola y, sin querer, la conchita por sobre la tanga (es que por la succión de los pechos mi Andre se movía cada vez más, y es entendible que las manos del grandote no pudieran estar siempre donde querían).
—¡Ya me parecía! —gritó eufórico don Roque que seguía observando al lado de la cama, y que aun se conservaba, nunca supe bien por qué, en calzoncillos.
Pero ni tiempo tuve de decirle nada: el grandote  se metió el dedo anular en la boca para lubricarlo. Corrió con la otra mano la tanguita para un costado y, con el anular ya empapado por completo, lo clavó en el ano expectante de mi novia. Hasta el fondo.
—Ohhhhh… —gimió Andre.
Me agaché un poco y acerqué mi rostro al culazo fabuloso que estaba taladrando, penetrado por el dedo de este buen profesional.
—¡Pero ese pocito no es de celulitis! —grité desconfiado, pues dos veces no podían confundirse—. ¡Es el ano de mi novia!
—Ya lo sé, cuerno, no soy estúpido. —Le sacó delicadamente el dedo casi por completo y se lo volvió a clavar— Los pocitos están en las nalgas, ¿ve? —Yo no veía ninguno— De esta forma puedo medir la gravedad del deterioro del tejido muscular.
Entonces sacó el dedo por completo y lo juntó con un segundo dedo. Se los llevó a la boca, los lubricó y volvió a clavar el orificio virgen de mi angelito.
—Ohhhhhh por Diossss… —bufó otra vez mi terroncito de azúcar.
—Cuantos más dedos le entren, más deterioro del tejido muscular se evidencia.
Era la primera vez que oía eso, pero bueno, qué sabe uno de celulitis.
Los dos dedos entraron en el agujerito de mi novia con una facilidad increíble, lo que me asombró y me asustó a la vez.
Este especialista se ve que era tan o más responsable que el otro. Se tomó un buen tiempo con sus dedos en el culito de mi novia para estar bien seguro. Le pidió ayuda a don Roque, quien se ofreció a abrir esas nalgas para que los dos dedos primero, y luego ya tres dedos, penetraran más profundo.
—Lo tenés completamente roto —le dijo el grandote a mi Andre cuando enterró cuatro dedos haciendo un puñito. Y todos rieron. Claramente tendría el tejido muscular todo roto porque los cuatro dedos entraron como si nada.
—Esto no lo vi nunca en mi vida —el grandote retiró medio puño del ano ya dilatado por completo—. Voy a necesitar medir con algo más que unos simples dedos.
La verdad, me puse nervioso. No pensaba que mi novia estuviera tan mal de la celulitis.
—Cuerno, andá al living y traé la botella de whisky.
¿Necesitaban alcohol por algún tipo de infección, como en las películas de cowboys? Fui corriendo asustado y regresé con la botella.
Y al volver algunas cosas ya habían cambiado. Andre estaba en cuatro patas, pero le habían tirado una sábana encima, que la tapaba por completo a excepción de la cabeza. A la altura de la cola, detrás de ella pero bien pegado, se lo veía al grandote, de rodillas pero erguido, como si estuviera entre sus piernas. La sábana lo cubría a él también, aunque solo de la cintura para abajo. El petacón había desaparecido, hasta que me di cuenta que no, que se había colocado bajo mi novia, estirado en su misma dirección pero boca arriba, y había quedado tapado por las sábanas.
Me explicaron con lógica que el petacón seguiría desde abajo con los ejercicios de succión, ya que con la nueva posición de Andre los pechos le colgaban, mientras el grandote le clavaría en el ano algo más que los cuatro dedos. No me quisieron decir qué le clavarían porque me iba a impresionar; por eso también la sábana cubriendo todo.
Me quedé sin saber qué decir, mientras mi novia permanecía en cuatro lo más tranquila.
—¿Y el whisky para qué es? —pregunté con la botella en alto.
—Ah, eso es para mí —dijo don Roque, que me la quitó de las manos y comenzó a entrarle tragos.
Bajo las sábanas vi ciertos movimientos extraños, primero de mi Andre que, mirando hacia atrás, hacia el grandote, comenzó a acomodar las caderas. Escuché un quejidito quedo del profesional de la salud y las caderas de mi novia bajaron unos centímetros. Andre entrecerró los ojos y se mordió los labios otra vez.
—¡Uhhhhhh…! —suspiró.
—Mi amor, ¿estás bien?
—Sí, Corni, mejor que nunca…
Otro movimiento bajo las sábanas a la altura de las ancas de mi novia volvió a distraerme. Les digo, sino fuera porque estos tipos se veían muy responsables y mi novia no fuera lo que ya todos saben que es, aquellos movimientos me resultarían sospechosos. El grandote, atrás, comenzó con lo suyo. Se llevó una mano abajo y agarró algo y trató de acomodarlo en el agujerito de Andre. Con la otra mano la tomaba de la cintura, por encima de la sábana.
—¿Le está metiendo otro dedo…? —pregunté tragando saliva.
—No, cuerno, no. Ahora voy a meterle algo más grueso y más largo. —Y siguió en su intento, que parecía complicado.
En cambio por debajo de las sábanas dejaron de moverse un instante.
—Ahí… —pareció indicar Andre, y otra vez entrecerró los ojos—. Empujá…
La vi a mi novia como haciendo fuerza, o resistencia, al aparato que el especialista le quería introducir.
—Va a entrar fácil, lo tenés todo roto.
Más movimientos bajo las sábanas. Ahora también abajo, por donde andaba el petacón.
—Empujá… más… Así… Ahhhhhhh…
—¡Ay, bebé! —se entusiasmó el especialista.
—¡Oiga, qué le está metiendo?
—Cuerno, ¿por qué no te vas a dar un paseo?
—¡No, que se quede! —pidió mi Andre. Claramente se sentía mejor con la seguridad que le podía brindar su Hombre. Así que me quedé.
—¿Y cómo lo tiene, doctor?
—Lleno —me respondió con lo que me pareció una sonrisa reprimida. Entonces comenzó a moverse en un lento vaivén, como si estuviera bombeando—. Lo tiene bien lleno…
—Me lo está llenando ahora mismo, Cornudo… —Ya les dije que en momentos de estrés, mi novia confunde mi nombre y en vez de Cornelio me dice Cornudo.
Por raro que les parezca, la sábana que cubría a mi novia y a los dos especialistas para que la imagen no me impresionara, comenzó a moverse cada vez más. Un poco abajo donde estaba el petacón, pero por sobre todo a la altura de los muslos y la cola de mi novia, que se la veía en punta y formidable como siempre, porque la sábana la cubría pero bien tirante, como un forro de algodón. El grandote ya le había metido algo en el recto y se lo hundía una y otra vez con movimientos hacia adelante y atrás, que hamacaban a mi amorcito. Lo raro era que el de abajo también se movía, como si le diera topetazos a la altura de la pelvis. Hacia arriba y hacia abajo.
Con la hamacada que recibía mi Andre la sábana se fue corriendo y en cinco o seis topetazos se le desenganchó de los hombros y cayó hacia la mitad de su espalda. Estaba en cueros, el corpiño colgaba de mis propias manos desde que le había soltado la botella de whisky a don Roque. Tenía los ojos cerrados y la cabeza se le balanceaba adelante y atrás. Los labios húmedos, apenitas entreabiertos, aunque a veces se los mordía. El petacón seguía debajo de ella, boca arriba. Los pechos enormes y bien formados le caían en la cara y se podría decir que ya no los chupaba, los devoraba. Se llenaba la boca con los pezones rosados y grandes, y se llenaba la cara con las tetotas. Zambullía su rostro allí y no paraba de chupar, mientras mi novia seguía siempre bombeada atrás y adelante. Por los movimientos parecía que se hamacaban los dos especialistas, como si los dos le estuvieran entrando sus instrumentos médicos. Pregunté:
—¿Tiene el tejido roto, señor?
—Se lo estoy rompiendo ahora mismo, cuerno.
De pronto algo en toda esta situación me despertó una alarma: ¿cómo supieron que yo guardaba el whisky en el living?
—¿Qué le están haciendo? —pregunté desconfiado.
—¡Le estoy dando bomba por el culo a tu mujer, cuerno! —dijo el grandote, sobre las ancas de mi novia.
—¿Dando… bomba?
—Le estoy inflando la cola para rellenarle los pocitos
—¿Viste, mi amor? ¡Te dije que tenía celulitis!
¡Quién lo hubiera dicho!
—Yo también te la estoy inflando, cuerno —agregó el petacón que iba debajo de mi novia, boca arriba—. Pero por el otro agujero.
—Me la van a dejar bien, ¿no?
—Sí, cuerno, te la vamos a dejar bien. Bien llena.
El grandote entonces sacó las dos brazos y fue a tomar a mi novia por la cintura, de ambos lados, por sobre la sábana. Clavaba las manazas y empujaba a mi Andre hacia él, en un hamacar sin tregua, al que iba acelerando de a poco. El petacón, desde abajo, le seguía chupando las tetas pero también empujaba, solo que hacia arriba. Trataba de acoplarse al movimiento de su colega, y hasta Andre parecía atenta a esta sincronía, porque miraba para atrás, cavilaba en silencio y se reacomodaba todo el tiempo, hasta que en un buen momento los tres se movían acompasadamente, mientras el grandote clavaba hacia ella, hundiendo sus dedos en las sabanas que habían adoptado las formas de las nalgas de mi amorcito. El petacón sacaba lo suyo y empujaba hacia arriba recién cuando el grandote se retiraba.
Andrea, casi siempre con los ojos cerrados, suspiraba primero, luego bufaba y en un momento se ve que el pequeño tratamiento le bajó la presión porque comenzó a transpirar y gemir y jadear como un labrador en verano.
El grandote la seguía bombeando desde atrás, como dijo en su momento, llenándola para inflarle los pocitos. La bombeaba tan salvajemente que en un momento me preocupé, ¡a ver si con tanta inflada a mi novia le quedaba uno de esos culazos que tienen las negras que caracteriza Eddy Murphy en sus películas! Iba a pedir que le dieran más suave cuando mi novia salió para el otro lado:
—¡Más fuerte! ¡Dénme más fuerte!
—¡Mi amor! —me asusté.
—Cornudo, es por los pocitos… Quiero que me llenen los dos pocitos…
Y volvió bufar y el de abajo a moverse con todo, como un martillo neumático.
—¡Más fuerte, no paren…!
Y no pararon. No pararon por un buen rato, como por quince minutos, donde no hicieron otra cosa que bombearla.
Entonces a Andre se ve que tanto tratamiento la angustió porque la vi reprimir un grito, como un lamento apenado.
—¡Ahhhhhhhh…! —se quejó por lo bajo, mordiéndose los labios con muchísima fuerza y apretando las sábanas del colchón con toda su fuerza.
Me acerqué a su rostro.
—Mi amor, si te descompensaste les digo que paren.
Me tomó del cuello, los ojos idos, el gesto desencajado y todos los cabellos transpirados.
—¡Más duro, Cornudo! ¡Deciles que más duro!
—Más… más duro, chicos…
El segundo grito reprimido de dolor le llegó a mi noviecita desde el bajo vientre y me lo murmuró en la cara mientras me tenía tomado del cuello.
—¡Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh…!
Los otros dos, vaya a saber por qué, también hicieron gestos gomosos y reprimieron sus gritos. Se contorsionaron bastante, parecía que estaban sufriendo, la empujaron a mi Andre más violentamente que nunca y luego durante un minuto pareció que el mundo se venía abajo, de tantos gritos e insultos que gritaban mi novia y los dos especialistas.
Un rato después, los tres estaban calmados como bebés y muy transpirados, pero especialmente el grandote. Realmente da gusto cuando gente de la salud se toma sus responsabilidades tan a fondo. Apenas acabaron con mi novia quise ver cómo había quedado su cola, con todo ese esfuerzo y el dolor que había sentido.
Los dos estibadores se miraron con mucha duda. Mi novia giró el rostro, sonrió como si no le importara nada y les aclaró:
—Dejen que el cornudo vea bien cómo me dejaron…
—Se dice Cornelio, vida… —la corregí.
Así como ella estaba, en cuatro patas sobre la cama, sonriéndome y tapada a medias por la sábana, fue de un golpe liberada de la tela, como hacen los magos para descubrir un gran truco. Allí me apareció esa hermosa e inocente criatura que Dios me puso en el camino, desnuda como Él la trajo al mundo, desparramando su belleza inigualable ante mis ojos. Debo admitir que me excité un poquitín, aunque enseguida me interpuse entre la vista de don Roque y ella, para cubrirla de esa deshonra. De los dos especialistas no la cubrí porque ya se sabe, al ser médicos es como si no la vieran desnuda.
—¿Te gusta lo que ves, mi amor? —me preguntó con picardía.
Y vaya que me gustaba, pero ella se refería a su propia cola. Allí fui y eché un vistazo. Era la primera vez que veía la cola de mi Andre completamente desnuda, a pesar de que vivíamos juntos, ya saben que no me dejaba hacerle nada porque no estábamos casados. No había forma de verla de esa manera y que no me gustara. Sin embargo, al observar con mayor detenimiento pude notar que las nalgas se le abrían un poco demasiado desde la raya, y que asomaba el pequeño y virgen  orificio por completo dilatado, explotado como con dinamita.
—Mi amor, lo tenés como muy abierto, ¿te duele?
—Un poquito, cornudo, pero si me va a curar la celulitis no me importa…
Del ano abierto como una flor comenzó a salir un líquido espeso y lechoso, que enseguida recorrió la raya y comenzó a bajar por los muslos de mi angelito.
—¡Dios mío! ¿¿¡¡Y eso!!??
—No te asustes, cuerno —me atajó el grandote—. Es un poquito de suero, es normal.
Mientras los dos médicos estibadores se terminaban de abrochar los cinturones y subirse los cierres de sus jeans, yo seguía extasiado observando el hermoso trasero redondo, carnoso y voluptuoso de mi novia. Instintivamente y sin darme cuenta estiré una mano hacia ella y en la mano un dedo con el que casi le toco uno de sus glúteos.
—Un momento, señor Cornelio —me atajó don Roque, que aunque no lo crean seguía en calzoncillos—. Acá el experto en colas soy yo, no usted. No es que me guste, pero me llamaron para ayudar con mi ojo clínico, ¿verdad?
—Mi amor, tiene razón… —razonó Andre—. El conocedor es él… Es el que tiene experiencia en hacer colas.
—Pero mi vida… —protesté.
—Además… Tengo miedo que si me mirás mucho las pompis te entusiasmes y te quieras aprovechar de mí… Hace tanto que no hacemos nada…
Delante de dos desconocidos y del portero no iba a responderle que en realidad nunca habíamos hecho nada.
Llevé a los dos especialistas a la puerta y los despedí con un apretón de manos. En la habitación, don Roque le estaría revisando la cola a mi Andre. Fui a preparar la cama al cuartito de huéspedes. Ya me había dicho él que la revisión de una cola de ese tipo podría demorar toda la noche. Tal vez el muy pícaro del portero tenía alguna segunda intención, pero conozco a mi novia, y sabía que el pobre iluso no tendría ninguna chance.
Me dormí en el cuartito mientras en la habitación principal mi Andre se abría a una muy muy profunda revisión anal. Dormí como un niño, confiado, sabiendo que la cola de mi novia había quedado en buenas manos.

   - FIN -

Día de Entrenamiento (08)

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DÍA DE ENTRENAMIENTO – Episodio 08
(VERSIÓN 1.0)

por Rebelde Buey

 NOTA: Este relato narra acontecimientos sucedidos ANTES del Episodio 9, ya publicado.

Martes noche, madrugada del miércoles.
La esquina pudo haber sido el orgullo del barrio, ochenta años atrás. Hoy era un rincón oscuro y mugriento, abandonado, olvidado por la misericordia de Dios. Y por la Administración de la Ciudad de Buenos Aires. Las veredas deshechas, los locales vacíos, las luces rotas para propiciar el crimen… o el amor. Se oía una cumbia boliviana o paraguaya, y unos gritos y la corrida siempre viva de unas zapatillas de otros. Era de noche, y otra vez se escuchaba un tiro.
El cupé rojo apareció por la calle lateral iluminando la grasa del empedrado. Iba lento, muy lento, observando la mercadería a cada lado. Las putas se asomaban de los umbrales y de las sombras como topos de sus madrigueras. La mayoría eran dominicanas que venían por dos pesos, pero también había paraguayas de mejor pasado y tucumanas y misioneras de piel india y ojos europeos. Y de ropa barata y descuidada.
De entre todas se asomó una pierna larga y trabajada. Una pierna encajada en una bota negra de cuero —de cuero de verdad— que llegaba hasta los muslos. La dueña de esas piernas se asomó más y la luz mostró las ligas de puta —pero muy muy finas— y el portaligas. Y una minifalda negra medio brillante, no de las que usan las prostis, sino de las que venden a 2000 pesos en el shopping. La cupé se clavó allí mismo y la chica se terminó de mostrar. Tímidamente, por increíble que pareciera. La perfecta pancita de modelo o de escort de departamento privado, la remerita corta y blanca con letras grandes y negras: BLACK OWNED. El maquillaje exquisito, los pendientes, los pechos parados y reales, y esa carita de nena buena e inocente, esa carita de niña bien que quiere desesperadamente una pija.
—¿Cómo te llamás? —le preguntó el del cupé cuando la puta se acercó por fin al auto.
—Macarena.
—Nunca te vi por acá. Sos nueva, ¿no?
—Primer día.
Una niña bien que quiere desesperadamente una pija: la pija de Tore.
—Sos demasiado hermosa y delicada para estar en esta esquina.
—Voy a estar acá hasta que levanten mi castigo.
Macarena quitó la vista del conductor y miró con displicencia hacia uno y otro lado. No estaba ahí para charlar con la gente.
—¿Cuánto?
—Ochocientos más el telo.
—¿Ochocientos??? —el del cupé perdió toda postura, y ese aire sofisticado de comercial de perfumes se desinfló como un muñeco de lava-autos— Las minas de acá cobran 200.
Macarena giró en redondo lentamente y, así lentamente, comenzó a alejarse. El taconear sobre la vereda era casi tan sensual como su minifalda corta subiendo y bajando de sus ancas a cada paso. Era tan pero tan corta esa minifalda que la tanga blanca que se abovedaba para cubrir su conchita se sobresalía por abajo. El del cupé tragó saliva.
—¡Esperá! Tengo los 800 pero no me alcanza para el telo.
A una seña de la pequeña, el del cupé se bajó de un salto y ambos se perdieron en la oscuridad de la entrada de un local abandonado. El de la cupé se la clavó allí mismo contra una pared, sosteniéndola en el aire, mientras ella guardaba sin emoción los 800 en su corpiño.


Macarena caminó por el callejón siniestro y desolado como si se hubiera criado allí. Un día antes, ese mismo callejón le habría dado terror solo de cruzarlo en auto. Pero esa noche tenía protección. Casi al fondo estaba Tore junto a una chica rubiecita vestida de puta. Macarena llegó y saludó. La rubiecita era Camila, compañera de hockey, defensora central, adolescente como ella; y como ella de 18, muy bonita, de familia acomodada y con fama de muy muy putita.
—Cami…
—Hola, Maca. Me enteré que hoy venías vos…
—¿A vos también te castigaron?
Camila estaba vestida de “nenita”, con minifalda y camisola aniñadas, bolados, colitas y pecas falsas. Se quitó el chupetín [paleta] rojo de la boca.
—No. Me gusta venir a ayudar a los entrenadores cada vez que puedo —Sonrió con un gesto que a Macarena se le antojó cínico, volteó la cabeza hacia Tore, le cruzó los brazos por sobre el cuello, se estiró hacia su metro noventa y ocho y lo besó en la mejilla. Al estirarse, la faldita se le subió y el negro le magreó la cola con descaro. Macarena miró para otro lado, molesta—. Te veo mañana, Tore.
Camila se alejó por un pasillo adyacente, en cuyo extremo la esperaba un auto.
—¿Último cliente?
—El novio. Siempre la viene a buscar.
Macarena respiró para preguntar algo más pero cambió la pregunta a último momento.
—¿Es tu preferida? Pensé que yo era tu preferida. ¿O tenés varias preferidas?
Tore sonrió y tomó a Macarena del mentón.
—Es la preferida de Waco, no la mía.
—¿Y yo? ¿Soy tu preferida? No me importa que también le hagas el culo a Cami y a las demás chicas… Yo solo quiero saber si soy tu preferida…
Tore miró a Macarena con cierta indiferencia y le tomó la conchita con dos dedos, así con la bombachita puesta.
—Depende… —Apretó suavemente—. Depende de lo que me hayas traído…
Macarena sacó un especie de monederito muy breve de entre sus ropas. Tenía la camisa arrugada y sucia, la minifalda negra surcada de lechazos ya secos, y aunque las medias se preservaban más o menos dignas, las ligas y el portaligas estaban rotos. Le dio un rollito de billetes doblados en dos, que el negro contó de inmediato.
—6.400 pesos… Nada mal para una primera noche…
—¿Cuántas noches más tengo que venir…? Mi papá se va a dar cuenta y…
—No lo sé, Maca. Lo que me hiciste fue muy serio y grave. Por lo pronto… mañana te quiero ver acá de nuevo.
La decepción ganó el rostro de la pobre chica.
—Pero es que es muy peligroso… Y me dan asco todos esos tipos, no son como ustedes…
—Mejor. Esto te va a enseñar a no desobedecer más a tus entrenadores. Lo hago por vos, ¿sabés?
El negro volvió a contar los billetes y separó cuatro.
—Ocho tipos… Tomá tus cuatrocientos pesos.
—No lo hago por la plata… ¡Estoy acá por vos!
El negro retuvo los cuatro billetes y se le pegó a la niña. Le habló suave, casi tocándole el rostro con el suyo. Macarena sintió el olor del negro y los labios casi pegados a los suyos. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no cerrar los ojos.
—¿Preferís que tu parte sea un beso en vez de los 400?
Macarena se estremeció. Nunca antes ninguno de sus entrenadores la había besado. Que ella supiera, ningún negro había besado nunca a ninguna jugadora. Entonces sí cerró los ojos. Estaba confundida. Se había dejado usar en un callejón mugriento por ocho desconocidos como una puta, y había cobrado y le había dado el dinero a este negro, que esa noche más parecía su proxeneta que su entrenador de hockey. ¿Y estaba pensando en besarlo? ¿Era una estúpida? Y todo porque una vez no se había animado a que le rompieran el culo con una verga de 28 x 6.
Abrió los ojos, cerró y apretó los labios, y tomó los 400 pesos.
Macarena giró para irse. Y Tore la vio de espaldas. Dios, cuánta plata le iba a sacar a ese culo y a esas piernas perfectas!
—Vení para acá —le ordenó. Macarena volvió a girar, justo para ver a Tore bajarse el cierre del pantalón.
—Me está esperando papá. Le dije que tenía una fiesta de disfraces y…
Pero Tore sacó de la bragueta su tremendo pedazo de verga gruesa y negra y ya Macarena no vio nada más. Se abalanzó hacia él, se hincó de rodillas frente a ese monumento a la pija, lo tomó con ambas manos y comenzó a devorarlo y pajearlo, llenándose la boca de verga. De “su” verga.
—¿Soy tu preferida, Tore? —Macarena no se quitaba la pija de la boca. Hablaba con la boca llena. Y con el corazón acelerado.
—Shhht! Seguí chupando, putita…
—¿Soy tu preferida? Decime, Tore. ¡Decime qué tengo que hacer para ser tu preferida!
—Cuando me hagas ganar 80.000 pesos vas a ser mi preferida, mi amor.
Sin dejar de chupar, Macarena:
—¡Son 100 clientes!
—A este ritmo son solo dos semanas.
Sonrió Macarena. Si solo era una cuestión de cantidad de vergas y leche que tendría que tragar, entonces iba a convertirse en su preferida.


Modestino la vio venir y tragó saliva. Venía ella taconeando sus botas altísimas que la vestían hasta mitad de los muslos, y la minifalda corta, cortísima, le dejaba entrever la tanguita blanca. Meneaba las caderas con una sensualidad justa, innata, natural. Los tacos debían ser muy pero muy altos porque su hija parecía más mujer, más sensual. Más puta.
Macarena entró al auto y saludó a su papá. Así sentada se le veía fácilmente su bombachita blanca, y la camisola se le abuchonaba y le descubría el corpiño sexy y delicado.
—Hija… ¿Por qué…? ¿Qué hacés vestida así…?
—Ay, no empieces, pa… Ya te dije, vengo de una fiesta de disfraces…
—Pero… pero… Te disfrazaste de… de…
—Sí, de puta. No pasa nada, papá. Es lúdico.
—Pero en este barrio… Caminaste desde aquel callejón vestida así… ¡Esa minifalda es muy cortita!
—¡Ay, cortala, pá! Me disfracé de puta, ¿cómo querés que me vista?, ¿con una sotana? Sos pelotudo, ¿eh?


Jueves noche.
El auto era un buen auto. Negro, de alta gama, familiar. Desentonaba con la mugre que recorría, ya llegando a la calle de las putas. Iba despacio, el conductor quería ganar tiempo para hablar al acompañante.
—Macarena, ¿qué está pasando acá? Es la tercera noche que te traigo a este barrio, vestida como una puta, y me hacés pasar a buscarte a la madrugada hecha una ruina.
—Son fiestas de disfraces, pa, ya te lo dije.
—¿Te creés que soy tonto?
—No: pelotudo.
—¡Macarena, dejá de decirme pelotudo!
—Es un chiste, pa. No te enojes.
—¿Qué me estás ocultando, Macarena? Todo esto es muy raro. Sabés que podés confiar en papá, ¿no es cierto?
El auto llegó a la peor esquina de todas las que habían cruzado. Un callejón aun más siniestro y oscuro cortaba la calle 25 metros más adelante.
—Dejame en acá, papi.
—P-pero… ¡esta es la esquina de las putas!
—¿Ah, sí? No lo sabía… Quedamos en encontrarnos acá con las chicas para ir juntas a la fiesta.
—¿Querés que las espere? No me gustaría que un pajero te confunda con una puta de verdad.
—¡Ojalá! Eso significaría que mi disfraz es el mejor.
—Macarena, no me gustan estas fiestas de disfraces… Cuando estemos en casa tenemos que habl…
—Ay, cortala, papá. Abrime la puerta del auto y andate rápido, ¡no quiero que me ahuyentes los clientes!
—¡Macarena!
—Es un chiste, pa. ¡Qué pelotudo que sos a veces, ¿eh?


Macarena tragaba pija hasta la garganta. Cuando se lo pedía un cliente era más fácil, todos la tenían mucho más chica que cualquiera de los ocho entrenadores. Pero tragarle la pija hasta la base a Tore era todo un desafío. Y encima a Tore le gustaba su boquita. Le gustaba hacerle face-fuck, como decían ellos. Le habían ido enseñando —a la fuerza, sin explicarle nunca nada— que debía relajar la garganta. La verga entraba hasta un punto, no más, y luego debía relajar el garguero, al fondo, y el animal de Tore se la mandaba todavía más adentro. Había, también, que acomodar el cuello y la posición de la cabeza. Esto ayudaba mucho. De hecho, la única vez que Tore y los otros ocho entrenadores le hicieron tragar pija literalmente hasta la base, fue cuando la acostaron sobre la banca boca arriba, la cabeza medio colgando de un extremo.
Se quitó los tres cuartos de verga de negro arrastrando un pegote de saliva, mucosa, leche, y tosiendo y combatiendo arcadas. Estaba de rodillas, y así de rodillas miró a su macho a los ojos.
—Tore… ¿ya soy tu preferida?
El negro suspiró de placer y se escurrió todo el vergón en los carnosos labios de Macarena.
—Ya te garcharon más de treinta clientes, putita. Me estás haciendo ganar buen dinero, vas bien…
—Y me trago su pija hasta la base, Señor…
—Eso también lo hacen tus compañeritas de hockey… No te vanaglories, Maca, es lo menos que debés hacer por mí…. O por cualquier negro…
—Sí, Señor.
—Ahora levantate del piso y andá a hacer más plata. Todavía te quedan dos horas hasta que te venga a buscar tu papi.


Diez noches después.
Vio el auto doblar en su esquina y venir hacia ella, como tantos autos lo habían hecho estos últimos días en que trabajaba la calle para Tore. Solo que a este lo reconoció de inmediato. Maldijo en voz muy alta y las otras putas la miraron con curiosidad. Había sido una noche larga, con pocos clientes. No había hecho mucha plata para Tore y, aunque el negro no la culpaba ni le iba a decir nada, no quería decepcionarlo. Y ahora esto.
El auto se acercó a su esquina y ella se puso a horcajadas sobre la ventanilla, que ya se abría.
—¿Qué hacés acá, pa? Dejame trabajar tranquila… —Modestino iba a reprocharle algo cuando ella vio a su novio en el asiento del acompañante—. ¡Mikel!
Mikel no podía responder. Estaba sorprendido. Más que sorprendido: shockeado. Y además sufría el impacto de verla por primera vez vestida así.
—Macarena… —dijo el padre— ¿Cuánto te falta?
—Ay, ya sabés. Me venís a buscar a la misma hora todos los días.
—No, Macarena, no… Cuánto tiempo más vas a estar haciendo de puta en esta esquina. Ya hace dos semanas que te traigo acá para que hagas Dios sabe qué cosas con los hombres…
—No lo sé… No mucho más. Creo que Tore me va a pasar a un departamento privado, no sé… Dice que ahí le puedo rendir mucho más dinero.
—P-pero… ¡esto es una locura!
—Ay, ponete contento, pa. ¡Quiere decir que tu hijita está haciendo las cosas súper bien!
En eso pasó un auto y Macarena reconoció al conductor. Era un cliente suyo que venía día por medio. Como la vio con otro auto se detuvo junto a una de las dominicanas.
—¡La puta madre, pa! ¡Encima que ésta es una noche de mierda me venís a espantar los clientes!
—Te traje a tu novio Mikel para que reflexiones, hija… Para que hables con él.
Mikel estaba medio asomado, con una sonrisa puesta, de esas de no entender, de incomodidad, de no querer hacer enojar a Macarena cuando el enojado debería ser él. A Macarena le gustó que no supiera imponerse, su novio era como un remanso entre tanta prepotencia de los negros.
—Si querés hablarme vamos ahí atrás y por lo menos me hacés rendir el tiempo, mi amor. Esta fue una mala noche.
—S-sí, mi vida…
Mikel bajó del auto, lo rodeó por adelante y las luces permitieron a Macarena notarle el bultito en el pantalón. Caminaron juntos hasta un rincón oscuro entre dos locales abandonados. Mikel no podía quitarle los ojos de encima a su novia, casi como si la estuviera viendo por primera vez. No era solo la minifalda de puta, aparentemente reglamentaria, eran las medias a mitad de muslo, el maquillaje, el topcito salmón y blanco y el cabello enmarañado y felino. Era eso y la forma de caminar, y la suficiencia sexual que emanaba en cada paso, en cada movimiento de caderas que iban y venían sin importarle nada, sin importarle siquiera él mismo en su condición de novio que venía a amonestarla. En cambio, así de puta, se la comía con la mirada y el deseo.
—Estás hermosa… —dijo estupidizado.
Macarena le sonrió con una ternura teatral.
—Aaayyy… Gracias, amor… ¿Tenés la plata, no?
—S-sí… Acá…
—Vení, mi amor. Aprovechá esta media hora para cogerme sin que los negros te echen a los cinco minutos.
Mikel casi estalla de felicidad. En estos últimos tiempos había comenzado a sospechar que a Macarena no le importaba que los negros la dejaran hacerle el amor con él solo cinco minutos. Comenzaba a hacerse a la idea, aunque a la vez la resistía, de que a ella le daba lo mismo que él la hiciera suya solo cinco minutos. Pensaba que tal vez ella no disfrutara con lo que él le hacía, o con su tamaño (la naturaleza parecía haber dado a su novia unas dimensiones inusualmente grandes ahí abajo, porque nunca la sentía, ni siquiera una mínima fricción). Así que aprovechó este momento, se olvidó de reprenderla y se llenó las manos con los pechos de su novia, como un patético pajero desesperado. Le manoseó los muslos enguantados en las gruesas y altas medias, la cola entangada bajo la minifalda, y le acercaba la boca para besarla, pero ella se le alejaba. Cuando Macarena se le acercó y le respiró en el cuello para, con una pierna, montársele arriba, sucedió.
—Oh… Oh, no…
—¿Qué pasa, amor?
Macarena sabía. Por conocerlo. Y porque estos quince días en la calle le habían enseñado más que una vida.
—Ay, no… no. No. No. No…
—¿Qué? —se hizo la tonta Macarena, con una sonrisa.
Mikel se deslechó como una criaturita, sin siquiera haberla rozado ahí abajo.
—¡Jajajaja! –se le rió ella, sin poder evitarlo.
—¡Macarena, no seas hija de puta!
—Ay, perdóname mi amor… No me río de mala, es que… ¡Jajaj..agg.. cof!
Macarena se medio ahogó con la risa, al punto de tener que carraspear, y el pobre Mikel ni supo dónde arrojó la leche, seguramente al vacío, aunque sintió la humedad en el pantalón.
La frustración hizo que Mikel se enojara, y el enojo con él mismo lo canalizó erradamente:
—Maca, devolveme la plata.
—¿Por qué?
—¿Cómo por qué? Porque no te cogí.
—Ay, mi amor, cómo se ve que nunca fuiste de putas… —Maca de pronto cambio de expresión—. Y menos mal, porque si me entero que te vas de putas ¡te la corto!
—¡No, mi amor, no, jamás podría estar con otra!
—Bueno, pero no te la puedo devolver, Miki. Lo que hacés en tu media hora es asunto tuyo. Si te gusta masturbarte con…
—¡Pero no me masturbé! ¡Yo quería cogerte! ¡Cogerte, quería! ¡Esto fue un accidente!
—Está bien, ¿pero yo qué culpa tengo?
—No, vos no tenés ninguna culpa, pero…
La frustración le hizo llenar los ojos de lágrimas al pobre cornudo, pero se aguantó y abortó el llanto.
—Cuando tu papá me dijo que estabas trabajando de puta…
Macarena salto como una leona herida:
—¡No estoy trabajando de puta! ¡Sos una mierda de novio, Mikel! ¡Cómo te gusta degradarme como mujer, ¿eh? ¿No estudio todo el día en el cole? ¿No voy todas las tardes a entrenar hockey?
—Sí, pero…
—Acá vengo un ratito nomás a darle una mano a los entrenadores, porque Tore me lo pidió. Y además… porque es mi castigo por no haber dado mi 100% en los entrenamientos.
Mikel sintió su mano pegoteada y se la limpió en el muslo del pantalón. Se sintió humillado, y agradeció al intendente que esa esquina estuviera abandonada y sin ninguna iluminación. Igual no se dio por vencido.
—Ya sé que no sos una puta, mi vida, pero yo soy tu novio, también tengo necesidades.
—Mi amor, no lo digo de forra, pero mirame qué linda estoy… —y le posó con mucha simpatía quebrando cadera y una mano a la cintura— Agradecé que te dejan cogerme cinco minutos por mes…
Pero ya Mikel no la escuchaba. Más para disimular su humillación que por las propias ganas de coger, tomó apresuradamente a su novia de las ancas y se le arrimó de forma un tanto bruta.
—Mi vida, te voy a…
Mikel levantó una pierna por sobre la cintura de ella, como para doblegarla contra una pared, pero la pierna falló, dio en el aire y cayó sobre el piso con todo su peso. Su pie fue a dar sobre el pie de Macarena.
—¡Ay! —gritó Macarena—. ¡Sos un animal, Mikel, me hiciste ver las estrellas!
—¡Es que estoy desesperado!
Macarena se tomaba el pie con cara de dolor.
—Cortala, Mikel, si ni se te volvió a parar, tonto...
—¡Sí que se me paró! ¡Mirá!
Macarena vio ente las penumbras el pitito duro y ridículo de su novio y tuvo que ahogar otra risita. No era solo diminuto en comparación a los negros: ahora que había conocido todo tipo de pijas, la del pobre Mikel era diminuta incluso comparada con las más chicas de los blanquitos como él.
—Pajeate, mi amor.
Mikel se contrarió, desorientado.
—¿Para qué? Ya la tengo dura, ¡te voy a coger!
Macarena sonrió con malicia.
—No, pajeate.
—¿Estás loca? ¡Voy a cogerte! ¡Es lo que más deseo en el mundo en este momento!
—Ay, pero a mí me gusta cuando te pajeás… Me calienta más.
—Pero, vida, ¡te pagué para cogerte! Tengo derecho a…
—Pajeate, mi amor, pajeate. Daaaaaaleeee… ¡No sabés cómo me ponés cuando te pajeás conmigo!
Macarena torció levemente su cabeza y lo miró con expresión de cachorrito triste, y entonces Mikel no tuvo más chances de nada. Se tomó la pijita dura, lentamente, y le mironeó las piernas, los muslos mejor dicho, enmarcados entre la minifalda y las botas altas, y la pancita al aire, y luego los pechos y finalmente esa carita hermosa, angelical y bien de puta de su novia. Y empezó a masturbarse.
¡Fap fap fap fap!
—Mi amor, qué hermosa estás así vestida…
—Pajeate, cornudo… Así… Muy bien…
—¡No me digas cornudo, Macarena!
—¡Callate, cornudo, cállate y pajeate, no sabés cómo me calentás!
¡Fap fap fap fap!
—Esto está mal, Macarena… —fap fap fap fap—. Te cogen todos menos yo…
—Vos también me cogés, mi amor… Vos también…
—Yo no, Maca… —fap fap fap fap—. Yo me la paso pajeándome pensando en vos… —fap fap fap fap.
Macarena se acercó el medio paso que lo separaba de su novio y lo abrazó por el cuello. El perfume de ella emborrachó a Mikel, el perfume y el calor de su cuerpo cuando sus muslos lo tocaron, y sus pechos y brazos lo abrigaron.
—Esta es tu manera de cogerme, mi amor —Macarena se le metió en el cuello al chico con sus labios. ¡Fap fap fap fap! Para susurrarle:— Esta es tu manera, y es la que más que me gusta que me hagas…
—¡Síiii…! —fap fap fap fap— ¡Te estoy cogiendo, mi vida, te estoy cogiendo! —¡fap fap fap fap!
—Sí, cornudo, me estás cogiendo…
Y entonces Macarena lo besó en el cuello con premeditada lentitud.
Y Mikel no pudo más. ¡Fap fap fap fap!
—¡Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh…!
—Sí, cornudito, síiii…
—Ahhhhhhhhh ¡Hija de puta qué bien te siento…!
—Sentís tu mano, cornudo, a mí ni me tocaste…
—Ahhhhh, sí, sí, sí, Maca, sí… te toqué, mi amor, te toqué…
—Sí, cornudo, me cogiste… ¿viste qué vos también podías…?
Mikel terminó de terminar con breves espasmos de enfermo.
—No, en serio… te toqué, Maca… Con cada sacudida… mi mano tocaba tu pancita…
—Mi amor, sos un dulce. Me gusta que seas tan comprensivo con las exigencias de mis entrenadores.
Pero con la explosión consumada, Mikel se volvió a ver la mano toda enlechada y su novia todavía vestida para que se la coja cualquiera, y regresó del embrujo.
—Macarena, yo… ¡Yo quería cogerte! —se volvió a lamentar, frustrado, impotente, con su propia leche chorreando entre los dedos.
—Y me cogiste, mi amor, me cogiste…
—Pero yo…
Macarena se alejó un paso de su novio y lo rodeó para quedar del otro lado, lista para irse.
—Ahora volvé con papá… Yo voy a ir con esta plata a Tore y ver si él quiere… Ay, me hiciste calentar, mi amor, y tengo ganas de pija… me refiero… a una pija de verdad…
—¡Maca!
—Andá, mi amor, andá… Sé un buen cornudo.



DIÁLOGO DE HOMBRE A HOMBRE ENTRE PADRE E HIJO

—Vos conocés a Macarena, papá. Viste lo linda que es.
—Sí, es preciosa. Educada, tímida, pudorosa… ¡Es la novia perfecta para vos!
—Sí, demasiado pudorosa. Viste que te conté que nunca me dejaba… Ya sabés… avanzar. Que tenía miedo, que no era el momento, que yo la quería usar, que ella no era una puta…
—Es porque es de buena familia, Mikel, el tipo de mujer para casarse. Cuidala, ¡esa chica es una joya!
—Y lo hago, papá. Le doy todos los gustos. No le digo que no a nada. Y me está funcionando. Porque ya cedió a mi… ímpetu sexual, no sé si me entendés…
—Claro que te entiendo. Yo también fui un semental salvaje a tu edad.
—¡Y ahora está como enloquecida! Aprovecha cada momento que estamos solos para buscarme.
—¡Ese es mi hijo!
—El problema es que… emmm… yo no quiero que mi huracán sexual le arruine los logros en hockey, y la posibilidad de que la bequen en la universidad o más adelante integre la selección nacional.
—Ella te lo va a agradecer en el futuro, hijo.
—Es por eso que… emmm… lo hacemos una vez por mes, por cinco minutos…
—¿Una vez por…? ¡¡¿¿Cinco minutos??!!
—S-sí…
—Hijo, eres realmente afortunado. Dios quisiera que tu madre me diera cinco minutos por mes.
—Pero es distinto, ustedes están casados desde hace años…
—¡Hablo de cuando éramos novios! Hoy apenas me lo permite una vez al año, los 14 de Agosto.
—¿El aniversario de casados?
—Bueno, no… Es… Es otro tipo de aniversario… emmm... Pero no nos desviemos de tus logros sexuales, hijo. ¿Cuándo fue la última vez que esa afortunada disfrutó de tu virilidad desenfrenada?
—Anoche. Ella estaba en una esquina… emmm… estaba en una fiesta de disfraces…
—¿Una fiesta de disfraces en plena calle? ¡Qué original!
—Sí… emmm… algo así…
—¿Y de qué estaba disfrazada? ¿De Hello Kitty? ¿De conejito? ¿De monja?
—No, bueno… no sé bien de qué… ¿Cómo te lo explico…? Estaba disfrazada de… de mujer de negocios… de negocios en el área de marketing… más precisamente en ventas… emmm… cuya mercadería está estoqueada en ella misma y con un depósito y logística propia que lleva a todos lados.
—¡Ah, de puta! ¡Estaba disfrazada de puta!
—Bueno, sí. Quizá técnicamente podríamos decir que sí.
—No te turbes, hijo. Es perfectamente normal. Los ricos se disfrazan de mendigos, y las pobres de princesas. Las mujeres más honestas y fieles también buscan sus opuestos y en esas fiestas siempre se disfrazan de putas.
—¿M-mamá también?
—¡Siempre! A cada fiesta de disfraces iba más y más puta. Como si todo lo que le decían los hombres la alentara a vestirse más puta a la siguiente fiesta. Yo creo que cuanto más virtuosas son, más putas se disfrazan.
Mikel pensó que entonces su novia Macarena debía ser la chica más proba y moral de toda Sudamérica.
—¿Y se… disfrazaba seguido…?
—¡Todo el tiempo! Conmigo fue solo a las primeras dos o tres fiestas. Pero después empezó a ir a otras… Ya sabés… Que una despedida, que una fiesta del trabajo, el cierre de fin de año… Te imaginás… Tu madre salía vestida de puta de esta casa casi todos los fines de semana, mientras yo te cuidaba. Porque vos eras muy chiquito. Yo ya no le preguntaba nada. La veía ponerse minifaldas escandalosas, botas altísimas, maquillarse como una hora… Yo la miraba y le decía: “¿Otra fiesta de disfraces?” Y ella se reía y me miraba como si fuera un nene. “Sí, mi amor, sí —me decía—. Otra fiesta de disfraces.” Y se iba a las doce o a la una de la madrugada. La pasaba a buscar su amiga en el auto, una amiga que se ve que cambiaba de autos como de novios porque siempre venía a buscarla en un auto distinto.
—¡No seas crédulo, papá! ¿Cómo alguien va a cambiar de auto tan seguido?
—Tenés razón, hijo. Ahora que lo decís lo veo bien claro.
—¡Eran distintas amigas!
—Obviamente.
—Bueno, la cuestión es que la agarré a Macarena en esa esquina y me la recontra cogí.
—¡Mikel!
—Es que fue así. Me eché dos polvos en media hora.
—¡Ese es mi hijo!
—Mirá si habré sido un animal en celo para cogérmela que en el segundo polvo me rogaba que no se la ponga, que solo me pajeara.
—Es que a esa clase de chicas no le gusta mucho el sexo. A veces hasta tienen miedo de que las lastimen. Hijo, vas a tener que acostumbrarte a ser paciente.
—Sí, papá. ¡Eso es exactamente lo que me pidió! ¡Qué clara la tenés!
—Son años de experiencia con las mujeres, hijo.
—En un momento mi sexualidad animal y salvaje le ganó al a caballerosidad y le hice ver las estrellas.
—¿?
—Así me dijo, papá: “Sos un animal, Mikel, me hiciste ver las estrellas”
—Estoy orgulloso de vos. De tal palo, tal astilla.
—Sí, lástima que no voy a poder ir hoy… o sea, a la próxima fiesta de disfraces…
—¿Por qué? ¿No me dijiste que era en la calle?
—Tengo que pagar 800 para entrarle… a la fiesta.
—¡Es un precio abusivo!
—Sí, y lamento no poder ir otra vez.
—¿Dónde es esa fiesta?
—En… en el Barrio Rojo…
—¿El Barrio Rojo? ¿No es así como llaman a la calle de las putas?
—Sí, papá.
—¿Y tu novia está allí, en la calle de las putas, vestida de puta?
—¡No, por supuesto que no! Solo disfrazada de puta.
—Podríamos ir esta noche a ver. Total, mamá no va a estar. Tiene otra de sus habituales fiestas en las que también va disfrazada de puta.
—No, papá, no vale la pena —Mikel adivinó una segunda intención en el pedido de su padre—. Además, las fiestas de disfraces a las que va mamá no son en las calle…
—Oh… —el papá de Mikel pareció desencantado. Sacudió afirmativamente la cabeza y propuso—. Bueno, en ese caso, nos quedaremos en casa mirando una buena película.
—Sí, papá. Me acabo de bajar La Dama del Autobús.
—Excelente, hijo. Esta noche tenemos la diversión asegurada.

FIN

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Junior (03)

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JUNIOR — Episodio 03
(VERSIÓN 1.1)

por Rebelde Buey



Sábado 20. Mediodía.

El aroma del café recién servido se mezclaba con los últimos olores del pastel de papa que ya Lisa retiraba de la mesa. Había sido un almuerzo delicioso, con comida casera y villancicos en la radio. La charla resultó animada y el espíritu navideño parecía llenarlo todo o, al menos, parecía llenarla a Brenda en el corazón.
Por la mañana ella y su marido habían ido a comprar ropa de bebé para Junior, que ahora dormitaba en su habitación de arriba, en la cuna.
Jimmy se había mostrado muy molesto —casi escandalizado— porque su mujer había tenido que meter todo el vergón de Junior en su boca para que el pequeñín descargara su habitual litro de leche y no le enchastrara la cara y los cabellos. Brenda le explicó, y él lo sabía porque ya lo había comprobado desde su llegada, que el pequeño e inocente bebé, además de una malformación por la que padecía un miembro de caballo, tenía repentinas y constantes inflamaciones genitales. El pitito —que más bien era, como decía Jimmy, un terrible pijón negro de proporciones inhumanas— se le hinchaba hasta alcanzar el tamaño y el ancho de un brazo, y los huevitos, pobrecito, encima que eran enormes, casi como pelotas de tenis, se le endurecían y se le cargaban de leche que de seguro le hacía doler.
También le explicó Brenda a su escéptico marido que, como buena madre, debía aliviarlo. Simplemente no lo podía ver sufrir. Brenda la pasaba mal cuando Junior gemía con el vergón a punto de explotar, y ella, le dijo a Jimmy, haría cualquier cosa para que su hijo no sufra.
—No es justo —se quejó el hombre de la casa, ahora junto a su esposa, que acostaba a Junior—. A mí nunca me… me has hecho… ya sabes… —se quedó, y como Brenda no daba señas de entender, agregó por lo bajo— sexo oral… —y luego más fuerte— Y a este bebé… No hace 24 horas que está en casa y ya le hiciste tres pajas y una mamada de…
La bofetada le movió a Jimmy hasta las muelas.
—¿Cómo te atreves…?
Jimmy se tomó sorprendido el rostro, que le ardía. Nadie en esa casa levantaba la mano. Vio a Brenda y era el rostro de la indignación hecha persona.
—¡Quiero que te disculpes, Jimmy! ¡Quiero que te disculpes ya mismo porque tú sabes muy bien que yo no hago esas cosas! —Brenda agachó la cabeza, su rostro se ensombreció por la congoja, pero como buena madre que era, no se desentendió de su hijo adoptivo y lo tapó con una manta. Luego agregó con voz muy grave—. Esas cosas las hacen las prostitutas… no la madre de tus hijos, por Dios santo…
—Lo siento… Lo siento, querida, yo…
El pequeño Junior se removió inquieto en su cuna y la manta se le corrió y expuso el pijón negro y desnudo otra vez.
—Si no eres capaz de distinguir que lo que yo hago es un acto de amor de madre…—agregó Brenda mientras tomaba la gruesa y negra verga de Junior y la sobaba arriba y abajo casi casi por puro reflejo— …entonces no sé con quién he estado casada todos estos años…
—Lo siento, lo siento, cariño, no tengo excusa… ¡Soy un monstruo! —Brenda se echó a llorisquear—. Oh, por favor, no llores, amor… sabes que no soporto verte llorar… Te juro que no volveré a comportarme como un patán… —Brenda sintió los brazos de su esposo rodearla y aflojó su llantito—. Pero tampoco es correcto que malcríes así al niño, sobándole la pija y tragándote toda la leche cada vez que le duele algo… aun cuando sea un acto de… amor… No sé, hazlo con guantes, o unas pinzas… lo vas a convertir en un chiquillo malcriado…
—Está bien, tienes razón… Me controlaré…

El aroma del café regreso al presente a Brenda, que suspiró sonoramente recordando el vergón del pequeño Junior. Lisa ya había levantado la mesa y la esperaban todos los trastos para lavar. Se hallaban en la sala de estar, Jimmy con un brandy y ella con el pocillo en sus manos.
—Lisa, ve a revisar que tu hermanito esté durmiendo y bien tapado.
—No es mi hermanito, mamá. Todavía no lo adoptamos.
—¿Acaso la única de espíritu cristiano en esa casa soy yo?
—No, mami, yo quiero un hermanito. Y quiero a Junior, es negro y tiene una cosa muy pero muy grande entre las piernas, como el reverendo Cockwell, por eso me gusta…
—¿Qué? ¿Cómo sabes que…? ¿Qué estás diciendo, Lisa…?
Pero ya la hija estaba subiendo las escaleras. Brenda intervino rápidamente.
—Ha de haber visto al reverendo Cockwell en slip de baño, como lo vimos todos… en aquel picnic que organizó la iglesia…
Jimmy se tranquilizó un poco. Él también había notado el tamaño del reverendo; de hecho, había sido tema de conversación entre él y Brenda durante horas, incluso a la noche, justamente una de las pocas noches en que habían hecho algo, y lo recordaba porque esa noche su mujer había estado con inusuales ganas, como si estuviera por demás excitada, nunca supo bien por qué.
—De todos modos, Lisa tiene razón. Junior no es su hermano, así como tampoco es tu hijo.
—Creí que ibas a apoyarme.
—Y lo haré. Pero no quiero que te ilusiones y luego sufras. Lo más probable es que un juez nos lo saque hasta ver qué resuelven con él —explicó Jimmy sin poder imaginar que si un juez echaba mano del expediente de Junior, lo devolvería a la prisión de máxima seguridad de la que había escapado.
—¡Mamá! —se escuchó gritar a Lisa. Brenda y Jimmy saltaron de sus sillones—. ¡Mamá, ven aquí rápido, es Junior!
—¡Oh, Dios santo! ¿Qué le pasa a mi pequeño?
Brenda y Jimmy subieron escalones de tres en tres.
—¡Mamá, sube ahora…! ¡No, Junior! ¡Ju…mmmgggffffhhh…!
Entraron a la habitación y vieron que el pequeño Junior tenía tomada a su hermanita adoptiva de las dos colas del cabello, y procuraba empujarle la cabeza hacia sí. El pañal se le había corrido, como siempre, y el vergón grueso y venoso florecía entre sus piernas y se le acercaba peligrosamente a la cara de la niña. Lisa se resistía, tirándose hacia atrás. Para oponerse el acoso, la pequeña había tomado el monstruoso pijón con sus dos manos y lo empujaba al negro para atrás. El efecto era el inverso al buscado, porque ella empujaba para atrás y Junior para adelante, lo que resultaba un movimiento masturbatorio forzado.
—¡Junior, no! —gritó Jimmy.
—¡Lisa! —la retó la madre—. ¡No discrimines a tu hermanito, es solo un pequeño que quiere aliviarse.
Junior, en el aire, tironeaba con fuerza y brío el escote de Lisa. La pequeña aún conservaba la ropa de haber dormido, un camisolín transparente que le dejaba ver todo, muy muy corto y escotado, sin corpiño debajo, tan solo una tanguita bordó enterrada entre las nalgas de ese culazo perfecto. Uno de los pechos de la niña se había salido por la mitad y el negro se lo estrujaba inflándole el pezón gomoso.
—¡Es que yo no sé cómo hacerlo, mami! ¡Creo que quiere metérmelo en la boca!
Brenda recordó con nostalgia el incidente en el vestidor de Sears, esa mañana, dio un paso adelante y fue a auxiliar a su hija. Tomó a su bebé de la cintura con decisión y en seguida fue a agarrarlo de la verga. Se estremeció con el calor y el latir de esa pija que ya estaba totalmente empalmada.
—¡Brenda, quedamos en que te ibas a controlar!
—¡Lo haré, cariño, pero estoy ayudando a tu hija! ¡Ve abajo a lavar los platos, yo me encargo de esta pequeña emergencia inflamatoria!
—¿Pequeña? ¡Es casi tan grande y gruesa como mi brazo!
—Más grande, mi amor… —suspiró—. Más grande…
En medio del forcejeo, Brenda aprovechó un instante de distracción de su bebé y lo tomó de la verga, lo cargó sobre sí, y la otra mano fue a hacerle copa a los testículos. Junior se calmó un instante, pero enseguida comenzó a forcejear con ella, pero al menos su hija estaba ahora a salvo.
Junior buscó con la boca los pezones de su madre, como para alimentarse. Le recorrió el escote con su lengua hasta que uno de los pechos sobresalió un poco. Brenda continuaba tomándolo de la pija y suspirando.
“Vas a volver a tragar pija, putón”, pensó Junior metiéndose el pezón grande de Brenda en la boca.
—Lisa, quiero que veas cómo lo hago. Quizá algún día yo no esté en casa y deberás aliviar a tu hermanito.
—¡No quiero, mamá! ¡Esa cosa negra y gigante me da miedo! ¡Tiene muchas venas y late, no quiero!
Jimmy, que no terminaba de irse, terció:
—Lisa tiene razón. No creo aconsejable que nuestra hija…. Emmmm… alivie los dolores de ese terrible pedazo de verga negra…
—¡Debería darte vergüenza, Jimmy…! ¿Es eso lo que quieres enseñarle a nuestra hija? ¿A discriminar por el color? —Brenda ya había acomodado a Junior en sus brazos y el negro ahora le tomaba un pecho gigante y se llenaba la boca con él. Y ella, muy amorosamente, agitaba arriba y abajo el vergón grueso para aliviarlo—. Un hombre blanco o un hombre negro son iguales.

—Iguales… iguales… —rumiaba Jimmy bajando las escaleras—. ¡Qué iguales ni qué demonios, la tienen ocho veces más grande que nosotros!
Llegó a la cocina y comenzó a lavar la vajilla y a enchastrarse con el agua con detergente. “¡Mierda!”, exclamó, y se puso un delantal de Brenda, floreado, rosa y muy corto. Maldijo otra vez su suerte. Mientras él estaba allí haciendo el trabajo de una mujer, su esposa estaba arriba sobando y agitando el vergón de caballo de ese pequeño negro, y tal vez enseñándole a su hija a hacer lo mismo. Al menos, se consoló, lo estaría haciendo con guantes, como ella le había prometido.
Apuró la friega y en un rato dejó todo reluciente. No sabía por qué, pero no quería dejar a su esposa mucho tiempo a solas con aquel desconocido bebé.
Ni se acordó de quitarse el delantal floreado. Así como estaba subió y abrió la puerta de la habitación y casi se cae de bruces con lo que se encontró.
La buena noticia era que su mujer no estaba pajeando a Junior.
Las malas eran que Junior yacía sobre el piso, boca arriba, y con la formidable erección de siempre. Brenda estaba arrodillada en sentido contrario, a horcajadas sobre el torso del bebé, tragando verga como una puta de callejón. Estaban como en un 69, solo que Junior era tan pequeño que su cabeza quedaba a la altura de los gigantescos pechos de su esposa. Para chuparlo mejor, Brenda tenía apoyados los dos codos en el piso y tomaba el vergón con sus dos manos, masajeándolo abajo y arriba mientras la pija aparecía y desaparecía de su boca.
—¡Brenda, no! ¡No otra vez!
Y lo peor era que Lisa ayudaba. Las piernitas del prófugo de la cárcel del condado devenido bebé quedaban libres y la niña se había sumergido allí abajo y engullía los testículos con un hambre como si no hubiese almorzado nada.
—Mmmfffggghhh… —le respondieron sus mujeres a coro.
Jimmy se acercó tomándose los cabellos. Ahora veía mejor. Brenda tenía toda la cara enchastrada de saliva pegajosa y quién sabe qué más, que le goteaba por la barbilla. Lisa también tenía la cara transpirada y le chorreaba saliva de los labios, esos labios que tragaban los huevotes del bebé.
—¡Por amor de Dios, Brenda! Me dijiste que ibas a tratar de…
Brenda, agitada, jadeante, se quitó la gruesa verga de la boca, se corrió el cabello transpirado de los ojos y miró a su marido.
—Ya sé… Ya sé, mi amor… perdóname… Perdóname pero es que… el pobrecito… —Brenda miró el vergón con devoción y suspiró sonoramente—. Oh, Dios… qué pedazo de verg… —y abrió la boca bien grande y se lanzó otra vez a tragarse esa pija que la necesitaba.
Jimmy sintió la urgente necesidad de cambiar el tema
—¡Oh, Brenda, mira a tu hija! ¿Cómo permitiste que Lisa…?
—Quédate tranquilo, cariño, que no la dejé tragar verga como ella quería.
—¿Como ella quería…? ¡Brenda, eras tú la que quería!
Lisa se quitó los testículos gordos y rugosos de la boca con un sonido a corcho de botellón.
—Mami me dijo que tengo que aprender todo lo que ella sabe por si un día ella no está y Junior tiene… esa pequeñita inflamacioncita…
Y otra vez a la entrepierna y a seguir tragando los huevos del negro.
Mientras tanto Junior tenía tomada a su mami adoptiva de los pezones, los que estiraba y retorcía como si fuera con maldad, mientras le chupaba las ubres llenas. Brenda, a su vez, se estaba tragando media pija completa, lo que ya de por sí era mucho más que una pija grande normal. Jimmy se arrodilló junto a ella, la felación a veinte centímetros de sus ojos.
—Oh, por Dios, Brenda, no te puede entrar todo eso en la boca…
Pero le entraba. Jimmy vio la voluntad de su mujer. La cara roja. Las lágrimas que le saltaban por el esfuerzo. Calculó que el glande del negro le estaría tocando la campanilla y deseó que eso se terminara de una vez.
Junior retorció aun más los pezones de Brenda y gimió un muy sonoro “Oghhh…”, tan grave que pareció que el bebé se hubiera fumado una docena de habanos. Jimmy vio al niño tensarse, subir la pelvis y clavar aún más su verga en la garganta de su esposa. Vio los huevos duros, brillosos cada vez que su hija los liberaba para respirar, y vio la leche latiguear la pija que tragaba su mujer.
El lechazo llegó a la campanilla y atragantó a Brenda, que tosió y retiró su cabeza unos centímetros. “¡Tragá, puta, tragala toda!” Hubo un segundo lechazo y la guasca comenzó a salir a borbotones por la comisura de los labios. Brenda no dejaba de pajear extasiada esa verga de burro, y el tercer y cuarto lechazos se los tragó completos y con orgullo de madre.
—¡Oh, Brenda, por favor, no te la tragues toda!
Los ruegos de Jimmy se escucharon porque el quinto escupitajo de semen le dio a su esposa en pleno rostro.
—Lo siento, cariño, es que mi bebé estaba sufriendo —se lamentó Brenda quitándose el semen de los ojos y relamiéndose con la lengua todo el que tenía en los labios y trompa.
Lisa miraba atónita. Había dejado de chuparle los huevos y había puesto sin querer su mano toda alrededor de la base de la verga, sosteniéndose. Los chorros de leche que se le habían escapado a su mami caían sobre su mano y ahora ella estaba enchastrada también. Se llevó la mano a la boca, mientras el terrible vergón de Junior daba sus últimos estertores.
Jimmy no paraba de alarmarse.
—Lisa, hijita, no es necesario que hagas eso…
Lisa se limpió uno a uno sus dedos embadurnados del semen del negro y solo al terminar exclamó contenta.
—Quiero ser una buena hermanita cuando lo adopten, papi.
En un minuto no quedaba ni una gota de leche; del enchastre que había hecho ese pedazo de verga, las mujeres lo habían limpiado todo. Brenda, ya con las pulsaciones normalizadas, tomó a su bebé con una mano de los huevos y con la otra tomó y apretó desde la base y fue subiendo su presión hasta el glande, escurriendo el vergón por dentro. De la punta de la cabeza asomó un último borbotón que engulló con hambre, recorriendo con su lengua todo el glande.




Sábado 20. Noche.

Era ya de noche, y aunque la navidad llegaba en dos días, no hacía frio siquiera afuera. California, claro.
Las casas en ese barrio de clase media blanca eran todas iguales, calle tras calle. Se diferenciaban por las plantas al frente y por el color de los sillones en el porche de adelante. El de la casa de la familia de Jimmy estaba forrado con cuero blanco con una raya negra bien ancha que se metía en el medio como una cuña. Brandon y Lisa se mecían tontamente pues era de esos sillones hamaca. Brandon estaba nervioso, quizá por eso se mecía.
—Vamos, Lisa, nadie se enterará. Estarás de regreso en tu habitación antes de que tus padres despierten en la mañana.
Lisa se tomó el ruedo de su pollera amplia y tableada para disimular su incomodidad. Era corta la falda, y cuando se cruzaba de piernas, como ahora, se le veía la liga y el portaligas que se había puesto para ver cómo le quedaba. La blusa de arriba era color tiza con detalles violetas, y hacia juego con la lencería también violeta y con puntillitas que llevaba debajo.
—No voy a ir a esa fiesta. No voy a desobedecer a mis padres, ni escaparme de noche… ¡Y mucho menos voy a hacer eso que quieres que haga contigo!
—¿Qué cosa? ¡Yo sólo quiero ir a la fiesta!
—¡Como si no supiera cuáles son tus intenciones! Ya me lo advirtieron mamá y papá.
—Bueno, no estaría mal hacer algo más que unos simples besos, mi amor. Hace ya tres años que somos novios y…
—¡Brandon, no empieces otra vez! ¡Te dije mil veces que no voy a hacer nada hasta que me case! Ya me advirtió el reverendo Cockwell cómo son los chicos con estas cosas, una vez que yo te dé lo que quieres, ya no valdré nada para el casamiento.
—Pero mi amor, ¿cómo puedes pensar eso? Yo te amo, nunca te dejaría. Además, no digo que vayamos a hacer todo, pero al menos avanzar un poquito más, no sé… Mis amigos…
—No voy a tocarte o… besarte ahí donde tú quieres… ¡Por el Señor, en lo único que piensas es en esas asquerosidades! —Tomó aire como para increparlo severamente, pero ahogó el gesto y enseguida se encogió de hombros y escondió la vista— Oh, me haces sentir tan sucia a veces…
—Lisa, mi amor, no te sientas así. Es que hace mucho que salimos y apenas si me dejas tocarte los muslos y…
Brandon se estaba frustrando hasta el punto de impotencia. Fue un alivio que en ese momento interrumpiera su futura suegra Brenda, en delantal de cocina y espumadera en mano.
—¡Lisa! (Hola, Brandon) Hazme un favor y ayúdame con Junior, que yo estoy cocinando.
—Sí, mami.
—Ve arriba y báñalo, por favor, que ya casi está la cena.
—Sí, mami.
Brenda se fue y Lisa y Brandon se pusieron de pie.
—¿Junior? ¿Quién es Junior?
—Mi nuevo hermanito. Mamá lo adoptó ayer, es re lindo y buenito. ¿Quieres conocerlo?

Brandon juraría que allí había algo raro. Tenía el tamaño de un bebé, era calvo como un bebé. Iba desnudo como un bebé. Pero por Dios, el tamaño de sus huevos y esa gruesa lonja de carne oscura que pendulaba como una corbata de payaso… decididamente no parecían de bebé. Aunque podía ser también la sombra en el mentón, como si fuera una barba rasurada en la mañana.
No, lo que realmente inquietó al muchacho no fue todo aquello sino algo peor. Fue la mirada libidinosa, quizá una lujuria enferma, cuando Lisa lo tomó de la cintura y del vergón, como si tal cosa. Fue la mirada y fueron esos ojos andados, vividos, esos que más parecían los de un hombre que de un niño abandonado.
—¡Lisa! ¿Tienes que tomarlo de allí para cargarlo?
—Es lo que me enseñó mamá —Así de la verga como lo tenía tomado, Lisa llevó a su hermanito a la bañera rebosante de agua caliente, vapores y espuma. Y un patito de hule amarillo flotando en el medio—. Dice que es la parte más fuerte de Junior. Especialmente cuando se le endurece.
—Cuándo se le… ¿¿Qué??
Lisa metió a Junior al agua. ¡Splashhh…!
—A los bebés se les endurece el… pitito… cuando los amamantan o cuando los bañan… Pero Junior es especial: se le endurece todo el tiempo —Cuando Lisa depositó al pequeño dentro de la bañera, la inclinación de su cuerpo agrandaron el escote y los pechos de la niña se sobresalieron un poco. Junior, como siempre, manoteó sobre el escote con la lengua afuera y gimiendo con hambre. Y con la pija dura—. ¿Ves? Ya se le está endureciendo.
—¡Por Dios, no para de crecerle!
—Sí, cuando sea grande seguro será basquetbolista. Pero por ahora solo comenzó a crecer por acá.
—¿No puede….? ¿No puede… ¡glup! … bañarlo tu mamá…?
Junior ya forcejeaba como hacía siempre. Con las manitas ocupadas en la cintura y el vergón del negro, Lisa no tenía cómo defenderse del pequeño. Junior le manoteaba los pechos, y le acercaba la boca, queriendo amamantarse. Lisa se movía de un lado a otro pero las manos del negro eran veloces. En un instante, el primer botón de la camisola voló por el aire y el corpiño violeta oscuro con elegante puntilla quedo a la vista. Los pechos de Lisa no eran gordos y desbordados como los de su madre pero eran redondos, infladitos, duros y bien firmes. Junior se abalanzó sobre éstos como un enajenado.
—¡Junior, no! —gritó Lisa—. ¡Brandon, ayúdame!
Brandon estaba a su lado, inmóvil, todavía sorprendido por el tremendo tamaño del vergón negro, que por increíble que pareciera, seguía creciendo.
—¡No-no sé qué hacer! ¡Y no lo voy a agarrar de “ahí”!
Lisa no podía soltar a su hermanito de la cintura porque de ese modo se le caería al piso. Podía soltarlo de la verga, pero en el forcejeo, la verga se movía para arriba y abajo dentro de la piel que contenía. No podía soltarlo, era como una fascinación táctil. Junior ya hociqueaba dentro del corpiño y con la lengua le recorrió el borde de uno de los pezones. Una electricidad candente le estremeció todo el cuerpo a la niña.
—Ohhhhhhhhhhh… —jadeó Lisa.
—Mi amor, ¿qué te sucede?
Lisa alejó a Junior todo lo que pudo, mientras el pequeño pataleaba y tiraba manotazos hacia los pechos. Uno de los piecitos le rasgó la falda y se le enganchó en la bombachita, y el tironeo la estiró hacia abajo.
—¡Este chico está muerto de hambre! Ve a llamar a mamá, ¡rápido!

En la cocina, Brenda ya retiraba una fuente humeante del horno y la apoyaba sobre la mesada. Jimmy había corrido el pan para hacerle lugar.
—No lo estoy consintiendo demasiado. Es mi hijo. Y me necesita como madre.
—¡Es que ya es demasiado! Hoy ya los haz… aliviado cuatro veces: en la tienda de ropa para bebés, al mediodía después de comer, a la tarde mientras yo dormía la siesta y luego a la hora de la merienda… ¡Ese chico vive necesitando que lo descargues!
Brenda suspiró con el corazón acelerado y los pechos se le hincharon más.
—Ay, sí… No quiero pensar cuando sea grande…
—¿Y era necesario aliviarlo siempre con la boca? ¡Te tragaste hasta la última gota cada una de las veces! ¡No entiendo cómo no te da asco!
—Es nuestro hijo, por Dios santo! ¿Acaso te daba asco limpiarle la cola a Lisa cuando aún no sabía ir al baño sola?
—No, pero… pero es que… pero esto es… ¡Oh, diablos!
Brandon entró a la cocina como una tromba.
—¿Y ahora qué? —se fastidió Jimmy.
—Dice Lisa que Junior tiene hambre. ¡Y mucha!

Entraron al baño de arriba y Jimmy sintió como un deja-vu del medio día, solo que con su hijita Lisa.
Junior estaba sentado dentro de la bañera llena de agua, con su cofia puesta. Sus manitos sostenían la cabeza de Lisa, que se sumergía en su entrepierna, bajo el agua. Porque Lisa también estaba metida en la bañera, arrodillada, con toda su ropa empapada y su trasero en punta y la tanguita violeta oscuro con puntillas corrida, medio bajada, estirada entre sus muslos.
—¡Oh, por Cristo! —exclamó Brandon.
Junior tomó con fuerza los cabellos de Lisa y la sacó del agua, que le chorreó a la niña por toda la cara. Los cabellos le caían sobre la frente, las pestañas se le plancharon a los párpados como arañas aplastadas. Había algo lechoso fileteándole las mejillas, quizá jabón. Del agua asomaba una buena parte del vergón del negro. El glande, gordo como un puño, y el cuello arremangado de piel. Parecía una boya flotando en el agua. Los pechos de Lisa se le apoyaban, y el glande los aguijoneaba y los hundía como globos bien inflados. Los pezones rosados y gomosos como chupetones estaban a merced de ese glande, que los chocaba una y otra vez. La ropa se había transparentado, con lo que se veía todo, pero además, una de las copas del corpiño se había corrido y el pezón lucía duro y firme, jugueteando sin querer con el glande del negro.
Las mejillas de Lisa estaban rojas e hinchadas, dispuestas a tomar una desesperada bocanada de aire.
Junior sonrió, volvió a imprimirle fuerza a sus manitos y volvió a hundir la cabeza de la pequeña en su entrepierna.
Brandon notó, con un dejo de dolor, que su novia abrió bien grande la boca justo antes de sumergirse.
Jimmy reclamó:
—¡Brenda, haz algo!
Brenda se despertó de la ensoñación y fue junto a su hija, junto al trasero de su hija en realidad. En medio del chapoteo con el que Junior sometía a su princesita para que tragara verga gruesa y venosa, Brenda llevó sus manos a los muslos de Lisa y los recorrió hasta llegar a la tanguita. Y la recolocó, adecentándola.
—¡Listo! —dijo Brenda—. El pícaro de Brandon estaba espiando.
Brandon se coloreó cual brasa al viento porque, efectivamente, estaba mirando. Solo rogaba ahora que su suegra no notara su pequeña erección.
Junior volvió a sacar a Lisa de su entrepierna. La niña tomó aire otra vez, con un hipo de vida. Además del agua y el jabón, también le chorreaban lágrimas y un hilo de mucosa, porque Junior le hundía su cabeza más y más fuerte, y el glande del pequeño inocente se le incrustaba hasta el fondo de la garganta.
—¡Mamá, ayúdame por favor! —pidió Lisa con el poco aliento que le quedaba—. Junior es muy fuerte para sacármelo de encimagggghhhmmmffff…
La cabeza de Lisa volvió a sumergirse, con Junior tomándola siempre de los cabellos. Parecía que esta vez la hundía más que antes, y entonces Brenda, como madre, fue a poner orden entre hermanos.
Primero procuró liberar a su hija de aquel sometimiento, pero el pequeño Junior parecía tener la fuerza de un malviviente de 34 años, que hubiera caído preso, escapado de la cárcel y encontrado en esa casa y confundido por un bebé, y no había forma de arrancársela del vergón. Entonces fue y metió medio cuerpo en la bañera y fue a compartir la felación del mástil negro.
El agua se desbordó y los dos cornudos saltaron hacia atrás.
—Brenda, ¿qué estás haciendo?
—Estoy ayudando a Lisa. Quizá de esta forma Junior la suelte.
Pero la cosa no estaba tan fácil. Por más que Junior la tuviera tomada de los cabellos, lo cierto es que Lisa debía tomar el vergón con sus dos manitos para no irse de narices al fondo de la bañera. Cuando Brenda se sumó a la felación del machete de carne, metió una mano bajo el agua y comenzó a sobarle los testículos al pequeño. El agua había bajado por el desborde, y ya no había que sumergir la cabeza, así que Junior aflojó la presión. Pero Lisa igualmente no soltaba la pija, seguía tomándolo con su manos y llenándose el buche con toda la carne gomosa del negro. Brenda hacía lo propio y en un instante las dos mujeres lo felaban, una de cada lado, una hacia abajo y luego arriba mientras la otra paladeaba el camino inverso.
El agua seguía escurriendo y ya la orgía quedaba desnuda.
—¡Lisa, ya puedes soltar a tu hermanito! Ya mami te está ayudando.
Pero Lisa no oía, seguía pajeando con sus manos y chupando verga hasta la garganta.
—¡Lisa, mi amor, deja de chupar ese tremendo pedazo de pija, por el amor de Dios!
La invocación del Señor hizo que Lisa dejara de cabecear y levantara el rostro hacia su novio, jadeando. Un gotón de saliva y leche se le escurrió por la barbilla.
—¿Eh…? Oh, sí, sí, yo no quiero hacer esto, Brandon… —pero seguía pajeando, sobando arriba y abajo la negra verga—. Llama a mamá, dile que venga que Junior quiere aliviarse.
Y siguió mamando pija a cabezazos.
—¡Por Dios, Lisa, tu madre está a tu lado! ¡Sus pechos están atrapando uno de tus brazos!
Fue cuando el pequeño Junior gruñó como un oso y se arqueó sobre sí mismo. La pija se le puso más dura, como de piedra, y por una fracción de segundo todos vieron cómo la verga se le hinchó aun más. Y se soltó.
Mandó el lechazo directo a los dos rostros que competían por su verga. Regó sus bocas, sus labios, sus ojos y las dos hermosas mujeres cerraron los ojos en un reflejo. Pero para el segundo lechazo ya abrían sus bocas. El tercero y cuarto lechazos se repartieron entre rostro y garganta, entre madre e hija.
La leche chorreaba y enchastraba las mejillas y morros, y bajaba por las barbillas de las dos desesperadas hembras.
—¡Junior, me ensuciaste toda! —se quejó Lisa, casi en un llanto, pero Brenda la tomó de los cabellos de la nuca y la hundió contra la pija de Junior.
—Lisa, sé una buena hermana y alivia al pequeño.
Lisa tuvo que abrir grande la boca o la pija le sacaba un ojo.
—¡Mi amor, no hagas eso con nuestra hija!
—¡Señora Brenda, por favor!
Lisa tenía casi medio vergón enterrado hasta la garganta. Mientras el negro le seguía soltando la leche, las lágrimas se le saltaban de sus ojos y chapoteaba con sus manos, ahogada de verga y leche, pero la pija del negro se le enterraba más. Tuvo que tragar todo o de otro modo se hubiese ahogado.
—Buena niña… —festejó muy feliz Brenda, y siguió ejerciendo presión sobre la cabeza de su hija para que no dejara de tragar verga.
Junior se agitó más, en sus últimos estertores, y Lisa finalmente tragó hasta la última gota.
—No es justo… —lloriqueaba Brandon.
La madre lo reprobó con la mirada.
—No seas perverso, Brandon, solo está aprendiendo a aliviar a una criaturita inocente —E inmediatamente descubrió la pequeña hinchazón en el pantalón de su marido. Dejó de empujar la nuca de Lisa contra la entrepierna del negro y fue a ocuparse amorosamente de Junior: le tomó el vergón desde la base, con las dos manos porque con una no lo podía rodear, y lo apretó arriba y abajo un par de veces para sacar los últimos chorros de leche.
—No voy a hacerme cargo de eso, Jimmy —le dijo Brenda, con la verga de Junior todavía en sus manos, y señaló con la mirada el bultito del cuerno—. Haz algo con eso antes de irnos a dormir, ya te dije que no quiero saber nada de sucio sexo mientras tenga que criar a mi pequeño.
—Brenda, mi amor… —dijo Jimmy enrojeciendo—. Me avergüenzas ante Brandon…
Pero Brandon no dijo nada, solo tragó saliva sin poder quitar los ojos de su novia, que aun agitaba y le daba los últimos chupones al negro y brilloso glande de aquel extraño bebé.


FIN - (episodio completo)


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- Un mini comic de Junior en castellano.
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Dame un Segundo - Capítulo 39

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Capítulo 39: La Charla

Por Rebelde Buey


Fue uno de esos fines de semana raros, de esos que sucedían una vez por año o menos. Cuando la casa de Tiffany quedaba sola.
Las primeras épocas, cuando algo así sucedía, era toda una revolución y utilizábamos la oportunidad para armar una fiesta con dos o tres parejas y varios machos, como expliqué alguna vez. Pero ahora había pasado algo de tiempo y la euforia partucienta había menguado un poco. La novedad ya había pasado, supongo, pero, además, las chicas estaban descubriendo que resultaba mucho mejor un desenfreno menor pero de mayor calidad.
Aquel no iba a ser un fin de semana completo pero tendrían todo el sábado y buena parte del domingo para ellos. Bueno, para ellos y algunos otros. Tiffany ya tenía todo más o menos organizado: estaría con Ezequiel hasta la media tarde del sábado, cuando caería Maurito, el primero de una pequeña lista de machos. Pero también quería hablar sobre lo que les estaba pasando. A ella y a él. Lo que había dicho Ash el día anterior en la estación de tren parecía razonable y hablar de temas delicados en medio de una situación de cuernos siempre la favorecía. No era enteramente manipulación, sino también protección. Protección de la pareja.
Ezequiel sabía de antemano que su novia no lo dejaría tocarla hasta el domingo por la tarde cuando se retirara el último de sus machitos. También calculaba que no podría siquiera subirse a la cama matrimonial de la madre. Esto lo excitaba, pero mimar a Tiffany en la camita de una plaza de ella lo calentaba de una manera morbosa e instantánea. La había visto a su novia coger con otros allí tantas veces que cada rincón del catre tenía un pedazo de historia. De excitante historia.
Esa tarde, la camita de Tiffany volvería a confirmar esa sentencia.
La rubia se recostó boca abajo lentamente, como disfrutando cada uno de sus perezosos movimientos. Le sonrió con la satisfacción de lo que sabía iba a suceder. Ezequiel se arrodilló en el suelo, junto a la cama, y estiró un brazo para acariciar esas piernas perfectas.
—Mmmm… —ronroneó Tiffany. Estaba en medias y minifalda, muslos desnudos y con una camisetita sin mangas.
—Te voy coger —anunció Ezequiel con lujuria.
La rubia lo miró con una sonrisa pícara y movió la cabeza negativamente.
—No, no, no… Hoy no te toca…
—¿Mañana, recién?
—Mañana… si es que te portás bien… —Tiffany cerró los ojos al sentir los labios de su novio sobre sus muslos, en un beso cálido y placentero.
—Bueno, entonces hoy a la noche, después de las 12.
—No, no, no… Esta noche dormís en esta camita, mi amor… solito.
Eze siguió besándola y acariciándola. Le levantó delicadamente la falda y la cola redonda y perfecta le llenó los ojos. Conocía los arreglos que había hecho Tiffany para pasar la noche con dos de sus amantes en la cama matrimonial de la otra habitación. Y tuvo una repentina erección.
—Te amo —le dijo entre lujurioso y romántico.
—Mmm… —volvió a ronronear Tiffany. Ezequiel le seguía besando las nalgas, se las mordía dulcemente, hurgaba con un dedo juguetón entre su sexo.
—Quiero cubrir todas tus necesidades, mi amor…
—Ya las cubrís, Eze… Ya las cubrís… —Tiff paró la cola apenas, para facilitar la tarea—. Y lo que no cubrís… no te preocupes… —sonrió—. Siempre hay alguien desinteresado dispuesto a… ¡Uhhhhhh….!
El dedo de Eze causaba sus efectos.
Tiffany abrió los ojos y giró su rostro hacia su novio.
—Mi amor —le dijo—. ¿Y a vos quién te cubre las necesidades?
Ezequiel se detuvo: —¿Eh?
—Las necesidades que yo no puedo cubrir…
Ezequiel dejó de besarla pero siguió acariciándole amorosamente la cola.
—Vos cubrís todo…. ¿De qué hablás?
—¿Nunca tuviste ganas de estar con otra chica? Así como yo estoy con otros…
—No. Sabés que no.
—¿Nunca fantaseaste con… digamos… Cherry… o alguna otra…?
—¿Vamos a hablar de Cherry ahora? ¿Vamos a pelearnos otra vez en medio de este fin de semana que planeamos?
—No, no nos vamos a pelear. Pero lo que ayer dijo Ash tiene sentido… Algo nos pasa, ¿no?
—Sí, supongo… ¿Pero tenemos que hablarlo ahora?
—Yo estuve pensando… y creo que sé lo que me pasa a mí… Pero no sé a vos… Pienso que podés desear a otra chica… es algo normal…. Y por ahí Cherry te despierta alguna fantasía…
—No, mi amor. Cherry está buena, no te lo voy a negar, ¡pero al lado tuyo es un bicho canasto!
Tiffany rió complacida y, quizás, aliviada.
—¿No te gusta ninguna chica? No te creo.
—Claro que me gustan otras chicas. No soy de hielo. Está lleno de chicas lindas, pero… Nada. Jamás haría nada con ninguna.
—¿Nunca te despertó nada Cherry? ¿Ni siquiera hace unos años?
—La verdad, nunca. Preferiría darle a Luana.
Tiffany abrió los ojos con sorpresa y se dio vuelta.
—¡Puto! —le dijo, y le pegó un almohadonazo mientras reía.
—¡Y bueno, vos me preguntaste, boluda!
—¿Le darías a Luana?
—No. No sé… O sea, no me imagino con nadie que no seas vos…
—Yo tampoco me imagino con nadie que no sea con vos… —sí, era Tiffany la que hablaba. Y sí, era muy sincera. Claro, no hablaba de la cama, sino de amor—. Yo puedo arreglar para que cojas una vez con Luana.
Había un brillo raro en la mirada de Tiffany, y Ezequiel la conocía demasiado para no saber de qué se trataba.
—Me estás probando, boluda… Te conozco.
Tiffany estalló en una carcajada, nerviosa.
—Y bueno, ¿querés que arregle o no?
—¡Andá a cagar!
—¡jajajaja!
—Lo más probable es que ni se me pare con otra. Nada más que de los nervios y la culpa de no estar con vos.
Tiffany se acercó a él y lo besó dulcemente.
—Yo tampoco te veo con otra. Y mucho menos con Luanita, pero… Preferiría que cojas con ella y no con Cherry.
—Otra vez con Cherry…
—Amor, es obvio que por algo no le cortaste el rostro a Cherry… Se me ocurrió que quizá, aunque sea inconscientemente, la dejaste ahí, a tus pies, para… no sé, para sentirte más macho, más hombre… no sé cómo decirlo…. Como para sentirte que sos suficientemente hombre como para que otra mina esté atrás tuyo.
Ezequiel la miró en silencio un buen rato, casi sin expresión en su rostro. Respiró profundo.
—A veces sos tan nena y a veces tan… aguda…
Fue a abrazarla y se besaron largamente recostados en la camita.
—Sos más hombre que muchos de los machos que me cogen.
—Ya lo sé, ya lo sé…. Y sé cómo pensás, pero por ahí es como vos dijiste… “inconscientemente”. No sé, yo en general no pienso en mi hombría, pero no te voy a negar que alguna vez dudé… Bueno, qué se yo… Nuestra relación es muy particular… cogés con un montón de  flacos, me decís que todos te cogen mejor…
—Sabés que eso es un juego.
—Ya sé, ya sé. Y me gusta, pero… no sé… Igual, no te preocupes. Quizá a Cherry no le corté para sentirme importante… pero nunca te cagaría…
—Está todo bien… Si alguna vez te hace falta un desahogo…
—No, está bien…
—Hay chicas que te tienen ganas. Cherry…
—Olvidate de Cherry.
—Ash…
Ezequiel se congeló casi literalmente. Quedó petrificado en su posición, mirando a su novia y escuchando el eco de esa última frase.
El grito estridente de un timbrazo cortó el silencio en dos.
—Maurito… —pronunció Tiffany.
—Ahora le abro —se apresuró Ezequiel— y seguimos la charla mañana…
—¡Las pelotas! —Tiffany se levantó de la cama— Yo voy a abrir. Vos quedate acá que tenemos que terminar esto.
Salió de la habitación para ir a la puerta pero no regresó enseguida. Como a los diez minutos volvió toda agitada y con ese brillo en el rostro tan característico de ella.
—¿Te cogió en estos diez minutos? —le cuestionó Ezequiel con una sonrisa, apenas la rubia cruzó la puerta—. ¡No podés ser tan puta!
—Algo así. Es que se tiene que ir en un rato y no quería esperar. Lo dejé cogerme un poquito pero el boludo no acababa. Así que me vine y lo dejé recaliente esperándome.
—Vayan a coger. Nosotros podemos hablar cuando…
—No. Quiero hablar ahora. ¿Por qué te callaste cuando la nombré a Ash? ¿Te la querés coger?
—Por favor… No metamos a “la Pioja” en esto.
—¿Fantaseaste con ella alguna vez, también?
—Tiff, no estires la cuerda. Ash es tu mejor amiga, no quiero que te pelees con ella…
—No me voy a pelear con nadie.
—Por favor, andá a coger con Maurito que está esperando…
—¿Con Ash se te pararía?
—Tiff, por favor…
—¡Con Ash se te pararía!
—¡Tiff! —suplicó Ezequiel.
—¡Tiff! —reclamaron al otro lado de la puerta.
Pero nadie esperó ninguna respuesta. Maurito entró sin pedir permiso.
—Me tengo que ir en un rato, boluda. Le prometí a mi viejo ir a ayudarlo con la camioneta… ¿Cogemos o no?
Ezequiel decidió intervenir.
—Estamos en medio de una discusión de pareja.
—¡Al carajo! —se sinceró Maurito— Vení que te doy maza mientras discutís con el cornudo….
—¡Ey! —saltó Ezequiel.
Tiffany rió. Había algo en toda la escena que Ezequiel no comprendía. Había confesado sin admitirlo que Ash no era igual a Luana, Cherry, o cualquier otra. Sin embargo, la distención en ella y su ánimo jocoso iba en sentido opuesto a lo que esperaba.
El llamado Maurito era un gigantón de dos metros, espaldas anchas y cara de bebé. Era el menor de tres hermanos mucho más bajos que él y el dueño de una pija no demasiado prodigiosa pero sí bien ancha, de la que Tiffany parecía fascinada.
Maurito arrojó a la rubia a la cama.
—Quedate de rodillas, tipo perrito —le pidió mientras  se desabrochaba el pantalón.
—Eze, mi amor… —pidió Tiffany en cuatro patas sobre la cama— ¿No lo vas a ayudar?
Ezequiel suspiró sorprendido, fue hacia ella, le levantó la minifalda y le bajó la tanga blanca. Maurito ya estaba detrás de ella con la pija dura, a punto de penetrarla.
—¿Así nomás? —reclamó Ezequiel.
—Es que me tengo que ir y recién tu putita me dejó recaliente.
—Bueno, yo me voy… —dijo Ezequiel, aunque no se movió. Maurito comenzó a penetrar a su novia.
—Mi amor… Uhhh… —Tiffany trataba de hablarle a Ezequiel, aunque parecía que iba a perder la concentración en cualquier momento.
—¿Q-qué…? —Eze quitó la vista de la serruchada que ya comenzaba a ejercerse.
—Después seguimos la charla, ¿sí? —Y Tiffany volvió a ser la de siempre—. ¡Ahhhhhhhhhhhh…!



Estaban en la cocina. Tiffany haciendo unos sándwiches para los dos y Ezequiel enjabonando la tanga que su novia había utilizado dos horas antes con Maurito.
—No me molesta que quieras… cogerte a Ash.
—Yo no la tocaría…
—Es una linda chica… Enjuagame la tanguita bien, ¿eh?
Ezequiel se rió por la chicana de la rubia, que lo miraba sonriendo.
—Ya sé que es una linda chica…
—Ash es dulce. Es hermosa. Nos quiere como a nadie. Y yo confío en ella tanto como en vos —Tiff miró a su novio a los ojos. Parecía en paz—. Si tenés que cogerte alguna vez a otra chica, prefiero que sea con ella.
—Olvidate, mi amor. Yo no voy a…
Tiffany volvió a mirarlo. Le hizo soltar la tanga, lo tomó de las dos manos y lo besó en los labios brevemente. Estaba queriéndole decir algo pero Ezequiel no la entendía.
—Si alguna vez tenés necesidad de cogerte a otra mujer… si alguna vez sentís el deseo de estar con otra… me gustaría que sea con Ash.
Eze asintió son sus ojos, como una manera de ganar tiempo y analizar lo que acababa de escuchar.
—¿Me perdí algún capítulo?
—No te hagas el bobo… Ash te tiene ganas.
—Creo que lo de Ash es otra cosa.
—Te besó ayer en el boliche. ¿Te gustó?
—También te besó a vos.
—¿Te gustó?
Ezequiel se debatía entre negarlo, dar vueltas sobre el asunto o aceptárselo. Bueno, negarlo no era en realidad una opción, pero tampoco quería herir la susceptibilidad de su novia. Finalmente suspiró, casi vencido.
—Me encantó —dijo, con un tono que parecía cercano a la tristeza.
Tiffan sonrió como si hubiera ganado alguna apuesta de la que solo ella había tenido conocimiento.
—¡Lo sabía!
—¿No te jode?
—Me jodería que me mintieras.
—¿Y a vos…? ¿Te gustó que te besara?
Tiffany también suspiró, pero como buscando una explicación.
—Mmm… Qué pregunta difícil… Estaba demasiado sorprendida como para fijarme si me gustó o no. Pero sí me gusta Ash.
Ezequiel la amonestó con un gesto deliberadamente sobreactuado. Tiffany agregó:
—Es dulce… es linda… es suavecita… ¡La adoro!
Ezequiel no pudo evitar una risotada espontánea.
—¿Es “suavecita”? ¡jajaja! ¡Qué hija de puta! ¡Pensé que era nuestra mascota, ahora resulta que es nuestro peluche!
Tiffany también rió, pero de pronto se puso seria para mirar a su novio a los ojos.
—Quisiera verlos juntos.
Ezequiel se quedó nuevamente duro.
—¿A  “la pioja” y  a mí?
—No, a vos y a mi tía. ¡Claro que a “la pioja” y a vos! No digo hoy ni mañana. Pero algún día… Son las dos personas que más quiero y en las que más confío…
Ezequiel no supo qué decir. Ni siquiera supo cómo mirar a Tiffany. Lo único que tenía claro era que todo aquello era muy pesado y que, aunque sonara muy lindo, muy excitante, muy novedoso, también podía convertirse en un problema de dimensiones inabordables.
El timbrazo los sobresaltó. El segundo macho del fin de semana había llegado.
—¡Carajo, ya empezaron a llegar tus otros “otros” y yo otra vez me quedé sin cogerte!
Tiffany sonrió divertida.
—Por lo menos vas a poder quedarte acá comiendo un sándwich, yo ni siquiera eso…
Y le guiñó un ojo y fue a abrir la puerta para ir a jugar.

FIN - Capítulo Completo

Leche de Engorde — Anexo 02

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LECHE DE ENGORDE — A 02 — APRENDIENDO

Los anexos son relatos más breves que no cuentan un episodio sino que agregan información, completan las historias o los personajes, y nos ayudan a entender por qué algunas cosas son como son, y de dónde vienen los personajes que ahora están donde están dentro de cada serie.
Suelen tener poco sexo y ser muy morbosos.

LECHE DE ENGORDE — ANEXO 02 se envía por mail a todos los que leyeron y comentaron LECHE DE ENGORDE 15, como una forma de agradecer a quienes participan y aportan al blog.

Leche de Engorde (15)

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LECHE DE ENGORDE 15
(VERSIÓN 1.0)

por Rebelde Buey 


Paloma tomó la pistola para cargar nafta con una impronta sexual aprendida con los viejos. Paraba el culito, arriba de esas piernas largas y bien formadas, y se arqueaba sabiendo que todos en la estación de servicio [gasolinera]la miraban como para comérsela a mordiscones. La habían vestido con una calza y un top con los colores de la petrolera, y una visera y una camperita liviana con el logotipo. Parecía una modelo de las revistas, o una promotora de las carreras del TC 2000, pero más bonita. Sin embargo, había algo que no me terminaba de cerrar.
Bajé los binoculares para descansar un poco los ojos.
—Hija de puta… —murmuré al darme cuenta. Y me calcé otra vez los binoculares para comprobar.
Sí, era la calza. Paloma me había dicho —me había jurado— que usaba una calza común de gimnasia. Ajustada, por supuesto, que le marcaba un poco la cola y adelante, pero nada más. Ahora que paraba el culo los binoculares revelaban claramente una prenda ajustadísima, pintada sobre ella como una segunda piel, metiéndose entre las nalgas con tal osadía y profundidad que hacía parar la pija. Y cuando giraba, siempre sonriendo a los hombres a los que se la mostraba, se veía que también se le enterraba en la concha de una manera escandalosa, marcando con claridad el nacimiento de las piernas, como líneas que estuvieran ahí para guiar los ojos hacia su conchita exquisita.
—¿Qué estamos haciendo acá? —me preguntó Luni Tun, tirado en el piso junto a mí, escondido igual que yo tras la loma y unos arbustos petacones.
Estábamos parapetados en una loma frente a la estación de servicio donde trabajaba Paloma, al otro lado de la ruta.
—Viendo si mi novia me miente —respondí—. Por lo pronto, ya me mintió con lo de la calza. La tiene metida en el orto como una puta.
—Es mujer. Las mujeres son raras. Y es una chiquilla… —Ahí con lo de chiquilla se le patinó lo pajero—. Lo único que quiere es que la deseen un poco.
—Ya se la cogió medio pueblo. ¿Qué más puede querer?
—Ay, Pablito, me parece que de mujeres vos no entendés nada…
Paloma seguía sonriendo y parando el culo. Los autos entraban y salían, y no hubo un cliente que no la zalameara como para levantársela. Había también dos playeros con ella, y un negro feo y zaparrastroso, de mameluco, que no hacía otra cosa que fumar y mirarla con lujuria.
—Tomá —le dije a Luni Tun, y le alcancé los binoculares—. Decime qué ves.
Luni Tun masticó el tallo de un trébol y lo escupió. Miró detenidamente.
—¿Hace dos días que trabaja acá?
—Sí, le queda una semana más.
—¿Y dice que no se la cogió nadie?
—¿Cómo que “dice”? ¡No se la cogió a nadie!
En eso entró un auto a la estación de servicio y uno de los playeros fue a atender. Un tipo de unos 50 estaba en las escaleras que conducían a sus oficinas, en una construcción de dos pisos, y le avisó algo a Paloma
—Ya se cogió al playero ese. No sé a los otros, cuando los vea hablar con ella te digo.
—¿Qué decís? ¿Estás loco?
—Se lo cogió, ¿qué querés que te diga? Al gerente también se lo cogió.
—No, no, no, no... No puede ser. Paloma me dijo que el gerente era un viejo como de cien años…
—El gerente es ese que la llamó… Debe tener 50.
—P-pero… Paloma no me mencionó…
—Ahí viene otro, ¿lo ves? ¿A ver cómo se manejan con tu novia…? —El negro flaco, feo y sucio con mameluco de mecánico se acercó haciendo bromas y en un instante él y uno de los playeros comenzaron a tontear y jugar de manos con mi novia— El del mameluco ya se la cogió, seguro… El otro no. Pero se le va a entregar en cualquier momento, Pablito.
—No puede ser… No puede ser…
—Mirá —me interrumpió Luni Tun, y me dio los binoculares—. Uno se lleva a tu novia… allá, ¿ves?
Miré. Efectivamente el del mameluco la tenía tomada de la mano y se metía en el tallercito. El culazo encalzado y perfecto de mi amorcito cadereaba sensual y sumiso tras los pasos de ese negro desagradable.
—Quizá le va a decir que no quiere, que no es una puta…
Cerraron a medias una hoja del portón y se metieron detrás, y ya no se vio nada.
Me desinflé. Tenía que haber una explicación. Paloma no era ese tipo de chica. Nuestra relación era distinta a otras. Era especial.
—¡No soy un cornudo, Luni Tun! —le grité enfadado—. Por más que vos seas muy bueno semblanteando a la gente, yo conozco a mi novia mejor que vos. Yo sé lo que te digo. Vos ves putas y cogidas en todos lados… Sos un enfermo… Un enfermo de las cosas raras… ¡eso es lo que sos!
La sonrisa condescendiente de Luni Tun casi me suelta las lágrimas.


A la noche la fui a buscar, como había hecho las dos noches anteriores, y como se suponía haría el resto de la semana. Es que la estación de servicio quedaba en la ruta, lejos del pueblo, y yo no quería que volviera sola.
—No hace falta que vengas mañana si no querés, mi amor —me dijo Paloma—. Muchos clientes que cargan nafta se ofrecen a traerme.
—No lo dudo… —dije con amargura.
No me aguantaba más. Quería tomar a Paloma del cuello y obligarla a confesar, si había algo que confesar. Un rato antes, en la estación de servicio, había venido a mi encuentro con el uniforme de trabajo y su sonrisa enorme y fresca de nena buena. La sonrisa era la de siempre; la calza, no. Otra vez la que usaba conmigo, la que presentaba ante mí, parecía una calza común. Apenas sensual, no metida en el orto bien de puta, casi como si estuviera desnuda y pintada en tela.
Ahora volvíamos por el camino que unía la ruta con el pueblo, sin nadie alrededor, ni un alma, y mucho descampado y yuyerío a ambos lados.
—Paloma… ¿Seguro que el gerente tiene cien años…?
—Ay, ¿otra vez con eso? Ya te dije que es un viejo, ¡yo qué sé cuántos años tiene!
—Vos me dijiste cien.
—Nadie tiene cien años, amor. No sé cuántos tiene, no le voy a andar preguntando… No sé… 70… 60… 50… Yo qué sé…
—¿Cómo 50? Vos me habías dicho que tenía…
—Ay, no seas pesado, Pablito. También te dije que la tenía chiquita y la tiene grande.
—¿Cómo que la tiene grande? Paloma, ¿cómo sabés que…?
—Ay, Pablo, ¡sos un tonto! Yo qué sé si la tiene grande, gruesa y venosa. Es una forma de decir. Te dije que tenía cien años, y que seguro no se le paraba porque es un viejo, no porque sepa que se le re para.
Me estaba dando material para iniciar al menos cinco nuevas discusiones. Pero no quería eso ahora, solo quería la verdad.
—¿Y tus compañeros? ¿No te quieren coger tus compañeros?
—Sí, todos.
No me quiso herir. Pero la sinceridad simple y brutal, y sobretodo predecible, sí me hirió. Aunque me provocó un inexplicable respingo en la pija.
—¿Y el alto? El flaco alto ese, el morocho…. ¿Ya te cogió…?
Vi un destello de duda en sus ojos, un parpadeo. O el parpadeo fue mío, por mi morbo que comenzaba a aflorar.
—Ay, mi amor… —se relajó y me tomó del cuello y me besó—. El único que me va a coger acá sos vos… ¡y muy prontito…!
Supe que no me había respondido, y que me estaba manipulando. No me pregunten por qué, una oleada de calentura que no tenía un origen definido se apoderó de mí y la tomé de la mano y la llevé al descampado que había al costado del camino.
—¿Qué hacés, Pablito? —rió Paloma.
Nos detuvimos tras el yuyerío, en un claro, lejos de la mirada de algún curioso que pudiera hociquear desde la calle.
—Metete las calzas bien adentro. Quiero verte bien puta con esas calzas.
Paloma no me entendía, pero su expresión era divertida. Como se quedó sin hacer nada fui y le levanté la calza, y ahí sí me entendió y me dijo: “Dejame”, y se la acomodó solita.
Comenzó a ajustársela aquí y allá lentamente, sin mirarse, sin quitarme los ojos de encima a mí. Sorprendida. Curiosa. En un instante Paloma había hecho mutar su calza ordinaria en la que yo había visto con mis binoculares: la de una putita traga pijas.
—¿Así te gusta más, mi amor? —me preguntó con complicidad.
Tragué saliva. La concha le sobresalía, marcada y voluminosa, y cuando Paloma giró para que la viera a ella por completo, la cola perfecta pareció estar desnuda a la claridad de la luna. Mi erección fue instantánea.
—Quiero cogerte —rogué.
Paloma sonrió y dio un paso hacia mí.
—Arrodillate, hermoso...
Obedecí por puro amor. O pura fascinación a esas piernas largas y delgadas como estiletes.
—Por favor, Paloma… Vos me prometiste…
—¡Chst! —me puso un índice en los labios—. Ya te va a llegar el momento, Pablito… —Su tono y su mirada eran como la que se usa con un chico— ¿Te gusta?
Tenía su conchita forrada en tela sobre mi rostro y, cuando giraba, esa cola perfecta y ya probada por medio pueblo pero virgen para mí. Era mucho. Era demasiado. Me abalancé sobre su culazo, hundiendo mi rostro como un sediento hunde su cabeza en un ojo de agua en el desierto. Me aferraba a esos muslos y hurgaba en ella, comiéndola sin lograrlo porque estaba vestida, y porque su risa maldita, sádica en un punto, me decía que no, que no la estaba comiendo.
Paloma giró y me ofreció su concha, que fui a devorar, siempre sobre la calza, y me miró excitada y sorprendida. Sonreía fascinada, y en un momento me tomó de los cabellos, me sacó de su entrepierna y me obligó a mirarla arriba, a los ojos.
—¿Te gusta cómo me queda, mi amor?
—¡Me enloquece!
—¿Me vas a dejar usarla así en el trabajo todos los días?
El hecho de que me estuviera pidiendo permiso para hacer algo que ya estaba haciendo me enojó y me excitó a la vez.
—Sí, sí, te dejo… —y fui a hundir otra vez mi cabeza en su entrepierna, pero me retuvo de los pelos… y otra vez a mirarla a los ojos, siempre arrodillado.
—¿Me vas a dejar recibir leche del gerente, mi amor? Es para el tratamiento... Es para estar más linda para vos.
En un rincón de mi conciencia supe que ya el gerente le estaba volcando la leche, quizá en ese mismo momento tenía la leche del gerente adentro. Sin embargo otra parte de mí lo negaba ciegamente. Autorizarla a seguir con el tratamiento me aseguraba seguir creyendo en ella y en la farsa de que yo controlaba su descontrol.
—Es-está bien… —dije sin darme cuenta de cómo la dejaba manipularme… —pero sólo con el gerente…. —Paloma sonrió triunfal—. Y que nadie se entere… No quiero que los de la estación de servicio piensen que sos una puta.
Tuve que haberme revelado ante su risotada. Y darme cuenta que estaba disfrutando de mi debilidad, de mi voluntad demolida. Estaba demasiado caliente y desesperado de ella como para advertir nada.
—Ahora dejame cogerte, Paloma, por el amor de Dios, por lo que más quieras —rogué, patético.
Paloma me acarició los cabellos, así abajo como me tenía.
—Todavía no, Pablín… No estamos preparados para el sexo, no seas pajero…
—Pero mi amor, te estoy dejando con el gerente…
—Eso es otra cosa, Pablo. Eso es por vos. Es para estar más buena.
Se bajó la calza hasta la mitad de los muslos, giró en redondo y se ofreció.
—Ahora chupá, mi amor. Sé un buen novio y chúpame en los dos agujeritos que va a usar el gerente mañana.
La tomé de atrás, de los muslos, y me humillé en ella con una desesperación nueva en mí. Y carajo, a esta altura ya sabía por el olor y el gusto cuándo Paloma había recibido leche para engordarla. La tenía en los dos agujeritos, que adivinaba enrojecidos y comprobaba agrandados. El sabor era el de siempre: el de ella y el de la leche. Más que nada en la concha, que devoré desesperado. Paloma, arqueada y sacando cola, con las piernas abiertas en compás, comenzó a jadear más y más fuerte, y su excitación le hizo la conchita más acuosa y más lechosa. No me importaba nada. No le iba a decir nada. Lo único que yo quería era comerla por completo, hacerle el amor como me dejaba, poseerla de la única manera posible para mí. Tragué sus pliegues, sus jugos, su clítoris, y la leche del gerente, del playero flaco y vaya a saber de cuántos clientes. Y Paloma comenzó a acelerarse y morbosear.
—Chupame, mi amor. ¡Chúpame la cogida del gerente! —Hundí más mi rostro en ella, mi pija ya me dolía de la erección—. ¡Qué bien me estás cogiendo, Pablito! ¡Siempre te quiero así! ¡Siempre de rodillas y demostrándome cuánto me amás!
Mi calentura era tal que saqué mi pija y comencé a manosearme.
—Sí, cornudo, síhhh... Pajeate, cornudo, pajeate… ¡Ahhhh…!
Saqué mi morro embadurnado de ella y de machos, y me quejé.
—¡No me digas cornudo!
Paloma giró enfurecida ante mi interrupción.
—¡No me cortés ahora con esas boludeces, Pablo, o me cojo a toda la estación de servicio y no te cuento nunca más nada!
La sola posibilidad de quedarme afuera de su tratamiento me ubicó en mi lugar. Obediente, regresé a la conchita de mi novia y chupé como si de ello dependiera mi vida. Chupé, chupé y chupé hasta que las piernas de Paloma comenzaron a temblequear y se me vino en la cara con un grito sordo y profundo, surgido desde su alma.
—¡¡¡Ahhhhhhhhh… cornudo te amoooohhhhh…!!!
Mi pija había largado unas gotitas, pero aun no había acabado. Había dejado mi paja para tomarla a mi novia de sus muslos y hundirme en ella. Le pedí que me pajeara un poco, no necesitaba mucho para acabar.
Me miró, amagó moverse y se quedó. Fue como si mi pedido la sorprendiera, y finalmente, luego de un titubeo interminable y con un gesto como de estar aceptando algo malo, se inclinó para agarrarme la pija.
Entonces sonó una bocina y se oyó: “¿Paloma?”
Mi novia apenas se sobresaltó. Miró hacia el camino de tierra y es posible que haya suspirado de alivio. Se subió la calza y se la colocó bien enterrada en el culo, como en la estación de servicio.
—¡Es Diego! ¡Vestite que nos lleva!
—Paloma, no me dejes así. Haceme una pajita, por favor...
Pero ella ya me daba la espalda, gritando:
—¡Acá, Diego! ¡Esperame!
—Hola, hermosa —se escuchó.
—Paloma, por favor, volvé…
—Dale, Pablito, así no caminamos hasta el pueblo.
El llamado Diego tenía un auto nuevo y unos 30 años. La hizo sentar a ella adelante y a mí me tiraron atrás. Se los veía muy confianzudos a los dos, como si se conocieran desde siempre. La verdad es que hasta hacía dos días no lo teníamos ni de vista.
No hicimos dos cuadras que mi novia largó aquello, exaltada.
—Pablito me dejó recibir leche de nuevo. ¡A partir de mañana me la vas a poder echar como vos querías!
—¡Paloma! —grité abalanzándome desde el asiento de atrás.
—¿Qué, mi amor? Si me dijiste que desde mañana.
No podía creer lo que escuchaba. Sobre todo la naturalidad con que Paloma se refería a nuestra intimidad.
—¡Sólo te dejé con el gerente! Y además… —me temblaba el mentón por la humillación pública—. ¡Además no son cosas para comentar a un extraño!
—Ay, Pablín, no seas perseguido. Diego es un cliente de siempre, viene todos los días a cargar nafta y siempre me dice cosas lindas y queriendo algo conmigo… vos ya sabés.
—Te felicito, Pablo —me dijo el otro a través del espejo—. Tenés la novia más linda de todo el pago… Y la más gauchita.
En ese momento tuve la certeza de que ese hijo de puta ya se la había cogido.
—Desde mañana vas a poder hacerme eso que me prometiste. Diego.
—¡Paloma, no! ¡Yo solo te dejé con el gerente!
—¿Y qué cambia? El gerente… Diego… Es lo mismo. La leche de macho es la leche de macho.
—¡Paloma, pará de hablar como una puta! ¡Hablás como si estuvieras deseando que este tipo te coja!
—¡Ay, Pablo, cortala con tus celos!


Paloma entraba a trabajar a las 13. El gerente se retiraba a almorzar de 12 a 15, es decir que se iba sin haberla visto y regresaba con Paloma ya en plena labor. Yo me aposté con los binoculares en la lomita oculta de enfrente, desde las 13.
Por supuesto, otra vez sucedió lo del día anterior. Los playeros, el mecánico y los clientes baboseaban a mi novia todo el tiempo. El mecánico directamente la manoseaba con impudicia. Y la muy puta de mi novia se dejaba tocar sin más.
Lo que no entendía era por qué. Podía entender lo del doctor Ramiro, un tipo lindo, con buena posición económica. Pero los playeros eran dos negros feos y sosos, y el mecánico era lisa y llanamente un marginal. Le faltaban varios dientes y vivía sucio y desaliñado.
Por un buen rato me convencí de que era un simple histeriqueo, esa costumbre horrible que tienen muchas mujeres de sostener juegos de seducción para mantener eternamente el interés de los hombres. Hasta que a las 13:30 el mecánico tomó a mi novia de la mano, delante de los otros, y se la llevó con determinación al tallercito. Mi novia lo siguió feliz, muy sonriente y trotando a los saltitos, con su culazo repimporoteando.
—¡Hija de puta! —me salió del alma.
Comencé a transpirar. Estaba furioso, celoso, impotente. Y con una erección inexplicable que me crecía segundo a segundo. No supe qué hacer: por un lado quería ir y armar un escándalo de proporciones, por otro quería ver si ella sería capaz de mentirme. Pensé, en mi negación: quizá haya visto la oportunidad de incrementar su ración para el tratamiento. Podría disculparla de no avisarme antes porque le pudo surgir en el momento, de modo que quizá me lo blanquearía después, apenas me viera. O quizá no iba a hacer nada. Quizá el mecánico le iba a mostrar algo.
Sí que le mostró algo. Vi claramente —porque esta vez ni se molestaron en cerrar siquiera una hoja del portón— cómo el mecánico se bajó sus pantalones con elástico y exhibió una tranca notable, ancha, casi plana y muy larga. Pero eso no era lo peor. Lo peor era que Paloma, mi Paloma, que solo tenía permiso para enlecharse del gerente, no se sorprendió un ápice y se le acercó enseguida, festejándole la desfachatez.
Me desabroché el cuello de la remera piqué, el maldito sol me hacía transpirar. Volví a los binoculares justo para ver cómo Paloma se abalanzó sobre la tranca del mecánico, cayendo de rodillas ante él y comenzando a mamarlo.
—¡Hija de puta!
Los playeros tonteaban entre ellos y echaban miradas furtivas hacia el tallercito. Y reían. Era evidente que sabían lo que estaba pasando.
Regresé sobre mi novia. Aun conservaba las calzas puestas y bien enterradas entre las nalgas, pero el turro hijo de puta del mecánico le cogía las tetas y se las masajeaba con mayor lujuria que los viejos. A veces la tomaba de los pelos y le metía la pija en la boca y se hacía chupar, y Paloma siempre regalada.
Decidí que no me iba a deprimir como un cornudo. Al menos, no ese día. Tenía que averiguar algo, necesitaba saber si Paloma sería capaz de mentirme. Esperé a que ese flaco sin dientes se deslechara en la boquita de Paloma, tomándola de los cabellos para ejercer presión y que no derramara una sola gota, y recién entonces llamé por teléfono.
El teléfono sonó sin que nadie atendiera mientras yo veía cómo el mecánico se escurría la verga en los labios de mi novia y se subía los pantalones. Volví a llamar cuando Paloma quedó sola y recién ahí me atendió.
—Mi amor… —dije. Me temblaba la voz—. ¿Por qué no me atendías…?
—Hola, Pablito. Estaba dándole unos folletos a un cliente que cargó nafta.
¡Hija de puta!
—¿Ya… ya te surtieron de leche, mi amor…?
Paloma hizo un silencio. Con los binoculares en la mano la vi sentarse en un asiento viejo y mugriento de esos largos, como el de un Ford Falcon de los 70.
—No, el gerente recién viene a las tres. ¿Te estás arrepintiendo?
Vi que el mecánico, ya en la dársena, intercambió unas palabras con el playero flaco y alto. Y el playero inició su caminata hacia el tallercito.
—No, no… Pensé que quizá te gustaría que esté ahí… no sé, para empujarte la lechita para adentro, como a vos te gusta…
—¡Me encantaría! —celebró entusiasmada— Pero no sé… Por ahí al gerente le parece un poco raro… Él cree que vos sos un cornudo normal…
—¿Cómo que cree que soy un cornudo?
—No, que seguro va a creer eso. No lo veo tan zarpado como tus amigos los viejos, que no les importás un carajo...
—Paloma…
El playero ya estaba llegando al tallercito. Sonrió al ver a mi novia. Y mi novia le sonrió a él.
—Lo que podés hacer es venirte, esperarme abajo en el playón y apenas me termine de coger, yo bajo para que me limpies…
—Para que te empuje la leche.
—Sí, sí, eso. Para que me empujes la leche.
El playero ya había llegado a mi novia y se le había puesto de pie frente a su rostro. Le acarició los cabellos y ella lo miró a los ojos con una sonrisa, mientras sostenía el teléfono con el que me hablaba.
—Mi amor —me dijo—. Te tengo que dejar. Ahí viene otro auto a cargar nafta.
Mi indignación era casi tan grande como mi erección. El playero se abrió la bragueta y peló la verga sobre el rostro de mi amorcito, que se relamió.
—¡Esperá!
Quería retenerla, quería sostener esa charla hasta el infinito para que no se tragara esa pija infame.
—¿Qué, mi amor? —me preguntó con una vocecita de nena inocente, a la vez que ya masajeaba arriba y abajo el vergón oscuro.
—Solamente el gerente, ¿eh?
Paloma besó brevemente la cabeza hinchada y brillosa.
—Solamente el gerente, ¿qué?
—Que te llene solamente el gerente, mi amor —le aclaré, y vi que mientras le hablaba agachó la cabeza y tragó pija. Y comenzó a cabecear—. No quiero que esos hijos de puta de los playeros o el mecánico se aprovechen de vos y te quieran llenar de leche —La mamada era de las buenas porque el flaco ya tiraba la cabeza hacia el cielo.
Paloma se desprendió de la verga, le sonrió a su macho y me habló.
—No, mi amor, no te preocupes… solo con el gerente… Los chicos me tiran onda pero yo ya les dije que no soy de esas, que quiero respetarte. Y ellos también, mi amor, ellos también te respetan.
El playero la tomó de los cabellos con saña y comenzó a forzar un bombeo furibundo sobre su verga. Yo quise sostener la charla pero ya a Paloma no le importaba, y colgó y arrojó el celular a un costado. El playero se hizo mamar un buen rato más y mientras mi novia tragaba verga, yo tragaba bronca. En un momento se la sacó de la pija. Mi novia lo miró a los ojos con lujuria. El playero le dijo algo y la hizo girar hacia el otro lado, en cuatro patas. La calza enterradísima en el culo era un espectáculo. La noche anterior casi me hace acabar a mí, pero el playero no tenía por mi novia el mismo respeto que yo. Le bajó las calzas hasta la mitad de los muslos y ese culazo redondo, lleno, perfecto, le quedó regalado. La tomó de las nalgas y se las separó, escupió en el medio y en un segundo le arrimó la panza y la penetró sin miramientos.
Mis binoculares iban de la penetración al rostro de mi novia, emputecida de deseo y placer. La visión me calentaba y a la vez me contrariaba. Y mientras el playero se la seguía garchando a la cada vez más puta de mi novia, a veces llegaba un auto o un camión a cargar nafta y me daba cuenta que nadie se sorprendía demasiado con la escenita, incluso muchos hacían comentarios jocosos o consultaban su reloj.
Y sí, antes de las 15 horas vi cómo a Paloma se la fueron garchado el mecánico, los dos playeros y dos clientes. Y todos se le volcaron adentro.
A las 15 el gerente encontró a Paloma en la estación de servicio repartiendo folletos, embutida en sus calzas de putita, como si nada hubiera pasado. A las 15:05 yo me apersoné en la estación de servicio, como un macho que llega para marcar territorio sobre su hembra.
Los playeros me saludaron y se les escapaban algunas risitas mientras cargaban nafta. Yo los saludé y Paloma vino corriendo a verme, muy pero muy contenta.
—¡Hola, mi amor!
Me tomó de las manos y me besó en la boca delante de todos. Me sentí feliz porque amo ser el centro de su atención y de su amor, pero a la vez era consciente que estaba haciendo el papel del cornudo del pueblo.
El mecánico apareció viniendo desde los baños. Venía sobándose la verga por sobre el jogging suelto. Por Dios ¿qué hacía que mi Paloma se le hubiera entregado a este tipo? Era sucio, grasiento, le faltaban dos dientes… Entonces me acordé de su pija.
—Hola, Cornelio —me saludó y agarró a Paloma de la cintura, quizá un poco más abajo. Paloma se puso incómoda pero no le sacó la mano.
—¡Es Pablo! Mi novio se llama Pablo.
—Ah, perdón, pensé que te llamabas Cornelio…
—No hay problemas —dije, y me mordí la lengua porque ese hijo de puta estaba bajando imperceptiblemente su mano hacia la cola de Paloma. Paloma se lo quitó de encima y fue a entregarle un folleto a un cliente que cargaba nafta y había quedado dentro del auto.
—¡Qué hermosa novia tenés…! —y me la señaló con un cabeceo.
Para hablar con el cliente, Paloma se había inclinado hacia adelante y sacaba cola como hacen las promotoras, arqueándose. Le sonreía al cliente de una manera muy seductora y el cliente le hacía bromas y la zalameaba, y ella le respondía con el cuerpo como si el cliente le gustara. Parecía que se la estaban levantando.
—¿Siempre actúa así? —le pregunté al mecánico.
—Sí, pero hoy está más trola que de costumbre —me dijo sin anestesia. Y como si se hubiera dado cuenta de su involuntaria crueldad, propuso:— Ya te la saco de ahí, no te hagás problemas…
Me quedé quieto, de pie, pasivo por completo, viendo al mecánico ir hacia mi novia, ponerse a su lado e inclinarse sobre ella para murmurarle algo al oído. Apoyó una mano sobre el capot del auto y la otra fue sin escalas ni disimulo al trasero de mi novia. La mano comenzó arriba y fue bajando por la raya del culo forrado por la calza, y se hundió entre los cachetones. La mano siguió bajando y se enterró descaradamente en la conchita exquisita, y enseguida subió igual de rápido, otra vez manoseando el ojete y las nalgas, todo el culazo hermoso. Todo eso en un segundo. Paloma se removió poco y nada (más nada que poco) y abandonó la ventanilla del auto. El auto se fue y Paloma me vio viéndola, y advirtió que no había forma de que yo no hubiese visto la mano impune del mecánico enterrarse en su culo. Y su inacción.
Vino hacia mí, ni seria ni sonriendo, y yo me pregunté con qué cuento me querría manipular ahora. Su andar era muy sensual, había aprendido a caminar y lo hacía cada vez con mayor naturalidad. Se detuvo delante mío y me abrazó por el cuello.
—Mi amor… —me dijo, como si no debiera explicarme por qué el mecánico le metía mano de esa manera—. Voy a subir a la oficina para que el gerente me llene de leche para vos.
Para mí, claro.
—Paloma…
—Vení —dijo, y me tomó de la mano y me llevó al tallercito, el mismo donde la había visto mentirme y recibir leche.
Me hizo arrodillar en el suelo, se me puso adelante y su calza explosiva me quedó en la cara. Verle la conchita voluminosa embutida en esa tela, toda apretadita y marcada, me la hizo parar.
—Limpiame, mi amor…
En un solo movimiento se bajó la calza y la tanguita para exhibir su conchita lo mínimo indispensable. La parte superior de los muslos la mostraron dorada, tensa, suave como una virgen. Me zambullí desesperado.
—Quiero que el gerente me encuentre limpita… —El olor fuerte y espantoso de la guasca seca eran evidentes. De todos modos chupé como un cornudo enloquecido—. Bien adentro, mi amor… No quiero que sospeche nada.
Yo estaba tan desesperado de ella y confundido de mí, que chupé y chupé, por dentro y por fuera hasta dejarla sin restos de nada.
—Muy bien, mi amor —me dijo en un momento y me sacó de su entrepierna de un empujón en la cabeza, pretendidamente amable—. ¿Me vas a esperar acá mientras el gerente me surte de leche?
—Voy con vos, Paloma… Quiero decirle a tu jefe que esto es un tratamiento, no quiero que piense que soy un cornudo.
Paloma se echó a reír como uno se ríe ante un niño que acaba de decir una inocentada.
—Mi amor, ya te dije que mi jefe no es como tus amigos. Vos esperame acá que te traigo la leche del gerente para que me la empujes bien bien adentro.
Y me dejó solo y de rodillas, esperándola.
No sé cuánto estuve en el tallercito. No quería salir para no enfrentar las miradas de los playeros y el mecánico. Pero finalmente salí y los enfrenté. Los chicos en las dársenas no me dijeron nada, pero se cruzaban miradas y cada tanto comentaban algo por lo bajo. Para no mirarlos a los ojos alcé la vista y justo alcancé a notar cómo el gerente cerraba las cortinas de la ventana de su oficina de arriba.
—Ta linda la Paloma —se me acercó uno con tono entre amigable y expectante—. Ahora entiendo por qué salió elegida Reina del Choclo.
Lo miré con precaución. El otro playero cargaba nafta y el mecánico fumaba distraído, apoyado en un surtidor.
—S-sí… —dije, y volví a mirar hacia la ventana de la oficina donde se estaban cogiendo a mi novia. Quizá porque notó esto, el playero sacó el tema.
—Nos estuvo contando que se puso así de linda por un tratamiento especial o algo así —Por supuesto: otro hijo de puta más ofreciéndose desinteresadamente—. Que hoy la dejaste para que la llenen los gerentes… La verdad, admiro tu comprensión…
—Sí, bueno, yo solo…
—¿Cuál gerente?
—¿Cómo cuál gerente…?
—Son tres gerentes… ¿Dejaste que te la llenen los tres?
Un pánico instantáneo y total me sacudió el esqueleto. Paloma jamás me había hablado de tres. Solo de uno.
Salí disparado hacia la administración, entré a la boca de las escaleras y las subí en tramos de tres escalones. Arriba había una sala de recepción, dos baños y tres oficinas. Y solo una con la puerta cerrada. Y con jadeos claros que salían de adentro.
—¡Ah…! ¡Ah…! ¡Ah…!
—Putita, qué gauchita que sos…
—Qué buena pija, señor Ignacio…
—Y todavía no te entró toda, mi amor…
Si ahí había tres tipos garchándose a mi novia ya no me importaba cuidar mi imagen o la de ella. Entré de golpe.
—¡Pablito!
—¡Paloma!
—¡Cornudo!
Con la puerta abierta de par en par, mi expresión habrá sido tan de sorpresa como la de ellos. El viejo hijo de puta estaba casi en bolas, con los calzones por los tobillos y dándole bomba a mi amorcito, que estaba con el torso medio recostado sobre el escritorio para dejarle ofrecida la cola.
Paloma llevaba la calza estirada a la altura de las rodillas, y la tanguita blanca más estirada aun, apenas por encima, al punto que parecía que se le iba a romper. Pero no había nadie más. Ni más gerentes ni nada.
Me sentí confundido. Estúpido. Paloma, en cambio, se enojó.
—¡Pablo! ¿Qué hacés acá? ¡Te dije que esperaras abajo!
Me quedé callado, cohibido. Sentía como que estaba en falta. El señor Ignacio no entendía cómo la puta infiel que había sido pescada in fraganti reprendía al cornudo. De todos modos, no retiró su verga de adentro de la promotora.
—Pensé que te estaban cogiendo los tres… gerentes…
—¿Qué tres? —Paloma se compuso un poco la remera, pero no abandonó su posición en L, con su culito en punta. El señor Ignacio la tomó de las ancas, con la pija siempre adentro pero sin atreverse a bombearla en mi presencia.
—Los tres gerentes… —Me sentí tan estúpido…— ¡Ay, perdóname, mi amor…! No quise ser un desubicado…
El señor Ignacio se indignó.
—Yo no voy a cogerte con el cornudo de mirón —dijo— ¡No es decente!
Me ruboricé.
—Perdóneme, señor gerente… —No sabía cómo disculparme—. Espero que entienda que mi novia no tuvo nada que ver con mi irrupción acá…
—¡Pablito, andate de una vez! ¡El señor Ignacio ya te dijo que no le gustan los cornudos!
Pero el señor Ignacio la corrigió con algo de culpa en su voz:
—No, no, no… ¡Yo no tengo nada contra los cornudos! Si hasta me caen simpáticos… Pero no me gusta tenerlo mirando al lado… Que vaya a la salita de recepción hasta que termines acá.
—Yo solo quiero que esto no afecte su opinión sobre mi novia en lo laboral…
Paloma estalló en un grito.
—¡Cornudo, andate de una buena vez!


En el silencio de la tarde y la soledad de los ambientes, la sala de recepción donde yo aguardaba era una caja de resonancia de la garchada que le imprimían a Paloma. El viejo no se cuidaba de nada. Jadeaba y gemía como un toro malo, y trataba a mi novia como a una puta cualquiera. Y Paloma… Los jadeos la deschavaban. Y los gemidos, y sus palabras de puta calentona y morbosa. Se escuchaba tan claro cuando hablaba ella, cuando pedía más pija, cuando clamaba por Dios.
—¡Ahhhhh… por Diosssss…!
¿No les dije?
—¡Ahí te va toda, putita…!
—Sí, señor Ignacio… ¡¡Sííí…!!
—¡Tomá, putita!
—¡Ahhhhhhhhh…!
—¡Tomá…! ¡Tomá…! ¡Tomá…!
—Sí… sí… sí… ¡OhhhDiooosss..!
 Me acerqué a la puerta pero no había cerradura para espiar. Me conformé con pegar la oreja a las bisagras e imaginarme cómo se la estaban cogiendo. Me acomodé la pija en el pantalón, porque se me había endurecido toda doblada.
—¡Qué apretadita la tenés, Paloma…! ¡Uhhh…! ¡Te la voy a llenar de verga todos los días!
—¡Ay, sí, señor Ignacio! ¡De verga y de leche!
—Eso si el Pablito te deja.
Se escucharon risas.
Las risas de Paloma me hirieron más que los jadeos y el orgasmo al que ya estaba llegando. Así que era verdad que me manipulaba. Pero no alcancé siquiera a deprimirme cuando la puerta de recepción se abrió.
Un tipo alto y medio calvo, de unos 55 o 60 años, apareció desde la escalera que venía de afuera.
—¿Quién es usted? ¿Qué está haciendo?
Mi actitud era sospechosa por demás. Arrodillado y apoyado contra la puerta de la gerencia, parecía más un ladrón que un novio vigilando a una novia.
—¡Ahhhhhhhhh…! ¡Señor Ignacioooo…! —se escuchó de fondo, y los jadeos del viejo y los topetazos de penetración y bombeo.
—Estoy… Yo soy… —Era difícil explicar con ese concierto detrás— Mi novia está ahí adentro recibiendo verga, señor.
—¿Que qué? ¿¡Su novia!??
—Mi novia es Paloma, señor. La promotora que contrataron esta semana…
El calvo se tomó un segundo y por suerte se calmó.
—¡Te lleno, Paloma, te lleno de leche!!!
—¡¡Sí, sí, sí, sí, sííííí…!! ¡Ohhhh…!
El calvo sonrió ubicando los jadeos con un rostro.
—Ah, la Reina del Choclo…
Me sentí tonto ahí de pie, con los gemidos de mi novia detrás, así que dije lo primero que me salió.
—Es que le di permiso para que el gerente la llene de leche y...
—Ah, bueno… —el viejo reflexionó rápido—. Si usted autorizó a la gerencia a abusar de su novia, me temo que eso me incluye a mí y al ingeniero Dilken.
—No creo que…
Se abrió la puerta y apareció Paloma, ya sin calzas, desnuda a excepción de una casta tanguita blanca que le ocultaba su intimidad. No había abierto del todo y ella se ocultaba a medias.
—¿Usted es el otro gerente? —preguntó más animada de lo que correspondía.
Este segundo gerente casi se muere de un infarto al ver la piel morena y desnuda de mi hermosa Paloma. Y esa sonrisa de puta festiva que encandilaba.
—Paloma, quedamos en que solo te podía coger el gerente.
—¡Y yo soy gerente! —dijo el nuevo viejo, y se mandó para adentro.
Yo me quedé sin reacción. Paloma me sonrió con un destello de malicia en los ojos. Aun permanecía con medio cuerpo oculto por la puerta.
—Mejor, mi amor. Más lechita para el tratamiento.
No supe qué decir. La tanguita blanca embutiendo su conchita contrastaba con su piel morena en un espectáculo maravilloso. Y sus curvas… ¡Dios! La cintura breve y las caderas anchas le daban una silueta de guitarra criolla. Guitarra a la que en un minuto dos viejos hijos de puta le sacarían los sonidos más dulces.
—Si viene el otro gerente, hacelo pasar.
Sin esperar mi respuesta, giró para cerrar la puerta y en ese instante le vi la cola redonda, llena, perfecta, con la tanguita sexy enterrada entre los cachetes haciéndole explotar el culo de lujuria y carne. Y mientras la puerta se cerraba y mi novia meneaba sus caderas para volver al matadero, vi detrás de ella a los viejos, uno en bolas y masajeándose una pija respetable, y el otro desnudándose apresuradamente para echarse sobre ella cuanto antes.
Finalmente la puerta se cerró y enseguida el conocido concierto de jadeos.
¿Qué hacer?, me pregunté pegado a la puerta, escuchando a mi novia gemir, lo mismo que a los otros dos. Al principio eran desparejos, como fuera de sincronía, pero enseguida se ensamblaron en una armonía sexual y de buen ritmo.
—Paloma, qué pedazo de culo tenés, mi amor… Dejame que te lo emperne a pijazos…
—Mgmmggggfff… —se escuchaba a mi novia, con la boca llena.
—Seguí chupando, putita… seguí que la mamás muy bien…
Me sentía preso de mis propias palabras. ¿Por qué se me habría ocurrido darle permiso con el gerente? Debí haber dicho con el señor Ignacio.
Cuando llegó el tercer gerente, Paloma salió en cueros y lo saludó y lo hizo pasar amablemente.
—Vaya desnudándose que enseguida estoy con usted —le dijo, como una puta de burdel.
Cerró la puerta y quedó de este lado, conmigo, en el pasillito. Así desnuda como estaba se abrió las piernas en compás y me ordenó.
—¡Limpiá, mi amor!
Me arrodillé entre sus piernas y levanté el morro hacia Dios y chupé y chupé como un ternero en la teta de la vaca. Paloma me tomó de los cabellos y me acomodaba a su gusto, y jadeó y gimió, y en menos de un minuto comenzó a bufar y agarrarme de los pelos con fuerza.
—¡Ay, sí, Dios…! ¡Así, cornudo, asíiiihhh…!
—¡Mmmfffggghhh! —me indigné.
—Seguí, mi amor, así… Seguí, no pares…
Y seguí chupándola como un patético cornudo. Pero qué carajos, era la primera, la única y de seguro la conchita que más me gustaba en el planeta. La chupé con bronca y amor a la vez.
—¡Ah, por Diosss…! ¡Sí…! Así, Pablito, así…! ¡Qué rico me chupás, mi amor, cómo te amo…!
Y chupe más y chupé más y más y más.
—¡¡Así, mi amor, asíiiihhh…!! ¡Ahhhhhhhhh…!
—¡Mmmfggghhfffss..!!!
—¡Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh…!
Me tragué todo. Su acabada, la leche, mis lágrimas. Todo. El morro me quedó embadurnado de vaya a saber cuántas cosas. Pero seguí chupando hasta que Paloma se relajó, se le debilitaron las piernas y aflojó el tironeo sobre mis cabellos.
Se hizo un breve silencio, que rompí.
—¿Y la cola, mi amor? —rogué por un poco más.
—Todavía no me la llenaron, Pablín. Pero esperame acá que en un rato te la traigo rebalsando para vos.
Me acarició los cabellos con ternura y se metió en la oficina y cerró la puerta, dejándome solo y arrodillado. Con una erección formidable. Otra vez.
Me la estuvieron garchando durante dos horas, jadenado, gimiendo, tratándola de puta y acabándole entre orgasmos ruidosos. Cada tanto Paloma salía de la oficina, desnuda y enlechada, y me obligaba a limpiarla. La llenaron por adelante y por atrás un par de veces, y mi novia me hizo limpiarla cada vez, diciendo que a los viejos les daba asco meter la pija donde había semen de otros. Limpié. Tragué leche de sus machos como nunca ese día.
A las dos horas, cuando dos de los gerentes se estaban yendo, apareció otro viejo que vino a las apuradas, diciendo que también era gerente. Se notaba a las claras que no lo era, en el mejor de los casos sería el amigo de uno de los gerentes, pero igual pasó a la oficina donde mi novia lo acogió de piernas abiertas.
Protesté pero Paloma lo recibió igual, lo mismo que a otro viejo que apareció después y un tercero, más joven, que yo sabía era el dueño de una parrilla de la ruta, y que hasta hacía poco había regenteado a una gordita que hacía coger con los camioneros por cien pesos.
—¡Antonio! —le dije sorprendido frente a la puerta cerrada de la oficina. Desde adentro se oía el jadeo de Paloma y todo el concierto de la cogida—. ¡Pero vos no sos gerente! ¡Vos sos el dueño de la parrilla!
—Callate, cuerno. Yo también soy gerente. ¿O dónde te creés que come don Ignacio todos los días?
—P-pero…
Por toda respuesta me dio un empujón que me tiró al piso y abrió la puerta sin tocar.
En ese abrir y cerrar vi a Paloma doblada sobre el escritorio, inclinada sobre él, recibiendo verga desde atrás por uno de los nuevos, que la bombeaba como si esa fuera la última cogida de su vida. El hijo de puta que se la estaba beneficiando la sostenía desde la tanguita blanca que la estiraba por encima de su culo, carnoso y en punta. Paloma, con ojos abiertos, giró para mirarme. Llevaba en la boca la verga de otro viejo hijo de puta, que se había subido al escritorio y la tomaba de los cabellos para balancearle la cabeza.
—¡Cornudo, cerrá la puerta! —me gritó uno de los viejos.
No sabía qué hacer. Todo eso me parecía un abuso. Todavía me estaba incorporando del piso cuando Paloma se quitó la verga que le inflaba la boca y me pidió muy seria:
—Mi amor, dale, cerrá la puerta… ¡no seas pajero!
Cerré para no parecer un pajero, pero la verdad fue que, como estaba solo y nadie me veía, un poco me toqué.


A la noche, ya volviendo, Paloma estaba feliz, exultante. Me hizo chuparla nuevamente en el descampado, y volvió a manipularme para que al otro día nuevamente la deje llenarse “solo” por el gerente. No ofrecí resistencia, le dije que sí. Cuando en la misma manipulación me quiso incluir a los playeros y al mecánico, le dije no. Me insistió pero me planté. En realidad quería saber si me seguiría mintiendo, y cómo lo haría.
Al otro día me aparecí en la estación de servicio desde el inicio de su turno. Yo deambulaba por allí supuestamente esperando que a las 15 llegara el gerente para garcharse a Paloma. No me di cuenta hasta las 14:30 que me la estaban cogiendo a mis espaldas. Paloma se ausentó para ir al baño y yo no noté que el mecánico ya no estaba. Cada tanto miraba al taller, pensando que si me la iban a garchar, iba a ser de nuevo allí. Recién cuando desapareció el segundo playero y Paloma tampoco estaba a la vista me di cuenta. Se la estaban cogiendo en el baño a medio construir que había tras el edificio principal. Estaba hecho de paredes de ladrillo sin techo, así que el sonido de las cogidas salía por arriba y por la puerta improvisada con una lona. No dije nada, con mi pija dura fui a ocultarme tras un árbol y esperé.
Hasta las 15:30, que llegó el señor Ignacio, se hizo coger por el mecánico y por un cliente. La veía a Paloma entrar con su calza metida en el culo, llevando de la mano a su machito de turno, meneándole caderas para calentarlo, y mirando para uno y otro lado procurando no ser vista por mí. Luego veía caer la calza al piso, entre sus pies. La lona era corta y no llegaba al suelo y se veía claramente. Y luego los pies y el vaivén. Y el coro de jadeos y gemidos.
No dije nada y ella no dijo nada. Me hizo limpiarla sin darme explicaciones y a las 16 horas subimos a la gerencia donde se la enfiestaron los tres viejos. Cada media hora más o menos Paloma salía semidesnuda, se abría de piernas y me hacía limpiarla. Como el día anterior, cerca de las 18 y hasta la noche aparecieron por la oficina una serie de nuevos gerentes que tuve que aceptar como un irremediable cornudo.
Toda la semana fue un infierno. Con Paloma esquivándome para cogerse a los playeros a mis espaldas, aunque siempre pudiendo espiarla, y con los tres gerentes cogiéndosela bien cogida cada día de la semana. Los que siempre eran distintos eran los otros, los gerentes truchos o, como me explicaría Paloma cuando yo me quejé de ese abuso, los “adscriptos a gerencia”.
—¿Y qué querés que les diga, si son adscriptos a gerencia? —me había simplificado, y yo callaba.
Pero ya nada de eso importaba. No era la primera vez que abusaban de Paloma, ni iba a ser la última. En todo caso, sí fue la primera vez que ella me había mentido descaradamente para coger y yo había otorgado con mi silencio. Al final de la semana, sentí por primera vez que cuando me decían cornudo, tenían razón.


                                           *    *    *


Pablito se incorporó de un salto, agitado y de repente más despierto y lúcido que en toda su vida.
—Paloma… —murmuró—. ¡Hija de puta!
Paloma dormía a su lado en esa cama que era tan grande como París. Estaba envuelta en sábanas de mil hilos de algodón largo egipcio y almohadas de pluma, descansando como la realeza.
No supo si había sido un sueño o una premonición, pero el recuerdo vívido se lo había revelado.
—Paloma —le dijo a la más glamorosa mujer del mundo, sacudiéndola para que se despierte—. ¡Me mentiste!
—¿Eh? —Paloma no entendía nada. Se acomodó y siguió durmiendo.
—Me mentiste, hija de puta.
Paloma quería resistir el despertar, pero estaba perdiendo.
—¿Qué decís, mi amor…? ¿De qué estás hablando…?
Se removió fastidiada. Las palabras de Pablito aun le llegaban difusas.
—De El Víbora —Pablito la tenía de frente. Vio que ella comenzaba a entender—. Vos no me trajiste acá porque me extrañabas o querías reconciliarte. Me trajiste para que te ayude con lo de El Víbora… Vos ya sabías que él andaba detrás tuyo antes de que venga ese policía a decírtelo…
Paloma comenzó a darse cuenta que algo iba a estar mal. Muy mal.
—Yo… No, no es así, Pablito… Yo sí te extrañaba... Yo te amo, Pablito. ¡Yo siempre te amé!
Pero Pablito no la escuchaba. Su mente se aclaraba y de pronto todo el rompecabezas se le armó delante de sus ojos.
—El Víbora se contactó con vos, ¿no es cierto? Aun antes de que yo llegara. Por eso me trajiste… ¡El Víbora está acá en París y te está chantajeando!

*FIN

INCENTIVO CÓRNEO!
A quienes comenten el relato se les enviará x mail el Pack 02 con los siguientes extras:
- Este mismo relato en los formatos Word, PDF y Ebup (para tablet o celular)
Un segundo relato, nuevo, inédito, de 4 páginas: "Leche de Engorde: Anexo 2", en formatos Word, PDF y Epub (para tablets y celus).
- Un mini relato con foto del CRMI, exclusivo (no sale en el blog).
- Un set de 11 fotos de Paloma (la modelo real que da la imagen del personaje de ficción)
- Una viñeta a color y en castellano de Día de Entrenamiento (by Smudge)

Los comentarios deben ser pertinentes al relato Leche de Engorde 15 o derivaciones de sus temas, buenos o malos, largos o cortos, etc., siempre con respeto. 
La idea es participar, así que comentarios vacíos o pedigüeños.no se tendrán en cuenta pues van en contra del espíritu.

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Respondé una de estas preguntas y listo:
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4- Qué le cambiarías al relato y por qué?
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6- Qué situación te dio más morbo?
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8- Qué tema te gustaría leer en algún próximo relato o serie?
9- Qué roles te gustaron y por qué?

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Dame un Segundo — Capítulo 40

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BOSNIA 1             

*UN NUEVO RELATO CADA VEZ QUE ARGENTINA GANE EN EL MUNDIAL ^_^

DAME UN SEGUNDO
Capítulo 40: A Bariloche
(VERSIÓN 1.0)

Por Rebelde Buey


En un punto, Luana se comportó en Bariloche de manera opuesta a lo que habitualmente hacía. Porque Luana, si bien era todo lo putita que ya saben, mantenía una especie de bajo perfil, una imagen de chica bien, ubicada, y hasta familiar.
Era rarísimo, porque a esta altura todo el mundo sabía que ella era muy pero muy puta, y sin embargo nadie la trataba como tal, como en cambio sí hacían con Tiff o Cherry. Luana mantenía una distancia a la que las otras chicas no habían podido siquiera acercarse. O no habían querido.
Bien, fue nada más que el micro se pusiera en movimiento, acá en Buenos Aires, para que mi Luana —lo mismo que otras chicas del curso con relativamente buena reputación—, tirara por la borda toda la imagen acuñada hasta entonces.
Cuando regresó de cambiarse en el bañito, me di cuenta que mi novia no iba a discriminar a nada ni a nadie. Entró con un pantalón de gimnasia ajustadísimo que le quedaba muy sexy, y una remera de algodón del grupo The Church. Pero volvió del baño hecha una perra mortal. Minifalda tableadita cortísima, remera musculosa blanca también muy corta, con una estampa de los The Replacements, y unos modernosos “bangles” en los tobillos, por sobre las zapatillas, emulando los personajes de los dibujos animados japoneses.
Verla y que se me parara la pija fue lo mismo. Aunque a la vez me invadió una preocupación que hacía tiempo no experimentaba, pues su actitud a todas luces presagiaba que cada uno de los varones del micro, incluidos mis compañeros, se la iban a coger. Porque una cosa era que todos mis compañeros de aula supieran que yo era un cornudo consciente, pero otra muy distinta era que ellos me hicieran cornudo.
A pesar del aire acondicionado, comencé a transpirar en cuanto la vi moverse dentro del micro.
Lo primero que hizo fue presentarse ante el otro grupo.
Para los que no lo saben, las empresas de viajes estudiantiles utilizaban micros con capacidad para más o menos dos cursos. Años antes, cuando los colegios eran de un solo sexo, los organizadores tenían el buen tino de mezclar un curso de un colegio de varones con uno de un colegio de mujeres, lo que generaba una enorme expectativa y ansiedad. A medida que los colegios fueron haciéndose mixtos, la combinación se les fue haciendo un poco más complicada.
A nosotros nos había tocado compartir viaje (eso significaba también hotel y excursiones) con un numeroso curso de un colegio industrial, casi todos varones dos años mayores que nosotros.
Mi amada Luanita se había presentado con los chicos nuevos moviendo sutil y sensualmente todas sus curvas, con gestos cargados de sexualidad y utilizando la más felina de sus entonaciones. A los tres minutos se la querían coger todos.
Fue hasta mi asiento y se inclinó sobre mí para hablarme al oído. Imaginé que la mitad del micro estaría enterándose de qué color llevaba la tanga porque la minifalda se le levantaba muchísimo. Y ella lo sabía.
—En este viaje te voy a hacer el cornudo más cornudo de todos los cornudos… —me prometió.
—Pensé que ya lo era.
—Mi amor… —agregó—. Todo lo que viviste en estos últimos tres años… —sonrió con una terrible cara de turra—. Lo voy a duplicar en diez días.
No supe si preocuparme por la amenaza o alegrarme por la cantidad de recompensas con las que me debería consolar. Mi pija totalmente endurecida ya había emitido su veredicto.
El viaje en micro hasta Bariloche es de un día completo. Lo que incluye una noche completa. Durante el día mi Luanita aprovechó para charlar e ir conociendo a todos los chicos del otro curso. También aprovechó para hacerse “amiga” de los choferes y del guía, un treintañero con cara de despierto y mucho recorrido encima, llamado Santiago. Insistió en que yo la acompañara en esas incursiones a la cabina de conducción del micro, supongo que para enrostrarme lo que luego sucedería con ellos.
Cuando la tarde bajó sus luces comenzaron los primeros mimos en el coche. Las pocas parejas, incluidos Tiffany y Eze, comenzaron a besuquearse y acariciarse. También vi con sorpresa que había un par de parejas formadas por compañeros de aula que durante años no se habían animado a dar el primer paso y ahora, con la excusa de la extrema libertad otorgada por el viaje, sí lo hacían.
Pero Luana no tenía planeado besarse con nadie.
Lo que sucedió solo fue posible con la noche muy entrada, luego de cenar y cuando las luces interiores del micro se apagaron por completo para que el pasaje durmiera. Cosa que Luana, yo, y una treintena de chicos no pudimos hacer.
En el silencio de la noche, con el ronronear del motor y las ruedas contra un asfalto interminable, quedé semi dormido unos instantes. Supongo que fue en un pozo o una curva del camino que me desperté. O mejor dicho, me despabilé. Luana no estaba. Ni allí ni en los asientos de alrededor. Supuse que habría dio al baño y decidí esperarla para hacerle algunos arrumacos.
La espera se hizo larga. Demasiado. De aburrido, nomás, me levanté a buscarla. Si se había quedado conversando con alguno me sumaría un rato a la charla y la retornaría a dormir conmigo lo más políticamente posible.
La encontré al final del pasillo, en la última hilera de asientos, que era de dos butacas, como el resto, pero que quedaba como aislado, encajonado por una máquina expendedora de café y jugo, plantada al final del pasillo.
—¿Lu…? —pregunté. No estaba seguro porque no se veía nada, aunque las espasmódicas luces de los automóviles que venían en dirección contraria me habían permitido reconocer la silueta de su rostro contra la ventanilla.
—Mi amor… —dijo casi en un susurro. Su voz era muy baja, sostenida por un tono brilloso y mordido de energía—. Me quedé acá un ratito con los chicos del otro colegio… No te molesta, ¿no?
—N-no… —Ella sabía que no. Yo seguía sin poder ver pero era obvio que estaba sentada en la butaca de la ventanilla. Supuse que estarían arreglando para enfiestarse en el cuarto de hotel algunas de las próximas noches.
—Pablo me está introduciendo en su grupo…
—Hola, Pablo —saludé al que estaba sentado junto a ella, en el asiento del lado del pasillo, prácticamente junto a mí, puesto que yo estaba literalmente de pie en el pasillo.
—Soy Sergio, no Pablo —me respondió una voz seca. Me quedé un segundo en silencio y giré mi cuerpo hacia los dos asientos de delante de ellos, que también se encontraban a mi lado. Si mi novia estaba sentada sobre la ventanilla y Sergio sobre el pasillo, el llamado Pablo sería uno de los dos de adelante.
—Ah, perdón…. Hola, Pablo… —Mi tono fue bastante dubitativo. No veía a quién le estaba hablando—. ¿O vos sos Pablo? —terminé dirigiéndome al de la ventana, sentado justo un asiento delante de donde estaba sentada mi novia.
—Yo tampoco soy Pablo —me dijo el que estaba sentado sobre el pasillo.
—¡Cuerno! —tosió el otro, el de la ventanilla, y pude oír unas risitas incluso unos pocos asientos más adelante.
—No sean así… —reprochó casi en un susurro Luana.
Recién entonces reparé en que la cabeza de Luana estaba un poco más elevada que el resto. Las luces de un camión salpicaron la ventana y por un instante pude ver claramente el rostro de labios apretados y ojos más rasgados que nunca de mi novia, su cabeza cabalgando casi imperceptiblemente hacia arriba y abajo, y la silueta poco clara de un muchacho que la sostenía desde abajo y se movía acompasadamente junto a ella.
—¡Luana! —dije atacado por la sorpresa. Más risitas idiotas.
—Mi amor, perdóname… —actuó suplicante—. Es que me tenté.
El llamado Pablo la tenía tomada de la cintura mientras ella subía y bajaba rítmicamente. Ahora podía verlo claramente, pero la verdad era que los movimientos eran muy suaves y la oscuridad disimulaba todo.
Lo que Pablo no tuvo forma de disimular fue su propio clímax, que le llegó en ese momento, aunque debo agradecer que al menos no gritó y mantuvo todo dentro de un razonable perfil bajo.
Me di cuenta que estaba a punto de acabar porque su respiración se hizo más pesada y jadeante. Todos alrededor se dieron cuenta. Luana gimió como una gatita y comenzó a levantar un poquito más la cola y su cuerpo. El roce de la pija dentro suyo se habría ahora multiplicado.
—¡Sos una hija de puta…! —se escuchó claramente a Pablo en un susurro.
Y comenzó a acabar. Tratando de reprimir cualquier sonido.
—Ahhh… Ahhhh… —se le escuchó quedamente.
Un murmullo de aprobación y excitación afloró de todos los asientos de alrededor. Eran los del otro colegio.
—Sos una diosa… Cogés una barbaridad…
 Luana se puso de pie desencastrándose de su macho y me miró.
—Ya estoy con vos, mi amor…
Para llegar a mí, Luana tenía necesariamente que pasar por el asiento de al lado, el que daba al pasillo y que estaba ocupado por el llamado Sergio. Luana se me vino, sonriendo con cara de turra. Cuando estaba pasando por sobre las piernas de Sergio para ir a mi encuentro, el muchacho la tomó de la cintura y la detuvo, y le magreó groseramente el culo por debajo de la minifalda.
—¿A dónde vas, putita…?
Se la sentó sobre él con cuidado, haciéndole flexionar las rodillas a mi novia y conduciéndola despacio hacia él, mientras la iba ensartando con su pija totalmente dura.
—¡Ahhhh…! —gimió sonoramente mi Luana, que comenzó a disfrutar de una segunda verga.
—Pero… ¡mi amor!
—Ay, Vincent, perdoname… —volvió a susurrarme, con una entonación tan de putona inocente que casi me hace acabar—. No sé qué me pasa hoy… Tengo el “sí” fácil…
Y me sonrió. Los otros idiotas se rieron nuevamente. No entendían nuestro juego. El que se la estaba cogiendo optó por sostenerla a ella arriba y moverse él mismo, bien rápido. Luego descansó e hizo que ella se moviera.
El chico que se había cogido a mi novia antes se había puesto de pie y trataba de salir de allí para alcanzar los baños. Sergio no dejó de cogerse a Lu ni por un segundo, aun cuando el paso del otro chico provocó una incomodidad exasperante.
El hijo de puta que estaba en el asiento de adelante del lado de la ventanilla y me había dicho cuerno, ya se había dado vuelta y quería ser el tercero. Luana estaba demasiado excitada para decirle que no y a mí no me hacía gracia que justamente ese flaco me hiciera cornudo.
—No —le dije.
El flaco me miró con desprecio y se quitó un abrigo que le incomodaba. ¿Querría darme una golpiza? A mi lado, Luana seguía con los ojos cerrados, cabalgando silenciosamente y gozando como una puta la pija de su segundo macho de la noche.
—Callate, cornudo —me dijo el otro—. Si querés algo de tu novia vas a tener que hacer la fila —Miró hacia el interior del micro—. Y creo que vas a tener que esperar bastante…
—¡No te voy a dejar pasar!
Me planté en el pasillo sacando pecho pero con poca convicción. El otro se rió y subió sus pies a su propio asiento y cruzó atrás por sobre el respaldo. En un segundo estuvo sentado junto a Luana, del lado de la ventanilla, con la pija afuera y totalmente parada.
Sentí rabia y alivio a la vez. No estaba acostumbrado a pelearme y creo que hubiese salido perdiendo. Por otro lado y a mi pesar, que ese hijo de puta se cogiera a mi novia me resultaba por demás morboso.
Sergio le estaba acabando a mi novia cuando ella vio el asiento de al lado ocupado nuevamente. La vi sonreír con lujuria y supe que la noche ya estaba decidida. Mi Luanita iba a sentarse sobre la pija de ese tercer chico y luego sobre la de un cuarto. Y el quinto. Y así toda la noche hasta ser pasada por la verga de casi todos los del otro colegio.
Fue la noche en que más pijas juntas se comió en su vida. Nunca se repetiría una cantidad ni parecida. Sin embargo, ella no tendría esa noche ni un orgasmo. Estaba allí al solo efecto de ser usada lo más posible y —quizá— obtener una marca personal.
Cuando mi novia se volvió a cambiar de asiento, al de la ventanilla, y el turro que me había dicho “cuerno” se la empezó a clavar, la vergüenza pudo más que la excitación y comencé a retirarme.
—¿A dónde vas, mi amor? —me atajó Luana con cierta zozobra en la voz. Me quedé en silencio, viéndola subir y bajar ya no tan imperceptiblemente sobre la nueva pija. Quizá fue mi imaginación, pero a pesar de la oscuridad juro que vi a mi novia hacer pucherito con su trompita y sus ojos rasgados—. ¡Quedate! —me suplicó.
Me es imposible resistir esa mirada de perrito triste. Especialmente cuando está emputeciéndose. No dije nada y me quedé, soportando la burlona sonrisa del que se la estaba cogiendo y magreando a gusto.
El otro que estaba en el asiento de adelante le pidió cambiar de lugar al que se sentaba al lado de Luana, el que se la había cogido un momento antes. Mi perplejidad era casi tan grande como mi calentura. Tuvieron que empujarme para moverse de asiento. Para cuando el turro burlón le acababa adentro a mi dulce Luanita, la posta de pija en el asiento de al lado ya estaba servida.
Se corrió la voz y en segundos ya estaba organizado todo para que, de a uno en vez, todos los varones del colegio hicieran suya a mi novia.
Cuando mi Lu estaba siendo cogida en el asiento del pasillo, me tomaba de la mano y se sostenía de mí para bajar y subir sobre la pija de turno. Me decía palabras dulces y volaba de calentura. Pero conforme fueron pasando las vergas, mi novia se fue cansando de subir y bajar y pidió descansar un rato.
No se lo permitieron. La calentura del grupo era tal que no registraron que mi novia quería parar. No es que la obligaron, simplemente se la cogían pidiendo que aguantara “una más” (la del que se la estaba tratando de poner) y que descansara luego. Yo no tenía fuerzas para imponerme y además adiviné que Luana también quería aguantar.
El cansancio físico terminó derrotando a mi novia, quien en un momento se echó sobre los dos asientos, de rodillas medio en perrito, y permitió que se la siguieran cogiendo sin que ella hiciera el esfuerzo. Fue una de las noches más largas y excitantes de nuestra relación. Aunque habría muchas más, más adelante, ésta tenía el plus del morbo de dejarse usar por una treintena de desconocidos.
Para cuando las luces del nuevo día comenzaron a meterse por las ventanillas, la totalidad de los chicos del otro curso reposaban satisfechos, y mi Luana dormía plácidamente entre mis brazos, muerta de cansancio, la conchita inflamada de sexo y una sonrisa agrandada y llena de paz en el rostro. Y yo, con la pija más dura que nunca y el insomnio a flor de piel, le acariciaba los cabellos con ternura, disfrutando en silencio cada una de sus respiraciones.

Fin del capítulo 40

Mi Novia es una Atorranta (03)

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MI NOVIA ES UNA ATORRANTA —03—

Lecciones de Canto Lírico con el Maestro Pedazzo

(VERSIÓN 1.5)

Por Rebelde Buey

NOTA: Este es el segundo o quizá el primer relato sobre cuernos que escribí en mi vida, hace mil años. Está basado en una historieta corta de una vieja revista de historietas cómicas española cuyo nombre no recuerdo.
Por eso el final no corresponde con la cronología ni la lógica de la serie. Pero preferí dejar ese final porque le queda bien al texto.
Este relato fue publicado aquí hace unos años y levantado enseguida. Ahora queda para siempre.


Lo reconozco, aquello fue culpa mía. Yo tenía el capricho que Andrea, mi fiel y abnegada novia, se empapara un poco más de mis gustos por la música culta. Ya saben: de cámara, ópera, orquestal, gregoriana, etc., y no la cumbia, la lambada o el regetón, que a ella tanto le gusta, y con la que sus amigos aprovechan para magrearla cuando la sacan a bailar. Y como tiene bonita voz, me pareció que una forma amable de acercarla más a mi paladar musical era que aprendiera técnicas de canto lírico.
Ella no quiso. Nunca le había interesado el tema y, siendo honestos, sé que no tenía mucho sentido, pero en aquel momento me pareció importante y entonces le insistí tanto que, para que deje de molestarla, accedió a mi pedido.
Por ese entonces en mi barrio había gente que enseñaba de lo que se le pudiera ocurrir a uno. Los cartelitos inundaban los negocios pero la mayoría de ellos no eran profesionales ni gente seria.
Buscando la excelencia di con el dato de un buen Maestro: Giuseppe Pedazzo, un italiano cincuentón que había estudiado en Europa con Pavarotti, o al menos eso decía su volante.  Las referencias eran buenas, todo el mundo decía que era el mejor, y lo mejor era lo que yo quería para mi Andre. Por eso la anoté para unas clases privadas. Había oído también algún tonto rumor sobre sus métodos de enseñanza, y me habían hecho alguna broma subida de tono cuando mencioné que estaba averiguando para mandarla a mi novia. Por supuesto, no le di importancia, semejante eminencia del canto lírico no podía no ser un tipo serio.
Llegamos a la casa de Giuseppe Pedazzo —donde también tenía su estudio— pasado el mediodía. Andre quería dar una buena primera impresión y por eso estaba elegante y moderna, con un liviano vestidito negro, ajustadísimo a sus curvas, que terminaba en minifalda, cubriéndole apenas el final de las nalgas y la tanguita. El escote era tan dadivoso que bordeaba los pezones rozados y ya erectos, supongo que por la brisa primaveral. También vestía botas negras hasta un poco más arriba de las rodillas.
A no confundirse, no es que mi novia fuera una exhibicionista o algo parecido. Era que simplemente acompañaba la moda, esas obsesiones de las mujeres que nunca entenderé.
El Maestro nos recibió. No conocía a Andre y, por lo que noté, quedó admirado. No dejaba de mirarle las piernas y los abultados pechos, y sus dedos le brincaban en las manos, como si se estuviera conteniendo de ir a pellizcarla. Es que mi novia causa una buena impresión a donde quiera que vaya.
—Maestro —lo saludé emocionado—. Le he traído a mi novia para que la inicie en el arte del canto y de la música docta.
Andre estaba de pie junto a mí, que la sostenía de la cintura, como entregándola. Ella se había erguido, sacando pecho y mirándolo como si esperara algún tipo de aprobación. Le sonrió un poco más que cordialmente. El italiano era grandote, bah, imponente, y su rostro emitía un brillo extraño, como lubricado.
—No se preocupe, Cornelio. Su novia aprenderá conmigo cosas que ni se imagina —me respondió sin que sus ojos dejaran de bailotear entre los pechos de ella, que el escote no quería ocultar.
Le apoyó una mano sobre la cintura y me despidió con un apretón de manos; ya me sacaba de la casa, cuando le dije:
—No, Maestro, yo quiero estar presente en la primera clase… Quiero atestiguar este momento histórico de mi pareja.
—Bueno, no sé si va a ser histórico pero haré mi mejor esfuerzo… —El Maestro se rascó la cabeza mientras esperaba que yo me fuera, pero no me moví—. Sucede algo, Cornelio… —me explicó—. A la gente le cuesta cantar y modular, no quiero que su novia se sienta cohibida por su presencia.
No lo había pensado de esa manera, sus precauciones parecían sensatas.
—Bueno, mi Andre es bastante tímida…
Giramos hacia ella, que se miraba frente a un espejo juntando sus senos con los brazos y parando la cola, ensayando poses, supongo que para cantar mejor.
—Está bien —concluyó el Maestro—. Quédese aquí, en esta sala, mientras yo voy con su novia a mi estudio para inocularla con mis técnicas y conocimientos.
—Confío en usted, Maestro —le dije, y lo vi tomar a mi Andre de la cintura, más bien de las caderas, y llevársela atrás.
Apenas cruzaron una puerta y desaparecí de su vista, el Maestro Pedazzo sonrió lobunamente, provocando un mohín de complicidad en mi novia. La llevó al estudio y la hizo sentarse en un sillón. Andre cruzó sus piernas formidables y el Maestro se paró a su lado, desde donde podía escudriñar dentro del escote.
El Maestro tuvo una pequeña erección. No por depravado, por supuesto, lo que sucede es que mi Andre tiene el cabello negro, largo y lacio que le cubre la espalda y termina sobre una cola redonda, y un rostro muy muy hermoso. Sí, también tiene una expresión de puta libidinosa que no corresponde con su personalidad, y que confunde un poquitín a los hombres. Pero buenonadie es perfecto.
Mientras tanto yo estaba aburrido en la sala de estar, y me moría de ganas de ver cómo mi novia se podía desempeñar en el canto lírico. Como soy muy pícaro, fui tras sus pasos. Pasé por una habitación, una cocina y di con una puerta cerrada, que hacías las veces de estudio del Maestro, y desde donde se oía:
—Comenzaremos con técnicas de respiración y de relajación muscular del cuello… A ver cómo lo hacés…
Adentro del estudio, Andre respiró e infló los pechos hasta un volumen que el Maestro mismo se sorprendió. El escote era tan abierto que los bordes de los pezones se asomaron también para inhalar.
—No, mi amor. Hay que respirar con el diafragma… Es una pena, pero desgraciadamente no es bueno que el aire vaya al pecho. Ahora voy a masajearte el cuello, las cuerdas vocales deben estar templadas…
El Maestro se le pegó a ella, literalmente, así de pie como estaba, y comenzó a masajearle suavemente el cuello con ambas manos. La pija la tenía dura desde hacía rato, y el roce con el brazo de ella —porque ella seguía sentada— lo excitó aun más. Andre ronroneó con el masaje y ladeó un poco la cabeza, sonriéndole y mirándole la entrepierna que le hacía una carpa grande en el pantalón.
—Vamos a seguir con algunos ejercicios de dicción, mi amor… —escuchaba yo desde mi lado de la puerta—. Si vas a cantar algo, primero debes pronunciar bien. Te haré una prueba… Di “cornudo”…
Yo había escuchado cornudo, pero imagino que habrá dicho Cornelio, por mí. Al fin y al cabo Cornelio era una palabra agradable para ella y Cornelio era el que estaba pagándole al Maestro esa clase. Así que aunque yo escuchara cornudo, seguro estarían diciendo Cornelio.
En el estudio, Andre levantó la cabeza y posó sus ojos en los del Maestro. Sonrió con esa sonrisa de mujer que sabe lo que está por venir, y lo espera con ganas.
—Cornudo —dijo muy tranquila.
—Bien, muy bien. Casi perfecto. ¡Es como si esa palabra la pronunciaras a diario! —se maravilló—. ¿Pero cómo la dirías en una situación más difícil? —El Maestro dejó de masajearle el cuello y los hombros desnudos de mi amorcito, y se bajó el cierre del pantalón—. Por ejemplo, ¿cómo dirías “cornudo”… —sacó su vergón, que hacía rato estaba grande y durísimo— ...con la boca…  —tomó la cabeza de mi novia y la giró hacia su pija— ...con la boca llena…?
Y la tomó de los cabellos y le hundió el vergón suavemente en la boca.
Mi novia trató de decir “cornudo” pero con la boca repleta de verga le fue imposible. Con sus manos tomó el miembro del Maestro y se lo introdujo una y otra vez en su boca húmeda y jugosa. Su lengua se movía con la habilidad que todos le conocen.
Aun así, pobrecita, no podía pronunciar bien.
—”Cogggnndd”… “cogggnnnddd”…
—¿Ves? —le enseñaba el Maestro, mientras sus manos empujaban, con violencia y sin cesar, la cabeza hacia él—. ¿Ves que… no es tan… fácil…?
También con sus manos procuraba de llegar al buen par de tetas de mi novia. Trataba de meter sus garras dentro del escote pero de seguro mi Andre no se lo permitía. Andre insistió un buen rato con la boca llena. Bien llena. Si algo tiene de bueno mi novia es que cuando comienza con una cosa, no para hasta acabar. De todos modos, no pudo.
Casi al borde del éxtasis, el Maestro le sacó la pija de la boca. Una gotita blanca quedó en los sonrientes labios rojos de mi Andre.
Él la levantó del sillón y la puso de pie. La tocó toda: los pechos, la cintura, la cola, las piernas. Sus manos eran rápidas.
—Quizá te esté poniendo demasiadas dificultades en la tarea, hermosa —le decía entre jadeos mientras la manoseaba—. Deberíamos comenzar con un ejercicio de dicción más sencillo.
Sonrió otra vez con gesto de hijo de mil putas, lo que excitó a mi novia, y la dio vuelta y admiró su culazo, la reclinó hacia adelante de modo que quedara con la espalda horizontal y la cola paradita y hacia afuera.
—Vamos a intentar algo más fácil, mi amor… —Le subió un poquito la cortísima falda del vestidito y ante él quedó un culazo hermoso y perfecto, lleno, rosado de excitación. La bombacha negra se le metía entre las nalgas haciendo sobresalir el bulto de la conchita—. A ver, decilo ahora… —Corrió con suavidad la tanga para un costado y abrió de a poco las nalgas de mi novia. El ano y la conchita quedaron expuestos y húmedos, y la pija gorda y poderosa del Maestro se ubicó a milímetros de ella, acercándose.
—”Corn…” —mi novia comenzó a decirlo cuando la batuta del Maestro se le estaba enterrando. Interrumpió con un gemido quedo de sorpresa y excitación, así que no pudo terminar la palabrita. Volvió a intentar. —”Cor… nu… uhhhhhhh…” —Era inútil, mi novia estaba como en otra cosa. Ya tenía adentro la cabeza de la vergota del Maestro, y sentía cómo se le seguía hundiendo. Entrecerró los ojitos—. ”Cor… nu… ahhh… pordiossss…”  —El Maestro ya se la había enterrado por la mitad. Andre se estremecía sintiendo cómo el arte la penetraba más y más. Hasta que la penetró hasta el fondo.
—“Cor… uhhhh… nu… cor… mmm…” —El Maestro le sacaba lentamente toda la pija y se la apoyaba otra vez en la puerta de la conchita. Y la volvía a clavar—. “Cor… nu… ahhhhhhh…. Síííííííííííí...” —Pronto el Maestro comenzó a bombear a mi novia con suavidad.
Entonces, para alegría de ella, que quería progresar, por fin pudo.
—”Cor… nu… do…” “Cor… nu… do…”
Conforme el bombeo del italiano se iba haciendo más rápido, también más rápido repetía mi novia la palabrita del ejercicio, sin perder en ningún momento el ritmo (lo que, dicho sea de paso, habla bien a las claras de la facilidad que ella tiene para la música).
—Cornudo… cornudo… cornudo…
El Maestro la tenía tomada de las nalgas y se las separaba en cada movimiento. Se la enterraba más y más profundo con cada sacudida. Cuando mi Andre se dio vuelta para avisarle que acababa, vio el rostro desencajado de lujuria del Maestro y comenzó a gemir y gritar sonoramente. Estaba acabando con aquella pija adentro y un hijo de putas cabalgándosela y sacudiéndola, y escuchándose los gritos de ella misma que repetían una y otra vez:
—Cornudo… cornudo… cornudo… ¡Cómo me cogen, cornudo! —Como si a mi novia le gustara acabar así—. ¡Cómo me llenan de verga y leche, cornudooooooo…!
Con toda esa alocución, el Maestro Pedazzo no pudo evitar acabar también y le echó tal polvón que pareció sacudir el saloncito.
Así que al otro lado de la puerta yo escuchaba los esfuerzos de mi novia por tratar de hacer bien los ejercicios. Al cabo, y aunque no los veía, me daba cuenta que sí había podido, el Maestro había logrado impregnarla con todo su saber.


Aquella fue la primera clase. Luego hubo muchas más. Andrea iba a su curso de canto lírico cada vez más contenta, aunque sinceramente yo no veía grandes progresos.
Un día apareció con el bombo. No, no el instrumento de percusión. Resulta que había quedado embarazada. Me puse muy contento porque todos los médicos me habían dicho que yo era estéril. Ya se ve que las ciencias no son tan exactas.


FIN - (relato completo)

La Marca en la Pared

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LA MARCA EN LA PARED
(VERSIÓN 1.0)

por Rebelde Buey


Cuando colgó el teléfono supe que tenía una oportunidad. Josefina estaba con el camisolín transparente y la tanguita color vino enterradísima en el culo, ese culo inflado, redondo, tirando a grandecito sin llegar a tanto. No llevaba corpiño, por lo que era seguro que esperaba a un macho. A mí no me dejaban verla en tetas, y era una de las cosas que más lamentaba de los cambios que se habían dado en nuestro matrimonio. Si algo me gustaba de Josefina, además de su carita hermosa y emputecida, eran las tetotas gordas de pezones enormes y color café.
—Cornudito… —me informó ella a pura sonrisa, girando hacia mí— hoy vas a probar suerte. Quién te dice estés inspirado y me termines cogiendo…
Nada más escuchar que existía la posibilidad, mi pija pegó un respingo, aunque sabía que mis chances reales eran pocas.
—¿Quién viene hoy?
—David —Me estremecí ante la imagen. De todos los hijos de puta que se cogían regularmente a mi mujer, el tal David era su ex novio y la tenía increíblemente gruesa. Por suerte para mí, no era de los más lecheros—. Bueno, quizá vos hagas que no venga —agregó, y me guiñó un ojo.
Algo con lo que no contaba mi mujer era que hacía como un mes que yo no me pajeaba. Solía suceder que cuando se la cogían fuera de casa, me llamaba y me contaba cómo estaba vestida, y cómo era la habitación donde se la iban a clavar. En ocasiones dejaba el celular encendido y yo podía escuchar todo el garche, cómo la usaban, cómo la trataban de puta y también cada orgasmo de ella y del macho de turno con el que estaba. Era imposible no pajearse.
Y si venían a cogérmela al departamento era peor. Sus machos hacían pie en nuestro hogar como si fueran los dueños de casa y yo un simple lacayo. No es que me basureaban ni me trataban de esclavo; era peor, porque apenas un macho entraba a casa, cada uno asumía su rol sin que nunca nadie dijera nada. Entonces yo le traía una cerveza fría o un vaso de whisky, les llevaba un almohadón cómodo para que se la clavara a mi mujer en el sillón con mayor confort, y el macho y Josefina me trataban con mucha condescendencia, como si fuera un empleado doméstico servil. Y terminaban cogiéndose a mi mujer allí mismo, en la habitación casi siempre, o en el living, o en la ducha. Y yo alrededor, levantando trastos o llevándoles cosas, asistiéndolos. ¿Cómo no clavarse una en esa situación, con los jadeos y orgasmos de ella como banda sonora? Yo me clavaba tres y a veces cuatro pajas.
Pero esta vez me había aguantado. Mi mujer no dejó de salir, me corneó todos los días, como a ella le gusta; incluso algunos días, más de una vez. Y yo —sin que ella lo supiera— a “paja cero”.
—Vení, cornudito… —me dijo amorosamente. Me tomó de la mano y me llevó caminando.
En los momentos que me trata tan dulcemente me pregunto si en el fondo no querrá que me la coja más seguido, porque una vez cada año y medio puede ser poco.
Me llevó por el pasillo hasta el cuartito de servicio y en el trayecto le espié de cerca los pechos. El escote era grande, podía disfrutar visualmente de su piel, y la transparencia me insinuaba toda la curva de sus pechos. Los pezones marrones que tanto me enloquecían estaban medio ocultos, medio visibles, gentileza del fruncido ancho del borde del escote.
Llegamos al cuartito. El aire al abrir la puerta me llenó con el perfume que ella llevaba puesto, el de guerra, el que usaba para coger. Entramos y prendió la luz.
—Sentate —me pidió como si yo fuera una criatura, y me besó en la frente.
En el cuartito había un camastro y un par de muebles en desuso. Había muchísimos VHSs y varias cajas de DVDs grabados, y fotos y portarretratos con imágenes de sus machos y de las pijas de sus machos. Cuando nos mudamos, lo primero que me dijo fue que ese cuartito no se iba a usar, que iba a ser el Santuario de los Cuernos, un relicario gigante de todos los cuernos que iba a ponerme. Le dije que estaba loca, que qué pasaría si un día la de la limpieza, o peor aun, sus padres o los míos, lo descubrieran. Me pegó un sopapo en pleno rostro y no volvimos a discutir nunca más sobre el asunto.
Me senté en la camita, mirando a la pared ahí nomás, a menos de medio metro. El espacio entre la cama y la pared era del ancho de una persona, ideal para la prueba.
—¿Estás listo? —me preguntó, y se sentó junto a mí—. ¿Estás listo para demostrarme qué tan hombre sos?
Miré la pared enfrente mío y un manto de duda me invadió de pronto. No había forma de ganarle a esos machos. La pared estaba marcada a distintas alturas con un fibrón de tinta indeleble azul. Cada marca tenía un nombre, y había varias marcas y nombres. Había también aquí y allá cascaritas amarillentas, casi transparentes, como piel muerta a punto de caer. Las marcas estaban a distintas alturas, y arrancaban desde el metro cincuenta: Pablo, David, Pancho, que jugaba conmigo al básquet en el predio donde ella hacía spinning, Marcos, Bujía, Sr. Gaspar y unos cuantos más. Todos machos de ella. Todos quienes se prestaron en uno u otro momento a su jueguito morboso. Porque las rayas azules no eran otra cosa que marcas de los lechazos de sus machos. Por eso las cascaritas, aunque por supuesto yo había limpiado, pero a veces algo se me escapaba, o mi lengua la desparramaba más lejos.
—¿Vas a necesitar motivación? —Josefina me sonrió como una gata y me desabrochó el pantalón. Yo ya estaba al palo: mirar las alturas a las que habían llegado los hombres que se la cogían regularmente me calentaba por sí solo.
Todos esos tipos habían estado una vez allí, en esa misma camita, se habían cogido a mi mujer por horas, y al momento de acabar, habían arrojado el lechazo sobre la pared, tirándola bien alta. Luego yo había intentado lo mismo varias veces, solo que a pura paja, sin que Josefina me dejara cogerla. Al contrario, ella decía que solo me la podría coger si superaba a alguno de sus machos. Con el tiempo, la competencia terminó siendo solo contra el tipo que venía ese día a cogerla. Ella decía que era injusto que uno de sus machos tuviera que resignar de garchársela si yo, por caso, superaba la marca de otro.
Pero la verdad es que nunca había superado marca alguna. Ni siquiera la más baja. Esta vez, sin embargo, hacía un mes que no me pajeaba, tenía mucha leche a flor de piel.
Josefina me abarcó el miembro con una mano y lo liberó del pantalón. La suavidad de su contacto y la tibieza me estremecieron al punto que casi me hace derramar allí mismo.
—Vamos a ver si hoy por fin me demostrás que sí sos un hombre.
Me soltó y se levantó felinamente, despacio, arqueando la espalda y sacando punta a su culazo tremendo, clavado por esa tanguita color vino que el mismo culo tragaba como si fuera una arena movediza. Así arqueada como estaba se trepó a la pared, junto a las marcas, dándome la espalda. El camisolín se le subió y le dejó ver los nalgones todavía más.
Giró para mirarme. Le gustaba mirarme cuando yo me pajeaba con ella, porque todo el showcito suyo, arqueada y sacando culo, era para mí. Para mí y mi pajota que ya comenzaba.
Tenía ese culo hermoso delante mío, casi en mi rostro, ese culo que se cogían regularmente una docena de tipos y yo había hecho mío solo una vez, unos meses después de nuestro casamiento.
Fap! Fap! Fap! Fap! En medio del silencio de la habitación, los sonidos de mi paja tintineaban como latigazos, y la muy hija de puta de mi esposa se me  reía en la cara al ver el esfuerzo que yo hacía por maximizarla.
—Ay, Gordi… —ronroneó— la pijita se te pierde en la mano…
Y se reía.
—¡Hija de puta! —le dije, y me seguí agitando a pura paja, con la transpiración sobre mi frente. Pero era verdad, la pija se me escurría entre las manos, un poco porque no soy muy dotado, otro poco porque tengo manos grandes.
Fap! Fap! Fap! Fap! Me la lustraba, y babeaba como un pajero con la vista agonizando en su culazo de puta, que se lo acariciaba y estiraba.
—Hoy tengo ganitas de que me lo hagan… —me provocó—. Pero no sé, viste que David la tiene re ancha…
Me humillaba sobremanera tener que pajearme en su presencia frente a viejos lechazos, pero más me humillaba que me hablara como si fuera una amiga. Quise reagrupar un poco de mi dignidad ninguneada.
—Yo… yo… —dije sin dejar de cascarme, agitado y desesperado—. Yo puedo hacértelo… Yo no la tengo ancha… Solo tengo que alcanzar la marca…
Mi mujer estalló en otra risa, y sacó más culo.
—¡Ay, mi amor! —me habló como a un retrasado mental— Ya sabés que mi culito y tu pijita… —Suspiró—. Por más que quieras nunca me van a dejar que te entregue la cola… Para pajas sí, mi amor, pero lo otro no sé… Es para hombres, ya te lo explicó una vez David —Su ex se había cansado de hacerle el culo, no solo cuando eran novios sino muy especialmente desde que se había casado conmigo, así que a veces me daba consejos de lo que nunca podría hacer—. Hay que tenerla bien bien dura, ya sabés, y por un buen rato… —Luego cambió de expresión y se entusiasmó como una nena— Pero igual me encanta que creas en vos… que te tengas esa fe y que estés lleno de ilusiones…
—Hoy llego, mi amor… —Fap! Fap! Fap! Fap!— ¡Hoy te juro que llego!
—Sí, Gor… Seguro que sí… —Era pura y maldita condescendencia— Como siempre…
—No, como siempre, no. ¡Hoy llego, mi amor! ¡Hoy lo paso al turro de tu ex!
—David ya está viniendo. Sería la primera vez que le tendría que llamar para que se vuelva. ¡Sería un milagro! ¿Vos creés en los milagros, cornudito?
—Hace mucho que no acabo. —Fap! Fap! Fap! Fap!
—Ya sé, mi amor. Hace casi un año… Igual no te preocupes, a los dieciocho meses te toca sí o sí… Y no voy a ser tan guacha de no cumplir con mi palabra. ¿Vos pensás que yo soy así de guacha?
—¡Una puta sos! ¡Eso es lo que sos!
Josefina sonrió halagada, como cuando recibe un piropo en la calle.
—Hace un mes que no acabo… —Fap! Fap! Fap! Fap!— Un mes que ni me pajeo…
—¿Querés que te ayude? —Josefina se arrodilló delante mío y se apoyó en mis rodillas. Como quedó un poco por debajo le pude ver otra vez las tetotas juntas, llenas, y a punto de explotar. Tuve la tentación de tocárselas, de mordérselas, de acabarle allí mismo en esas ubres de ensueño. Pero me contuve. El corazón igual se me aceleró, lo mismo que la paja.
—N-no, gracias… quiero aguantarla… Quiero aguantarla así me salta más fuerte…
Josefina sonrió y juntó aun más sus pechos con los brazos. Luego estiró un dedo. Lo apoyó sobre mi muslo.
—O sea que si no te podés contener ahora… ¿te va a saltar menos?
La muy hija de puta comenzó a recorrerme el muslo hacia adentro, con el filo de la uña. La piel se me puso de gallina.
—¡Josefina, no! ¡Te lo suplico!
—Pero si yo no te hago nada.
Los ojos le destellaron con picardía.
—No me aceleres, turra. ¡Yo sé que hoy puedo llegar!
—Sí, Gordo —me dijo, y el dedo comenzó a bajar—. Y yo quiero que llegues…
—No seas yegua, no me toques abajo.
—Ay, bueno, pero si no es nada… —siguió bajando y como yo tenía la pija cubierta por completo con mi mano, fue a buscarme más abajo—. Me gustan tus huevitos… Son tan chiquitos…
Y me los rozó con el filo de la uña, y un latigazo amagó despertarse. Dejé de pajearme porque si no me iba en leche.
—¡Josefina, no seas hija de puta!
Me sonrió con malicia y en vez de soltarme, abrió la mano y me tomó los dos testículos. Sentí el roce, la suavidad y el goce, y un calor que me subía desde el centro del universo.
—Ay, Gordi, un solo testículo de David es más grande que los dos huevitos tuyos juntos…
—Josefina, por favor…
—¿Eso significará que sos la mitad de hombre que él?
La hija de puta de mi mujer me removió suavemente los huevos, como si los sopesara, y con el dedo gordo fue a buscar el contacto con mi pijita.
—¡Mi amor, no! —grité. Pero no pude contenerme más. Me levanté de un brinco porque me venía la leche y mi mujer quedó allí arrodillada entre mis piernas, y como ya me venía, tuve el impulso, la debilidad, la osadía de acabarle allí, en la cara, y en una fracción de segundo un chispazo de lucidez me llegó de algún lado y supe que si le acababa en la cara me castigaría con otros dieciocho meses de abstinencia, y tres años sin cogerme a mi esposa no lo iba a soportar.
La leche me venía y solo atiné a manotearme la pija, no podía dejar que me saltara sola porque no iba a llegar a la marca de David. Así de pie como estaba sentí la leche y me agarré la pija y me quité de la línea de mi mujer, y comencé a pajearme fuerte, desesperado, no por placer, ni por descarga, sino para darle impulso a ese lechazo que ya me explotaba. Devolverle el impulso que la muy turra de Josefina me había querido quitar con su maniobra.
Me sacudí la pija con una fuerza y violencia desmedida, casi con brutalidad, con mi mente en el culazo de ella, y en su conchita abovedada que era mi premio. Mi premio y mi castigo.
Y la leche me vino. Me explotó entre los dedos y la largué. Y vi saltar por el aire ese millón de microscópicos cornuditos insignificantes volar y volar hacia la pared. Subiendo. Arriba. Bien alto. Y más arriba. Y vi el lechazo ir hacia las marcas en la pared. Pablo. David. Pancho. Todos los machos que para cogerse a mi esposa no debían pasar por pruebas, que para hacerle el culo solo debían pedirlo, o ni eso, solo puertearla.
La leche fue hacia la pared y mi corazón dio un salto. Allí iba el lechazo y la primera marca quedó atrás. Y siguió subiendo. Y pasó la segunda y también la tercera. Pablo, David y Pancho. Todos esos cogedores estaban quedando detrás mío. ¿Quién era el macho ahora, eh?
Hasta que mi lechazo dio contra la pintura y se abrió como una flor en medio de la nada.
Se quedó allí un segundo, como esperando que lo miren, y luego se hizo gota y se precipitó recorriendo la pared hacia abajo.
Lo vi caer y mi corazón dio un salto, el gotón cayó lentamente y un segundo después pasó por sobre una raya azul, una de las más bajas, a cuyo lado estaba escrito el nombre de David.
—¡Lo pasé! —grité. Y el tercer y cuarto lechazos me reventaron en la mano y me ensuciaron todo, hasta el pantalón—. ¡Lo pasé! ¡Lo pasé! —volví a gritar, feliz como un niño, emocionado no solo porque esa noche me iban a dejar cogerme a mi mujer sino porque esta nueva marca decía que yo también era un hombre. Un HOMBRE con mayúsculas.
Josefina también parecía contenta. Al menos sonreía.
—¡Lo logré, lo logré! ¡Yo sabía que hoy iba a poder! ¡Yo sabía! ¡Yo sabía!
Miré a mi mujer, que seguía sonriendo, pero esta vez vi mejor: su sonrisa no era de felicidad, era de sarcasmo.
—Mi amor, no sé cómo decirte esto, no quiero desilusionarte… —Pero se notaba que disfrutaba de desilusionarme —. Esa marca que acabás de hacer no es válida…
—¿Cómo que no es válida? ¡Lo pasé a David! Me eché un lechazo que…
Josefina estiró el centímetro y lo llevó desde el borde de la cama hasta la punta de mi pijita.
—Ya sabés, cornudito… el lechazo debe tomarse con el caballero sentado…
Me miré y me vi de pie. Era cierto, con toda la emoción no me había dado cuenta de ese no tan pequeño detalle.
—A esa marquita tan simpática que hiciste hay que descontarle… —Josefina desplegó el centímetro y midió la distancia total, y le restó la distancia entre la cama y mi pijita—. Cincuenta y cinco centímetros…
—¡Pero mi amor, no! ¡Es que vos me estabas pajeando los huevos!
—Lo siento, Gordo, me encantaría que por fin hubieses llegado, pero reglas son reglas…
—¡No, Josefina, por favor no me hagas esto!
—Gor, sin las reglas ésta o cualquier pareja se desmoronaría… y yo no quiero eso para nosotros…
—¡Josefina, no seas hija de puta!
Entonces sonó el timbre. Vi cómo el lechazo en la pared ya llegaba al sócalo y los tacos altos de mi mujer se movieron y comenzaron a andar, atentos y eléctricos.
—¡Ese debe ser David, mi amor! ¡Al fin un hombre de verdad!
—Josefina, por lo que más quieras…
Pero mi mujer ya salía del cuartito moviendo sus caderas, acomodándose las tetas y caminando bien bien puta, yendo a abrirle a su macho.
—Vamos a estar toda la noche en la habitación principal, cornudo, pero no te pongas mal… Vos seguí practicando acá que seguramente un día de estos…
Su voz se perdió llegando al living, y yo me quedé en el cuartito, solo, con mi pijita secándose y el gotón de la pared que ya tocaba el piso.
Más abajo no iba a poder ir.

FIN - Relato Unitario

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Capítulo 41: Los Cuernos Menos Pensados

Por Rebelde Buey


Muchas cosas resultaron irónicas en el viaje a Bariloche. Irónicas, contradictorias, absolutamente inesperadas.
Como ya saben, este viaje ritual, despedida de un ciclo entero de vida, se tomaba como pretexto para descontrolar durante una semana. Lejos de los padres, con la excusa perfecta del alcohol para justificar cualquier desmán, los chicos y chicas terminaban haciendo todo lo imaginable, prácticamente sin límites.
Y así lo hicimos. Todos. La población de una ciudad entera. Miles de chicos con las hormonas revolucionadas sin ningún tipo de freno.
Excepto Tiffany y Ezequiel.
La más puta del colegio. El más cornudo del mundo. La pareja más promiscua de todo Bariloche y de la que se esperaba que sucedieran las cosas más zarpadas jamás vistas… pisaron la ciudad de ensueño, y fue como si se transformaran en dos personas distintas.
Los hermosos paisajes los tenían embobados. La nieve, las montañas, los hermosísimos lagos y los cañadones poblados de árboles blanqueados de invierno parecían abstraerlos del desenfreno de una ciudad en llamas.
Tiffany y Ezequiel vivían de la mano, abrazados uno dentro del otro, amalgamados como si fueran uno. No parecía la rubia necesitar absolutamente nada más que lo que estaba obteniendo: mimos de su novio, romance, amor, diversión… ¡si hasta hacía el amor solamente con Ezequiel!
Nadie entendía esta actitud. Ni siquiera ellos. Pensé que todo se reducía a una excentricidad pasajera y, en definitiva, una pérdida de tiempo. Al contrario de lo que hacía mi Luana, que cogía todo el tiempo con cuanto guía o chofer o barman o lo que fuera se le cruzara por el camino.
Recuerdo que en aquel momento mi incomprensión era tal que me desesperaba por tratar de hacerlos reaccionar, diciéndoles que aquello se daba una sola vez en la vida.
Mucho tiempo después me daría cuenta de lo acertado de su proceder. De lo maduro, aun sin proponérselo, que habían obrado. Con el tiempo no pude menos que alegrarme por ellos y envidiarlos sanamente, porque mientras Luana se dejaba hacer de todo por todo el mundo, disfrutando, es cierto, y regodeándose conmigo en cada ocasión para mi deleite, Tiffany y Ezequiel estaban disfrutando de su primera e inesperada luna de miel.
No lo habían planeado. Simplemente sucedió. Ambos sintieron que en aquel lugar, aquella semana, era mejor estar juntos que replicando experiencias que de una u otra manera ya habían vivido. Porque ¿cuántas veces Tiffany se había acostado con otros? Miles. ¿Y cuántas veces, en cambio, podían tener la oportunidad de vivir un verdadero romance con el amor de su vida en un paraíso como aquel? Solo en ese momento.
Fueron los más inteligentes. Ellos disfrutaron de ellos mismos, de las excursiones, de los paisajes y hasta de un puntual amante, una noche que a Tiff le había gustado “demasiado” un chico de otro colegio.
Luana y yo, en cambio, solo disfrutamos de alguna que otra cosa en la ciudad, pero en definitiva, nada que no hubiéramos hecho en menor medida en Buenos Aires.
¿El resto de los miles de chicos que se hospedaban en la ciudad? La mayoría estaban demasiado borrachos o drogados para disfrutar nada. La noche mandaba y dejaba poco margen para el día. Una pena, pero así era. Y sigue siendo.
Me resultaba tan insólito, tan anormal verlos juntos una y otra vez, por ejemplo, en el lobby del hotel, abrazados simplemente, como cualquier pareja…
Aquella mañana fue la del tercer día y yo los seguía viendo juntos y acaramelados, con otros chicos y chicas, esperando que llegara el micro para iniciar una excursión. Yo estaba sentado enfrente de ellos, esperando que bajara Luana. Esperando en el sentido de esperanza, porque mi coreanita había pasado toda la noche con los dos choferes del micro y tenía mis serias dudas sobre su aparición a tiempo.
En un momento los otros chicos se alejaron y yo me acerqué a Tiff y Eze, sentándome en el sillón de al lado.
—¿Qué pasa, chicos? ¿Pacto de no agresión?
—¿Qué? —Me miraron como si estuviera delirando.
—¿Se prometieron portarse bien para no pelearse más?
Sabía que no podía ser eso por cómo eran ellos, pero le había dado vueltas al asunto y la única explicación posible era que para no pelearse —como la semana anterior— habrían pactado una tregua.
Tiffany rió.
—¿Tan raro es que estemos juntos? —preguntó Eze.
—No, no... Lo raro es que ella esté siempre con vos en vez de estar putaneando por ahí.
—¡Ey! —me reprobó Tiffany, pero no muy seria.
—De verdad. Se suponía que este viaje iba a ser como lo máximo para ustedes dos y…
—Es lo máximo.
Tiffany me corrigió y se arropó aun más en los brazos de Ezequiel.
—¿Te hiciste monja de golpe? ¿No cogiste con nadie ninguna noche?
—Sí, claro. No vine acá a desaprovechar el tiempo.
Me sentí extrañamente aliviado.
—Me alegro. Luana también. Anoche mismo la pasó con…
—Las tres noches cogí con Eze.
Ezequiel me miraba burlón. Les hice una mueca desaprobatoria.
—¿Entonces…? ¿Esto tiene que ver con la pelea por Cherry?
—No, Vincent. No hay pacto. No hay arreglo. No hay nada. Solamente tuvimos ganas de estar solos. ¡No es tan raro, ché! Ella puede seguir cogiendo con otros, si quiere. Yo también.
Lo miré incrédulo. ¿Había escuchado bien? Aquello último era difícil de creer.
—¿Vos?
—Sí, pero no me dan ganas…
—Él también puede coger las veces que quiera con cuantas chicas quera —Tiffany me miró sobreactuando madurez y luego me guiñó un ojo—. Eso sí, si yo me entero, lo corto en pedacitos.
Era claramente un chiste.
Así que ahora Ezequiel tenía permiso. Raro. No me lo imaginaba en esa posición.
—¿Entonces lo de Cherry…?
Tiffany me petrificó con la mirada.
—Cherry queda afuera de todo esto.
—No voy a hacer nada con nadie. No me hace falta.
—A mí me gustaría que Luana me dejara, también… —me sentí un poco patético haciendo ese ruego, pero eran mis amigos, no les iba a ocultar mis miserias—. Por ahí con ustedes como ejemplo ella podría…
Tiffany lanzó una carcajada.
—Perdón —me dijo—. No lo pude evitar. —La miré enojado y me aclaró— Luana no te deja con ella misma ¿y te pensás que te va a dejar con otra? Agredecé si debutás en la noche de bodas.
No lo decía con maldad, pero me apené igual.
—¡Claro que voy a debutar en la noche de bodas!
Tiffany miró su celular. Y enseguida a mí.
—Lu es una buena mina. Es una dulce, una divina… pero también es una perversa de perfil bajo… No me extrañaría que te haga aguantar hasta mucho después de casados…
Mi corazón se apretujó un poco. Sabía que Tiff hacía buenas lecturas de la gente pero por otro lado tenía, desde siempre, la promesa de mi novia.
Me sentí un poco más esperanzado cuando vi a Luana entrar al lobby con cara de dormida, oculta tras unos grandes lentes oscuros.
Luana se despatarró en un sillón.
—Se me parte la cabeza. Creo que anoche tomé demasiado…
Yo arremetí con lo único que me importaba en ese momento:
—¿No es cierto que en la noche de bodas cuando nos casemos, vos y yo… ya sabés… vos… yo…? —Movía mis brazos y manos como si con eso fuera más claro.
Luana me miró sin expresión.
—Ay, no sé, mi amor. Después lo vemos… Se me parte la cabeza ahora… ¿Cuánto falta para la excursión?
—En un rato —dijo Tiffany. Y agregó con picardía—. Santiago está esperando que aparezcan los choferes del micro para salir. ¿Vos los viste?
Luana le sonrió a pesar del dolor.
—Boluda, son dos hijos de puta… Ese Enrique… me tuvo despierta hasta recién… Mejor que no maneje él porque no durmió un carajo y se chupó [tomó alcohol] todo… —De pronto se puso más seria y me encaró, tomándome del brazo—. Amor…. —me pidió—. ¿No me conseguirías una aspirina… o algo más fuerte…? Lo que sea.
Me puse de pie. Todavía estaba conmocionado por sus últimas palabras: “Después lo vemos” ¿Qué teníamos que ver?
—Si me prometés que en la noche de bodas vos y yo…
—Dale, no seas bobo… —me reprendió con dulzura.
La besé en los labios brevemente y me fui.
—¿Y a ustedes que les pasa que están como tortolitos?
Tiffany sacó el celular, lo miró y lo volvió a guardar.
—Nada. Pintó así la cosa.
Luana sonrió complacida, igual que una madre.
—¡Qué lindo! Me alegra tanto por ustedes, chicos… Se les ve tan bien juntos, tan felices…
Se quedó colgada un instante mirando hacia la recepción, como hipnotizada. De pronto vio a nuestro guía y fue como si se despertara. Le habló a Tiffany.
—Si te pinta descontrolarla, avisame. Yo te digo quién vale la pena y quién no. —Inclinó su cuerpo hacia ellos como si fuera a hacer una confidencia— Santiago… mmm… —frunció la trompa—. Más o menos… Enrique, el chofer… Ese sabe.
—Si pinta algo, te aviso —respondió Tiffany con cierta languidez.
Era la primera vez que Ezequiel no sabía cómo venía su propio humor con este tema y que no le importaba en lo absoluto. Cualquier cosa que saliera iba a estar bien. O que no saliera.
Tiffany miró su celular otra vez. Luana lo notó.
—¿Te extrañan tus chongos?
Tiffany sonrió.
—No, pensé que me había entrado un mensaje.
—¿Esperás un mensaje de alguien?
—No.


Pero era mentira. Tiffany —y Ezequiel— sí esperaba un mensaje.
Porque la segunda cosa que no estaba en los cálculos de nadie fue que, a partir del momento en que pisaron Bariloche, tanto Tiff como Ezequiel comenzaron a experimentar la necesidad de compartir ese viaje con una persona que estaba cada vez más cerca de sus corazones: Ash.
En un comienzo lo sintieron como la añoranza de una ausencia.
—Extraño a la Pioja —fue lo que dijo Tiff al principio. Ezequiel aun no la extrañaba, pero tenía esa sensación vaga de cuando uno prefiere en determinada circunstancia contar aunque sea con la sombra del otro. Comenzaría realmente a extrañarla a las 24 horas.
El segundo día en Bariloche, en el descanso de una excursión a un cerro nevado, Tiff recibió un mensaje de texto en su celular.
“Los extraño mucho. Ya quiero que vuelvan. Pásenla bien y cojan mucho en mi honor”. Era Ash.
Tiff se sintió feliz. Se quitó de encima la pequeña mochila de no expresar lo que sentía y se sintió tácitamente autorizada a expresarse también ella.
Le respondió: “Yo también te extraño mucho, pero de coger, nada. Todos chicos feos. Te queremos.”
Lo mandó, pero Eze se quejó de que así parecía que él no la extrañaba. Entonces Tiff mandó un segundo mensaje:
“Eze también te extraña. Por ahí te querrá coger, jajaj.”
Entonces Ezequiel debió mandar su propio mensaje:
“No te quiero coger.”
E inmediatamente se dio cuenta que había sido un mensaje poco amigable. Pobre Ash, ella había estado muy amable al expresar que los extrañaba.
Comenzó a escribir “No es que no te quiero coger. Te cogería pero” —Pensó cómo seguir. A su lado, su novia no daba abasto con sus deditos enviando más mensajes, mientras a la vez su celular sonaba recibiendo otros. Siempre de Ash.
—Pregunta la Pioja qué onda que no le darías. Dice que si pensás que es tan fea.
—No —se sobresaltó Eze—. Le dije que no me la quería coger, nomás, porque…
Eze borró y comenzó a reescribir su mensaje anterior: “No sos fea. Yo te daría pero”. Lo leyó. Lo borró.
A su lado, Tiffany echó una carcajada y le mostró un nuevo mensaje recibido de Ash.
“Decile al puto de tu novio si me da o no, porque si no me voy a coger con otro.”
Eze comenzó a escribir otro mensaje.
—Aclarale que es todo una confusión —le pidió a Tiff.
“Estás malinterpretando”. Lo leyó y lo borró. Volvió a escribir: “Te doy pero no quiero”. Volvió a leer. Fue con el cursor al medio de la frase para borrar el “no” y agregar otra cosa. Comenzó a borrar.
—Dice la Pioja si estás seguro de perderte esto —Tiffany le mostró una foto que recién había recibido. Se la veía a Ash de espaldas, en una brevísima tanga negra luciendo su culito pequeño y espectacular. Ezequiel tragó saliva y su novia se echó a reír sonoramente.
—¡Me están tomando para la joda, hijas de puta!
Ezequiel iba a abandonar el mensaje que estaba escribiendo. Se sorprendió al ver lo que había quedado. Mirando la foto en el otro celular había borrado un poco más de la cuenta y la frase ahora decía “Te quiero”.
—Mandáselo —le dijo Tiffany asomándose por sobre su hombro—. Le va a gustar.
A partir de allí comenzaron a escribirse regularmente. Y a extrañarse cada día un poco más. Tiff sacaba fotos a algunos paisajes con su celular y se los enviaba a Ash. También le mandaron una de ellos dos besándose y una en la que la rubia había sido sorprendida mirando a otro chico mientras posaba con su novio, que la miraba enamorado.
Y Ash respondía, quizá no muy maduramente: “Córtenla con los paisajes y manden fotos de machos en bolas”
Tiff le había contado brevemente que ella no estaba putaneando, sino solo dedicándose a Ezequiel. Ash no se mostró tan sorprendida como todos hubiéramos esperado.
El cuarto y quinto día Tiff le envió una breve peliculita de ella, Eze, Lu y yo, mandándoles saludos.
Al día siguiente Ash no quiso ser menos y le envió a Tiff un video de menos de un minuto de ella cabalgándose a un flaco que no pudimos reconocer.
Y un mensaje de texto que decía:
“Este polvo fue dedicado a Eze. Decile que pensaba en él y en vos mientras me cogían.”
Ezequiel quedó atónito. Tiffany adivinó que, mientras cogía, Ash debía haber pensado mucho más en Ezequiel que en ella. No le molestó. Al contrario, le agradó que la pequeña tuviera la delicadeza y el tacto de incluirla y estar pendiente de no herirla de ninguna manera.
El resto de los días fue similar. Cruzándose mensajes amorosos, informativos y cachondos. Bromeando, proponiendo, enviándose fotos y videos. Todo tipo de videos. Tiffany y Ezequiel vivieron esa semana juntos, pero juntos con la Pioja, sin dejarla casi nunca afuera, integrándola a pesar de la distancia, que era mucha y era nada.
Y sí, Ash cogió un par de veces más, siempre dedicándoselo a ellos, siempre pensando en Ezequiel. Y Tiffany cogió con su Eze y en alguna oportunidad con otro chico, con su amor cerca y la Pioja enterada de todo.
La semana terminó más rápido de lo que ninguno imaginaba.
Y al volver, ya eran otros. Los que viajaron, y la que se quedó en casa cogiendo para los que viajaron. Luana y yo nos dimos cuenta apenas comenzó a andar el micro, ya de vuelta: no había forma de que esos tres volvieran a ser lo mismo que cuando iniciaron el viaje. Ninguna forma.

FIN del capítulo.

Trabajo Duro

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Trabajo Duro 

Por Rebelde Buey

NOTA: uno de los primeros relatos para este blog. Contiene violencia.


El sol era todo en ese campo yermo. El sol y el polvo acre que secaba la boca hasta la garganta.
Una radio mal sintonizada desgranaba una melodía que bien podía ser jazz o una propaganda de laxantes. Sonaba demasiado estridente y a veces la brisa escasa la silenciaba por un segundo o dos. La brisa también levantaba algo de ese polvo de mierda pero le daba al hombre una bocanada de alivio.
Toto clavaba con furia y de costado la pala corroída por años de trabajo. Hería la tierra como esa tierra lo hería a él.
“Hijos de puta…”, pensó. Se secó el sudor con el dorso de la manga y volvió a cavar.
Toto era un hombre de unos treinta y cinco años. Ni delgado ni gordo, casi bajo, de cabello negro y pajoso, le había quedado el apodo de cuando era chico, por una película que él jamás había visto.
La bendita brisa trajo un sonido lejano. Un motor. De inmediato giró su cabeza y miró hacia atrás. Hacia el galpón que había a más de cincuenta metros.
Con cierta zozobra en su pecho volvió a girar y su vista se clavó en el horizonte, hacia donde venía el sonido. Y la vio.
La camioneta destartalada y sucia avanzaba hacia allí por el camino de tierra. Levantaba una nube de polvo que el viento, ahora ausente, no retiraba nunca.
Toto se desesperó. Volvió a mirar al galpón. Ese no era su campito y todos en el pueblo lo sabían. Y encima la camioneta dejaba entrever bajo la mugre y el óxido un poco de pintura celeste: debía ser Zócalo, el peón de la ferretería.
La camioneta llegó y frenó a dos metros, y él dejó la pala para recibirla.
—¿Toto? —se sorprendió Zócalo, asomándose por la ventanilla.
—Sí —sonrió nervioso Toto—. Estoy ayudando al señor Diego.
—¿No está en la casa? —Zócalo se refregó la nariz con un dedo y señaló con la vista la casita al lado del galpón. Era alto, de una edad indefinida que parecía siempre cercana a los cuarenta desde hacía más de una década. Llevaba los cabellos largos, sucios y desaliñados, barba de tres días y una nariz aguileña que no le mejoraba la facha.
—N-No…
—¡Carajo! Le traje a Diego unas cosas que nos pidió el lunes… ¿Te las dejo a vos?
—Sí.
Zócalo adivinó que había algo raro. Pero conocía a Toto, y Toto lo aburría. No quería ni preguntar.
—Son las bolsas de fertilizante que están atrás. Te las acerco al galpón…
—¡No! —casi gritó Toto. Y se dio cuenta que había quedado como un loco. Pero no tenía alternativa—. Dejalas acá.
Zócalo lo miró como con lástima, sin entender.
—Son dos bolsas de cincuenta kilos.
—Ya estoy terminando con la tierra. Si los llevo allá, después las tengo que traer de vuelta.
—Como quieras. —Zócalo se bajó de la camioneta con fastidio y se acomodó sin disimulo la verga que portaba dentro del pantalón. Toto no pudo evitar mirar. A ese tipo asqueroso le decían Zócalo porque —contaban las malas lenguas— portaba un miembro de veinte centímetros de largo por diez de ancho. Igual que los zócalos que van al pie de las paredes de las casas. Había algo de exageración en el apodo, pero nadie podía decir a ciencia cierta cuánto.
Fueron atrás de la camioneta y bajaron las bolsas.
—¿Pero vos no tenés tu propio campito?
—Necesito unos pesos extra. No sabés lo que Milly gasta en ropa.
—Me doy una idea. Si se hace traer todo de Buenos Aires…
Zócalo apoyó la segunda bolsa sobre la primera. Miró la radio mal sintonizada y ajustó el dial. Ahora se escuchaba mejor. Se sorprendió cuando escuchó una propaganda de laxantes.
Toto volvió a mirar hacia el galpón, nervioso. El otro no quería ni saber, así que se subió a la camioneta.
—Saludalo a Diego, cuando lo veas… —Zócalo se llevó un palito a la boca para jugar con él. Miró a Toto con un poco de sorna y le sonrió con cierta maldad—. Y a tu mujer, muy especialmente… Me la crucé el otro día en la ferretería… vino a última hora a buscar un repuesto que no tenía y la tuve que llevar atrás, al fondo, para buscar mejor…
Toto se estremeció. Milly no le había dicho nada de ese encuentro.
—No sabía…
—Estuvimos casi una hora… pero al final, tu mujer se llevó exactamente lo que fue a buscar…
Toto sintió el sudor en la espalda. ¿Cuándo había ido Milly a la ferretería?
—Gra… cias…
—No me lo agradezcas… —Zócalo parecía disfrutar y paladear el momento—. Pero mandale mis saludos, no te olvides…
Puso primera, dio media vuelta y regresó al mismo horizonte del que salió.

Toto se iba acercando al galponcito con la bolsa de cincuenta kilos sobre sus hombros y una formidable erección en el pantalón. Iba esquivando surcos y pozos que él mismo había hecho y se doblaba los tobillos cada dos por tres.
La radio ya casi no se oía pero comenzaba a escuchar un sonido que le era mucho más familiar: los gemidos de su mujer. A medida que se acercaba, los sonidos eran más fuertes, igual que su propia erección.
—¡Ahhh…! ¡Ahhh…! ¡Ahhh…!
Oía los jadeos que eran rítmicos, repetitivos. También escuchaba la voz de su esposa pero, aunque el portón estaba abierto, no era posible adivinar lo que ella decía.
Toto siguió acercándose. Diego y su mujer habían dejado las puertas de cada lado del galpón abiertas de par en par, seguramente por el calor.
Los jadeos de Milly ya eran claros y fuertes, y Toto sintió cómo la pija le quería explotar. Recién cuando atravesó la puerta y estuvo adentro pudo escuchar lo que decía su mujer.
—Ahhhhh… Sí, hijo de putahhh… Mandámela hasta los huevos…
Al pobre Toto casi se le escapa la bolsa de cincuenta kilos de los hombros. Aunque la había visto una docena de veces, la imagen de su mujer siendo brutalmente empalada por un macho grandote lo seguía shockeando como un golpe de calor.
—Señor Diego… Mi amor… —balbuceó Toto, más disculpándose que otra cosa.
—Toto… ¿viniste a ver cómo se cogen a la putita de tu mujer…? —Milly sonrió con cierta maldad pero disfrutando del inesperado testigo que no le sacaba los ojos de encima.
Pero a Diego no le gustaba.
—¿Qué hacés acá, cornudo de mierda? ¡Te ordené muy clarito que me trabajes la tierra mientras me garchaba a tu mujer!
—Perdón, señor Diego, lo que pasa es que…
Diego se quitó a Milly de encima y se puso de pié, enfrentando a Toto. La verga enorme y durísima se mantenía erguida, venosa, brillante de los jugos de la mujer.
Toto no podía apartar la vista de esa pija que apenas un segundo antes (y tantas noches antes, también) estaba taladrando a su esposa.
—¿Además de cornudo, sos puto…? —El macho fue hacia él.
—Señor Diego… Vino Zócalo, de la ferretería… le trajo el fertili…
¡PAF!
La bofetada sonó en la cara y rompió la tarde. Toto cayó al piso aplastado por la bolsa y la sorpresa. Unas lágrimas se soltaron de sus ojos pero no supo si era por el dolor, la humillación o un simple reflejo de su cuerpo.
Diego se frotaba la mano enrojecida cuando Milly se le acercó en una corrida… y se le colgó del cuello. Estaba encendida. Más puta que nunca. Agarró a su macho de la pija y lo besó en la boca con una pasión que nunca antes había sentido.
Escuchó el quejido de su esposo, que yacía a sus pies, y tuvo un orgasmo suave y muy breve sin siquiera tocarse.
De pronto Milly ya no solo se sentía la mujer más puta del pueblo, como solía sentirse cuando su marido la miraba coger con otros. Ahora se sentía la esposa más poderosa del planeta, y estaba dispuesta a probar algo de ese poder.
—Vení —le dijo a Diego amablemente sin soltarle la pija—. Quiero que me cojas en esta silla.
—Primero dejame echar a tu marido de acá.
—¡No! Dejámelo a mí.
Diego se sintió curioso y divertido por aquel giro inesperado. Se sentó en la silla y tomó a Milly de la cintura, que aún permanecía de pié.
Ella dijo:
—Cornudo, te quiero arrodillado delante de esta silla en cinco segundos.
Toto no dejaba de tomarse el rostro. Apenas se había librado de la bolsa que le había caído encima. Le dolía también una pierna.
—Pero mi amor… me-mejor me voy… creo que el Señor Diego no quiere…
—¡Cornudo, vení ya mismo para acá o te juro que cuando te duermas te castro…!
Ni había terminado la frase y Toto ya se movía hacia ella con los ojos agrandados por el espanto. Se arrodilló mansamente frente a la silla. Y frente a la pija paradísima de Diego, que estaba sentado. Otra vez no pudo quitarle la vista a ese monumento de verga, grueso de venas y con una cabezota gorda y roja.
—Tenías razón —Milly giró hacia Diego—. Me parece que mi cornudo es medio putito…
—No, lo que pasa es que…
—¡Callate la boca y sacate la mano de la cara, maricón!
Toto obedeció sin resistencia. Tenía la mejilla derecha inyectada en sangre y los dedos de Diego marcados a fuego.
—¡Las manos atrás, cornudo! —Milly estaba de pié entre Toto y la silla, entre su cornudo marido y la magnífica pija que le daba sexo casi todos los días—. Y te aclaro esto una sola vez: haga lo que haga, pase lo que pase, ni se te ocurra sacar las manos de ahí atrás…
Toto asentía con la cabeza, temeroso de pronunciar palabra. Milly le hubiera dicho que a sus espaldas bajaba un plato volador y hubiese asentido igual. Toto no la escuchaba, realmente. Estaba extasiado con la pija en primer plano, y anhelante de que su mujer se la enterrase allí mismo, a escasos centímetros de sus ojos.
Y, para felicidad de Toto, Milly comenzó.
—Mirá cómo me voy a enterrar este pedazo de verga, cornudo…
Milly se abrió de piernas justo por encima de la pija de su macho. Toto tenía los ojos desorbitados. Tragó saliva sonoramente.
—Mirá cómo me llena… Mirá bien…
Y Milly comenzó a bajar despacito, muy lentamente para que su marido no perdiera detalle, enterrándose la pija de Diego.
La erección de Toto era casi grotesca dentro del pantalón.
—Mirá bien… así no te olvidás de cómo era cogerse a tu mujercita… Ya va para tres años que no cogés, mi amor… —Milly comenzó a subir y bajar lentamente, pero con cierto ritmo. Entrecerró los ojos para sentir esa carne en toda su dimensión—. Y encima las últimas veces… Ahhhhh… me cogiste con fo…rro… ¿te acor… mmm… dás…?
Toto no aguantaba. Veía a su mujer subir y bajar ese mástil hinchado y su pija se retorcía dentro de su pantalón buscando algo de comodidad. Estaba acostumbrado al dolor de testículos por no tener permitido acabar, pero cuando tenía una erección como aquella y su pijita medio doblada entre sus ropas, era inevitable querer acomodarla.
Con la mayor despreocupación del mundo, olvidado por completo la orden de su mujer, sacó las manos de su espalda y acomodó su pequeño bulto.
Pero Diego estaba atento.
—Cornudo, tu mujer te dijo que te quería con las manos atrás.
Milly abrió los ojos en el instante. Su rostro se desencajó al comprobar la desobediencia de su marido.
—¡Cornudo, te dije que por ningún motivo saques las manos de tu espalda!
Roja de furia, Milly llevó su brazo derecho muy hacia atrás y mientras veía la sorpresa y el pavor en los ojos de su marido, tiró la mano hacia adelante con toda su fuerza y le dio de lleno en la mejilla virgen de Toto.
—¡Aaah! —se quejó Toto, e instintivamente llevó una mano a su rostro.
Milly asestó otra bofetada furibunda y ruidosa. Pero a la otra mejilla.
—Ni se te ocurra quejarte, putita. ¡Y te dije que te quiero con las manos atrás!
A pesar del dolor, Toto mandó las manos a su espalda y compuso su postura más o menos erguida. Otra vez afloraron un par de lágrimas en sus ojos.
Milly levantó nuevamente su mano derecha pero se detuvo. Toto se cubrió por puro reflejo. Y advirtió su error un segundo tarde. Ella había congelado el golpe porque él estaba en su posición. Pero ahora que se había cubierto, el golpe tenía su nombre y apellido.
Milly se apoyó más en los pies y menos en Diego. Giró hacia éste y le dijo:
—Quiero que me sigas cogiendo mientras le enseño a este cornudo de mierda cómo me tiene que hacer caso.
Diego sonrió y procedió a tomarla de la cintura. La agarró con fuerza porque intuía lo que iba a seguir. La subió un poco sobre sí y sintió la conchita hirviendo recorrerle hacia arriba su pija. Lo hacía lento no sólo para disfrutarlo así, sino también para darle a ella el tiempo justo.
Cuando llegó a la punta dejó una décima de segundo de suspenso y se la clavó con firmeza hasta los huevos.
Milly gritó de pura calentura y le asestó una nueva bofetada a Toto, sin dejar de mirarlo. Al tiempo que la pija de su macho se le enterraba hasta la garganta, le gritó:
—¡Cornudo, vas a aprender a hacerme caso!
Diego la estaba subiendo de nuevo por su pija. Lentamente, como antes. Ella sintió el movimiento dentro suyo y llevó su mano atrás. Disfrutó la mirada suplicante y vencida de su marido y cuando la pija comenzó a llenarla otra vez, le vino un orgasmo tan intenso como jamás había tenido.
La mano impactó en el rostro de Toto con la misma violencia con la que le llegó el orgasmo.
Su macho comenzó a bombearla más rápido, como para ir acelerando sin desajustar el ritmo que imponía el castigo al cornudo.
Con cada estocada a fondo, Milly asestaba una nueva bofetada.
Ella estaba casi de pie, con Diego aferrado a su cintura, su pija adentro y subiendo su pélvis para enterrársela cada vez más y tratando de sincronizar con las bofetadas que Toto seguía soportando. A veces el pijazo la estremecía de tal forma que las piernas se le aflojaban y la mano impactaba más suave sobre su marido. Pero eso le provocaba más furia y en el próximo golpe se desquitaba de su propia debilidad, con él.
—¡Cornudo! ¡Cornudo! ¡Cornudo!
Con cada estocada de esa pija tremenda, Milly pegaba un golpe. Y con cada golpe, no podía evitar gritarle “cornudo” a su marido.
Toto lagrimeó fuerte, primero. Sentía las mejillas en carne viva y cada nuevo golpe era más doloroso que el anterior. Su mujer lo estaba golpeando con furia mientras otra verga y no la suya la hacía acabar una y otra vez. Una y otra vez.
Toto comenzó a gimotear. Incluso a llorar con la mayor discreción posible. Pero sus verdugos estaban demasiado extasiados y hacían demasiado ruido. Entre lágrimas agradeció al Cielo que no lo escucharan llorar. Quién sabe qué reacción tendrían si lo hubieran hecho.
Diego clavó los dedos en la carne caliente de su mujer. Milly supo que se vendría. Y sintió una oleada de calentura adicional que le llegaba desde el bajo vientre.
Por un segundo dejó de abofetear a su marido y giró su carita de esposa emputecida hacia su macho.
—¡Llename, mi amor…! ¡Llename de leche!
—Sí, puta… Te lleno…
Diego se paró detrás de ella y comenzó a bombearla con violencia y salvajismo.
—¡Ahhhhhhhhhh…!
Ahora que por un momento Milly no lo golpeaba, Toto sintió el dolor que literalmente latía en sus mejillas. No iba a poder soportar otra bofetada. Vio a su mujer con los ojos cerrados y totalmente ida. Se había apoyado en sus hombros para aguantar mejor cada una de las embestidas de su macho. Toto estaba aguantando de rodillas el peso y el empujón de cada penetración de la cogida que le propinaban a su mujer. Se dio cuenta que ella recomenzaba a acabar.
—¡Llename! ¡Llename ahora, que acabo…! ¡Llename Die…go por fah… vorhhhhgggg…! ¡Ohhhhhhhssssssíííííííí…!
—¡Sí, puta! ¡Te lleno, te lleno!
Toto se relajó. Su rostro agradecía que aquello estuviera terminando. Suspiró aliviado y cerró los ojos con una imperceptible sonrisa.
Por eso no vio venir la nueva andanada de cachetazos. Más violentas. Más seguidas.
—¡Cornudo! ¡Cornudo! ¡Cornudo! ¡Cornudo!
Su mujer estaba acabando en una serie de orgasmos encadenados que parecían no tener fin. Los golpes se sucedían unos tras otros dando vuelta el rostro del pobre sometido como si fuera la cabeza de un muñeco maltrecho.
Toto rompió a llorar por la impotencia y el dolor. Aunque podía sentir su pija totalmente parada, el ardor en su rostro era tal que quería que aquello terminara cuanto antes.
—Por favor, mi amor… —suplicó entre lágrimas—. Por favor…
Pero su ruego no hizo otra cosa que excitar más a su mujer y redoblar la violencia del castigo. Las lágrimas ya se mezclaban con la sangre en el rostro de Toto cuando éste sintió que estaba a punto de desmayarse.
Lo último que vio antes de que todo fuese oscuridad fue la verga de Diego entrando y saliendo de su mujer, y el semen blanco y viscoso que rebalsaba de la concha enrojecida y alguna vez suya.
Esto le sobresaltó el pecho y el último segundo, mientras perdía el conocimiento, se dio cuenta que estaba empapando los pantalones con su propia leche, en una acabada para la que ni siquiera había necesitado tocarse una vez con sus manos.

Fin (relato unitario)

El Portero y la Sra. D’angelo

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*UN NUEVO RELATO CADA VEZ QUE ARGENTINA GANE EN EL MUNDIAL ^_^


El Portero y la Sra. D’angelo

Por Rebelde Buey

NOTA: Este relato es viejísimo, de los primeros. Fue publicado en una vieja página web que yo hacía donde publicaba relatos como éste y un millón de talkies muy graciosos. No es tan bueno como los relatos actuales, pero se deja leer.


Algún día les contaré cómo llegué a ser encargado de este edificio, y cómo he logrado manejarlo a mi antojo. Con decirles que casi no hago nada. Baldeo un poco la vereda como para cuidar las apariencias y a veces saco la basura, pero nada más.
¿El resto? El resto lo hacen los cornudos que viven en el edificio. No, no es una expresión. Literalmente, el resto de las cosas las hacen los maridos cornudos mientras me cojo a sus mujeres.
Por ejemplo, el del séptimo B reparte la correspondencia del consorcio todos los martes a la noche. Yo la guardo un par de días y se la llevo. Él sale contento a repartirla. Va con la pila de cartas en la mano y la pija parada bajo el pantalón, porque sabe que mientras él anda por el edificio, yo le surto a su mujer en su propia cama. A tal punto le gusta que casi siempre se demora más de la cuenta para darnos a mí y a su putita un poco más de tiempo.
Otro que me ayuda mucho es el cornudo del quinto D. Su mujer es la más puta del edificio. Yo me la suelo coger de día, mientras el marido está en la oficina, pero a veces se nos hace tarde y mientras me la estoy cogiendo llega él del trabajo. En esos momentos me gusta humillarlo y lo mando a que saque la basura de todo el edificio. Entonces se nos acerca a la cama, besa a su mujer desnuda y agitada y se va a hacer lo que le ordené. Sabe que la próxima hora, mientras él esté cerrando y cargando bolsas, yo me estaré gozando a su mujer. Es seguro que esa es la hora más feliz de su semana.
También está el del segundo D. Ese no está casado; está de novio con una pendeja terriblemente fuerte. Le dije que hasta que no se casen es mejor que no tengan relaciones. Por supuesto, me cumplen. Y, por supuesto también, cada vez que la chica va a visitarlo a su departamento, primero pasa por el mío. Ya me prometieron que para la boda voy a ser el padrino y me van a llevar a la luna de miel.
Todos o casi todos los que viven en mi edificio son cornudos. Algunos jamás lo sabrán. Otros, lo sospechan. Pero la gran mayoría lo sabe, y lo asume de una u otra manera. Es la única condición excluyente que acepto para que alguien venga a vivir aquí. Si yo no advierto cierta condición de cornudo en el hombre, o cierta actitud tramposa en la mujer, no entran.
Ustedes se preguntarán cómo es posible que un simple portero tenga tanto poder. Bueno, eso es algo que dejaremos para más adelante. Porque hoy simplemente quiero contarles lo que me sucedió con el del 11 E.



Los del 11 E son una pareja bastante típica dentro de mi edificio. Ella tiene treinta y pico, piel blanca y cabello negro, largo y sensual. Es una latina de rostro de puta infernal, grandes pechos y caderona. Buena cintura, ojos grandes y una boca y labios que uno quisiera que se quedaran en la entrepierna toda la noche. Él es un tipo común de clase media, unos quince o veinte años mayor que ella. Bastante serio.
La razón por la que los dejé alquilar fue obvia. Si bien el marido no tenía el típico aspecto de cornudo consciente, la mujer tenía muchas de las características para admitirlos: simpática, atrevida, mirona.
Estoy seguro que ya le metía los cuernos desde antes de vivir aquí. Quizá hasta por eso se mudaron. Se presentaron como el señor y la señora D'angelo, y así los llamé siempre desde ese día. Incluso cuando le daba bomba en su propia cama, una hora antes de que el cornudo llegara con su habitual cansancio y apatía.
Como sea, antes del mes de haberse mudado ya me la estaba cogiendo tres veces por semana mientras el marido trabajaba. Antes de los cuatro meses se la estaban garchando el carnicero, el repartidor de agua, un amigo portero del edificio de enfrente y dos chicos de distintos deliveries.
Sin embargo, a diferencia de otros cornudos de aquí, este señor no estaba al tanto de las aventuras de su mujer. O mejor dicho, no quería darse cuenta de la triste realidad. O, en el último de los casos, si se daba cuenta, hacía enormes esfuerzos por hacerse el boludo.
Confirmé que efectivamente era esto último en las primeras vacaciones del señor.
A esa altura yo me la venia cogiendo a su mujer sólo una vez por semana. Pero con las vacaciones, muchas de las mujeres del edificio no estaban y volvía a disponer de más tiempo. Había arreglado con la señora D'angelo que, ya que vivía debajo de mi departamento, iba a tener cierta prioridad e íbamos a coger todos los días.
Y así fue la primera semana de enero. Pero la segunda su marido se instaló en su casa porque le habían dado a él sus vacaciones. En teoría, el cornudo no conocía su condición de tal, con lo cual la cosa se iba a complicar puesto que con la señora D'angelo nos estábamos viendo todas las siestas.
Los primeros dos días de vacaciones de su marido, la señora no subió a mi departamento. Como tenía al cornudo en casa, no se  atrevía. Pero como también se moría de ganas, al tercer día inventó una excusa tonta y subió. Cogimos toda la tarde.
Al cuarto día inventó otra excusa, y al quinto también. Y siempre cogíamos de lo lindo. Pero el marido era cornudo, no boludo. Al tercer día de excusas se dio cuenta que cada vez que su mujer se ausentaba, a los cinco minutos comenzaban a escucharse ruidos en mi habitación (como les dije, yo vivía arriba de ellos, y mi habitación estaba exactamente sobre la suya).
Aquel día, cuando la señora D'angelo regresó de una extraordinaria y ruidosa sesión de sexo en mi departamento, el cornudo, con cierto dolor en los ojos, le comentó:
—Cada vez que te vas, en el departamento de arriba hay un ruido de locos... ¡Parecen animales...!
—¿Ru... idos...? —La señora D'angelo se turbó. No había pensado ni remotamente que podían escucharla.
—Sí —dijo él, apagado—. Todas las tardes...
Hubo un segundo de silencio. Después, ella se aflojó y dio un paso hacia él.
—Pobrecito... —dijo dulce y conciliadora, aunque todavía un poquito nerviosa—. ¿Y así no podés dormir la siesta...?
Lo abrazó.
—Sí, la siesta... Igual que en el otro edificio...
Ella se separó inmediatamente de él, como si le quemara. Su rostro era de indignación muy bien fingida.
—No. Como en el otro edificio, no —retrocedió y cruzó los brazos sobre sus pechos—. Es cierto que en el otro edificio me cogían hasta los de la limpieza, y siempre hacía escándalo. Pero eso ya pasó. Ya lo hablamos. Te fui infiel una vez porque pensé que vos me estabas siendo infiel también... —Miró para abajo, como recordando sin querer recordar. —Es cierto, me equivoqué... vos no te acostabas con otra... Pero yo qué sabía...
—Pero mi amor, durante tres años enteros fui el rey de los cornudos de ese edificio... ¡Fui el cornudo del barrio entero...! Y te perdoné... y me prometiste que no lo ibas a hacer nunca más... Por eso nos mudamos acá… para recomenzar de cero...
—¡Y vos me prometiste que no íbamos a hablar más del tema y que no me ibas a echar en cara ese episodio...!
Hubo otro segundo de silencio. Esta vez, cargado de resentimientos y frustraciones. El pobre cornudo suspiró y pareció desinflarse sin remedio.
Pero no te preocupes —volvió a decir ella—. Si tanto te molesta el ruido a la hora de la siesta, mañana te lo soluciono...
Al otro día, a la hora que siempre subía, la señora D'angelo se calzó un pantalón negro ajustadísimo, una camisola blanca con un escote impresionante que le dejaba ver mucho y fue hasta su habitación. Cuando el cornudo la vio casi dio un salto de la sorpresa.
—¡Mi amor! ¿Pero qué hacés así vestida?
—Voy arriba. Voy a hablar con ese cretino del portero antes de que empiece a hacer ruido y no te deje dormir...
—P-pero... ¿vas así vestida...? —El pobre cornudo abrió las sábanas de la cama para acostarse. En un giro de su mujer vio el relieve de la bombacha debajo del ajustadísimo pantalón. Llevaba la bombachita metida bien —pero bien bien— dentro de la cola. El cornudo no pudo evitar una erección.
—Quedate tranquilo, mi amor —Ella lo tapó amorosamente y lo besó en la frente. Él se reconfortó bajo las mantas—. Voy arriba a ponerlo en vereda a ese irrespetuoso antes de que empiece a hacer ruido... Vas a ver que hoy te va a dejar dormir la siesta.
Salió de la habitación bamboleando las caderas mientras el cornudo veía esa cola que era suya y que iba hacia arriba, hacia el departamento del portero —el mío, claro—. El cornudo tuvo que aceptar una nueva erección.

Cogimos como beduinos. A la calentura normal que siempre teníamos, se le sumaba el morbo de saber que su marido estaba abajo sospechando de nuestro garche pero sin poder decir nada. La idea de que ella se había vestido bien sexy para mostrarle que así iba a coger conmigo me voló la cabeza y fue la responsable de que me echara tres polvos esa tarde.
Terminamos cuando cayó la noche. Eso sí: en absoluto silencio.
Al otro día la señora D'angelo volvió. Había puesto la misma tonta excusa. Al parecer, el cornudo se sintió más aliviado porque la tarde anterior no había escuchado ningún escándalo. La señora D'angelo se había vestido con un pantalón cargo y una remera negra y súper ajustada, que le marcaban las buenísimas tetas que tenía. Esa tarde también cogimos como animales. Y también en silencio.
Los días siguientes fueron similares, pero lo cierto es que la putita infiel y yo nos fuimos relajando sin darnos cuenta y al comenzar la segunda semana de vacaciones del cornudo, ya estábamos otra vez haciendo ruido, gritando, jadeando sonoramente y puteando en cada orgasmo.
Al promediar la segunda semana, una tarde en la que la señora D'angelo estaba como sacada, arriba mío, cabalgándome sin tregua y gritando como una posesa, sonó el timbre.
—¡Ahhhhh...! ¡Ahhhh...! ¡Me estás empalando, hijo de puta...!
—¡Shhh! ¿Eso no fue el timbre?
Me tapé con una sábana y fui a ver. ¡Era el cornudo! Abrí la puerta sin mostrar el interior de mi departamento.
—¡Sí...? —balbucí. Admito que estaba un poco confundido.
—Ejem... —el pobre cornudo estaba rojo como un tomate—. Señor potero, quería pedirle, si no es mucha molestia... emmm…
—Sí, ya sé. Que no haga tanto ruido...
—Por favor... —dijo conciliador—. Estemmm... trato de dormir la siesta... Son mis vacaciones...
Me sentí un poco culpable. Aquel tipo parecía necesitar el descanso de verdad.
—Sí, discúlpeme... Me dijo su señora...
—Oh... ¿La vio a mi señora, entonces?
—¡Eh…! Psí... Hoy. Hace un par de horas. Vino a decirme que por favor no haga ruido... por usted...
—Claro... por favor, si es posible...
—Sí, sí...  Disculpe.
—No digo que deje de hacer lo que está haciendo... Hágalo las veces que quiera. Pero en silencio...
—¿Las veces que quiera...? P-pero...
—Sí, claro... Qué sé yo... A la mañana y a la tarde...
—A la mañana también...
—Sí, pero en silencio.
—Sí, en silencio.
—Mi mujer va todas las mañanas al mercado a comprar cosas... Si quiere le digo que pase por acá para recordarle que lo haga, pero sin hacer ruido...
—¿Podría... mandar a su mujer también a la mañana...?
—¿Podría hacer lo que hace, que evidentemente lo hace muy bien, pero en silencio...?
—Sí… sí... por supuesto...
—Entonces, cuando mi esposa llegue hoy a la noche, se lo pediré. Adiós.
—A... dios...

Desde esa tarde y durante la semana y media que continuaron las vacaciones del cornudo, le cogí a la mujer dos veces por día en el más absoluto silencio. La segunda semana incluso participó un primo mío que paró por casa unos días. Fueron momentos tremendos. A la putísima señora D'angelo tuvimos que ponerle un pañuelo en la boca y una mordaza para que no gritara los orgasmos cuando le hicimos una doble penetración. Por alguna razón yo quería respetar el deseo del cornudo de no hacerle ruido.
La última semana, los últimos días especialmente, fueron de película porno. Una tarde me la enfiesté con el carnicero, y otro día me la cogí en el pasillo, frente a la puerta del departamento del cornudo. Mi primo se quedó en Buenos Aires dos días más de la cuenta sólo para seguir cogiéndosela. Se la garchó en la cochera, dentro de mi auto, y el día que se iba trajo cinco compañeros de la facultad (así me dijo) y se la cogieron todos, de a uno y haciendo cola en la escalera del edificio.
Hoy, mucho después de esas vacaciones, el cornudo sigue haciendo como que no lo es. Y yo volví a cogerme a su mujer una vez por semana.
Salvo en las vacaciones...
;)



FIN  (relato unitario)

Dame un Segundo — Capítulo 42

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*PUBLICO EL RELATO DE TODOS MODOS PORQUE YA ESTOY HECHO CON HABER LLEGADO A LA FINAL Y PORQUE EN DOS DÍAS ES 15 Y DE TODOS MODOS IBA A PUBLICAR ALGO NUEVO ^_^



DAME UN SEGUNDO
Capítulo 42: De Regreso, Ash

Por Rebelde Buey


El enorme ómnibus rompió la cuadra adoquinada con sus luces, su bocina, y el griterío de una treintena de chicos y chicas eufóricos de tristeza.
En el edificio del colegio los esperaban un millar de padres, madres, novios, novias y amigos. Todos expectantes. Los padres, felices por el retorno de sus hijos. Los novios y novias, preocupados y resignados de antemano por lo que cada una de sus parejas habría hecho en su semana de descontrol por excelencia.
El micro estacionó lentamente sobre el cordón y abrió sus puertas para que bajaran los chicos.
Era un momento triste a pesar de la ruidosa algarabía. Era el final de una semana especial pero, por sobre todas las cosas, también el final de toda una etapa. De amigos. De profesores. De una vida hecha y aprendida a la perfección. Era el final de todo un mundo con nosotros como protagonistas, y el inicio incierto de algo por completo nuevo y absolutamente desconocido. Aunque nosotros creíamos que esa mezcla de euforia y tristeza solo era por el final del viaje a Bariloche.
Muchas chicas bajaron llorando. Algunos varones tratábamos de no hablar para no mostrar la angustia. Otros y otras disimulaban su desazón gritando más fuerte y aparentando (inconscientemente) alegría. Cada padre o novia o novio iban a su encuentro.
Tiffany y Ezequiel pisaron el asfalto y una sombra delgada y escurridiza se abalanzo sobre ellos, abrazándolos.
—¡Chicos! ¡Chicos! ¡Chicos! —repetía al borde de la histeria—. ¡Los extrañé, chicos!
Era Ash. Abrazaba la pareja con tal angustia, alegría y desesperación, que Ezequiel se conmocionó. Era como si hubiesen vuelto de la guerra.
Ash besaba a la pareja con besos cortos pero frenéticos, uno tras otro como una ráfaga de metralleta. Les besaba la cara, el pelo, la ropa. Estaba feliz y desahogando una gran ansiedad contenida.
—¡No me dejen nunca más! —decía entre sollozos—. ¡Nunca más, ¿entienden?!
Ezequiel se sintió afectado. No por las palabras, sino por cómo estaba su amiga. Él y Tiffany la rodearon, la abrazaron y le acariciaron la cabeza y los cabellos con ternura. Quizá por su rol de siempre en la pareja, Ezequiel era el que estaba más atento a lo que sucedía alrededor. Vio venir a sus padres y a la madre de Tiffany y se puso un poco nervioso. Codazo suave a Tiffany y la rubia los vio.
Las dos amigas estaban fundidas en un abrazo que era mucho más que amistad y la histeria típica de la edad. Los padres habían llegado y saludado, y ahora veían divertidos cómo ellas seguían unidas.
—Prometeme, Tiff... No me dejen más… —repetía Ash.
Estaban tomadas del cuello, una a la otra, Ash en lágrimas. Tiffany le corrió el cabello y acercó su boca al oído de la otra.
—Te comería la boca, Pioja… —le confesó en un susurro—. ¡Si no estuviera mi vieja te besaría toda!
—¡Besame! —suplicó Ash, un poco más alto de lo prudente—. ¡Por favor, besame…!
Tiff la siguió abrazando y la besó en la mejilla cuando la separó. Ash corrió la cara para que el beso le diera en los labios, sin lograrlo.
Saludamos a nuestros padres. Besos, abrazos, risas. Y enseguida fuimos a buscar los bolsos. Todo el curso se estaba despidiendo. Los padres eran testigos de cómo sus propios hijos los ignorábamos —más allá del primer saludo—, a pesar de que estaban allí para recibirnos y llevarnos a nuestras casas, amén de haber pagado el viaje y un largo etcétera.
La baulera donde se guardaba el equipaje quedaba del otro lado del micro, de cara a la calle, donde no estaban los padres. Ash vino con nosotros, seguía angustiada. Iba llevada de la mano de Tiffany como si fuera una criatura.
Eze comenzó a sacar los bolsos. Uno de los choferes estaba dentro de la baulera, ayudando.
—Besame —volvió a suplicar Ash—. Por favor, lo necesito…
El chofer se quedó sorprendido. Ezequiel miró alrededor: había otros chicos y un par de padres, más allá. Pero la mamá de Tiffany seguía del otro lado del bus, lejos de la vista.
—Mi amor… —le dijo la rubia, que se había respaldado contra el micro, cediéndose toda hacia su amiga.
Ash avanzó medio paso, se elevó un poco, la tomó de la cintura y la besó en la boca con pasión y ansiedad. Tiffany la recibió en un abrazo, besándola también.
El chofer le guiñó un ojo a Ezequiel, que ya tenía los bolsos junto a sus pies. Ash buscó su mano —la mano de Ezequiel—, sin dejar de besar a Tiffany.
—Los extrañé tanto… Los quiero tanto…
Se abalanzó ahora sobre él y lo besó con tanto ímpetu que Ezequiel trastabilló y ambos cayeron sobre los bolsos. Ash no dejó de besarlo y acariciarlo ni por un segundo, así encima de él como quedó. Se detuvo casi en un jadeo y lo miró a los ojos.
—Tocame —le pidió. Ash llevaba una minifalda bastante breve, la invitación no admitía dudas. Ezequiel hubiese querido consultar a su novia, aunque sea con la mirada, pero Ash no se merecía ningún desplante.
Ezequiel extendió su brazo y con la mano derecha comenzó a recorrer uno de los muslos de Ash, buscando la cola. La pequeña jadeó, cerró sus ojos y volvió a besarlo.
—Ay, sí… —susurró.
Unos minutos después, Eze volvía al otro lado del micro cargado hasta la exageración con sus bolsos y los de su novia. Tiffany y Ash caminaban abrazadas de la cintura, un poco más acarameladas de lo que las convenciones dictaban.
—No podemos separarnos más… nunca más en la vida…
—Eso es imposible, Pioja. Mirá cuando te toque a vos ir a Bariloche…
—¡No voy! —respondió al instante—. ¡O se vienen ustedes conmigo!
—Ay, hermosa… A nosotros no nos van a dejar ir.
—Pueden venir por su cuenta y nos encontramos allá… —Ash ya no estaba con aquellas primeras agitaciones de angustia, pero conservaba un dejo de desesperación ante la idea de volver a perderlos—. O podemos ir a otro lado… ¡Me chupan un huevo mis compañeros, yo quiero estar con ustedes! ¡Yo los quiero a ustedes! Podríamos ir a donde queramos… o al mismo Bariloche pero en otro momento… o a Brasil, o a donde sea, pero nosotros tres… Vos, Ezequiel y yo… solitos… juntitos… como en una luna de miel.
Los cinco bolsos con los que Ezequiel venía haciendo malabares cayeron de golpe. Aun en el bochorno de quedar en evidencia, Ezequiel no pudo hacer otra cosa que reír con las dos chicas.
—Parece que Ezequiel se puso nervioso…
—Trolas… —dijo Ezequiel sonriendo mientras volvía a recoger todo lo que se le había caído.
—¡Se imaginó una luna de miel con nosotras dos y se le aflojaron los bracitos!
—Sigan gastándome ustedes…
—Lo que no sé es por qué —dijo Ash, llena de picardía—. Una luna de miel con nosotras dos no significa necesariamente que vaya a coger más… o que vaya a coger, siquiera…
Los bolsos volvieron a caer. Y las chicas a reír.


Fin del Capítulo 42

Éramos tan Pobres — Anexo 01

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ÉRAMOS TAN POBRES  — ANEXO 01 —

Los anexos son historias más breves que no cuentan un episodio sino que agregan información, completan las historias o los personajes, y nos ayudan a entender por qué algunas cosas son como son, y de dónde vienen los personajes que ahora están donde están dentro de cada serie.
Suelen tener poco sexo y ser muy morbosos.

ÉRAMOS TAN POBRES — ANEXO 01 se envía por mail a todos los que leyeron y comentaron ÉRAMOS TAN POBRES IV, como agradecimiento a quienes participan y aportan al blog.

Éramos tan Pobres (IV)

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ÉRAMOS TAN POBRES
Parte IV  
(VERSIÓN 1.2)

Por Rebelde Buey



14.

El Joselito apretó los billetes que le dejó la Yesi y los que el viejo le había dado a él. Los había contado diez veces, y al derecho o al revés la cuenta daba lo mismo.
—¡No nos dio ni un peso más!
Su mujer estaba en la cama en bombacha y corpiño solamente, respaldada contra la pared con una pierna recogida y la otra estirada. Se pasaba una crema por la panza, que ya comenzaba a notarse, y el Joselito no pudo evitar una pequeña descarga eléctrica en su pingo. Le encantaba la Yesi, con esa carita de pícara y sus piernas carnudas, que eran como siempre, y los pechos más llenos, cosa que era nueva. Se tapó la erección con una mano porque el calzoncillo era muy botón, pero se maldijo: tampoco era tan grave, caracho, ella era su esposa, no debería sentirse avergonzado, ¿no?
—Ay, Joselito, ¿otra vez te pusiste al palo? —se dio cuenta la Yesi—. Al final tiene razón mamá, ¡sos un enfermo que lo único que piensa es en el sexo!
—Mi amor, te digo que don Brótola no nos pagó el doble y vos ni te mosqueás —El Joselito no sabía si indignarse por la desidia de su mujer o enojarse por el desinterés en cuestiones de alcoba—. Y además, cómo no voy a andar así de caliente si vos y yo nunca hacemos… ya sabés… eso que se hace en cualquier matrimonio…
—¡No exageres, Joselito, lo hicimos la semana pasada!
—¡Eso fue hace un mes, Yesi!
—Bueno, ¿qué querés? Estoy embarazada, no tengo tantas ganas como antes.
—¡Pero mi amor, si a ese viejo hijo de puta te lo cogés todos los días!
—Uy, lo decís como si me gustara. Es parte de nuestro trabajo en lo de don Brótola, yo qué culpa tengo? Si no fuera por eso, ni este trabajo tendrías vos.
La Yesi se dio vuelta y dejó su culazo inflado y redondo bien en punta. La tanguita se estiraba en el arco de esas redondeces hasta casi cortarse, y se le metía entre las nalgas bien desde abajo hacia la cintura, devorada centímetro a centímetro por sus cachetes gordos como manzanas gordas. El Joselito dio dos pasos y se clavó a su lado, hipnotizado por esa visión y tragando saliva.
—El viejo hoy te cogió dos veces, debería habernos pagado el doble.
La Yesi se removió en la cama y puso el culazo más en punta, bajándose la tanguita hasta la mitad de la cola. Más no pudo bajarla porque las nalgas y la conchita no soltaban la tela ahí abajo.
—Mi amor, pasame esta cremita en el agujerito de la cola… Don Brótola me lo dejó a la miseria…
El Joselito tomó el pote ofrecido y se abalanzó al culazo de su mujer con la desesperación de un depravado. Le corrió la bombachita unos centímetros para un costado y en el movimiento aprovechó para manosearle disimuladamente las nalgas. Sonrió la Yesi con ese contacto pajero.
—No es justo, mi amor… —se quejó él, mientras untaba por el ano un dedo completamente embadurnado—. Don Brótola te coge cuando quiere, te hace el culo, te llena de leche… y yo solo puedo pasarte cremita por los restos que él me deja.
—Te entiendo, Joselito, pero ya se sabe que en el matrimonio, y más si tenés hijos, hay que hacer un montón de sacrificios…
El Joselito suspiró vencido. Era cierto lo de los sacrificios de ser padre, se lo había dicho todo el mundo apenas dejó embarazada a la Yesi y decidieron casarse. Claro que como contrapartida se suponía que la vida en pareja tenía sus beneficios. Joselito descontaba que el casorio le aseguraba noches y noches de intimidad, esa fue una de las razones por las que aceptó semejante cambio de vida. Porque amaba a la Yesi, la única mujer con quien había estado en una cama, y amaba al crío que se gestaba en su pancita.
El Joselito siguió manoseando las nalgas carnosas de su mujer y pasándole cremita por el esfínter. Como quien no quiere la cosa, se había animado a meter un poquito de su dedo, entre tantas idas y vueltas. El Joselito transpiró. Estaba más al palo que nunca.
—Joselito, no te hagás el vivo… —lo regañaron.
—Mi amor, me tenés re alzado con este manoseo, aunque sea dejame metértela un poquito…
—Cortala, Joselito. Estoy re cansada de que me cojan, y encima mañana otra vez.
—¿Pero yo qué culpa tengo? Dale, aunque sea la puntita…
—Vos siempre lo mismo… ¡Comportate, querés?
—Hace un mes que nada de nada, ¡estoy que exploto!
La Yesi puso su culazo aún más en punta. Escuchó a su cornudo suspirar casi en un jadeo y tuvo que ocultar su rostro en la almohada para reprimir su risita.
—Está bien, Joselito. Hacete una pajita mientras me manoseás un poco la cola… ¡al final siempre te salís con la tuya!
—¿Una paja? Pero yo quería…
—¡Bueno, Joselito, a vos no hay nada que te venga bien! Si no querés pajearte es asunto tuyo, yo por mí me voy a dormir. No sé quién me manda a ceder tanto si al final no valorás un soto…
La Yesi bajó una pierna y ya comenzaba a darse vuelta sobre el colchón.
—¡No, mi amor, está bien, está bien, quedate boca abajo, yo me pajeo, yo me pajeo!, ¿ves?
Desesperado ante la posibilidad de no poder siquiera descargarse, el Joselito sacó su pija durísima y comenzó a masturbarse a los apurones.
La Yesi no giró y recogió otra vez la pierna, quedando nuevamente con su culo entangado señalando a Dios.
—¿Te gusta mi cola, Joselito? —preguntó con picardía, y la puso más en punta para calentar a su marido.
El Joselito no podía creer el culazo que estaba manoseando. Explotaba de carne dura y tensa como el parche de un tambor, casi tan duro como su propia pija, casi tan tenso como su ansiedad por no poder cogerla desde hacía un mes. Con la izquierda amasaba el culazo, con la derecha se agitaba sobre sí mismo como un monito en celo. Un mes que no cogía, un mes en el que ni siquiera lo habían dejado manosearla ni de broma.
—¡Me encanta tu cola, mi amor! ¡Es la mejor cola que vi en mi vida!
La voz le salía entrecortada al Joselito, porque la paja era tan violenta que le agitaba el pecho.
—Con el embarazo se me puso más linda, ¿viste? —la Yesi se removió apenas mientras su marido la manoseaba, se subió otra vez la bombachita y se la enterró entre la cola como no lo había hecho nunca antes en su vida. Escuchó al pajero tragar saliva sin dejar de agitarse—. Don Brótola también me dice que es la más linda que vio en su vida.
El Joselito apenas se detuvo una fracción de segundo. Pero siguió.
—Sí, Yesi, ya sé que le gusta. Pero mejor no…
—Don Brótola también me manosea la cola, Joselito —La Yesi se arqueó sobre el colchón hecha una caldera de morbo—. Así, como vos, bien desesperado…
El Joselito aflojó un poco la paja y el manoseo, pero ya estaba muy al borde como para cortar.
—¡Mi amor, dejá de hablar de ese viejo taimado, por favor! ¡Quiero que pienses en mí!
—Sí, Joselito, pero es que me acordé que don Brótola me manosea la cola igualito igualito que vos ahora, pero él… —El Joselito seguía pajeándose con fuerza— pero él me manosea y enseguida me manda verga bien bien adentro.
Dejó la paja por un segundo el Joselito, y fue a manosear. Pero se quedó. Estaba confundido.
—Mi amor, dejá de hablarme de viejo, que estoy por acabar…
—No te hablo del viejo, tarambana, te hablo de la verga del viejo…
—¡Yesi, por favor!
Y el Joselito otra vez a la pajota violenta. Fap! Fap! Fap! Fap!
—Me clava todo ese pedazo que tiene hasta el fondo.
—¡Yesi!
Paja. Paja paja y más paja. Al Joselito ya le venía.
—Por la concha o por el culo, Joselito, pero siempre bien adentro, hasta el fondo.
—¡Yesi, no!
Le venía. Le venía y su mujer no dejaba de hablar de cómo ese viejo hijo de puta se la cogía por dos monedas.
—Y mientras me manosea, así como me estás manoseando vos, me abre las nalgas y me apoya la cabeza de la verga y me clava hasta el fondo!
—¡¡¡Yesii!!! ¡Por lo que más quieras!
Fap! Fap! Fap! Fap! Se venía. Ya mismo. Ahora.
—Hasta que le siento los huevos chocándome abajo…
—¡Ahhhhhhhhhh!
—¡Cornudo, no me la echés en la cola que ya me bañé!
El Joselito se cortó una fracción de segundo. La leche le vino imparable y apenas si pudo meter su mano en la cabecita de la pija.
—¡Aaaaaahhhhhhhhh!! —y la pija le explotó en la mano, y en el mismo movimiento se corrió para un costado, para no ensuciar el culazo de la Yesi—. ¡¡Ahhhhhhhhh…!!
La leche se le escurrió entre los dedos y fue a dar al acolchado y al piso, pero en el agite una o dos gotas cayeron sobre el muslo de la Yesi.
—¡Joselito, la puta madre, te dije que no me ensuciaras!
Todo fue en un segundo. O menos.
—¡Fue sin querer, mi amor!
Pero el Joselito seguía acabando, ahora el tercer lechazo y se maldijo porque no lo estaba disfrutando, entre que se tenía que mover, se tenía que tapar la cabecita para no salpicar y ahora su mujer que lo cagaba a pedos en medio de la acabada.
—¡Sos un pajero inútil de mierda, Joselito, no puedo creer lo que me hiciste!
—Mi amor… Ahhhhhhh… ¡no es para tanto!
La Yesi ya estaba de rodillas en la cama y de frente a él, fastidiada.
—¡Dejá de acabar, Joselito! ¡Debería darte vergüenza!
El Joselito se terminó acabando sobre una de sus piernas, mientras su mujer lo miraba como si fuera un depravado. Aun así fue imposible no deslumbrarse ante la belleza de su esposa en ese momento, ella sentada sobre sus talones, en corpiño medio corrido, con medio pezón afuera, y las piernotas que se le hacían puro poder, así dobladas y tensas como estaban. Y el culo… El Joselito se terminó de pajear sin que la Yesi se diera cuenta mirando y pensando en ese culazo inflado y entangado sobre esos talones con mediecitas blancas de algodón.
Fue al baño y trajo papel higiénico.
—¿Qué hacés con eso?
—Voy a limpiarte… Son dos gotitas, no hace falta que te bañes…
—Con eso vas a desparramarme la leche sobre todo el muslo. ¡Limpiame con la lengua!
—Pero Yesi, no hace fal…
—¡Limpiame con la lengua, carajo! ¿Cómo te lo tengo que decir?
El Joselito se quedó. Nunca le había gritado así su esposa, el amor de su vida, la mujer que había elegido para siempre. Pero por alguna razón la justificó no por el embarazo sino porque la había ensuciado. Así que claudicó y la limpió con la lengua. En un punto encontró un consuelo: desde que don Brótola le cogía a la mujer todos los días, nunca más había tenido oportunidad de besarle una nalga.



15.

Para sorpresa de la parejita, a la mañana siguiente don Brótola no se cogió a la Yesi. Tanto el Joselito como su mujer andaban limpiando aquí y allá sin hablar. El Joselito sonriente y tarareando una canción, y la Yesi suspirando por los rincones de la casa con nostalgia y desazón.
Al mediodía el Joselito se armó de coraje y encaró al viejo.
—Don Brótola, ¿cuándo nos va a pagar lo que falta? Nos dijo que si se la cogía el doble nos iba a pagar el doble.
Estaban en el comedor. La Yesi sentada en el sofá, tomándose la panza, y el Joselito planchando ropa.
—No, mocito. Les dije que si querían el doble de paga, ella iba a tener el doble.
—¡Y bueno! —se mostró confundido el Joselito. La Yesi estaba expectante.
—¡Pero el doble de pijas, abombao!
En ese momento golpearon a la puerta, y don Brótola fue a abrir.
Regresó al comedor con otro viejo, un semi calvo grandote y regordete con una verruga en la mejilla, y también en calzones. Tenía seguro más de 60 años, sonreía y ya antes de que lo presentaran se sobó la garcha impúdicamente. El Joselito dejó de planchar, desconfiado, y la Yesi se levantó del sillón, pues venían hacia ella.
—Este es Remolacha —anunció don Brótola—. Vino a conocerte... Él va a poner la otra parte del jornal que ustedes querían.
—¿Cómo??? —saltó el Joselito.
La Yesi se alejó medio paso y evaluó al tal Remolacha, sonriéndole con aprobación. Era feo, gordo y grasiento, pero el calzón le abultaba una pija de dimensiones más que prometedoras. El Joselito, en cambio, se indignó.
—P-pero… ¿quién es este tipo? No va a pretender cogérsela, ¿verdad?
El tipo nuevo miraba a la chica con bastante entusiasmo. La pequeña iba en shortcitos de algodón muy liviano, tan ajustados que más que vestirla le forraban de tela el culo y la parte superior de los muslos. Arriba, lo de siempre: una remera algo escotada y ajustada que le hacía las tetas más notorias, y le dejaba la pancita al aire.
—Ya te dije quién es. Es Remolacha. ¿Y no eras vos el que quería cobrar el doble?
—¡Pero no quiero que se la coja otro que no sea usted!
Hubo un silencio repentino.
—Gracias, Joselito —fue puro sarcasmo don Brótola—, es muy halagador de tu parte…
—¡No! ¡Quiero decir que con un solo viejo degenerado que me la coja ya es suficiente!
El tal Remolacha tomó a la Yesi de una mano, y el pobre cornudo vio cómo su esposa no solo no se resistía sino que se mostró halagada y se enderezó bien espigada, para lucir mejor culo y tetas.
—Joselito, yo no puedo pagarles más de lo que ya les doy. Si quieren ganar el doble, tu mujer tiene que trabajar para el doble de patrones.
—¡Es que esto es un abuso! ¡Mi vida, decí algo!
La Yesi se soltó de la mano del nuevo viejo y giró para sacudir una inexistente pelusa del sillón. Hasta el Joselito se dio cuenta que lo había hecho para que el nuevo le viera el culazo redondo y traga-telas con el shortcito bien bien metido adentro de la raya.
—Amor, necesitamos ese dinero para el bebé… —Ella volvió a ponerse de frente, don Brótola dio un paso y se le puso al lado, tomándola y magreándole el culo con desfachatez—. Cuanta más plata nos paguen, más rápido nos zafamos de esta situación que a ninguno de los dos nos gusta.
—Es que te va a coger otro tipo más… Una cosa es que te coja don Brótola, ya me acostumbré, pero…
El nuevo también dio un paso y se ubicó al otro lado de la niña y la tomó de la cintura.
—Mi amor, no es para tanto. Si ya sos un poquito cornudo… no es que vas a ser más cornudo porque me coja también Remolacha…
—Es que… Además, yo pensé que íbamos a cobrar el doble todos los días, no solamente hoy.
Don Brótola carraspeó sin sacar la mano del culo de su mujer y le aclaró:
—Remolacha es un buen macho, Joselito, así que no te preocupes.
Remolacha se movió hacia el chico y le dijo buenamente:
—Si nos entendemos con la mocita, y si la mocita es tan cumplidora como dijo mi compadre, voy a venir a diario. No se preocupe, Joselito, que su mujer va a recibir el doble de dinero todos los días.
Y el doble de verga, pensó el Joselito.
La Yesi también lo había pensado:
—¿Y qué pasa si un día no puede venir? O si se enferma por una semana…
—No hay problemas —don Brótola no paraba de meterle mano entre la raya—. Tengo muchos amigos dispuestos a ayudarlos para que ese hijo que viene a este mundo no pase necesidades.
La Yesi pegó unos saltitos de la alegría. Literalmente unos saltitos, y aplaudió corto e histéricamente, como hacen las nenas, mientras los dos viejos, uno de cada lado, no solo le manoseaban el culo a su antojo, sino que ya incursionaban también en los pechos, por sobre la remera.
El Joselito desvaneció un suspiro con el que se le fue el alma, y cayó sentado en la silla donde acomodaba la ropa que estaba planchando.



16.

Esto no estaba bien, los viejos tendrían que recapacitar. La Yesi tendría que recapacitar. ¡Alguien tendría que recapacitar! Si ya antes no le gustaba que se la cogiera don Brótola, por los jadeos y vulgaridades que le arrancaba a su mujer, escucharla con dos viejos era prácticamente intolerable.
El Joselito debía haber ido a lavar los platos en cuanto los otros dos terminaron de almorzar y se llevaron a la Yesi a la pieza. En cambio los siguió detrás, rogándoles que no se la cogieran. Le hubiese gustado contar con el apoyo de su esposa, pero ella parecía muy distraída sobándoles las vergas a los dos viejos por encima de los calzones, como si quisiera ir preparándolos y a la vez midiéndolos en toda su dimensión.
Los viejos también manoseaban la mercadería, aunque esto no le dolía tanto al Joselito. Mientras suplicaba y lo ignoraban, veía delante de él cómo la Yesi caminaba moviendo con sensualidad el culazo hermoso que tanto le gustaba. Las manos de los viejos iban y venían por sobre el shortcito de algodón con puntillitas en los bordes, que al enterrarse le hacía el culo todavía más promiscuo.
La última súplica del Joselito murió cuando le cerraron la puerta de la habitación en la cara.
—Por favor, don Brótola… señor Remolacha… —rogaba el Joselito de cara a la puerta ya cerrada, como si fuera un loco hablándole a una pared— No me la cojan mucho… ¡está embarazada!
Desde la habitación no le respondió otra cosa que el silencio.
Hasta que empezaron los gemidos. Era la Yesi, sin dudas. Los dos viejos sucios ya le estarían haciendo cosas. Otro gemido y luego un “mmm…” y ella comenzó a jadear. El Joselito golpeó fuerte la puerta con su puño.
—¡Yesi, no lo disfrutés!
Otro silencio breve y la voz de su esposa:
—No, Joselito… No lo voy a disfru… ¡¡Aaaaaaahhhhhh por Diossss…!!
—¡Yesi!
Por más que el Joselito volvió a insistir con sus golpes, ya nadie dijo más nada por un buen rato. Solo los jadeos de su esposa probaban que allí pasaba algo. A los que luego se sumaron los de un hombre —don Brótola—, disfrutando. El Joselito ya conocía muy bien los sonidos del viejo cuando se cogía a la Yesi. Por los gemidos supo sin la menor duda que la Yesi le estaba chupando la pija, y tuvo un rapto de envidia.
Otros golpes a la puerta y otro reclamo del Joselito.
—¡Yesi, no se la chupés, por el amor de Dios! ¡Tené la decencia de no hacer nada que no hagas conmigo!
Pero los jadeos de don Brótola siguieron, y no solo eso, de pronto dio aviso la voz de Remolacha.
—A ver, chiquita, si también te gusta ésta…
Un rumor de cuerpos acomodándose y la voz de su mujer:
—¡Ay, señor Remolacha, qué pedazo de verga!
—¡Yesi, te prohíbo que hables así!
Y ella le contestó desde dentro de la habitación, como si tal cosa.
—Es que la tiene enorme, mi amor… ¡Es más grande que la de don Brótola!
No, no podía ser. Tenía que estar exagerando. La pija de don Brótola era algo imposible de superar. Por un buen rato nadie habló en la habitación, todo fueron gemidos, ruidos de chupadas, “hmmmes”, “ahhhes”, y un completo concierto de lujuria. El Joselito se dijo que no era posible lo que la Yesi había dicho de Remolacha. Decidió salir al patio trasero e ir a espiarlos por la ventana de la habitación.
Fue. Las cortinas estaban cerradas y no pudo ver nada. Cuando regresaba descubrió a su suegra viéndolo desde su propio parquecito trasero, en la casa lindante, separada por un alambrado y un ligustro raído.
—Joselito, ¿qué hacés ahí espiando?
El Joselito dudó, sin saber qué decir. Le daba mucha vergüenza lo que estaba sucediendo, aunque por otro lado sus suegros ya sabían lo que le hacían a su hija, y hablar lo iba a desahogar.
—¡Me la están cogiendo otra vez, Marta!
—Ay, Joselito, ¿de nuevo con eso? No tiene importancia, hijo, ella está enamorada de vos, solo se deja porque vos no conseguís trabajo… —Cualquier oportunidad aprovechaba la Marta para recordarle que el sacrificio de su hija era por culpa suya—. Además, ahora les paga el doble, ¿no?
—Sí, pero me la cogen el doble —al Joselito le costaba ser claro con esto, por su orgullo—. El doble de viejos… —Y como vio que su suegra no entendía, terminó de decirlo— ¡La Yesi está ahí recibiendo pija de don Brótola y de un tal Remolacha!
La Marta se sobresaltó como si hubieran nombrado a un fantasma.
—¡¡¿¿Remolacha???!!
En eso apareció su suegro, el Alcelmo, y se ubicó junto a su mujer, siempre al otro lado del alambrado con ligustros, en la casa de ellos.
—¿Qué pasa con Remolacha? ¡Espero que ese viejo crápula siga pudriéndose en la cárcel por el resto de su vida!
El Joselito abrió grande los ojos, la Marta se apuró a aclarar.
—No exageres, Alcelmo, Remolacha no es tan malo. Además, parece que está en casa de don Brótola cogiéndose a la nena.
—¿A la Yesi también??!
En el interior del Joselito se había prendido una alarma.
—¿Cómo es eso que estuvo en la cárcel? ¡No voy a permitir que esté con un asesino serial!
—Calmate, Joselito —intercedió la Marta—. Remolacha no es nada de eso. Pasa que cuando era más joven le… se sospechaba que se veía con la mujer del comisario…
—No se sospechaba nada. Se la cogía todos los días. Y cuando el comisario se enteró, fue a agarrarlo y lo encontró no solo con su esposa sino con la mujer del juez. ¡Se terminó comiendo no sé cuántos años a la sombra!
—Pobre Remolacha… —suspiró la Marta.
—Era un hijo de puta. Se cogió a un montón de mujeres acá en el pueblo. Don Brótola se cogía a las casadas, y Remolacha a sus hijas. Al final se cruzaron a las mujeres y Remolacha también se terminó cogiendo a todas las casadas.
—¡A todas no, Alcelmo! ¡A mí no me cogió nunca!
—No, no… mi amor… —cortó el suegro con manifiesta ironía y dolor en su voz—. Seguro que a vos no…
—Te lo digo en serio. Que te hice cornudo con don Brótola toda la vida, bueno, eso lo acepto… Y que en nuestra luna de miel cogí más con el personal del hotel que con vos, bueno, eso lo acepto...
—¡Marta!
—Y que luego, hasta que nació la Yesi, me cogió toda la plantilla de empleados de la Municipalidad donde trabajábamos, bueno, también lo acepto… Y que luego ya con la Yesi…
—¡Marta, el Joselito ya entendió!
—Es que Remolacha nunca estuvo conmigo, y no quiero que mi yerno se piense que soy una puta.
El Alcelmo la miró con cierto recelo, pero al Joselito se le hizo evidente que al final le creyó. Su suegra se acomodó las tetas, parándoselas, como siempre hacía cuando hablaban de don Brótola, o de cómo se cogían a su hija.
—Bueno, ¿y qué hago? ¡Les digo que me la están cogiendo los dos! ¡Y de seguro los dos a la vez!
—Bueno, Joselito, a ella no le queda otra hasta tanto vos no consigas trabajo. ¡Al final pareciera que no valorás nada de lo que hace la Yesi!
—No, Marta, yo lo valoro, es que cada vez más me parece que le gusta…
—Si supieras la de veces que me tuve que sacrificar porque el Alcelmo no traía suficiente dinero a casa…
—¡Marta, el chico no quiere saber nuestras calamidades…!
—Durante unos años el Alcelmo se aguantó que me cogieran los dueños de la casa de lencería del pueblo… ¡me hacían de todo esos pícaros!
—¡Marta!
—Lo cuento para que el chico sepa que si no tiene trabajo, a veces las mujeres tenemos que hacer cosas desagradables para alimentar a la familia.
—¡Esos dos hijos de puta de la lencería no te cogían a cambio de alimentos sino de un poco de ropa sexy!
—¡Sí, que no podía comprar porque con tu sueldo no alcanzaba!
—¡No quería comprarlo con mi sueldo porque era ropa que estrenabas con don Brótola!
—Bah, siempre con excusas vos. Lo que yo digo es que el Joselito tiene que ser comprensivo.
El Joselito agachó la cabeza y se fue hacia la casa de su empleador, dejando a sus suegros en otra discusión infinita. Debía conseguir un trabajo en serio si no quería terminar como ellos.



17.

Una hora después el Joselito se acercaba a la habitación por el pasillo. Los gemidos animales y las puteadas se escuchaban desde la puerta de la casa, y se hacían más y más estruendosos y salvajes al acercarse. Eran sonidos cavernícolas, como si los dos viejos fueran dos bestias que abusaban de su pobre e inocente mujercita. Golpeó la puerta de la habitación con sus nudillos y los sonidos y jadeos se acallaron por un instante.
—¿Qué pasa, cuerno? —era don Brótola, enojado por la interrupción.
—Yo… ya limpié toda la casa, Señor… solo me falta esta habitación…
El Joselito mentía, no había terminado nada, pero no aguantaba más dando vueltas por ahí con ese concierto perverso. Supo también que don Brótola sabía que no había terminado y rogó para que no lo mandara a hacer otra cosa.
Hubo un segundo de silencio, de deliberación. Hasta que habló su mujer:
—Pasá, cuerno, pero no hagas escándalo, ¿eh?
—No, mi amor…
El Joselito entró con paso tímido. Si bien ya se había acostumbrado al ruido, a lo que no estaba preparado era al olor. Ahí adentro se respiraba sexo, y el tufo a cogida era insoportable. El tufo a su mujer cogida, porque el olor era a eso: a dos viejos cogiéndose a su mujer. Trató de disimular su mirada, así que fue con el trapito a limpiar los muebles, y pudo ver a la Yesi tirada en la cama, desparramada, recibiendo pija del tal Remolacha, que la bombeaba desde el piso sin misericordia. Tenía todos los pelos revueltos, muchos sobre su rostro, y estaba en tetas, con los pezones parados y enrojecidos como chupones de mamadera, y con la bombachita haciéndose la decente, corrida para un costado sobre un nalgón.
—¡Tomá, puta! ¡Tomá pija, hija de re mil putas!
Era Remolacha, que la bombeaba a lo bestia, como desquitándose de algo, y la insultaba y le pegaba nalgadas en el culazo.
—¡Sí, Remolacha, síhhh! ¡Soy su puta! ¡Soy su putaaaahh!
Al Joselito le temblaba la mano y el trapito se le movía. La Yesi se habría dado cuenta, o quién sabe por qué, quizá por puro morbo, la cuestión que le aclaró:
—Mi amor… Te juro que… que no estoy… gozando… ¡¡Ahhhhhhhhh!!!
Don Brótola se le ubicó adelante como para meterle la verga en la boca, pero ella se la agarró de la base, a la pija, y giró hacia el nuevo y le dijo:
—¡Me está puerteando!
—¡Sí, putita, claro…! ¡Voy a clavarme este culazo hasta que se me acalambre la chota!
Hubo un movimiento detrás de la Yesi, el Joselito pudo verlo bien por el espejo que estaba limpiando. El viejo le estaba tratando de acomodar algo.
—¡Ahhh…! ¡Aaaahhh! —gritó la Yesi de dolor o de la impresión—. No, Remolacha… Deje que primero me lo haga don Brótola… la suya es muy grande…
La Yesi se reacomodó y los viejos hicieron lo mismo alrededor de ella.
—Nena, si estoy pagando es para usarte completita...
—Sí, sí, Remolacha, por supuesto, pero deje que primero me ensanche don Brótola… y luego usted me lo clava hasta donde quiera…
—No, gurisa… no te quiero ni un poquito estirada. Lo quiero bien apretadito para descargarme como Dios manda. Además, no la tengo más grande que don Brótola.
El Joselito ahora pasaba el trapo a un estante, parando la oreja. Estaba de espaldas a la cama aunque sabía la disposición en la que habían terminado. La Yesi, obviamente en el medio, boca arriba con las caderas de costado. Usaba la parte interna del muslo de don Brótola como almohada, bien cómoda para chuparle la verga casi por completo. Lo tenía tomado de los huevos con una mano y con la otra lo pajeaba mientras lo felaba. Atrás, de pie sobre el piso, Remolacha le puerteaba verga por el orificio del culito, así de costado como ella estaba, masajeando y regodeándose con las nalgas de su esposa.
Se escuchó un sonido de chupete al dejar de chupar pija, y a la Yesi:
—No, Remolacha, le digo que usted la tiene más grande…
Y el otro que no, y la Yesi que sí, y entonces hubo ruido de colchón y don Brótola llamó:
—Cuerno, dejá de hacer como que limpiás y vení a ver qué te parece.
El Joselito giró, trapito en mano. Vio sobre la cama a su mujer, ahora boca abajo y con el culo desnudo apuntando hacia él. Don Brótola a la derecha y Remolacha a la izquierda. Los dos esgrimían sus vergones anchos y desnudos, apoyados uno sobre cada nalga de ella, como matambritos en el mostrador de una carnicería. Eran grandes, y sobre todo muy gruesos. Cierto era que él ya lo conocía al de don Brótola, pero verlo así sobre el nalgón gordo de su mujer y compartiendo espacio con otro de similares dimensiones, lo desahució.
—¿Y, mi amor? —preguntó la Yesi, divertida—. ¿Es más grande o no es más grande?
El Joselito miró el culazo fabuloso que tanto lo calentaba cada vez que veía a su mujer arreglándose para ir a que don Brótola se la coja, y comenzó a sentir una erección. Aun con las dos pijas exhibidas ahí arriba, ese culo lo calentaba muchísimo.
—N-no sé, amor… son… son parecidas…
—Vení, cuerno. Acercate bien y fijate.
Don Brótola lo invitó a participar. El Joselito sintió una especie de agradecimiento, el viejo le cogería a la mujer todos los días pero siempre pensaba en él.
—Yo…
—Dale, cornudo —apuró la Yesi—. Dale que me enfrío —y largó una risa que los viejos festejaron.
Se acercó. Su mujer tenía olor a cogida, y las pijas de los viejos lo mismo. No le gustaba mirar esos vergones, mucho menos de tan cerca. Las dos eran enormes, igual de bestiales, quizá la de Remolacha fuera un poco más venosa, pero la de don Brótola tenía una cabezota más linda para que le penetre a su mujer. O quizá eran solo ideas de él.
—Son iguales, amor…
—Joselito, mirá bien. Un centímetro más o un centímetro menos pueden ser una gran diferencia para la colita de tu inocente mujer.
El Joselito se acercó todavía más.
—Podés agarrarlas y pesarlas, cuerno —terció Remolacha, burlándose del pobre marido.
La Yesi se desinfló de morbo y rió con cierta malicia.
—No sea turro… —se le rindió—. Está bien, Remolacha… Usted primero…
Remolacha festejó. Don Brótola, que había quedado para después, también. El único que no festejaba era el Joselito.
Remolacha se bajó de la cama.
—Te voy a romper ese culazo hermoso que tenés, chinita… ¡te va a encantar!
—¡Sí, Remolacha! ¡Usted paga nuestro sueldo, tiene derecho a hacer lo que quiera conmigo, ¿nocierto, Joselito?!
—¡Yesi!
—¡Él es el que paga! ¡Si no te gusta conseguite un trabajo, como un verdadero hombre! ¡Nuestro hijo y yo necesitamos plata para vivir!
Como si supieran perfectamente lo que tenían que hacer, como si lo hubieran hecho ya mil veces en otras épocas con las amas de casa más putas del pueblo, don Brótola se acostó en la cama boca arriba y se tiró a la chica encima suyo, ella boca abajo, para luego enderezarla y sentarla sobre él, mirándolo.
—¡Qué livianita es mi nena…! —se regodeó el viejo.
—Aprovechen a hacerme de todo ahora, que cuando me crezca la panza no sé si vamos a poder…
—¡No te preocupes que te vamos a dar pija hasta el día del parto!
—Ay, Remolacha, las cosas que dice…
El Joselito se olvidó de limpiar. Así de pie como estaba se quedó congelado viendo cómo su mujer subió una pierna por sobre don Brótola y se montó sobre el viejo. Llevó una mano abajo y acomodó la verga hasta que se aseguró el puerteo. Don Brótola ya la tenía tomada de la cintura cuando la cabezota de su pija se ensartó en la conchita de su esposa y la clavó.
—¡Ahhhhhhhhhhh! —gimió la Yesi, y se arqueó como una caña enganchada a un tiburón.
—Yesi… —murmuró muy bajo el Joselito, y nadie lo escuchó.
La Yesi comenzó a subir y bajar sobre el vergón del viejo con lentitud, para disfrutarlo y para ir lubricándose, acelerando enseguida el ritmo.
—Sí… sí… —gemía con la pija clavada cada vez más hondo.
—¡Qué pedazo de puta resultaste ser, bebé!
Hablaban con tal naturalidad del emputecimiento de su esposa que al Joselito se le arrugaba el alma. Se había acostumbrado a que se la cogieran, pero le molestaba mucho que la trataran de puta, de cosa, de adicta a la pija, y que ella no dijera nada. Ese desparpajo sobre la decencia de la madre de su futuro hijo le dolía.
Don Brótola la tenía tomada de la cintura y la guiaba para arriba y para abajo. La Yesi se dejaba guiar, como hacía siempre. Y como siempre también, se arqueaba y se tomaba el cabello y así ofrecía sus pechos que el viejo libidinoso sobaba con fruición.
—¡Qué pedazo de verga, don Brótola… —le murmuraba ella al viejo mirándolo a la cara con ojos entrecerrados.
No podía negar el Joselito que la espalda arqueada de su mujer, esa cintura y esas ancas anchas que la hacían una guitarra criolla eran excitantes. Y lo eran aún más al subir y bajar rítmicamente, con premeditada lentitud, con lentitud de disfrute. La Yesi se lo estaba montando a don Brótola y se le notaba el goce, no solo el regodeo, sino en los gestos, en la forma de morderse los labios, en las caricias sobre los muslos del viejo o en eso de ir una y otra vez a acariciarle los huevos.
—Yesi, no lo disfrutés…
—No, cuerno, no… —le respondía su mujer subiendo y bajando con los ojos cerrados. Y enseguida el jadeo— ¡Uuuhhhhhhhh…!
Remolacha se había estado lustrando la pija a puro salivazo y ahora la tenía dura y brillosa, como un mármol recién pulido. Fue a ubicarse detrás de la Yesi, sobre la cogida de su compadre.
El Joselito vio cómo el nuevo viejo hijo de puta tomó cada una de las piernas de su mujer, y las acomodó bien abiertas, ubicándose en el medio.
—Joselito, ¿querías el doble de platita…? —se le burló don Brótola cuando vio lo que se venía.
El Joselito vio al otro viejo detrás de la Yesi, que seguía cabalgando el pijón de don Brótola como si no hubiera nada más importara en el planeta; lo vio ensalivarse nuevamente la cabeza de su verga y apuntarle al culazo de su mujer, que iba y venía rítmicamente. Y vio la pija atrás moverse hacia ella, como un ariete.
—¡Yesi, cancelemos el trato! ¡No quiero el doble de plata! ¡No quiero que te entierren dos vergas a la vez, mi amor! ¡No quiero que sufras por mi culpa!
Remolacha escupió sobre el ano y masajeó un instante. Abrió las nalgas y apoyó su vergón, puerteando.
—No es por vos que me sacrifico, Joselito —jadeó ella—, es por nuestro hijo.
El Joselito se le acercó y le suplicó desesperado, al borde del llanto, aguantándose.
—¡Yesi, voy a conseguir algo! Te juro que voy a conseguir un trabajo, cualquier cosa, ¡pero frenalos…¡ ¡Vos no querés esto!
—No, Joselito… uhhhh… no quiero…. Pero no nos queda otra…
—¡Remolacha, deténgase! ¡Se lo suplico!
—¡Remolacha, empuje!
—Sí, chiquita, síhhh… —y Remolacha se movió un poquito para adelante, penetrando la primera resistencia—. Te vamos a rellenar como un pavo en navidad, putón…
Y clavó.
—¡Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh…!
—¡Yesi, no!
Y otra vez. Un poco más.
—¡Ahhhhhhhhhhhhhhhhh!
—Sentila, putita… ¡Sentila!
—Sí, Remolahcha sí. ¡La siento como nunca!
—¡¡Yesi, por el amor de Dios!!
—Siento cómo me está abriendo el culo, Remolacha...
—¡Mirá, cuerno! Dejá de quejarte y mirá cómo le entra verga a la puta de tu mujer. ¡Te la estoy ensanchando a pura pija!
—¡No quiero, señor Remolacha! ¡No quiero ni pienso ver!
Claro que igual el Joselito miraba, y con ojos desorbitados.
—Ahí te va un poco más, chinita… ¿te la aguantás…?
La Yesi llevó sus manos atrás con dificultad, porque abajo don Brótola no dejaba de sacudirla a pijazos, y abrió sus nalgas todo lo que pudo.
—Me la aguanto, Remolacha. Me la aguanto toda hasta el fondo.
El Joselito vio que Remolacha se agarró fuerte de las ancas de su esposa y clavó más. Vio el grosor del vergón entrar y seguir entrando en el dilatado culito, estirándolo como el orificio de una arandela de cartón. La carne del viejo entraba muy lentamente, no por deferencia del invasor sino porque la pija era tan gruesa que el culo de su mujer, aunque acostumbrado a que lo rompan, se resistía a tragar con facilidad. Igual tragaba, él podía certificarlo.
—Y eso que ya se lo hicieron muchas veces, cuerno.
Le hablaron al Joselito pero la que respondió fue la Yesi, puro entusiasmo:
—¡Don Brótola es el único que me lo hace, Remolacha…! Don Brótola y desde ahora usted…
—¡Yo, también, mi amor! ¡Yo también! —se desesperó el Joselito por sumarse a la manada de machos.
La Yesi estalló en una risa, así cabalgada como iba.
—Sí, el cornudo también… —Tiró la cabeza hacia atrás y los cabellos se corrieron como un latigazo—. Una vez me apoyó la pijita en una de las nalgas… así que él también me hizo la cola…
Remolacha empujó todavía más fuerte y otro poco de verga fue bien adentro.
—¡¡¡Aaaaaahhhhhhhhhhhhh…!!
Gritaron casi juntos, la Yesi con un poco de dolor, Remolacha con un gemido grueso de placer. Era increíble como ese pedazo de culo le apretaba toda la pija, la cabeza, pero por sobre todo el tronco grueso.
—¿Cuánto le entraste, Remolacha? —preguntó don Brótola. Tenía tomada a la Yesi de la cintura y, aunque empujaba con todo el vergón ya adentro, se le complicaba moverse—. Me cuesta clavar con tu pija adentro, es muy estrecha la putita...
El cornudo se quejó, sin dejar de ver a su esposa ensartada en la verga del viejo, al que solo se le veían los huevos peludos.
—Don Brótola, no le voy a permitir que trate así a mi mujer.
—Ay, Joselito, callate, que me traten como quieran, que para eso pagan.
—Recién media pija, Brótola… Ahí te la mando un poco más…
—¡Remolacha, pare! ¡Ya no le entra más!
—Le entra, cuerno. Falta media verga, vas a ver que le entra toda.
—Bombéemela hasta ahí, no quiero que la Yesi sufra.
Remolacha en vez de bombear retiró lentamente la pija hasta que solo el glande quedó atrapado en el exquisito orificio. Don Brótola aprovechó el espacio dejado y se reacomodó abajo y enterró verga hasta la base.
—Ayudame a lubricar, cuerno —pidió Remolacha—. Escupí en la pija que le va a entrar mejor.
—¿Me está jodiendo? No pienso…
—Dale, Joselito —la Yesi ahora volvía a cabalgar sobre la verga de don Brótola como si fuera la puta del pueblo—. Así me la puede clavar más hondo sin que me duela.
El Joselito no quería, pero como el viejo ya se la estaba ensalivando pensó que si ayudaba quizá toda esa pesadilla se terminaría más rápido. Y escupió.
Entonces vio el vergón rechoncho volver a apoyarse en el culito diminuto de su amada. Vio al nuevo viejo empujar, con fuerza, con esfuerzo, y vio también la carne redondeada y tensa del glande abrirse paso en el cerrado, angosto y prohibido agujerito de su esposa . Y abrirse paso y enterrarse de a poco.
—Esto es un atropello, Remolacha.
—No, cuerno, ¡esto es una rompida de culo!
La Yesi giró hacia él.
—Pensé que lo sabías, mi amor…
Y la pija de Remolacha se fue hundiendo otra vez en las carnes de su amor, lentamente, sin pausa. Penetró hasta la mitad y esta vez continuó su derrotero.
—¡Ahhhhhhh por Diosssss…! —rezó la Yesi.
Tres cuartos de pija adentro.
—¡Remolacha, pare! ¡Me la va a matar!
Y otra vez la pija afuera.
Para volver a entrar.
—¡¡Ahhhhhhhhhhhgggghhh…!! —otra vez la Yesi.
Y afuera.
—¡¡Uhhhh… No me la saque, Remolacha…!
Y adentro.
—¡¡Ahhhhhhhhhhhssssssíííííí…!!
En un minuto el Joselito era testigo de un bombeo lento y perverso, donde el vergón grueso de ese viejo hijo de puta se iba enterrando un centímetro más con cada nueva estocada. En un minuto, no más, los nalgones del culazo de su mujer se abrían como un libro y el pequeño orificio que el Joselito había visto y fantaseado con hacerlo alguna vez, se expandía ante sus ojos hasta el ancho exacto de la base de la verga de Remolacha, porque la Yesi lo recibía ahora hasta los huevos con cada nueva embestida.
—¡Ay, por Dios por Dios por Dios…! —susurraba la Yesi, aunque el murmullo se entrecortaba con sus bufidos—. Remolacha, clave ahora. Acomode el movimiento al de don Brótola.
—¡Yesi! —reclamó el Joselito.
—¡Es por el trabajo, cuerno! Lo hago porque vos... ¡¡¡Ahhhhhhsssííííí…!!
Remolacha comenzó a moverse al ritmo de Don Brótola. Las primeras dos estocadas fueron hasta la mitad de la pija, pero enseguida los dos viejos se emparejaron y se la clavaron cada uno hasta los huevos, con pijazos secos, duros, certeros. La mujer, en el medio, casi no se movía. Estaba ensartada de atrás y de adelante como una mazorca de copetín, penetrada constantemente por los dos pistones humanos, una verga que salía mientras la otra entraba. Si había algo más placentero que esos dos panes de verga horadándola y arrancándole gemidos, de seguro no era en esta vida.
Se la estuvieron cogiendo así por unos quince minutos, y el Joselito debió reprimir sus lágrimas cuando la Yesi comenzó a gritar su primer orgasmo.
—¡¡Ahhhhhhhh por Dioossssssss…!!
—¡Yesi, no acabés!
—¡Por Dios por Dios por Dios…!
—¡No acabés, mi amor, pensá que estás embarazada de mi hijo!
Y ahí fue peor. El Joselito juraría que su mujer dijo “Sí, tu hijo” y luego de eso explotó en un segundo orgasmo. Los dos viejos no paraban de bombear y bufaban escandalosamente. Transpiraban. Insultaban. Parecían a punto. Y la Yesi estaba en medio de un orgasmo larguísimo, o de dos o tres encadenados.
—¡Lo hago por tu hijo, Joselito! —La Yesi tenía el cuerpo aprisionado, pero abajo apretaba y dilataba abajo cuanto podía. Se sentía tan llena de verga, tan invadida y a la vez tan a gusto con los dos viejos llenándola, que en ese momento supo ya no solo que su marido iba a ser un cornudo toda su vida, supo que iba a ser un cornudo de machos dobles, desde ese día y hasta el fin de los días, porque no iba a renunciar jamás , ni con el crío nacido y en el cochecito, a que la rellenen de verga dos machos hijos de puta como la estaban llenando esos dos ahora.
—No disfrutés, te lo pido por lo que más quieras…
—¡No paren, por Dios, no paren!
—¡No disfrutés, por favor…!
—¡¡No pareeennn…!!¡¡¡Ahhhhhhhhhhhhhhh…!!
Con el cornudo al lado tomándose la cabeza desesperado, y la Yesi acabando como una puta poseída por Wanda Nara, los dos viejos le echaron la leche bien bien adentro. Primero Remolacha, que se agarraba del culazo como si fuera una cornisa, y la clavaba con tal violencia que el Joselito se asustó. El vergón se le hizo más ancho y le mandó el latigazo de guasca directo a las entrañas de la puta, justo delante de los ojos del cornudo, que se había agachado ante la penetración porque no podía creer toda la pija y leche que le estaban mandando adentro a su mujer.
La Yesi se fue aflojando y los dos viejos siguieron enlechándola un poco más, entre gritos e insultos; la agarraban de la cintura, de las nalgas, la llenaban de marcas que le enrojecían la piel, para hacer más fuerza y clavar más adentro. Y mientras su mujer, toda transpirada, llena de guasca que ya se le empezaba a rebalsar, retomaba su calma, y mientras los dos viejos le seguían bombeando violentamente, ya con estertores más esporádicos, el Joselito se acercó y tomó el elástico de la bombacha de su mujer, que se había corrido a la altura del muslo, y lo llevó nuevamente más arriba, para adecentarla mientras los viejos terminaban de acabarle adentro.
Pero todavía faltaba algo.
Don Brótola se escurrió el vergón embadurnado de leche en el rostro emputecido de la Yesi y fue detrás de ella a ver la rotura de culo. El agujero estaba increíblemente agrandado, enrojecido, roto, como el cuerito de una canilla vieja, y de adentro salían borbotones blancos y espesos del producto de Remolacha.
—¡Yo no voy a meter mi pija en ese chiquero! —anticipó.
—¡Ey! Que soy sanito —le dijo Remolacha.
La Yesi, que ahora estaba con los codos sobre la cama, arrodillada y con el culazo en punta disponible para el que quisiera, con una sonrisa dijo:
—Para eso está mi marido, don Brótola.
El Joselito se puso a la defensiva inmediatamente.
—¡Ah, no, a mí no me miren! Los que se cogen a mi mujer son ustedes, yo solo vine a limpiar…
—Por eso, mi amor. Tenés que limpiarme para que don Brótola pueda darse el gusto y usarme como más le guste… Tiene derecho.
—¡No quiero limpiar eso! ¡No es la leche de don Brótola, es la de un desconocido!
—Dale, mi amor, no seas malo que don Brótola también quiere hacerme la cola… Además, si con cada uno que me traigan para que ganemos más plata lo vas a tratar así de feo…
No supo cómo, no supo cuándo ni por qué, en algún momento el Joselito se vio arrodillado como un estúpido, hundiendo su rostro entre las nalgas de su mujer, tragando la leche de un nuevo viejo, alentado por don Brótola que, esperando a su lado y masajeándose la pija para ir preparándosela, le decía:
—Muy bien, Joselito… Dejamela bien limpita a tu mujer y después no seas pajero y andá a trabajar que todavía te falta limpiar como media casa.
Y el Joselito, que tenía el culazo de la Yesi en su rostro, una mano en cada nalga para separarlas y tragar más fácil la leche que le rebalsaba del culito, se salió un segundo de allí… ¡Chup chup chup chup! …y se escuchó a sí mismo decir:
—Sí, don Brótola.


  Fin ——— pack 03

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El Cornudo (II)

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EL CORNUDO (Parte II)
Por Rebelde Buey

NOTA: La primera parte de este relato ►EN ESTE LINK

Hacia el final de ese mes mi cuerno principal se alargó un poquito más, aunque no mucho; en cambio el segundo, el pequeño a mi derecha, creció fuerte y parejo poniéndose a tiro del primero.
Ya no podía siquiera mirarme al espejo. La imagen me devolvía una monstruosidad irreal, mi cabeza pinchada en la frente por dos varillas gordas de carne. Parecía un diablo, solo que con cara de cornudo.
Usaba una galera para tapar mis cuernos, tal era mi complejo. En cambio mi novia Natalia estaba encantada de la vida, feliz de tener un novio con dos protuberancias enormes y robustas. Me los acariciaba, se regodeaba con ellas, y vivía caliente, con ganas de sexo todo el día. Bueno, no todo el día, porque desaparecía cada vez más seguido y siempre por espacio de no menos de dos horas.
Comencé a notar un patrón: los cuernos me crecían siempre que ella estaba ausente. No adiviné qué relación había hasta que fuimos al consultorio espiritual de Pai Vergo.
Hicimos el mismo recorrido suelen hacer los enfermos terminales de padecimientos raros. Deambulamos por clínicas, hospitales, médicos particulares, especialistas. Nadie daba en la tecla, nadie tenía siquiera la más mínima pista de por qué salían dos cuernos de mi frente que iban creciendo prácticamente a diario. Lo único concreto era que el dolor, cuando me crecían, ya no era tan intenso, como si mi frente se estuviera acostumbrando. Lo otro que se sabía era lo que habían decretado las resonancias y radiografías: que por dentro comenzaba a formarse un cartílago blando, algo previo a lo que podría ser un hueso.
Se imaginarán que cuando la ciencia no dio respuesta a mi problema, comencé a deambular por iglesias, curanderos, sacerdotes y cualquier tipo de pseudo medicinas alternativas. Los resultados fueron también nulos, y generalmente más caros.
Hasta que dimos con Pai Vergo, un sacerdote umbanda venido de Brasil. No, no encontró la solución. Pero al menos fue con él que descubrí la razón de mi increíble mutación.
El tipo era un negro venido supuestamente del Amazonas. Y digo supuestamente porque en la sesión, su comportamiento profesional dejó bastante que desear, así que la verdad es que mucho no le creo de todo lo que dijo. Alto, de piel muy oscura y cara de marginado, tenía su “consultorio” en uno de los suburbios más pobres del Gran Buenos Aires. No solamente nos costó llegar con mi novia allí, sino que además se nos complicó el ingreso al barrio mismo, porque la descuidada de Nati se había ido con una minifalda tableada muy corta que cuando soplaba un poquito de viento se le levantaba bastante. Ya les dije que es una morocha llena de curvas, de origen gitano, y con cara de pícara (según mis amigos).
—¿Por qué te viniste vestida así? –la increpé—. ¡Mirá lo que es este barrio!
—Vengo del trabajo, ¿cómo querés que me vista?
Esa era otra cosa que había cambiado desde que me salieran los cuernos: a la oficina ahora iba vestida bastante sexy, no diría provocativa, pero parecía que las minifaldas eran obligatorias.
Nos habíamos bajado de un colectivo ruinoso donde ya el chofer la miraba continuamente con expresión lasciva. Es que había mucha gente y estábamos de pie casi detrás de él, y mi novia venía muy escotada, como siempre (maldita costumbre gitana de andar con los pechos medio descubiertos), y me imagino que por el espejo grandote que tienen ahí arriba, el chofer se deleitaría con sus tetas incluso mejor que yo. Aprovechaba cada semáforo, cada frenada, cada minúscula pausa para echarle miradas furtivas, y cuando en un momento Nati lo descubrió, el muy desfachatado le sonrió. No vi si mi novia le devolvió el gesto, estoy seguro que no, pero el chofer no dejaba de mirarla con descaro.
Ya en la calle me asusté un poco. Porque no era un barrio pobre en el que estábamos metiéndonos, era el borde de una peligrosa villa-miseria, más precisamente la avenida en la que se recostaba.
—Volvamos, mi amor –le rogué a ella—. Mirá lo que es este lugar.
—¿Pero no eras vos el que quería curarse de esos cuernos? Por mí, vámonos. A mí me encanta cómo te quedan.
Me detuve, pensativo. Ya había ido a todos lados, me había sometido a todo tipo de tratamientos y me habían revisado los mejores especialistas del país. Ésta era prácticamente mi última oportunidad.
Observé alrededor. Las casuchas de madera y ladrillo sin revocar, chapeadas arriba, la mugre, las pintadas llenas de insultos y amenazas de pandillas en los frentes, la tierra como calle, como vereda, como patio, y ese olor a agua estancada que se te metía por las fosas nasales eran el peor marco para un beso.
Pero la besé. Con amor y agradecimiento.
—Tenés razón –le dije.
Fue como una provocación. Aparecieron tres muchachones con una traza que metía miedo. Se ubicaron alrededor nuestro, cerrándonos la posibilidad de una huida. Sonrieron sarcásticos al verme la galera puesta, y la miraban a mi novia con un deseo tan animal y tan salvaje que se me aflojaron las rodillas.
—¿Te perdiste, morocha? –le dijo el más delgado, un chico de rulos y cara de roedor, seguramente el jefe.
Mi novia estaba tensa, pero no parecía temerosa. En cambio a mí me tembló la voz cuando pregunté:
—Buscamos a un umbanda llamado Pai Vergo. ¿Saben dónde atiende?
Ninguno de los tres me respondió, siquiera con la vista. Tenían los ojos clavados en las carnosas curvas de mi novia, los muslos plantados en esas botas altas, cortados arriba con la minifalda, y el pullover que se había puesto al bajar del colectivo, tan ajustado que parecía que las tetotas le iban a explotar debajo de la ropa. Nati se arqueó felinamente cuando los tres la rodearon solo a ella, y sonrió sin querer.
—Soy el Cuis –dijo el de rulos—. Y estos son el Garrote y el Peruka.
Hasta ahí la cosa estaba fea, pero se puso inmanejable cuando el Cuis le posó una mano en la cintura a mi novia y la fue subiendo con desparpajo hacia los pechos, recorriéndole todo el costado como si fuera su chica. Otro de los malvivientes le manoseó apenas la cola, pero se la manoseó, y entonces no pude contenerme más y salté con toda mi furia salvaje.
—¡Chicos, no nos hagan nada, por favor…!
Los tres malhechores se me vinieron encima con expresiones asesinas. Uno me tomó de atrás, asiéndome fuerte para que los otros comenzaran a golpearme, y les confieso que creí que allí terminarían mis días, porque si me pegaban los tres me iban a matar, y estaba seguro que las ambulancias no entrarían a ese barrio.
A Nati no se la veía muy preocupada, creo que no terminaba de comprender la gravedad de la situación.
Por suerte nos salvó el Pai umbanda, que vivía en esa cuadra y justo salía de su casucha. Les dijo algo a los tres malandras y éstos nos soltaron con desgano y se alejaron refunfuñando.
El sacerdote nos recibió con una amplia sonrisa y los brazos abiertos, aunque me pareció que se quedó como fascinado por el cuerpazo de mi novia, quizá sorprendido por la generosidad que se adivinaba debajo del pullover. Lo miré bien. Era un negrazo grandote y maduro, de unos 55 años, vestido con una túnica oscura que cuando la abrió dejó ver que iba casi desnudo debajo, cubierto apenas por un calzoncillo liviano y demasiado ajustado. Tenía también cara de haber vivido mucho, y un gesto de picardía demasiado extrema, casi delictiva.
Me pregunté si no estaríamos mejor con los otros tres de la calle.
El negro nos abrazó parsimoniosamente, como si fuera un ritual para impregnarnos de paz. Con Nati se quedó un rato más, y su poncho la cubrió también a ella. No sé por qué me dio la sensación de que si la estuviera manoseando yo no me daría cuenta.
Entramos a su casa. El curandero sonrió simpáticamente cuando notó mi galera puesta, a lo Aníbal Pachano; pero la cara se le transformó cuando me la quité y dejé expuestos los dos cuernazos sobre mi frente.
Nati se los presentó, orgullosa.
—¡Mire, Pai Vergo! ¡Dígame si no son una belleza!
El sacerdote estaba horrorizado.
—Muéstreme os estudios —pidió como si fuera un médico.
Nos invitó a sentarnos a una mesita que hacía las veces de escritorio, e hizo lo mismo al otro lado. Abrió los sobres uno por uno, analizando datos, gráficos y un montón de información indescifrable, aunque no perdía oportunidad de echar miradas rápidas a las ocultas tetas de mi novia, y a sus piernas embotadas.
—Pode quitarse o pullover, senhorita. Nao hace frío aquí.
Mi novia obedeció sumisa. Con sus manitos cruzadas fue a buscar el extremo de debajo de la prenda y arqueó su espalda y se estiró para quitársela por su cabeza. La remera que tenía abajo se le subió un poco, arrastrada por el pullover, y el negro se deleitó por unos segundos con la exquisita visión de su pancita y un poco más arriba, porque la remera de algodón se le subió incluso por encima del corpiño de encaje blanco con detalles en gris.
—¿Entonces, Pai Vergo? –lo saqué de su ensoñación.
El sacerdote se agitó pero no dejó de echarle miradas a mi novia, que se terminaba de arreglar la ropa. Encima, la remera escotada ahora lo distraía peor.
—Segúm tudo esto, lo que vocé tem na frente nao existe –dijo por fin—. Senhorita, ¿me trae o libro d’aquel estante d’arriba?
Nati fue donde el sacerdote le señaló, detrás mío. Tuvo que estirarse bastante para alcanzar el libro y la minifaldita se le subió sin remedio, dejándole la cola expuesta y surcada por una tanguita brevísima que se le enterraba profundo entre las nalgas. El negro se frotó la entrepierna, amparado por la mesita que lo protegía.
Nati le alcanzó el libro, para lo que se tuvo que inclinar sobre el negro y dejar que el escote cayera y sus pechos le quedaran aun más expuestos. Ella le sonrió cuando el sacerdote tomó el libro de entre sus manos y la tocó sin querer.
Lo hojeó. Luego se detuvo en una página y leyó un buen rato.
—O que me parecíam…
—¿Qué?
Pai Vergo se salió de detrás de su escritorio y dio la vuelta hasta ponerse adelante, justo entre la mesa y nuestras sillas. Quedó muy encima de nosotros, invadiendo nuestro campo de privacidad, casi pegado a Nati. Se sentó allí y se le abrió la túnica, y entonces el negrazo quedó con el torso algo descubierto y abajo solo tapado con el ajustadísimo bóxer que más que taparlo, le resaltaba todo. Vi con estupor que el breve calzoncillo apenas lograba contener un bulto de dimensiones intolerables. Se notaba con claridad el volumen, el contorno de lo que era evidentemente una terrible verga semi erecta y dos testículos notablemente gordos. Me sentí turbado por la visión, y bastante acomplejado.
Y celoso, al ver a mi Nati mirarlo justo ahí con una expresión que jamás le había descubierto.
—¡Natalia! –le reclamé.
Pai Vergo sonrió complacido.
—Houve outro caso similar hace máis de cien anhos, en 1864…  —continuó el negro mientras con el canto de la mano que no portaba el libro se rozaba el enorme bulto—. E suo caso es muito raro…  O que voce tem se chama Cornus In Aeternum.
—¿Cornus qué…? —dije sin poder apartar la vista de su entrepierna—. No importa: ¿hay un remedio para eso…?
—Mais no es una enfermidade… Es… Nao sei cómo dizerlo…  —y entonces comenzó a mirar a los ojos a mi novia.
—Dígalo –lo apuré.
—Es o produto da una maldiçao… —y volvió a mirarla a ella, que ahora parecía más asustada que preocupada.
—¿Una maldición??
Yo me hubiese reído si no fuera porque en la frente tenía dos cuernazos de unos veinte centímetros. No supe qué decir, y me quise apoyar en mi novia. Para mi sorpresa, ahora Natalia estaba seria, como si creyera esas palabras.
—Ay, no… —se lamentó.
—Es muito antigoa, eu nao comprendo cómo… –y la miró a mi novia con cierto morbo y lujuria—. Bom, en realidade sím comprendo, pero… Eu tindría que investigar um poco mais, pero creu que ten seu origem em África…
Natalia giró hacia mí con expresión preocupada:
—Mi amor, no quiero seguir con esto. No quiero saber por qué te crecen esos cuernos y además… me gustan. Me gustás así… si por mí fuera, ¡haría cualquier cosa para que te crezcan todavía más!
—¡Nati, estás loca! –y me dirigí a Pai Vergo—. ¿Puede curarme?
Al sacerdote se lo vio desconcertado, mirándonos alternadamente a uno y otro.
—¡No! ¡No puede curarte! —saltó mi novia, desesperada—. ¡Ya te dijo que no tiene solución!
—Pero aunque sea quiero saber de qué maldición está hablando.
El negro se quedó mudo, observando la reacción de Natalia. Ella se desarmaba entre opciones que solo existían en su cabeza. Parecía un científico haciendo miles de cálculos para dar con una solución rápida a un problema.
—Está bien –resolvió finalmente—. Pero antes dejame hablar a solas con Pai Vergo.
—¿A solas?
Me sacó del consultorio sin darme explicaciones. Tuve que quedarme en la vereda, la misma en la que un rato antes los tres muchachones siniestros nos habían querido robar. Hacía frio y con todo el apuro me había dejado la galera adentro, así que no me pude cubrir los cuernos. La gente me miraba, incrédula, y yo me moría de humillación. Algunos chiquillos se reían al pasar, señalándome.
Comenzaron entonces a juntarse curiosos alrededor mío, no muchos por suerte. La mayoría eran tipos de la peor calaña, llamados y arengados por ese tal Cuis, que estaba tomando vino de cartón junto a sus dos amigos en la vereda de enfrente. El Cuis parecía divertirse deteniendo gente al pasar, para mortificarme sádicamente.
Gracias a Dios a los cinco minutos pude volver a entrar.
—Convencí a Pai Vergo para que nos ayude... —anunció mi novia.
—Voce debe saber que esto pode ser doloroso pra voce, y que eu voy a facerlo pra gozar da sua namorada zafadinha.
—No le entendí nada.
Mi novia me tradujo:
—Que lo que va a hacer puede dolerte pero que lo hará en pos de la verdad y tu salud.
Tomé de la mano a Nati para darme valor.
Pai Vergo me hizo recostar en una especie de camilla, boca arriba. Bajó un poco las luces, prendió unos inciensos y me untó cada uno de los dos cuernos con unas cremas; luego le tiró unos polvos a Nati, unos pocos sobre sus pechos, otros pocos sobre sus nalgas.
—Oiga, ¿qué hace? —quise saber.
Pero me ignoró y recitó una breve oración en portugués. También me embadurnó el corazón y finalmente me ató las muñecas y los tobillos con unas sogas mugrientas que me raspaban, inmovilizándome por completo.
—¿Para qué es esto?
—Tranquilo, mi amor…
El negro seguía recitando y agitando un palito con flecos y una varilla de incienso humeante.
Me puse nervioso, medio claustrofóbico.
—¿Lo ayudo, Pai Vergo? —se ofreció mi novia.
—Sím, meu amor. Mide os cornos a tu namorado.
El umbanda le dio un calibre, esa herramienta de carpintero con forma de F que tiene una exactitud milimétrica. Nati fue a medirme el cuerno más alejado, el izquierdo, para lo que tuvo que estirarse por sobre mí, y por un momento su perfume y sus pechos quedaron prácticamente en mi rostro. Fue la gloria.
—214 milímetros —anunció ella, muy profesional. Y fue a medirme el derecho.
El otro resultó un poco más corto: 170 milímetros.
Me taparon la cara con una toalla, dejando los dos cuernos al aire.
Y se hizo silencio. Ninguno de los dos habló más, ni siquiera esas estúpidas oraciones recitadas en portugués. Desde mi oscuridad yo me preguntaba qué era todo aquello.
—Mi amor… —me susurró de pronto mi novia al oído. Su voz tenía como un dejo de agite muy leve—. De ahora en adelante a Pai Vergo vas a tener que decirle “Maestro” o “mi Maestro”… o “mi Señor”…
—¿Qué…? ¿Por q…?
—Hacelo. Él dice que es importante…
Sentía su voz y extrañamente cerca de mi rostro.
—Está bien, pero… ¿Ahora? ¿Cuándo…? ¿Cuándo tengo que decirle así?
Nati me iba a contestar y pude escuchar cómo se le cortó el aire por un segundo. Escuché algo más, atrás de ella, como un roce de ropas. Y entonces me tiró su aliento en la cara.
—¡Ahhh…! —gimió, queda—. Desde este preciso momento, mi amor… Desde este exacto y preciso momento… Mmmmm….
No entendí qué fue ese gemidito de mi novia, ni sus palabras, igual no importó, porque en ese mismo instante el dolor profundo volvió a mi cabeza, primero leve, para crecer enseguida. Otra vez sentí latir mis cuernos afiebrados y me invadió la impotencia, esta pesadilla parecía no tener fin.
—Me duele otra vez… Maestro… Me está creciendo el cuerno izquierdo…
—Notavel… —escuché que dijo Pai Vergo, aunque su voz sonó rara.
Y el silencio invadió el consultorio nuevamente.
¿Nada más? ¿Solo “notable”?
—¿Lo puede ver, Maestro…? —insistí.
Pero nadie me respondió. Me quedé solo con mi silencio y mi oscuridad, mientras mi novia y el negro estarían haciendo vaya a saber qué cosa para ayudarme con mi problema.
Pero pronto la quietud comenzó a ser interrumpido casi imperceptiblemente. Escuchaba un jadeo leve, prácticamente inaudible, o mejor dicho, un jadeo que trataba de reprimirse.
—Nati, ¿estás ahí…?
Silencio.
—Nati…
Silencio jadeado.
—Nati, ¿me escuchás?
—Sí, mi amor…  Uhhh... Acá estoy, a tu lado…
—Me está creciendo otra vez, Nati…
—Sí, mi amor…  Síii… Mmm…
—Nati, ¿qué te pasa? Estás agitada…
—Ya séhhh... No te preocupes, cornudo… uhhhhh…
—¡Nati, no me digas así, y menos delante de la gente!
—¿Per… dón…? Uhhh… No te escuché, amor… Estaba… ahhhhh… distraída…
—¡Que te va a escuchar mi Maestro!
—¿Eh? —El umbanda sonó como si se despertara de un letargo, pero su voz era ya no rara sino imbuida por un jadeo. Yo seguía sin ver nada, la oscuridad me estaba desesperando.
—¿Qué pasa, Nati…?
Mi novia dejaba espacios de unos segundos antes de responder, como si estuviera en otra. Y me pareció que el camastro se movía, aunque no lo podía asegurar.
—Nada, mi amor, nada…
Traté de zafarme de las ligaduras, para quitarme la toalla de la cara, pero me fue imposible.
—¿Ve cómo le crece, Pai? ¿Lo puede ver?
—Sí, bebé… Tenías razón… —respondió el negro, en un tono que se me antojó poco brasilero.
—Ahhh… —el jadeo de mi novia me dio en el rostro, era un jadeo pegajoso, cargado de deseo.
—Nati, ¿te pasa algo…?
—No, mi amor… Mmm…  Así, Pai Vergo… Más… —La agitación de  mi novia era entrecortada pero continua. Pesada.
—¡Nati! ¿Estás bien?
—¡Sí, cornudo! ¡Me encanta ver cómo te van creciendo! Uhhh… Yo nunca puedo ver… ahhh… pero en este momento… uhhhmmm…
Ahora estaba seguro: la camilla sobre la que yo estaba reposando había comenzado a moverse de costado subrepticiamente, como empujada con cierto ritmo.
—Nati, me duele… Siento como si me entrara en el cerebro una estaca…
—Sí, mi amor, ¡yo también la siento! Una estaca de veinte centímetros y bien gorda!
—¿Vos también?
—Sí, cuerno, síiii… mmm…
—Estamos sincronizados… ¡como almas gemelas!
—Síiii, cornudo, síiii… Uhhh… ¡Siento la estaca clavándome cada vez más profundo! Ahhh… ¡Ahhhhh…! ¡Por Diosssss…!
Ese momento de unión no pudo aliviar mi angustia, porque me fue evidente por los sonidos, que a mi Nati le estaba pasando algo malo.
—Por favor, Pai Vergo, haga algo… —le supliqué.
—Créame que estoy haciendo bastante…
—¡Ay, sí, Pai Vergo, síiiiii…! ¡Ahhhh…!
—Natalia, pareciera que estás… que estás…
En ese momento la toallita que me velaba los ojos se corrió un poco porque mi novia la había ido pellizcando sin querer, y pude ver el rostro y las tetotas de ella casi encima mío. La vi con sus ojos cerrados, agitándose hacia mí y hacia atrás acompasadamente, mordiéndose los labios, como en éxtasis, totalmente abstraída de la realidad, de mi problema, de mis cuernos.
Cuando los ojos se me acostumbraron un poco a esa luz pude ver la magnitud y la realidad completa.
Natalia estaba apoyada sobre la camilla, su rostro pegado al mío, por encima, manteniendo la cola hacia afuera, mientras el negro, con su ampulosa túnica corrida, la tenía desde atrás tomada por las ancas y le daba topetazos como si se la estuviera…
—Nati, ¿te están cogiendo? —dije pasmado por completo.
Natalia abrió los ojos.
—¡Ay, mi amor! —y comenzó a reírse en mi cara.
El sacerdote seguía perforándola con ganas.
—¡Jajajaja! ¡Cornudo, la cara que pusiste!
—Nati, no te rías de mí!
—No me... río de vos… Uhhhh, Diossss… Me río con vos…
—Pai Vergo, deje de cogerse a mi novia.
—¡Cale a boca, chifrudo! Y deixa a sua zafadinha gozar do meu pau…
Vi las gotas de sudor en el rostro de Natalia, pegado al mío, y una sonrisa íntima de satisfacción. La cabeza se le agitaba acompasadamente, porque el otro hijo de puta no dejaba de bombearla ni por un instante. Se mordía el labio inferior, como cuando se la cogían los novios anteriores a conocerme, según me había dicho una vez
—Estamos haciendo una comprobación, mi amor —me explicó—. Le estaba mostrando a Pai Vergo por qué y cómo te están creciendo los cuernos…
—¡Natalia, pará de coger!! —le reclamé, queriéndome zafar de las muñecas y tobillos, sin lograr moverlos ni un milímetro.
—¡O suo es una maldiçao, corninho! —explicó Pai Vergo, y vi claramente cómo luchaba con las nalgas apretadas de mi novia, abajo, abriéndolas para lograr una mejor penetración en la conchita.
—¡Aaahhh…! —gritó Natalia, ya bastante emputecida.
La cara de lujuria del negro, allí atrás y regodeándose con la cola de mi novia me dio pavor. Se estaba aprovechando de ella.
—Te dije que te la iba a mandar hasta el fondo, bebé. -Otra vez su portugués era dudoso.
—Sí, sí… ¡Hasta el fondo! ¡Bien hasta el fondo!
—¡Nati! ¡Dejá de pedir eso!
—¡Ahhhh…!
El sacerdote se la estuvo bombeando un par de minutos, jadeando, ignorando mis ruegos, haciendo transpirar a mi novia, que seguía con su rostro pegado al mí y cada tanto me regalaba algún besito.
En un momento Natalia se incorporó, con lo que el shamán tuvo que dejar de cogérsela. No se disculparon, no me explicaron nada, simplemente se acomodaron las ropas.
Natalia fue a medirme el cuerno izquierdo.
—216 milímetros.
—Increíblem… —el sacerdote estaba boquiabierto.
—¿Qué está pasando? ¿Por qué estaban cogiendo?
Me ignoraban como si estuviera loco.
—¿Y vocé dice que cada vez que…?
—Sí, Pai Vergo. No sé hasta cuánto podrá crecer.
—Si no lo veo, no lo creo… ¿Y sempre crece el izquierdo?
—No… ¿quiere ver cómo crece el derecho…?
—¡Nati!
Natalia se puso otra vez por encima mío, apoyándose en la camilla nuevamente, dándome otra vez su rostro hermoso. Se subió la minifalda y se abrió las nalgas, y sin dejar de mirarme y sonreírme, le pidió:
—Ensalívelo bien, Pai.
—¿Qué qué?? —casi me atraganto.
El Maestro abrió los ojos con sorpresa y excitación. Enseguida se escupió los dedos y comenzó a ensalivarle el ano a mi Nati. Para hacerlo se puso de costado y por unos segundos pude ver lo que le colgaba de la entrepierna. El bulto aquel con el que mi novia se quedara prendada cuando estaba sentado en la mesita aparecía ahora en toda su dimensión. O menos, porque en realidad estaba gorda y enrome, pero caída, sin la impronta que iba a tener en unos instantes para someter a mi novia.
—Mi Señor -dije respetando el protocolo que me había impuesto el negro. Con lo peligroso que parecía y yo atado como estaba debía otorgarle esa concesión—, ¿qué está haciendo?
—Vamos a hacer una comprobación, cornudo. —Y comenzó a ensalivarse la punta de su fabulosa verga, con cierta parsimonia, sin dejar de sonreír ni mirar el culazo de Natalia. Por extraño que parezca, ya hablaba en perfecto argentino, olvidando completamente el acento portugués
—Esto es por vos, mi amor —me aclaró Nati—. Vas a ver cómo te crece el cuerno derecho ahora…
Pai Vergo se apoyó en ella, metió algunos dedos (no podía ver cuántos) y se acomodó detrás de mi novia.
—¡No quiero ninguna comprobación! —comencé a gritar, tratando de zafarme de las ligaduras— ¡No quiero que me crezca más el cuerno derecho!
—Mi amor, es por tu salud… —dijo mi novia, y Pai Vergo le empujó con cierta dureza y trabajo, allá atrás—. ¡Ahhhhhhhhhhhhhhh!!
El dolor sobre el cuerno derecho se hizo presente al instante.
—Nati, ¿qué te está haciendo ese hijo de puta?
—¡Me está entrando mi amor, me está entrando!
—¿Cómo que te está entrando? ¿Te está entrando qué?
—¡Verrrga…!!! ¡Me está entrando verrrrrga, cornudohhh…!! ¡Ahhhh! ¡Por Dioooosss…!!!
—¡Nati, no te dejes!
Su rostro pegado al mío era el rostro del dolor, pero me di cuenta que al mismo tiempo se esforzaba por aguantarlo todo.
—No entró ni la cabeza completa, bebé… —Detrás de ella, el negro volvió a maniobrar.
—¡Me está rompiendo el culo, mi amor! —confesó Nati en un susurro, pura sonrisa de satisfacción.
—¡Nati, no me digas eso!!
Y el umbanda volvió a empujar, haciendo fuerza contra el pequeño orificio.
—¡Ay, Diossssss…! —Mi novia cerraba los ojos, aguantando cómo la abría en dos ese vergón siniestro. Estaba roja igual que un tomate—. Me están rompiendo el culo por vos, mi amor… Solo por vos… ¡Ahhhhh…! Para cu… uhhhh… ¡Cómo duele…! Para curarte… ¡Ahhhhh, Diosss...!
—Ya entró a cabecinha e um poco máis, bebé… Ahora es cuestión de paciencia pra que vocé la coma toda… -ahora se volvía a hacer el brasilero, el hijo de puta.
La cara de mi novia era de desesperación, pero también de orgullo.
—¡Dame ánimo, cornudo! ¡Ayudame a que me entre por el culo toda esa verga…!
—¡Estás loca, Nati! –le grité indignado—. Lo que estás haciendo no tiene nombre!
—Sí, tiene nombre, cuerno –me corrigió Pai Vergo—. ¡Se llama rompida de orto!
Pai Vergo la tenía tomada de las nalgas y se la clavaba despacio, tratando de profundizar. Se las separaba para hacerse más lugar y le escupía el ano todo el tiempo para ensalivarla mejor y obtener una penetración más a fondo.
—Ahí va un poquitinho máis, bebé…
—¡Ayyyy… síiii…!
—¡Qué bom culito que tenés, ¡Uuuhhh…!
—¡Nati, hacé algo!
—¿Para qué? Ya lo está haciendo todo él.
—¿Se siente, bebe? Ya tenés un tercio da pija bien adentro…
—¡La siento, Pai Vergo! ¡Siento cómo me parte en dos!
—¡E ahora mesmo te clavo o resto!
—¡Besame, cornudo! —imploró Nati—. ¡Besame que me la está por mandar a fondo!
Yo le iba a decir que no, que de ninguna manera, que se estaba comportando como una puta. Pero ella estiró apenas el cogote y me zampó un beso de prepo, en la boca, mientras el negro hijo de remil putas le abría la cola y comenzaba a empujar más duro y con mucha fuerza, con dificultad todavía, abriéndole el agujerito más y más, enterrándole verga negra y gorda y estirándole el esfínter como si fuera de caucho.
—MMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMM…
No era un “mmm”. Era un grito de sufrimiento ahogado en el beso. Mi novia se estaba muriendo de dolor y satisfacción a un tiempo y no paraba de besarme, de comerme la boca y llenarme de saliva toda la cara con cada empujón que la taladraba desde atrás.
Se le desprendieron algunas lágrimas cuando el vergón gruesísimo del negro le entró por completo, y les juro que entre sus gemidos de dolor pude escuchar claramente el sonido seco del cuerito de mi novia cediendo ante la invasión de esa verga prodigiosa. Con los ojos abiertos me quería decir algo, pero no podía o no quería dejar de besarme. Y seguía gritando dentro de mi boca, dentro del beso.
Detrás de ella, Pai Vergo se metió por completo dentro de ese culito angosto, a tope, y chocó su panza con la hermosa cola que debía ser solamente mía. Se aferró a las nalgas y se apoyó en ella unos segundos, para que la sintiera hasta el estómago.
—Está todita adentro, bebé… Bien adentro… Ahora te lo empiezo a trabajar…
—Cornudo, tengo todo ese pedazo de vergón metido en tu colita… ¿sabés que significa eso, mi amor?
—¡Sí, que sos una tremenda puta!
—¡No, tontín! Significa que tus cuernos por fin van a emparejarse… —y volvió a tomarme las dos salientes monstruosas de mi frente, una con cada mano.
Como el sacerdote le estaba sacando la pija para volver a enterrársela, era como si la estuviera empujando hacia afuera, corriéndola, entonces la muy turra logró hacer fuerza para no irse hacia atrás al agarrarme de los cuernos. Me tomaba con fuerza para que el sometedor pudiera sacársela más efectivamente. El proceso me indignaba, aunque debo admitir que cuando la gruesa pija del negro le iba saliendo, sentía como un alivio en mi cabeza, como si el dolor también se estuviera yendo.
Ella cerró los ojos para sentirla salir, ese alivio excitante la reconfortó y le dio cierto respiro.
Pero Pai Vergo le abrió las nalgas nuevamente y le clavó una segunda estocada, aun lentamente, sin prisa y sin  pausa, pero con destino de ir a fondo.
—¡Aahhhhhhhh Diossssssss…! —me gritaba Nati en la cara.
—¿Le crecen os cuernos? —intervino el sacerdote, sin dejar de bombearle el culo ni por un segundo. Le vi la cara, pretendía mantener un aire profesional pero era la expresión de un turro pajero disfrutando del culito de la mujer de otro. ¡Y qué mujer!
Entre jadeos y empujones que la llevaban hacia mí, Natalia miró mi cuerno derecho, a pocos centímetros.
—¡Sí! —gritó triunfal. Y luego a mí, sonriente, orgullosa, llena de felicidad. —¡Mi amor, te está creciendo el chiquito! ¡Te está creciendo!
Pai Vergo continuaba los topetazos llenándole la cola de verga.
—¡Nati, te estás dejando coger por ese tipo!
—¿No ves que ahora podemos emparejarlos?
Con mi dolor a cuestas taladrándome la cabeza, el sacerdote le fue rompiendo el culo, despacito, para que mi cuerno derecho creciera milímetro a milímetro.
—¡No puedo más, chicos! —anunció en un momento—. Estás demasiado buena y esta cola que tenés es demasiado estrechinha, bebé… ¡Voy a llenarte de leche, putita…! ¡Uhhh…!
Nati escondió su rostro en mi pecho y bufó de placer.
—¡Que no te acabe adentro, Natalia… —le murmuré desde mi inmovilidad, dolido, resignado.
—¡Ahhh…! ¡Ahhh…! –jadeaba la guacha con cada perforación del negro—. No, mi amor… ¡Ahhhhh…! No te preocupes… ¡Uhhh…! —y comenzó a regodearse con mi asta derecha, y a magrearlo y sobarlo—. ¡Qué cuerno hermoso, cómo te lo voy a hacer crecer!
Pai Vergo ya se la cogía como un poseído, la penetraba hasta el fondo y allí dejaba reposar su pija y luego la movía para que llegue más adentro todavía.
—Te acabo, bebé, te acabo…
Y le sacaba la verga por completo, sonreía malicioso, y se la volvía a clavar con más violencia.
—Nati, decile que adentro no… —le rogué.
Pero Nati estaba demasiado fascinada viendo cómo me crecía el cuerno, y sintiéndose invadida de carne. Así que lo pidió sin la menor convicción, sin fuerza, casi para mí, para cumplirme.
—Adentro no, Pai…
Pero el negro no aguantó más, le abrió las nalgas lo más que pudo y se zambulló entero adentro de la carnosa cola de mi novia. Y se la llenó.
—¡Ahhhhhhhhhhh…! ¡Siiii, hija de puta! ¡Síiii…!!! —y comenzó a acabarle adentro un litro de leche—. ¡Qué buen orto que tenés, mi amor, cómo te lo lleno!
—Te dije que adentro no, Nati…
—¡Mirá, mi amor! ¡Mirá cómo te crece…!
Y el otro hijo de puta la seguía llenando de leche tibia.
—¡Ahhhhh…! ¡Sí, puta, sí…! ¡Ahhhhhhhhh…!
Parecía mentira, pero mientras le estaba rebalsando el ano de semen, mi dolor y mis latidos se incrementaron.
—¡Mirá cómo te crece! —seguía fascinada, y me agarraba el cuerno y lo pajeaba como si fuera una pija.
El Pai Vergo ése ya le estaba echando los últimos chorros, se notaba, porque le clavaba la pija tan adentro que parecía que la iba a agujerear, y porque le dio un par chirlos ya casi sin fuerza. Terminó bufando agotamiento, desparramado sobre la espalda de mi novia.
Nati giró hacia él, que procuraba recuperar el aliento.
—Pai Vergo, ¡quiero emparejarle los cuernos a mi novio!
—No puedo más, bebé. ¡Dame un rato!
—¡Natalia, basta!
—No quiero irme de acá sin que tengas los dos cuernos bien parejos… ¿no hay más tipos en esta casa?
—¡Natalia!
Mi novia había enloquecido. Y yo, asido de las muñecas, no podía levantarme y huir, o frenar a ella o al sacerdote, que se volvió a poner la túnica negra y salió por la puerta de calle.
Quedamos solos y le recriminé a mi novia con toda la convicción que pude juntar.
—¡Estás desconocida! ¿Qué es todo esto de la maldición? ¿Y desde cuándo me hacés cornudo? ¡Exijo una explicación!
Pero mi novia continuaba sonriendo como una estúpida, pajeándome los cuernos y diciéndome que no me preocupe, que ella iba a cuidar y regar con todo su amor esos dos hermosos trofeos que yo lucía en mi frente-vitrina.
No sé cómo hizo pero Pai Vergo convenció a los tipos de la calle, los que estaban en frente; sí, esos mismos que nos habían acosado cuando entráramos a su vecindario. Eran el Cuis, Garrote y Peruka. Con su facha de delincuentes y mi estado de inmovilidad, me hicieron enmudecer.
—¿Dónde está la putita…?
La vieron inclinada sobre mí, sacando la cola. Vestida con la remera y la minifalda,  pero desnuda en sus piernotas y cola, la bombachita de encaje por los tobillos. Evidentemente no imaginaron que iba a estar tan buena porque enseguida se aflojaron los pantalones y se pelearon para formar una fila detrás de su cola. Natalia parecía halagada, y no dejaba de darme besitos tiernos y sobarme los cuernos.
El primero en cogérmela fue el Cuis. Con cara de desesperado, la agarraba de la cola y la manoseaba, le decía cosas obscenas mientras mi novia le festejaba todo como si fueran cumplidos. El hijo de puta se asomó por detrás de Nati y me miró con sorna, justo una fracción de segundo antes de mandarle su pija hasta el fondo a mi dulce noviecita.
Le vi la cara a ella cuando lo recibió, entrecerró los ojos y otra vez se mordió los labios. El Cuis comenzó a bombearla por el culo con cierta dificultad, no se había lubricado bien. Pero a fuerza de dos o tres embestidas ya la cosa iba mejor y más adentro. Se fue cogiendo a mi amorcito con lujuria, disfrutando de su estrechez en cada penetración, que iba siendo más y más profunda.
—Yo sabía que eras un flor de cornudo… —se me mofaba el Cuis, moviendo su pelvis contra las nalgas de Nati.
—No le hagas caso, mi amor… —me defendía mi novia, pero lo seguía recibiendo hasta los huevos y con aparente placer.
El Cuis no le aguantó mucho. Se deslechó a los cinco minutos mientras mi frente crecía y mi cabeza estallaba de dolor. La buena de Nati me daba besitos en el cuerno, que me aliviaban, pero igual toda la situación me hacía sentir muy mal. Especialmente cuando Garrote se abrió el cierre del jean y sacó de entre sus calzoncillos una verga enorme como un garrote —justamente— que me hizo estremecer. Natalia, en cambio, se paladeó. Sus ojos brillaron de lujuria y abrió un poquito más las piernas, como preparándose. Fue doloroso de nuevo, pero mi novia se armó de valor y le permitió a Garrote que le fuera enterrando verga de a poco y con paciencia. Volvió a besarme mientras se la enculaban, me mordió, lujuriosa, y eso me encendió de celos. Se aferraba a mis cuernos, mientras Garrote la taladraba por el orto, y se agarraba ya no como gesto cariñoso, sino para sostenerse y no caerse con las violentísimas estocadas del grandote. El hijo de puta se la garchaba de forma tan violenta que la sacudía a mi novia desde atrás como si fuera una muñeca de trapo, y ella a su vez, al agarrarse de mis cuernos para sostenerse, me sacudía la cabeza. En un momento mi cabeza se sacudía al ritmo de las estocadas a fondo que Garrote le enterraba a mi novia por el culo, y en cada movimiento podía espiar, a pesar del dolor, parte de la verga de Garrote escondiéndose entre las nalgas de mi amorcito.
—¡Ahhhhh…! ¡Ahhhhh…! ¡Ahhhhh…! ¡Seguí, Garrote, seguí…!
—¡Nati, estás hecha una puta!
Y se la siguió serruchando con violencia, tanto, que tuve miedo que la lastimara, pero la muy puta de Natalia, lejos ya del dolor, gozaba de ese palo de beisbol que le enterraban sin piedad hasta el esófago.
—Seguí, Garrote, no pares, que me vengo… ¡Ahhhh…! ¡No pares, por favor…! ¡Dioooosssssss, síiiiii…!
Y el otro turro le clavaba carne hasta la panza, y se la sacaba y se la volvía a enterrar.
—¡Nati, no se te ocurra acabar!
Me agarró de los cuernos con sus dos manos y me los estrujó, me di cuenta que estaba acabando como una yegua cuando me gritó su orgasmo en la cara.
—¡AAAAAAaaaaaaaaaaa síiiiiiiiiiiiiiiiiiii, cornudoooooo, síiiiiiii…!
Garrote redoblaba sus esfuerzos y su velocidad. Le rompía el culo con ganas, y evidentemente con sabiduría, porque a pesar del tamaño y la violencia, Nati no mostraba sino muestras de placer.
—¡Cómo te estoy rompiendo el culo, gata!
—¡Sí, rompemelo, rompemelo todo!
—¡Te lo voy a llenar de leche, hija de puta!
Y Nati pareció ahí más caliente que antes, si es que semejante cosa era posible.
—¡Llenameló! ¡Llenameló de leche, Garrote!
Le vi la cara, estaba como poseída. No podía decir que no estaba conmigo porque seguía acariciando mis astas y dándome besitos amorosos, pero los ojos estaban idos.
—¡Te acabo, puta! –le gritó el grandote, y comenzó a bufar de una manera animal y a deslecharse ya sin remedio, mirando lujurioso cómo su propia verga penetraba ese culito estrecho.
—¡Hijo de puta, te re siento! –le gritó Nati a su sometedor.
—¡Te estoy llenando, puta! ¡Te estoy llenando de leche!
Entonces Nati abrió los ojos, tenía su rostro pegado al mío, me sonrió con cierta dulzura, incomprensible dulzura, y murmuró para mí:
—Le siento los chorros de leche, mi amor… —Casi me desmayo del abatimiento—. Le estoy sintiendo cada latido de la acabada…
Garrote fue bufando cada vez más suavemente y aflojó el ritmo. Las últimas acabadas fueron casi civilizadas, aunque se apretó la vergota con fuerza para escurrirla adentro del culo de mi novia y se retiró dándole una nalgada estruendosa, mostrándose satisfecho.
Por suerte el tercero no la tenía tan grande, pero igual la clavó por el ano como si fuera una cualquiera, sin misericordia. Le hizo el culo por un buen rato, disfrutando y regodeándose no solo de la belleza de Nati, sino de la maldad que me infringía, porque se asomaba detrás de mi novia y me miraba y se reía, y me miraba los cuernos y me decía “cornudo” mientras se hamacaba hacia adentro de mi amorcito. Terminó, igual que los otros tres hijos de puta, depositando el semen bien adentro de las entrañas de Nati, para así emparejar las astas que yo esgrimía en la frente.
El problema era que el crecimiento era lento, de a milímetros, y mis cuernos estaban desparejos por dos centímetros completos.
Igualarlos le tomó a mi sacrificada novia toda la tarde. Recibió verga por el culo desde las 14 hasta las 18, recibiendo todo lo que le ponían a tiro. Primero fueron Pai Vergo y los tres malvivientes esos, que se lo hicieron por segunda vez cada uno. Cuando el negro hijo de puta se vació nuevamente en ella, salió a la calle y llamó a unos muchachos de la carnicería de al lado, y luego a unos adolescentes que a todas luces eran pibes chorros, y más tarde a un par de amigos suyos. Algunos también pegaron una segunda vuelta, siempre dentro de la cola de mi novia. Todos me la llenaban de leche tibia, que ella recibía excitada y halagada, con los ojos clavados en mi cuerno derecho para ver cómo iba creciendo. Al final se la terminó cogiendo incluso cualquier tipo que pasaba por la puerta de la casa del sacerdote umbanda. Ya la encontraban totalmente dilatada, por supuesto, rebalsada de semen, enchastrada, con la tanguita sucia en el piso, sin pollerita, sin compostura, sin nada más que ese cuerpazo gitano, esa cintura y ese culo redondo y generoso, nacido para ser penetrado.
Habrán pasado por ese cuerito que debía ser mío una docena de hombres. Pero mi novia logró lo que tanto deseaba, que mis protuberancias quedaran parejitas. Bien parejitas.
—Mi amor —me decía mientras besaba las dos puntas—, ahora estás perfecto, ¡más hermoso que nunca!
Yo me hallaba absolutamente desbastado, sin reacción. Me sentía indignado, enojado, furioso, sorprendido, desconcertado… y muy cornudo.
Los abusadores se fueron yendo, y aunque no lo crean, no pocos  descarados le dejaban sus números de celular anotados en papelitos, que mi novia aceptaba y guardaba en sus escote, imagino que para no ser descortés y que no se enojaran. Cuando se fueron todos, Natalia me desató por fin de las ligaduras.
—Son quinientos pesos —me dijo de pronto Pai Vergo otra vez en portuñol, sin una pizca de vergüenza.
—¿Qué? —Mi indignación era total.
—¡Es o que voce me adeuda pela consulta! —se ofendió.
—P-pero… no me hizo nada, ¡sigo igual de cornudo que antes…!
Mi novia me defendió:
—Más cornudo, mi amor… ¡Más cornudo!
—Eso, ¡más cornudo que antes! –le reclamé mientras me frotaba las muñecas.
—Mais encontré a razao de sua problema. E le emparehé a cornamenta ¿o no? Cuando vocé llegó aquim parecía un monstruo, alora los tem igualinhos. Fica —y me ofreció un espejo.
—Dale, mi amor. ¡Pagale y vamos a festejar a casa que estoy re caliente!
—¿Festejar? ¡Vos y yo tenemos que hablar seriamente, Nati! ¡Mirá en lo que me convertiste!

En casa hablamos. Claro que hablamos. Pero no como me imaginé. A pesar de que yo era el cornudo y la que estaba en falta era Natalia, la conversación giró rápidamente y pasé a una posición de vulnerabilidad.
—Mi amor, con esos cuernos en la frente ninguna mujer del planeta te va a dar bola jamás. Vas a vivir a pajas hasta que te mueras de viejo.
—¡Nati, no me digas eso! —rogué al borde de las lágrimas.
Natalia se me acercó con mirada seductora, hinchando los pechos provocativamente. Me tomó de las solapas de la camisa y me susurró:
—En cambio a mí me gustás más que nunca, mi amor.
—Natalia, te lo pido por favor…
Comenzó a besarme la boca, la cara, la frente. Y caímos juntos sobre la cama.
—Nati…
Siguió besándome y me desabrochó la camisa y se quitó la remera.
—¿Y…? ¿Qué decís, cornudo…? ¿Vas a abandonar a la única mujer que te ama y que le gustás así como sos…? ¿Vas a abandonarme para irte a vivir solo como un viejo pajero…?
No dije nada, solo la miré dolido.
—Te prometo que voy a cuidar de ese par de cuernos con toda mi alma…—y me los acariciaba—. Los voy a regar todos los días para que crezcan sanos y fuertes…
—Nati, no… por favor… No quiero que te andes acostando con otros por ahí…
—Callate, tontín… Te voy a hacer el hombre más hermoso del mundo…
Comencé a sollozar en silencio. Ella me ignoró y se abrió de piernas, excitada y expectante.
—Clavame, cornudo. Cojeme con esos hermosos cuernos que te di.
Mis sollozos eran inaudibles, casi ni yo los escuchaba.
—Y cojeme fuerte para que mi orgasmo tape tus llantitos de maricón desagradecido…
Respiré, la miré, me aguanté un hipo y, entre lágrimas, la clavé hasta que hizo tope mi frente.
  

FIN

Dame un Segundo — Capítulo 43

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Capítulo 43: Tres

Por Rebelde Buey

Lo había vivido mil veces pero no había forma de acostumbrarse. Ver una pija gruesa penetrando limpiamente el culito en punta de su novia seguía acelerándole el corazón como la primera vez.
Tiffany suspiraba pesadamente, los ojos entrecerrados buscando la almohada para enterrar su rostro en ella. Tenía las rodillas flexionadas, la cola parada y a Jonatan detrás, tomándola de la cintura mientras le empujaba lentamente toda su carne hasta el final.
Ezequiel le alcanzó la escurridiza almohada que Tiffany no encontraba.
—Mi amor… —agradeció ella y suspiró más pesadamente cuando la verga de su amante comenzó a retirarse… para volver a penetrar.
La pareja había aprovechado la obsesión de Jonatan con la perfecta cola de la rubia, para convertir los encuentros con él en un juego propio. Coger con Jonatan significaba lisa y llanamente que ella iba a ser abusada exclusivamente por el culo, y Ezequiel le comería la conchita mientras esto sucedía. Algo que enloquecía de placer y morbo a la rubia, haciendo de Jonatan un socio perfecto. Desinhibido, buen mozo, buen tamaño ahí abajo. A Ezequiel le hubiese gustado que el macho fuera un poco más turro, pero sin lugar a dudas era un socio espectacular.
Estos encuentros eran sencillos. Jonatan se la cogía solamente por el culo, dos o tres veces por sesión, en presencia del cornudo. Rara vez la penetraba vaginalmente y también rara vez traía un amigo. Esos días, el amigo y él se turnaban para hacerle el culo a Tiffany y el pobre Ezequiel debía duplicar esfuerzos para asistir y limpiar a su novia.
Lo bueno era que todos esos encuentros terminaban igual: con Tiffany y Ezequiel haciéndolo cuando el macho se iba.
—Mi amor… —le dijo tiernamente Tiffany a Ezequiel y le besó el pecho. Tenían unos minutos a solas mientras Jonatan se duchaba en el baño—, ¿qué hacemos con la Pioja…?
Ezequiel se sorprendió.
—¿Con Ash? No sé… ¿Por?
—¿Cómo “por”? ¡Por todo lo que pasó en el viaje a Bariloche! Y la vuelta… Y…
—No sé.
—¿No te gustaría estar con ella?
—No sé.
—No me mientas.
—Bueno, sí, obvio. Pero no sé a dónde querés ir. Te la apretaste. Me la apreté. No pasa nada…
La ducha, en el baño contiguo, se cerró. Jonatan saldría secándose y buscando su ropa en cualquier momento.
—Quiero saber si alguna vez pensaste cómo sería coger con otra.
—Nunca.
—¿Y con Ash?
Ezequiel respiró. Debía medir bien sus palabras porque aquello podría ser una típica trampa femenina. Aunque su novia no tenía ese tipo de manejos con él.
—No sé…
—¡Dejate de joder! ¡Yo vi cómo te la apretaste! ¡Y cómo la manoseaste!
—Ya hablamos de esto.
—Creo que Ash está enamorándose de los dos… —Se hizo una pausa donde ambos enmudecieron, sin siquiera respirar—. ¿Te gustaría estar en la cama con Ash y conmigo?
A Ezequiel le brillaron los ojos.
—¡Me encantaría!
Momento.
Ezequiel quedó petrificado y casi se le atraganta el aliento que había tomado para responder. Giró su rostro hacia la puerta del baño, de donde había venido la voz, porque él no había llegado a pronunciar palabra.
Allí estaba Jonatan. Desnudo, con su terrible cuerpazo y su sonrisa fresca, secándose el cabello desprolijo con un tohallón.
—¿Por qué me miran? —se sorprendió—. Obvio que me encantaría. Ash y vos son dos caramelitos…
Ezequiel no sabía qué decir. Jonatan había respondido por él, anotándose en una partida a la que no había sido convocado.
—No, Jonatan, ella me preguntó a mí… —Ezequiel miró a su novia para que ella lo apoyara en su reclamo.
Jonatan los miró divertido, como si Eze hubiera dicho una broma. Saliendo del baño había escuchado la pregunta de Tiff y esa era una pregunta que no se le hacía a un cornudo.
—¡Jajaja! Sí, claro…
—¿No es cierto, mi amor?
Pero Tiff ni miró a su novio. Estudió por un segundo a Jonatan mientras éste comenzaba a vestirse.
—¿Quiere decir que te la bancarías con las dos?
La pregunta era para Jonatan.
—¡Por supuesto! Cualquier tipo les daría a las dos —miró a Ezequiel y agregó con cierta burla, pero sin maldad—. Salvo un cornudo como tu novio…
—No, Jonatan —acotó Eze—, Tiffany me estaba preguntando a mí, en serio…
Tiffany nuevamente lo ignoró por completo.
—Es interesante, no se me había ocurrido… Si cualquier tipo se animaría, eso incluye también a tus amigos…
—¡iAmor! —se quejó Ezequiel.
Jonatan sonrió.
—Todos mis amigos. Los que ya conocés, y otros que no conocés.
Tiffany lo miró con lujuria, regodeándose.
—Hmmm… Parecerían ser unos cuantos…
—Casi todos mis compañeros de la fábrica se prenderían sin dudar.
—¿Escuchaste, mi amor? —Tiffany giró su rostro hacia Ezequiel— Jonatan me consigue toda una fábrica y vos te la pasás dudando… así no vas a dejar nunca de ser un cornudo.
La suerte estaba echada otra vez.



Mi novia Luana era morbosa y perversa, ya lo saben. Pero Tiffany no se quedaba un pelo atrás. No por maldad, sino por pura diversión. Aunque no lo hacía muy seguido, sus jueguitos tortuosos eran como una forma más de comunión con Ezequiel.
Aquella tarde, cinco días después de su encuentro con Jonatan, Ash y Ezequiel habían llegado a la casa de Tiff casi al mismo tiempo. Era habitual verlos siempre juntos últimamente. Desde el viaje a Bariloche, la Pioja se mostraba reacia a dejarlos mucho tiempo solos.
Esta aparente intromisión no molestaba para nada a la pareja. Al contrario, disfrutaban de su compañía y ya tenían los tres una confianza tal que Tiffany y Ezequiel no se privaban de besarse o manosearse delante la pequeña. Es que luego de que Ezequiel y Ash se besaran con la bendición de la rubia, los límites entre ellos se hicieron muy difusos.
Lo que había sucedido entre ellos tres durante el viaje a Bariloche era algo tan novedoso que ni siquiera Tiffany sabía bien cómo actuar. Sin que nadie dijera nada, cada uno optó por no hablar demasiado del asunto y simplemente compartir momentos y agradecer para sí la disponibilidad de los otros.
Así, a veces iban los tres abrazados por la calle. O Tiffany y Ezequiel podían besarse en un cine, y Ash sostener la mano de cualquiera de ellos en la oscuridad. Ash también participaba. Los primeros días nadie había sabido cómo actuar. Era como si todos estuvieran pendientes del permiso del otro para no meter la pata. Pero no tardaron mucho en sentirse cómodos con todas las opciones. Lo que había ayudado a esta comodidad eran los pequeños momentos que la Pioja había tenido a solas con cada uno de los otros dos. Con Tiff se había acurrucado bajo sus brazos y había logrado generar un momento muy íntimo y sentido. Incluso se habían dado unos besos que habían surgido con naturalidad, y que derivaron en tímidos toqueteos.
Era obvio en ese punto que Ash se uniría a ellos. El tema era cómo.
Cuando Ash estaba a solas con Ezequiel, siempre hablando de esos pocos primeros días después del viaje de egresados, la Pioja se mostraba con mayor desparpajo del que uno podría esperar, y a menudo lo provocaba, se le insinuaba o directamente se le abalanzaba encima. Tenía con él una actitud mucho más activa y divertida, y se aprovechaba de su condición de mujer, de amiga de su novia, de amiga de él, de su fama de mujer alfa (que en realidad no lo era), y de todo lo que tuviera a mano para ponerlo nervioso y dulcemente vulnerable.
Sí, se besaron, desde luego. Y bastante. Y no se lo ocultaron a Tiff. Pero tampoco se ufanaron de ello. Ni de besarse ni de blanquearlo con la rubia.
Allí comenzó a darse esa naturalidad entre ellos. Con bromas. Con manoseos doble intencionados. Pero con respeto ante todo. Respeto genuino. Del que no hace falta profesarlo porque simplemente está, existe.
Un viernes a la noche, en la habitación de Tiff, con la tele prendida en un programa estúpido y ruidoso, Ash se besó sentidamente con Eze y le tomó la mano a su amiga. Tiff se había acercado a ella por detrás para besarla en el cuello y hombros. En un minuto los tres eran uno, fundidos en una manifestación sentimental única, pura e inocente.
Las ropas cayeron. Las bocas deambularon aquí y allá bebiendo y entregando, sumiéndose y doblegando la carne, los gemidos, las almas.
Eran todos y eran uno, y las explosiones se dieron en espasmos mudos e inesperados, contenidos en caricias dulcísimas y a la vez licenciosas. La apuesta era a todo o nada y no había forma de perder.
A Ezequiel le cayó la ficha a la mañana del otro día, mientras paseaba, somnoliento, a su perro. “¿Tengo dos mujeres?”, se preguntó de golpe; sorprendido, más que otra cosa. Se rió ante lo inverosímil de la situación. Algunos dudaban de que un cornudo se mereciera una mujer, y él parecía tener dos. Se preguntó también cómo sería tener dos amores, dos mujeres como aquellas.
La respuesta la iba a tener esa misma noche.
Tiff iba a cocinar para él y Ash. Intuía, por supuesto, que iba a tener una noche movida con “sus dos mujeres”. Pero en la casa de su novia estaba la madre, su suegra. Tiff sin embargo mantenía su buen humor. Ash tocó el timbre y la rubia le gritó a su madre que salía. Eze se sorprendió un poco y vio cómo su novia saludaba a la Pioja con un pico en la boca con una naturalidad absoluta. Ash también besó sus labios a modo de saludo y los tres salieron a caminar.
—Creí que ibas a cocinar para nosotros.
—Sí, pero no en mi casa —sonrió Tiff con picardía.
Ezequiel la miró y en su rostro podía leerse “¿qué estás planeando, hija de puta?”. Tiff volvió a sonreír.
Llegaron a la casa de Jonatan un rato después. Era en realidad un departamento viejo y grande de tan solo tres plantas. Ya subiendo las escaleras Eze vislumbró cómo iba a ser la noche. Jonatan besó bastante efusivamente a sus dos chicas, y ellas le respondieron demasiado alegremente, permitiéndole incluso manoseos descarados.
Pero para su sorpresa, más allá de toqueteos tontos y chistes con doble intención, la noche arrancaría de lo más saludable. Especialmente porque lo de la comida casera era cierto. Tiff se hizo cargo de la cocina y Ash se convirtió en el acto en su ayudanta o, más aun, en su par (aunque no tenía tanta idea como la rubia, algo sabía del tema y le ponía mucha actitud). Cuando los hombres quisieron ayudar, las chicas los sacaron con regaños en broma. Querían homenajear el momento y a los dos hombres.
Y sí, luego de una comida sorprendentemente exquisita y un postre un tanto malogrado pero de todos modos comestible, Jonatan se llevó a las dos chicas a su habitación. Fue en un estudiado descuido. Tiff y Ash había sugerido que ya que ellas habían cocinado, a los hombres les tocaba lavar platos y cacharros. Era lo justo. Ezequiel fue inocentemente a cumplir y al segundo plato que había lavado se dio cuenta que estaba solo en la cocina. Sus dos novias habían desaparecido junto con Jonatan. Fue al living y tampoco. Sonrió. Decidió darles unos minutos, por lo que volvió a fregar platos, vasos y tenedores.
Cuando terminó fue casi corriendo a la habitación, su corazón se había acelerado. Su expectativa era enorme y experimentaba toda una nueva excitación o, mejor dicho, una excitación renovada y aumentada. Iba a ser el cornudo de dos mujeres, y eso iba más allá de cualquier delirio que hubiese imaginado en su vida.
Escuchó el ronroneo de una de sus chicas y de Jonatan, y se preguntó si se sentiría igual de excitado siendo el cornudo de Ash que de su novia. ¿Pero Ash no era su novia, también? Realmente no estaba seguro. Tampoco tenía forma de adivinar cómo terminaría todo aquello.
La puerta estaba cerrada pero no del todo, como una invitación solapada. Empujó suavemente el picaporte con un dedo y el espectáculo le llenó los ojos. Jonatan en el borde de la cama besándose con Tiff, su jean entreabierto y bajado solo hasta los muslos. Ash, arrodillada, se prendía de su pija con entusiasmo y le propinaba una mamada salpicosa.
La Pioja lo miró entrar y le sonrió sin dejar de masturbar esa pija de muy buenas dimensiones, ni de chupar.
—Chicas… —murmuró a modo de saludo.
Tiff dejó de besar a Jonatan y comenzó a desabrocharle la camisa. Le sonrió a su novio.
—Hola, mi amor. Tardaste mucho y nos aburríamos…
—Eze —terció Jonatan—, ¡qué buenas minas tenés, man! ¡Y cómo me las voy a coger!
Guió a Tiffany hacia abajo y en un instante la rubia y Ash compartían arrodilladas, con gula de auténticas putas, la barra de carne de su macho.
Ezequiel se sentó en el piso. Le molestaba su pija dura en el pantalón y se la acomodó con disimulo. Media hora después sus dos novias gemían de rodillas en la cama, con sus culos hacia afuera y con el macho de pie, cogiéndose a las dos, alternando tres o cuatro estocadas en una, tres o cuatro en la otra. Y claro, el cornudo pajeándose furiosamente.
Luego Ezequiel estuvo con ellas. Besándolas en la boca mientras recibían pija. Ayudándolas. Dándoles soporte moral y afectivo. Sostuvo la mano de Ash mientras Jonatan la penetraba pacientemente por el culo.
—Ay… Me duele, Eze, me duele… —se quejaba tímidamente la Pioja mientras lo tomaba de una mano y de una de las solapas de su camisa.
—¿Querés que le diga que pare?
—No. Quiero que estés conmigo. Quiero que me digas cosas lindas… ¡Que me ayudes a aguantarme ese pedazo de pija!
Eze la besó con amor mientras Jonatan le enterraba un poquito más la cabeza.
—Aguantá, mi amor, aguantá…
—Sí, sí, Eze… ¡Ahhh…! Me la estoy aguantando…. ¡Me la estoy aguantando para vos, mi amor!
—¡Cómo te estoy rompiendo el culo, pendeja!
—Mi amor… —volvió a decir Ash mirando a Eze a los ojos, rostro contra rostro, casi tocándose las narices—. Me están haciendo la cola, mi amor… La colita que ahora es tuya… —Ash sentía cómo la verga le avanzaba centímetro a centímetro—. Te estoy haciendo cornudo, Eze… ¡Te estoy convirtiendo en mi cornudo, mi amor!
—¡Piojita, sos una dulzura!
—Te siento mío, Eze… Y… Ahhhhh… me siento tuya…
—Sos mía, Pioja…
Cuando la pija de Jonatan se enterró por fin hasta la base, Tiff dejó por un segundo de chuparle la exquisita conchita a su amiga y novia, y sonrió para sí, más satisfecha que ninguno en esa habitación.


Fin 
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