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Dame un Segundo — Capítulo 46

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DAME UN SEGUNDO
Capítulo 46: Amor patógeno

Por Rebelde Buey


Un año antes

Le temblaban las manos. El pecho le golpeaba desde adentro y sudaba como un enfermo. Se dijo que iba a dar otra vuelta a la manzana, para asegurarse, pero sabía que era la mentira de un cobarde. Dios, era el cobarde de antes, de cuando era muchachito. El cobarde de siempre.
Recordó con cierta resignación que la última vez que se había sentido tan inseguro, tan poca cosa, tan patético, fue cuando solía ir a ver a Cherry. Y recordó también —su piel, su físico recordó— que así se sentía siempre él con ella, y que aunque le revolvía el estómago, era una sensación subrepticiamente dulce y satisfactoria.
Gregorio finalmente desistió y giró hacia el edificio, llegó al portero eléctrico y presionó el 3B.
—¿Sí…? —se escuchó una voz metalizada.
Era ella. Gregorio tuvo que reprimir sus esfínteres al oír esa voz. Nunca se había sentido tan nervioso y eufórico al mismo tiempo.
—El gasista —dijo, y se mostró a la cámara. La gorra le tapaba medio rostro, y el mameluco y el valijín de herramientas completaban la farsa.
TNNNNNNN… sonó la cerradura, y entró al edificio.
Cuando Cherry abrió la puerta del departamento, Gregorio aprovechó la sorpresa e ingresó rápido, medio escondido por su visera, rogando a Dios no mearse encima de la emoción, y rogando que ella no le pegara.
Logró lo segundo. Cherry estaba tan sorprendida por la inesperada presencia que por primera vez en años no tuvo reacción.


Los dos vasos de coca cola estaban apoyados sobre la mesita ratona. Uno estaba por la mitad, o menos, y mojaba el vidrio con la transpiración que le caía. Había sido levantado y apoyado una docena de veces, y tomado en sorbos breves, no para calmar la sed, sino para calmar la ansiedad.
El otro vaso estaba sin tocar.
—¿No vas a preguntarme por qué estoy acá?
—Estoy más intrigada por tu disfraz y toda tu fantochada… Y por cómo es que sabías que yo estaba esperando un gasista…
Gregorio tamborileó los dedos sobre sus muslos. Tenía a Cherry en frente, hermosa como la recordaba, y como la había visto últimamente, con una pollera tres cuartos que subió disimuladamente por sobre sus rodillas al momento de sentarse y cruzar piernas, y una remera ajustada y de manga larga, con un escote interesante. El cabello lo mantenía simple, y como nunca lo había usado del todo largo, ahora la acompañaba mejor en esta edad.
—Estás hermosa… —evadió Gregorio.
—Vos también estás hermosa…
Gregorio sonrió por la chicana. Miró a uno y otro lado del living.
—¿Estás sola? Sé que seguís con Isidoro…
—Sabés demasiado para ser una persona que no veo en… ¿cuánto, veinte años?
—Un poco menos… Quince, dieciséis.
Se hizo un silencio. Gregorio volvió a tomar el vaso y dio otro sorbo. Lo incomodaba la mirada de Cherry, y ni hablar de su silencio. Y esa mirada y esa incomodidad le provocó una erección.
Por los viejos tiempos, se dijo.
—Está bien, está bien… Te cuento…. Total, nada puede ser más humillante que aparecerme acá vestido de gasista…
Cherry rió muy brevemente y se inclinó hacia su vaso por primera vez. El escote se hizo generoso y ella fue consciente de eso.
—Siempre puede ser más humillante…
Gregorio la vio pegar su espalda al respaldo del sillón, mirarlo, y no decir más. Así un minuto interminable.
—Me equivoqué… —dijo finalmente, y se quedó mordiéndose los labios, esperando algo de Cherry. Y como Cherry ni siquiera pestañeó, tuvo que continuar—. Me equivoqué en grande. Como no me equivoqué jamás en mi vida… —Gregorio comprobó si Cherry había insinuado alguna reacción. No—. Siempre fuiste vos. Siempre. Mi mujer, mi amor, mi vida… incluso cuando me hacías cornudo con todo el mundo. No lo vi en ese momento, sé que no lo vi, estaba ciego, inseguro… Era un crío, por el amor de Dios… Sencillamente no me di cuenta… o sí me di cuenta, pero no pude soportarlo. Me lo negué, como un nene. Tenías razón vos, Cherry, esa vez que me encaraste en el bondi… Lo dijiste tan claro, pusiste mi papel tan en evidencia que supongo entré en pánico. Porque en el fondo yo sabía que era un cornudo… ¡tu cornudo! Las veces que me hacías ir a buscarte a lo de tus machos, ¿te acordás…? O cuando me hacías limpiarte con cualquier excusa… Siempre lo supe. Incluso una vez te vi en una orgía… escondido… —Recién ahí Cherry levantó una ceja—. Vi cómo te cabalgabas en un sillón a un guacho con una pija así… aunque también me lo negué… Dios, nunca vi una imagen más sensual… Aun hoy la recuerdo como si la tuviera delante.
Cherry se removió en el sillón, descruzó sus piernas y las volvió a cruzar para el otro lado. Con lentitud.
—Gregorio, llegás veinte años tarde.
—No, no, yo sé que no. Sé que fui un imbécil y que no tengo perdón ni forma de recuperar estos años. Pero así como en aquel momento vos me conocías mejor que yo mismo, yo también puedo decir hoy que te conozco a vos, que te conozco realmente.
—Como mi gasista, deberías saber que estoy con Isidoro…
—¡Al carajo con Isidoro! A mí no me engañás. Lo tuyo con ese no es amor. Lo tomaste por despecho, o por venganza, o porque te quedaste sola… Pero yo te conozco, amor… Vos no sos mujer de un esclavo… sos mujer de un cornudo.
—No podés venir veinte años después y pretender…
—No cometas el mismo error que cometí yo, Cherry. Perdí veinte años. ¡Veinte años con chicas que no me importaron, haciéndome el macho para no aceptarme como cornudo! Perdí veinte años de estar con la mujer que amé desde siempre, veinte años de amor, de convivencia, de romance, de cuernos, de hijos, de familia…
Cherry apoyó su vaso sobre la mesita y sonrió.
—No serían tuyos. Te hubiera dejado coger tan poco que estarías criando a los hijos de mis machos.
—¿Te pensás que no lo sé?
Gregorio se quedó en silencio, respirando, tratando de que sus pulsaciones volvieran a la normalidad. O al menos hasta las que tenía antes de hablar, de exponerse desnudo ante esa mujer que siempre lo mantenía con la sensación de tener un dedo en el culo, aun sin tocarlo.
—Isidoro tampoco me coge… y también lo hago cornudo.
—Es otro juego, y no es tu juego. Y no lo amás.
—A vos tampoco.
—Ya sé, ya sé… ¿Pensás que vine a proponerte que seamos novios?
—Todavía no sé a qué viniste.
—Vine a decirte que te amo. Que nunca dejé de amarte, incluso cuando te odié. Que todos estos años solamente pensé en vos, que pajearme con tu recuerdo cogiendo arriba de un sillón fue siempre más intenso que cogerme a mi novia del momento. Vengo a decirte que estoy acá, a tu disposición, que quiero ser parte de tu vida… y que lo pienses… Vengo a regresarte el pasado, Cherry…
Cherry lo miró a Gregorio a los ojos, y éste supo que por primera vez había captado cierto grado de atención real en la morocha.
—A mi disposición…
—Vamos… No necesitás otro lacayo… Ni siquiera necesitás el que ya tenés…
—Gregorio, no te ufanes tanto… No sabés nada de mí. No sabés lo que quiero, ni lo que necesito. Ni sabés lo que me pasó en estos veinte años… —Cherry miró lánguidamente hacia un ventanal, a un punto fijo en el infinito. Luego regresó y tomó el vaso otra vez, con una parsimonia exasperante—. No sabés un carajo, Gregory. Lo único que sabés es que no amo a Isidoro, y eso lo sabe cualquiera, hasta el propio Isidoro.
Gregorio se mordió una de sus uñas. Era cierto que no la había visto en estos quince o dieciséis años, pero había estado investigando bastante sobre la vida de ella.
—Me faltará algo, pero averigüé much…
—Callate un poco, ¿querés? Primero te voy a explicar brevemente por qué no sabés un carajo sobre mí, mis gustos, y mis necesidades. Y después me vas a contar vos cómo carajo averiguaste dónde vivo, cómo supiste que hoy iba a venir el gasista, la hora exacta, y por qué el gasista verdadero sigue sin tocar el timbre a pesar de que hace veinte minutos tendría que haber estado acá.
—El gasista no viene. El gasista con el que hablaste era yo.
—Me lo imaginé.
—No te enojes. Intervine… el teléfono… Hice muchas cosas que no… son muy dignas que digamos…
—Me lo imaginé.
—Dicen que en la guerra y en el amor todo vale, ¿no…? ¡Je! ¿Qué puedo decir? Para mí también pasaron veinte años… soy un hombre de recursos, ahora.
—Me lo imaginé.
Gregorio estaba demasiado vulnerable para aceptar otra chicana más.
—Dejá de decir “me lo imaginé”, parecés Tiffany.
¡Crash!
El vaso se partió en la mano de Cherry con un estallido que cortó el aire. La coca-cola chorreó y la morocha no llegó a quitar los pies del enchastre.
—¿Estás bien? —se preocupó Gregorio.
Cherry no le respondió. Sacó una campanilla de algún lado y la agitó.
—Imbéeecil… —gritó hacia ningún lado.
Apareció un hombre pequeño forrado por completo en un mono de caucho-latex, que le cubría incluso la cabeza.
—Limpiá, imbécil.
Gregorio sabía lo de Isidoro. Pero una cosa era saberlo y otra era verlo. Isidoro desapareció y reapareció en un segundo con elementos de limpieza y se agachó a los pies de Cherry, y fregó. Cherry subió sus botas de cuero desde los tacos a la espalda de su mascota, mientras éste limpiaba. Finalmente Isidoro terminó y se fue, mudo en todo momento.
Cuando quedaron solos, Cherry miró a Gregorio con dureza.
—No me compares con esa hija de mil putas…
Gregorio se quedó, sorprendido.
—P-pero… Pasaron veinte años…
—Te dije que no sabés un carajo… Por culpa de esa yegua me abandonaron todos… no solamente Ezequiel, Vicente y la coreanita esa que se hacía la santa… Me dejaron de hablar todos en todos lados. En el colegio, en el barrio, en la pileta… ¡esa turra me convirtió en una leprosa!
—Mi amor, pasó una vi…
—No me vengas con “mi amor”. Vos también me diste vuelta la cara, me cruzaste un par de veces en esos años y me decías cosas que me hacían sufrir… Hoy parece una tontería, pero en ese momento fue una tortura. No era solo que no me invitaban a ninguna fiesta, me ignoraban. Me hicieron un vacío total, como si fuera una loca…
—Es que… Vos no te acordás pero estabas un poco alterada.
—¡Ya lo sé, idiota! Pero éramos amigos. Todos éramos amigos. Se supone que los amigos están para hablar, para perdonar… Era una nena, y una nena muy insegura… Una nena con problemas, si querés, pero no estaba preparada para el rechazo de todo mi mundo social.
—No pensé que fuera para tanto…
—Estuve casi un año vagando aquí y allá sin conectarme con nadie, mendigando un poco de amistad, un poco de contención. Es difícil de explicar, Gregorio, me sentía sola, me sentía aislada, despreciada. Salvo Isidoro, nadie me habló nunca más… ¡Ni me llamaban para coger! Ese año fue muy feo… me sentí un fantasma, un fantasma deambulando entre vivos, ¿entendés?
»Y entonces conocí a Paco. Yo estaba muy vulnerable, era una chiquilla a quien todos sus afectos le dieron la espalda. El primer día que estuvimos, o sea, que cogimos, Paco peló un sobre, armó unas líneas y me invitó a tomar [cocaína].
»Y ahí cambió todo. Y muy rápido. Tapé todo con esa mierda: la soledad, la envidia que les tenía, la vida de mierda que me estaba tocando… bueno, que creía que me estaba tocando. En dos o tres meses me hundí de una manera increíble. Tomaba mucho, cada vez más, y comencé a frecuentar a los amigos de Paco. Bueno, en realidad todos paraban en la misma casona. Me los garché a todos. Primero para sentirme aceptada, atractiva, deseada. Después me los garchaba por puta, pero enseguida me los empecé a coger por merca [cocaína]. Y cuando ya no alcanzó, o a los amigos de Paco dejó de resultarles divertido, me empezaron a presentar a otros tipos. Muchos. Tipos grandes, tipos raros, marginales, tipos que andaban en cosas umbandas, o en peleas de animales, en lo que se te ocurra… Y terminaba en lugares cada vez más siniestros.
»Empecé a tener miedo, Gregorio. Miedo en serio. Un miedo que no se compara con ningún otro miedo que exista. Por mi salud, primero. Por mi seguridad, después. Pero la necesidad que tenía… Esa necesidad… Es muy hija de puta esa necesidad, es como una sed que te arde, Gregorio. No sabés… Me cogían por nada. Me usaban de puta… peor que de puta, porque una puta tiene dignidad… Gregorio, me dejé cagar en la cara por dos gramos de merca…
—Dios…
—Un día me llevaron a una villa… Ni sé quién me llevó, a esa altura ya no estaba con Paco, sería el amigo de un amigo de un amigo, porque a medida que se cansaban o no me podían sacar más, me pasaban a otro que siempre era peor… Me llevaron a una villa, vestida de puta, con dos chicas más, igual o peor hechas mierda que yo… Nos tiraron en una fosa seca… como un tanque australiano cavado en la tierra… había olor a mierda, a meo, a vómito… Nos tiraron ahí y empezaron a bajar negros… negros de ahí, de la villa… borrachos, paqueados… Nos hacían lo que se les antojaba… La mitad estaban calzados [armados]… Algunos, como joda, nos apoyaban el caño del revólver en la cabeza, jodiendo, mientras les chupábamos la pija o nos rompían el culo… En un momento uno me gatilló en la cabeza, Gregorio, sin balas, solo para cagarse de risa. Te juro que creí que cuando terminaran de cogernos nos fusilaban a todas.
»Estuvieron toda la noche haciéndonos de todo, lo que te imagines, lo peor… Nos habrán pasado… no sé, cien tipos ente las tres, quizá más… y nos dieron dos o tres gramos a cada una y se nos cagaban de risa… Ahí en el momento, delante mío, los villeros le dieron al tipo que nos llevó un fajo de billetes y un paquetito con merca.
»Ese día, al regresar, sin creer que aun estaba viva, llamé a Tiffany. A mi amiga. Hacía tres años que no hablábamos… Necesitaba hablar con alguien a quien pudiera contarle todo esto… alguien que me aconsejara, que me contuviera, no sé… Primero no me quiso atender. Tuve que insistir. Pedir, rogar… Estaba desesperada, realmente desesperada, y ella se dio cuenta. Le conté todo. Todo, Greg. Todo lo que te acabo de contar y muchas cosas más… cosas que… Cosas horribles, como un aborto espontáneo y otro que me hice con agujas de tejer… Cosas que a un ser humano deberían haberla conmovido… ¿Y sabés que me dijo? ¿Sabés qué me dijo cuando le conté llorando todo esto?
»”Y bueno… jodete, Cherry. Vos te lo buscaste”
»Vos te lo buscaste, me dijo. Me quedé muda, en sollozos, porque había estado llorando… Me sentí una basura… una mierda… más mierda que cuando un gordo borracho me cagó en la cara… Esa hija de puta… esa rubiecita que todo el mundo quiere, que anda en Mercedes Benz con un marido abogado que le da todos los gustos, me dijo que me joda, que yo me la busqué.
Cherry dejó de hablar y quedó en silencio. No lloraba ni tenía los ojos brillosos, ni siquiera un nudo en la garganta. Se mantenía distante y todo lo fría que siempre aparentaba. Pero le temblaba imperceptiblemente el mentón.
—No sé qué decirte, Cherry… Lo siento…
Cherry suspiró como para cambiar el aire de un pulmón completo.
—¿Qué otra cosa sabés hacer, además de pinchar teléfonos y averiguar direcciones y datos en los registros del gobierno? —Lo miró a Gregorio a los ojos y estiró una de las comisuras de sus labios en una sonrisa incompleta— ¿Todavía querés recuperarme?
Gregorio sintió como si una brisa de primavera, de vida, entrara de repente a la sala y le hubiera dado en pleno rostro.
—Sí… sí… Es lo que más quiero en el mundo. Y te juro que no te vas a arrepentir, voy a hacer que te enamores de mí y…
—¿Sabés cortar los frenos de un auto?


Fin   *Esta novela finaliza en la próxima entrega** 

Dame un Segundo — FINAL

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DAME UN SEGUNDO
Capítulo 47: Epílogo

Por Rebelde Buey


En la sala de recepción del hospital, Ash preguntó asustada a los dos policías:
—¿Cómo que cortaron los frenos? ¿Quién va a querer cortar los frenos? ¿Quiere decir que alguien intentó matarlos?
Ezequiel enseguida abrazó a Ash, que estaba por entrar en un ataque de pánico.
—No importa, Pioja… Ya está, ya está… Lo importante es que Tiff ahora está bien… Está bien, ¿entendés?
—¿Los quisieron matar? No puede ser, ¿quién va a querer matarlos…?
Ash comenzó a llorisquear angustiada y todos nos acercamos para ver qué sucedía. Conozco a Ezequiel, es mi amigo, y sé que tenía tantas ganas de llorar como su mujer. Pero se aguantó y trató de ser fuerte para contenerla.
—No te preocupes, mi amor, ya pasó… —le decía—. Ahora está a salvo, con vos, conmigo, y con toda esta gente que vino y que la quiere… Vicente… Luana… Isidoro…
Ezequiel se frenó y vi un destello de alerta en sus ojos.
—¿Dónde están Gregorio y Cherry?
Dudamos. Por un segundo la tensión y la confusión se tensaron en el aire. Hasta que recordé.
—Gregorio se fue hace un rato, cuando vinieron esos tipos… Habrá ido a comprar algo afuera del hospital…
Comenzamos a mirar en rededor. Yo había dicho algo lógico pero eran meras conjeturas. No sabía qué estaba pasando pero los rostros de Ezequiel y Ash —y de los policías— me decían que fuera lo que fuera no podía ser nada bueno. Ezequiel preguntó:
—¿Dónde está Cherry?
El círculo de cabezas giró hacia Isidoro, que instintivamente dio un paso atrás.
—A mí no me miren, yo no tengo idea. Desde que Gregorio se volvió a juntar con Cherry, ella casi no me pasa bola…
Ezequiel soltó a Ash y se acercó a Isidoro, amenazante.
—¿Cómo que se juntó con Gregorio? Acá dijeron que no se veían desde la secundaria…
—N-no… Gregorio volvió a verla hace como un año… en su casa… De hecho… se ven seguido… casi todos los días…


La habitación era fría, aséptica, y tan grande que había otras cinco camas, algunas vacías y otras con pacientes durmiendo con respirador. O muriendo. Sólo se oía un bip-bip lento y cansado, igual que en las películas. Pero esa era la única similitud entre Hollywood y aquel hospital público en medio del conurbano bonaerense.
Cherry cruzó la puerta y avanzó con paso sigiloso. Había una luminiscencia que luchaba contra la oscuridad y le permitía buscar a su mejor amiga en cada cama, en cada rostro demacrado.
La rubia estaba en la última hilera de camas, al fondo.
—Tiff… —murmuró la morocha con una sonrisa ida— Hermosa, hermosísima Tiff…
Se acercó y apoyó sus manos en la alta cama de hospital. Allí dormitaba su amiga, su doble y su opuesto, la que le había dado todo y la que también se lo había quitado. Rubia. Pálida. Rota. Con media cabeza afeitada y una cicatriz y cortes y vendas por todo el cuerpo.
Cherry sonrió aun más.
—Bueno, no tan hermosa ahora… —dijo, y le acarició la cicatriz en la mitad calva de la cabeza—. Ahora la más linda soy yo… Seguro que Ezequiel me elige a mí, si te ve de esta manera. Tendrías que haber visto cómo me comió hoy con los ojos cuando crucé las piernas al lado suyo…
Removió las sábanas, metió una mano debajo de ellas y las levantó. A Tiffany le habían puesto un camisolín para operaciones, muy breve y muy suelto, que le dejaba la mitad de los pechos al descubierto.
—Hija de puta, incluso muriéndote estás buenísima… —Volvió a bajar las sábanas y miró el rostro de nuevo. Era mejor verla calva.— Debería haber mandado a cortarte las tetas en vez de cortarte los frenos…
Cherry se acercó más hacia la cabecera y comenzó a acariciarle dulcemente los cabellos.
—Tiffany, Tiffany… Estúpida Tiffany… ¿Por qué me cambiaste por Ash…? Éramos vos y yo contra el mundo, ¿te acordás? Vos y yo. Las más putas. Las incomprendidas. A las que todas envidiaban. Las que moldeábamos chicos a nuestra total conveniencia —Cherry acercó su rostro al de su amiga, sin dejar de acariciarle los cabellos, y la besó brevemente en la nariz, apenas tocándola—. Hoy compartiríamos a Ezequiel, ¿sabés? A Ezequiel y a todos los machos… En lugar de Ash, yo… Yo, vos y él… y también vos y yo… mucho de vos y yo… —Volvió a besarla otra vez en la nariz, pero esta vez el beso se quedó allí un segundo y enseguida ella bajó sus labios hasta la boca de la rubia. Y la besó. La besó un buen rato, largamente.
Luego se despegó y se alejó unos centímetros de ella. Dejó de acariciarle los cabellos y cambió su expresión, como si hubiera recordado algo.
—Pero no… Tenías que elegir a la mosquita muerta… Tenías que sacarte de encima a la otra linda, a la única que podía hacerte sombra, ¿no?


En la planta baja hubo un momento de zozobra. El policía sacó un handy y habló con alguien, repartiendo instrucciones para que busquen y detengan a Gregorio. Nos pidió la descripción de cómo iba vestido y la escupió a una voz anónima y maquinal que decía “afirmativo” y “señor” casi como un mantra.
Ezequiel abrió de pronto los ojos recordando algo.
—Esa hija de puta está en el hospital… —le dijo al policía. Buscó en su bolsillo y sacó el papelito que le diera Cherry con el número de la habitación de Tiffany—. ¡Y ya sé dónde está!
Salimos todos corriendo rumbo a la escalera, directo al segundo piso donde Tiffany dormía a merced de cualquier cosa.


Cherry agitó la cabeza, negando y negando en el aire, sin detenerse.
—Tenías que sacarme de encima. Sacarme y echarme, como si fuera un perro sarnoso… y poner a todo el mundo en mi contra… como si vos fueras la buena y yo la mala… ¡Qué hija de puta! Mirá qué buena que resultaste, que ante el primer problema me cambiaste por la otra conchudita… Ya la voy a agarrar también a esa —Con la misma mano que Cherry acariciara los cabellos de su amiga, tomó la almohada. Luego puso la mano libre bajo la nuca de la rubia—. Tan buenita que cuando te llamé buscando ayuda me trataste como si fuera una mierda.
La mano bajo la nuca era para que la cabeza no despertara cuando quitó la almohada.


Subimos los escalones de dos en dos. Nosotros no entendíamos aun qué estaba pasando, pero la desesperación de Ezequiel y los policías nos contagiaban. Llegamos al entrepiso y seguimos. Llegamos a un segundo entrepiso. Las plantas de los hospitales viejos son altas, con muchos escalones. Primer piso. Con el poco aliento que me quedaba le pregunté a Ezequiel:
—¿Qué pasa? ¿Por qué Tiff está en peligro?
—Cherry —dijo jadeando— cortó los frenos del auto.
Me ensombrecí. Vi a Eze y a los otros seguir subiendo, y de pronto una alarma se me encendió. Tomé a mi Luana del brazo y le pedí.
—Mi amor, esperá —No sabía qué decirle, no tenía nada, solo un presentimiento espantoso—. Andá abajo.
—¿Qué?
—Andá abajo. Hay algo… quiero que vayas abajo.
—Pero yo tengo que ayudar…
—Acá arriba no hay ayuda posible. Te necesito abajo…
—No, tengo que…
—¡Andá abajo, la puta madre, te lo pido por favor!
Fue —creo— la única vez en mi vida que le grité a mi mujer, y se sorprendió tanto como yo. Se mordió la lengua, me miró con furia y bajó callada.
Volví de una corrida a buscar el segundo piso.


—Una mierda… —Cherry tomó la almohada ahora con las dos manos y la llevó por sobre la cabeza de Tiffany—. Eso es lo que soy para vos, ¿no…? Una mierda… —Y bajó la almohada despacio pero sin pausa hacia la cara de su amiga y la cubrió. La dejó allí. Y apretó. Un poco, hasta encontrar la resistencia del cuerpo inconsciente—. Una mierda… —repetía. Y volvió a presionar. Sus ojos se hicieron fríos, su expresión, enloquecida. Apretó más.— Una mierda… Una mierda… —Y más.— ¡Una mierda…!
La obstrucción del oxígeno hizo efecto en el cuerpo durmiente y vivo. Aunque ausente, Tiffany se removió en su lugar. Cherry presionó aún más firmemente.
—Tratame como una mierda ahora, hija de puta… a ver si podés….


En el segundo piso, Ezequiel ojeó el papelito por enésima vez.
—216 —dijo, y todos nos pusimos a buscar.
Recorrimos la numeración, que a veces se perdía y había que recuperar a la vuelta de un pasillo. 208, 209, 210…
Isidoro la encontró.
—¡Acá! —dijo, pero no se atrevió a entrar. Y en ese dudar, en esa excepción cobarde me alegré de haber mandado a mi mujer con la recepcionista. Isidoro temía, igual que yo, que al entrar a la habitación donde estaba Tiffany encontráramos una masacre.
El mayor de los policías —el inspector—, armado, abrió la puerta. Todos ingresamos a la habitación detrás de él.
Pero…
No era una habitación. Era un consultorio chiquito con un escritorio, una camilla, y unos aparatos viejos que seguramente no funcionarían. No había nada de gente y sí mucha mugre.
Y ni rastros de Tiffany.
—¿Qué carajo…?
No había nadie. La confusión fue total.
—¿Qué es esto? ¿Dónde está Tiff?
Entonces lo entendí.
—Era una trampa —murmuré—. ¡El papelito era una trampa!
Vi la desesperación en los ojos de mi amigo y la angustia en Ash. Podían estar matando a Tiff en ese mismo momento en cualquier habitación del hospital. En la de al lado o en la del tercer subsuelo. Había tantos pisos y cada piso era tan grande que íbamos a demorar horas.
—Tenemos que revisar todas las puertas —dijo Ezequiel, y supo de inmediato la locura que estaba proponiendo—. Mientras, que alguien vaya abajo a preguntar dónde la tienen.
Los detuve a todos con un gesto. Saqué mi celular y llamé a Luana.


El cuerpo de Tiffany se removió más y más, bajo la almohada que la aprisionaba. Las piernas se le pusieron rígidas y comenzaron un pataleo nervioso, histérico. Cherry la sostuvo debajo, enceguecida, sin darle un mínimo de tregua. La aguantó allí y apretó más, y Tiffany, entonces, quizá ya despertando, comenzó a dar saltos espasmódicos desde el torso.
—Vas a pagar, Tiff… Vas a pagar por todo… Por las humillaciones… por darme la espalda… por traicionarme con Gregory… —El bip-bip del aparato aceleró su ritmo, como si estuviera rebotando dentro de un frasco.— …por tratarme como una basura…
Tiffany ya estaría despierta. Se movía con fuerza, con la fuerza que alguien en terapia intensiva puede tener. Cherry rió por lo bajo. No estaba mal que se despertara para morir. Las piernas y los brazos se movían como las aspas de un ventilador estropeado, y no acertaban a darle a ella, así que la almohada seguía ahogándola. Los cables se desconectaron. El bip bip pasó a ser un bip sin fin.
Se sorprendió Cherry de la fuerza que una persona moribunda podía tener, pero también se dio cuenta que tenía todo controlado. Era más fácil desde su posición presionar hacia abajo y sostener la presión, que quitarse de encima el cuerpo de ella. Porque Cherry ya estaba apoyándose sobre la rubia con todo su cuerpo.
Cherry se sintió omnipotente. No solo se sintió. Supo que en ese instante ella era Dios. Al menos, el dios de Tiffany. Así con su cuerpo sobre ella, ahogándola, así con las piernas y brazos de Tiffany cortando el aire, el mismo aire que se le iba, ella era la que decidía la vida o la muerte de la rubia.
Como pudo, pues Tiffany se movía feo, corrió apenas la almohada unos centímetros hacia abajo. Solo un poco, lo suficiente para que asomaran los ojos de la rubia.
Y la viera.
La viera a ella, sonriente.
Se sentía bien ser lo último que esa hija de puta iba ver en su vida.


—¡336! —dije, y corté—. Un piso más arriba y en la otra punta del pabellón.
Subimos como fantasmas, los policías adelante y armados, por orden de ellos. Llegamos al tercer piso y recorrimos los pasillos que a esa hora eran oscuros y solitarios. Giramos en un corredor y luego en otro, hasta que en un instante escuchamos la voz de Cherry. Primero como un murmullo de otro mundo, un murmullo que fue creciendo a medida que nos acercábamos y que resultaron unos gritos cargados de violencia, de rabia, de odio.
Íbamos a encontrar a Tiffany desparramada por toda la habitación, y a Cherry a su lado, cubierta de sangre, como un mal film de terror. Estaba seguro.
El inspector abrió la puerta de una patada gritando “¡policía!”.


Las piernas de Tiffany se sacudían como si la estuvieran electrocutando, y sus brazos luchaban por quitarse de encima a su agresor. Cherry apretaba la almohada contra su cabeza y ahogaba todo intento de defensa. Estaban rostro contra rostro, mirándose a los ojos, solo separadas por la almohada que no aflojaba.
—¡Hija de puta! ¡Hija de puta! ¡Hija de puta! —gritaba.
—¡Policía! —volvió a gritar el inspector, pero Cherry estaba poseída.
Ezequiel no esperó ni un segundo, así como entró se arrojó contra Cherry y la despegó de la almohada. La morocha —fue como si despertara de un trance— opuso una resistencia brutal, y en un parpadeo ya estaban forcejeando. El policía novato se les puso al lado, apuntando a uno y otro en plena pelea, sin decidirse si disparar o no. En medio de la friega, Ezequiel tomo a Cherry del cuello y la giró en redondo, sobre su eje. Uno de sus brazos de ella fue a dar a la mano del novato, y el arma le saltó y cayó. Eso fue clave, porque distrajo a Cherry, y esa distracción le fue fatal. Ezequiel le dio un golpe con las dos manos unidas y él y Cherry cayeron al suelo, junto a una de las camas de al lado.
Ash fue de inmediato con Tiffany, que comenzó a toser y a respirar con desesperación.
En el piso la pelea siguió. Cherry le dio un puntapié en la ingle a Ezequiel, que se dobló en dos y dejó de atacar. La morocha tenía la fuerza de una loca, y aprovechó la debilidad del otro y pegó con tal ímpetu que el hombre no lograba rehacerse. En un momento, un solo momento, Cherry erró un golpe y Ezequiel aprovechó y le pegó una trompada en la cara.
—¡Quieta! ¡Quieta, carajo! —El inspector apuntaba pero el forcejeo era feroz, y por otro lado no iba a disparar si no era estrictamente necesario.
Cuando Ezequiel fue a dar el segundo golpe, Cherry sacó de ente sus ropas una pistola pequeña y le apunto al pecho. Y anunció:
—De una u otra manera esa hija de mil putas va a sufrir…
El inspector gritó una última advertencia y como Cherry no le hizo caso, gatilló. Pero el disparo no salió, se trabó. El inspector miró el arma con un estremecimiento.
Cherry le sonrió, igual que una luna menguante, y giró nuevamente para mirar a los ojos a Ezequiel, tirado y regalado.
Se escuchó el click amartillando y el disparo sonó como un rugido violentando la habitación.
¡BAMMM!
La cabeza de Cherry se sacudió para un costado con una explosión roja en la sien, y cayó sin vida entre las piernas de Ezequiel.
El caño de la 9mm humeaba. Humeaba y temblaba, como las manos de Ash que la sostenía, y tiritaba de miedo, de adrenalina, de locura.
El policía novato, el que había perdido el arma, se le acercó a la Pioja.
—Deme, señorita… —le dijo a Ash, y se la quitó con cuidado.
Ash soltó el arma y se largó a llorar otra vez. Tiffany, en la cama, apenas viva, buscó su mano con la suya y la pequeña fue a ella y la abrazó toda, con el cuerpo y con el alma. Ezequiel se quitó el cadáver de Cherry de encima y fue con sus mujeres.
Cuando llegó Luana, los encontró a los tres abrazados y llorando, y me tomó a mí del cuello y también me abrazó.
—Te amo… —me dijo.
Fue triste, muy triste ver al pobre Isidoro en el piso, tirado junto a Cherry y llorando desconsolado por la muerte de su amor. La muerte y la sinrazón de su amor.




DAME UN SEGUNDO
Capítulo 48: Últimas líneas

Por Rebelde Buey


Y es todo. He dicho bastante en esta novela, aunque quizá no haya dicho nada. De aquel día en que nos cruzamos en la puerta de un hotel, en el que conocí a Ezequiel, tan tímido que daba pena, y a Tiff, de colegiala, disfrazada de lo que era, una estudiante secundaria bien bien puta, a hoy… una vida.
Si fui un poco vehemente con algunas cosas, les pido disculpas. Si dejé algo en el tintero, alguna cosa sin decir, o dicha a medias, les pido disculpas también. Fue con toda intención.
Podrán acusarme de exagerado al releer algunos episodios, pero ¿qué cornudo no lo es? Aunque así como pude ser exagerado, seguramente en algunas escaramuzas sexuales, también fui sobrio, —mucho más que sobrio— en otras cuestiones. Créanme que en lo relacionado al amor, al amor entre putita y cornudo, me quedé corto.
De lo acontecido, puedo decirles que no hemos vuelto a ver a Isidoro, siempre ausente. A Gregorio solo dos veces más, en el Palacio de los Tribunales. Sospechamos que le darán algo más de cinco años, por cómo viene el proceso. Ash también está afrontando su juicio, por el homicidio de Cherry, pero son casos completamente distintos. Todos saben que fue en defensa de un cónyuge, en estado de conmoción violenta y para evitar un asesinato. Además de nuestro testimonio, están los dichos de los policías e Isidoro, y el fiscal tiene todo ya tan claro que nos va contando paso a paso lo que va haciendo y presentando por parte del Estado, aunque sea secreto sumarial. Ezequiel es el abogado defensor de Ash, y Tiffany la mima todo el tiempo.
Cada tanto nos juntamos a cenar, y pareciera que volvemos a la secundaria, por las risas, las anécdotas y las bromas. Tiffany recuperó el cabello y su humor, pero sé por Ezequiel que le han quedado secuelas, y no solo en el cuerpo, como las cicatrices. Hay noches en que se despierta en un pánico atroz, transpirada, al borde del colapso. Tampoco pudo volver a nadar con normalidad, no logra dejar de respirar para sumergir la cabeza. Son secuelas, cosas que quedarán con seguridad para siempre.
Como para siempre se suponía iba a ser esta amistad, cuando la juramentamos aquellos lejanos días, siendo casi niños.
A veces, no siempre, pero a veces, las cosas se retuercen, la vida se presenta de una manera, y cuando la agarrás, te das cuenta que te engañó, que en realidad no estaba de la manera que se mostró sino de otra. Pero otras veces, y esto es lo bueno, a la vida la torcés vos. Y no es cuestión del destino (¿Qué cosa es eso del destino? ¡Nada más que patrañas!). A veces vos podés tomar lo que la vida te da, lo que encontrás, lo que te ganaste, y podés retocarla un poco. O cambiarla. O girarla por completo. A veces le ganamos a la vida y logramos torcer cosas, tiempos, gentes y sueños. Entonces le ganamos al destino, a ese destino pequeño y miserable que te encierra en una cajita chiquita, gris, tan sola e igual a las millones de otras cajitas que da miedo.
Y que hace que te digas que no, que por qué. Que podés reformular a Dios, hacerlo más a tu medida y hacerte más a la Suya. Para enfrentar mejor la vida, para ir a por todo. Para ganarle de una vez.
Que no importe el mundo. Que no importe nada. Lo único que cuenta es el amor.


** FIN DE LA NOVELA **


Fue un gusto compartirla con ustedes, amigos. De verdad. =D
Rebelde Buey

La Lista

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LA LISTA
Por Rebelde Buey

  
—Por favor, Martina, te lo pido por lo que más quieras...
—Sí, mi amor, tenés razón —me respondió mi novia, agitada, tratando de aguantar la respiración con los ojos bien apretados—. ¡Uhhhhh...! Ay, no sé si pueda...
—Martina, por favor, dejá de joder —Pero ya era incontenible—. ¡Pará de acabar!
El muy turro de Gabriel, que la tenía tomada de cada nalga con sus garras, empujó verga un poco más adentro, con la misma calma y disciplina conque me la venia cogiendo la última hora y media. Y mi novia volvió a perderse.
—¡Ahhhhhhhhh…!!
La tenía en nuestra cama, ella de rodillas y con el culo parado, con la bombachita negra estirada de muslo a muslo, casi hasta romperse, y el corpiño desabrochado pero no del todo suelto. Gabriel le manoseaba la cola para clavar, y cuando avanzaba y perforaba más profundo, su cuerpo se inclinaba sobre mi novia y le manoseaba los pechos. Ahí ella jadeaba, se le endurecían los pezones y pedía más.
_¡¡Uhhhhhhhhh…!!
—¡Martina, no acabes más, no seas hija de puta!
—Ya sé mi amor, ya sé, no lo hago a propósito…
No podía decirle a Gabriel que no se la siguiera clavando. Estaba ahí como parte de mi arreglo con mi novia por haberme, yo, cogido a mi ex. Tampoco podía pedirle a Martina que no sintiera un orgasmo… Pasa que todo esto ya se nos había escapado más de la cuenta.
Una vez por semana a mi novia se la venían cogiendo sus ex novios, uno por uno, en un orden más o menos cronológico.
Gabriel era el enésimo ex. La enésima cogida por fuera del noviazgo. La enésima pija que mi hermosa noviecita se tragaba hasta la base en mis narices, en lo que se suponía era una compensación por mi traición, que ahora estaba más que descompensada.
Con el gemido interminable de Martina como fondo, yo no podía apartar mis ojos de la lenta y parsimoniosa penetración. El vergón ancho de Gabriel entraba y se retiraba con tal reluctancia que juraría que mi novia sentía y disfrutaba de cada centímetro que le enterraba. Incluso al final, cuando la verga hacía tope, ella tenía el reflejo de chocarlo, de clavársela más adentro, aunque sea un centímetro más.
—Martina, ya está —dije cuando acabó de acabar—. Este es el quinto orgasmo que tenés con este tipo… ¡Te pido por favor que…!
—Sí, sí mi amor, sí…. Te juro que es lo que yo quie...
Se cortó en medio de la frase. Y no era la primera vez. A esta altura ya sabía yo que eso era porque la pija de un ex le estaba despertando algo nuevo —otra vez— y que en ese momento todo lo demás dejaba de existir.
—Ay, Gabriel, me había olvidado lo bien que me cogías...
Otra vez la turra cerrando los ojos y mordiéndose los labios.
—Cuando quieras, princesa —se ofreció el otro hijo de puta, que amasó las nalgas de mi novia, las abrió más y llevó su pelvis para adelante, clavando tan pero tan hondo que incluso a mí me dio impresión.
—¡Ohhhhh por Diosssssss...! ¡Ohhhhhhhh…!
—Martina, ¡que yo también te cojo bien! —me indigné.
Ahí mi novia como que se despabiló un poco de su ensoñación. Aunque igual la dominaba el letargo. Quiso que yo no me sintiera mal.
—Sí, mi amor, sí... vos también… —Y mientras la verga le volvía a entrar, ahora ya un poquito más rápido, le aclaró a su macho— No sabés cómo coge el cornudo... No tiene ni idea... ¡No tenés ni idea!
Me pareció que compartieron una risita reprimida entre ellos, lo que no me gustó. Últimamente mi novia compartía más y más de estos momentos cerrados con sus ex, cuando se la cogían.
—Cuerno, me voy —anunció Gabriel—. ¡Te la lleno de leche!
Esto también se venía repitiendo en los últimos garches. Los ex me anunciaban el desleche y tanto ellos como mi novia me decían cornudo. Me había parecido sin sentido hasta que advertí que cuando me decían esas cosas, Martina explotaba en otro orgasmo aún más intenso que los anteriores.
—¡¡Ay, síiii, Gabriel, sí!!!! ¡¡Acabame, acabame con todo!!!!
—¡Martina, no seas tan puta!
Gabriel comenzó a bombear cada vez más rápido y más fuerte, y a bufar y a tomarla de los cabellos, como si fueran las riendas de una yegua. Le tiraba del pelo mientras se la clavaba con violencia, y las piernas largas de mi amorcito se abrían y temblaban, y corrían las sábanas hacia afuera de la cama, que ya de por sí eran un desastre.
—¡Te lleno, putita, te lleno de leche!
Eso excitaba más a mi novia.
—¡¡Sí, sí, sííííííííiii…!! Llename, Gaby… ¡Lllename, llename, llenameeeeeeee…!!
Hijo de puta, otro que me la inundaba de verga y leche.


Esto era injusto. Era muy injusto. Yo a mi ex me la había cogido, era cierto, pero había usado condón. Cuando Martina me dijo que ella iba a hacer lo mismo que yo, asumí que ella también iba a exigir condón. Y lo hizo. Aunque luego me dijo que con el segundo ex no sabía si iba a poder exigir eso, ya que de novios nunca lo habían usado.
Me sorprendí y del desconcierto tartamudeé.
—¿Có-cómo “el segundo”? ¿Qué segundo? Ya te cogiste a tu ex, ¡ya estamos a mano!
Sin maldad, Martina se me rió.
—¿A mano? ¿Me estás tomando el pelo?
—Ok, me equivoqué, me cogí a mi ex. Estuve mal y te lo confesé, y acepté que te cojas a tu ex para que me perdones.
—No, no, no, no, no, querido —me dijo ahora sin reírse, al contrario, muy seria, y con un dedito índice amenazador—. Primero, vos no me lo contaste; Daniela lo hizo. Vos fuiste un hijo de puta que me corneaste con todas tu ex.
—¿Qué decis? Yo tuve sólo una novia antes que vos.
—Y bueno… ¡Todas tus ex!
—¡Es que es una sola! ¡Vos tuviste un montón de tipos!
Martina no era solo hermosa. Era delgada y con un cuerpito modelado a base de años de buena alimentación y gimnasio, y tenía un espíritu divertido, entrador y bastante extrovertido. Como toda chica popular, había tenido una innumerable cantidad de novios.
Cuando me trajo la lista casi se me para el corazón. Era una hoja de cuaderno universitario escrita hasta el último renglón.
—¡Estás loca!
—Son todos mis ex… Al menos, los que recuerdo.
—¡No voy a dejar que te cojas a todos estos tipos!
—Mi amor, acá el ser despreciable que se mandó la infidelidad fuiste vos. ¡Yo solo quiero que estemos a mano!
—¿Pero quiénes son todos estos? Son demasiados, yo solo me cogí a una. Acá hay… —los conté— ¡26 tipos!
—52. Del otro lado de la hoja hay más.
—¡Me estás jodiendo!
—Esto te pasa por hacerte el tramposo.
—¿Qué pusiste, hasta los novios del jardín de infantes, hija de puta!
—No seas tonto. Son novios de quinto año, de la facu, de mi primer trabajo, del chat, del barrio, de mi trabajo actual, de…
—¡Estás en pedo, no voy a dejar que te cojas a 52 chongos! Si querés elegí a uno y te lo llevas a un telo y...
Ahí mi novia me sonrió con tal suficiencia que se me hizo claro que ella sabía que yo iba a aceptar cualquier cosa para retenerla. Estábamos sentados en un bar, ella con una remerita negra, jugando con las patillas de sus lentes, estirándose el escote para mostrar sin querer la naciente de sus pechos. Vi que miraba y tonteaba con unos muchachos en la mesa de al lado, pura seducción.
—No, mi amor. Te explico cómo es esto. Primero, la cagada te la mandaste vos; por lo tanto, las reglas las pongo yo. Si querés que te perdone y sigamos siendo novios, va a ser a mi modo. Yo no quiero cogerme a un tipo, para eso no necesito ninguna lista —e inconscientemente sonrió a los muchachos—. Yo quiero que escarmientes.


Y vaya que estaba escarmentado. Yo seguía al costado de la cama, con mis manos juntas adelante, y mi chomba piqué abotonada hasta el cuello. Pero Gabriel ahora tenía a mi novia contra la cama, arriba de ella, saltándole arriba con gran velocidad, y penetrándola con estocadas de miedo, cada vez que bajaba. La verga le salía limpia, la sacaba por completo y volvía a clavar con todo, haciendo rebotar ese cuerpito delgado y abusado por todos.
No solo Gabriel bufaba y transpiraba como una locomotora, Martina lo acompañaba con la misma intensidad, recibiendo pija y pija y parando el culito para que le lleguen hasta el estómago. Mi novia me echaba miradas cada tanto, con la cara desencajada, los pelos revueltos y el maquillaje deshecho. La cabeza se le bamboleaba con cada topetazo o tirón de cabellos del otro turro. Me miraba sin decir nada, y luego cerraba los ojos, hundía la cabeza en las sábanas y volvía a sentir toda la pija bien bien adentro.
—¡Te lleno, puta, te lleno! —le seguía prometiendo el otro hijo de puta, pero no le acababa nunca. Se la seguía garchando y mi novia lo alentaba.
—Sí, Gaby, sí… Toda la leche, Gaby… Toda la leche para el cornudo…
No era la primera vez que Martina le pedía a un ex que la llenara para mí. Debí imaginármelo cuando me vino con sus reglas.


—Primero: si vos te cogiste a todas tus ex, yo me voy a voy a coger a todos mis ex. Segundo: nada de telos. Va a ser acá en casa y en tu presencia. Quiero que la próxima vez que tengas la tentación de cornearme lo pienses dos veces. Tercero: si alguno de mis ex está muerto, o se mudó a otro país o se hizo cura, me cojo a un amigo tuyo, así que rezá para que no falte ninguno de la lista. Cuarto: me van a coger con forro, no quiero que termines criando a un hijo que no sea tuyo. Quinto: si mis ex no quieren usar forro, me dejo coger igual. Quizás criando a un hijo de otro escarmientes de verdad. Sexto...


—¡Te la lleno, cuerno! ¡Te la lleno!! —por fin comenzó a acabarle Gabriel— ¡¡Ahhhhhhhhh!!
Y Martina, que siempre orgasmaba cuando le volcaban la leche adentro:
—¡¡¡Ahhhhhhhhhhhhhh!!
El hijo de puta no paraba de bombear, se retorcía con cada lechazo que le mandaba, con cada estocada, y en el retorcerse le decía puta a mi novia y me dedicaba el semen volcado. Siguió penetrándola y haciendo rebotar a mi novia contra el colchón, sudando, patinándose por el sudor en las nalgas de ella. Martina estiró su mano para juntarla con la mía. Le gustaba tomarme de la mano en el momento que el macho la llenaba de leche. De a poco los espasmos se hicieron menos intensos y Gabriel y mi novia retomaron el pulso. Yo seguía ahí. Quieto. Vestido. Sosteniendo su mano. Rogándole a Dios en silencio que Martina no se hubiera olvidado de tomar las píldoras anticonceptivas.
¿Cuántos me la habían llenado en estos últimos meses? El primero había usado forro. Se llamaba Santi y había sido su primer noviecito. Se la cogió en casa, conmigo en la otra habitación. Había tenido una pobre performance, y yo me había alegrado porque si todos se iban a coger así a Martina, no tendría nada que temer.
Pero a la semana siguiente vinieron los orgasmos. Y vinieron sin condón. El Keko me la estuvo garchando toda la noche. Dejé de contar los polvos que se echó mi novia después del quinto. Eran las cuatro de la mañana y me fui a dormir, aunque no pude por los gritos que venían de mi habitación.
Las semanas y los polvos que siguieron, porque era garcharse a un ex distinto cada semana, fueron similares; en algunos casos conmigo dentro de la habitación, en otros, tras la puerta, siempre certificando cada orgasmo de mi novia montada en pijas ajenas.
En un momento me planté y puse yo algunas condiciones. Que no se la cogieran más toda la noche. Yo había estado sólo un turno con Daniela, así que dos o tres horas tenía que serles más que suficientes. Y nada de orgasmos: al final ella tenía más orgasmos en una sola noche con uno de sus ex que conmigo en todo un año...
Omar fue el número trece. Cuando vi que estaba arreglando con él, por Facebook, me asaltó la primera duda. ¿Quién era Omar? Nunca lo había mencionado en ninguna charla, y encima, para explicarme su existencia, me pareció que estaba demasiado dubitativa. Me dijo que había sido un noviazgo corto de cuando trabajó de mesera, aunque en otro momento lo mencionó como un amigo de Luis (Luis sí era un ex novio). Todo esto me dio mala espina, pero ella me confirmó el noviazgo y terminó siendo su palabra contra la nada, y tuve que creerle. Como todo era sospechoso comencé a indagar por los otros nombres que no me resultaban familiares. Se podrán imaginar que de una lista de 52 nombres, la mayoría eran sospechosos.
Y entonces empezó Martina con sus explicaciones raras, sus dudas, sus contradicciones. Y yo me volvía loco.
Un día me la estaba garchando don José, un viejo que me resultaba imposible de creer que hubiera sido su novio. Don José era el casero de una casa quinta en la provincia, a la que Martina había ido a vacacionar de muy chica, cuando tenía 16. Mientras don José le enterraba pija ahí adelante mío, me contaba cómo se la había garchado a mi novia las dos semanas que ella había ido de vacaciones, mientras “el cornudo de su novio le pintaba la casa”.
—Entonces no era tu novio, Martina. Fue un amante...
La duda se les dibujó en la cara, pero si ustedes creen que por eso dejaron de coger, se equivocan.
—No, mi amor —me explicó Martina arriba de Don José, subiendo y bajando sobre su poderosa verga—. Es que después nos pusimos de novios unos días.
—Sí, cuerno, sí —la secundó don José, sin dejar de penetrarla—. Y Botellón también.
—Ayyyyy, no puse a Botellón en la lista.
Un minuto después, el viejo hijo de puta le echó un litro de leche adentro.
Así se sucedieron un montón de garches abusivos, uno cada viernes, con gente cada vez más rara, con justificaciones más inverosímiles.
Un día llegué a casa más temprano y me encontré a Martina en la habitación, montada semidesnuda sobre la pija de un pelirrojo peludo y vergón, que le daba máquina como si fuera su último día en la Tierra. Martina no me había dicho nada, tampoco era viernes, y cuando los descubrí, la cara de sorpresa y culpa de mi novia fue de película. Incluso se cubrió los pechos inconscientemente y comenzó a justificarse sin que nadie le pidiera explicaciones. Cuando le pregunté quién era, ella dijo Juan, y al mismo tiempo él dijo Carlos. Al ver mi cara de sospecha ella se apuró en aclarar: Juan Carlos.
Técnicamente quedó a salvo pero a mí no me engañaba. Mientras, Martina retomó con lentitud la cogida sobre el poste del pelirrojo, ahí, delante mío y mirándome para ver mi reacción. Yo me alejé con mi cabeza hirviendo de preguntas.
—Prepará algo para comer, mi amor… —me gritó a la distancia mientras la cabalgata de verga ya se rehacía.
Martina estaba usando todo este asunto de la compensación para garchar a mansalva. Se cogía tipos que no estaban en la lista. Usaba la enorme cantidad de nombres desconocidos para levantarse tipos que le gustaban (en el gym, en el subte, en la facu) y garchárselos morbosamente en casa, casi siempre en mi presencia.
No podía decir que estaba indignado. Si había llegado hasta allí era porque yo la había ayudado, aunque sea con mi inacción. Estaba molesto porque no me gustaba que Martina me mintiera, pero a la vez su morbosa ingeniería para cornearme en mis narices me excitaba de una manera agridulce y tortuosa.
Con los gemidos excitados y exaltados de mi novia de fondo, cerré la puerta y decidí no enfrentarla y ver hasta dónde podía llegar con la mentira.
Llegó lejos. Supongo que ante mi pasividad ella se envalentó o se relajó. Ese viernes se llevó a casa a su profe de gym, un muchacho de gran cuerpo del que yo sabía a ella le gustaba mucho. Me inventó que habían sido a novios en la secundaria, aunque las edades no coincidían. Me hice el tonto y ella se sintió aliviada. Me la garchó toda la noche, rompiendo el último arreglo de las dos o tres horas.
A eso le siguieron el morocho que nos vende DVDs truchos en la calle, luego un tipo medio bruto de unos 30, llamado Botellón, que tenía una verga del tamaño de un termo. Ese Botellón era un tipo de campo, y por cosas que dijo parecía más un amigo de don José —el que se la había cogido antes— que un ex... ¡Ni siquiera sabía cómo se llamaba mi novia!
Un día fue peor. Fue como si hubiera tocado fondo. Un día, después de mucho tiempo sin verla, di con la lista original, la del cuaderno universitario, escrita de ambos lados con los 52 nombres. Ese día la comparé con mi lista. Porque yo, sin que Martina lo supiera, fui confeccionando viernes a viernes una lista de sus garches. La había comenzado a hacer como una contraprueba, un checklist de la lista de ella, para evitar abusos. Pero al promediar la veintena de semanas y machos que se la habían cogido, mi lista comenzó a ser más un registro morboso de sus escaramuzas sexuales que un verdadero checklist. Así, comencé a agregar su número de orgasmos y la duración de los encuentros, y de a poco fui sumando datos que nada tenían que ver con el asunto original. Comencé a registrar los polvos de los machos, si acababan adentro o no, si a mi novia le habían hecho anal, bucal, así como otros muchos detalles.
Cuando encontré la lista original ya no pude engañarme más. En la mía, la real, no solamente había nombres que no estaban en la de ella, sino que eran más. Mi novia en todo este tiempo había cogido con más de 52 hombres, y lo más loco era que ni ella ni yo mencionábamos nunca un posible acercamiento al final de sus encuentros de los viernes, como si la lista de sus ex fuera infinita.
—El viernes viene otro de mis ex. Vas aprender a respetar a tu novia.
Me pregunté cuántos de esos que se había estado cogiendo en mis narices habrían sido efectivamente ex novios. Nunca lo sabría.
Pero el colmo de los colmos —y en definitiva mi capitulación— fue cuando una tarde llegué a casa y me la estaba garchando el portero. ¿Qué decirles? Mi sorpresa fue mayúscula, recuerdo que lo primero que pensé fue: ¿y ahora cómo va a justificar lo del portero, esta puta? Es posible que no hubiese sido planeado. Los encontré en el lavadero, mi novia sentada sobre la pileta de lavar, con las piernas abiertas, en pollera y con la tanguita colgando de un tobillo, y el portero de pie, entre sus piernas, pantalones por las rodillas y clavándola a buen ritmo. Se frenaron cuando los descubrí, el portero me miró como si hubiese visto un fantasma. No dijeron nada. Yo tampoco, me quedé sin reacción. Así que Martina, todavía con sus brazos rodeando el cuello de su macho, le dijo:
—Dale, seguí... Te dije que tengo autorización para cogerme a todos mis ex.
Y el portero reinició lentamente la serruchada, mientras Martina me miraba para ver si protestaba. ¿Pero cómo reacciona uno cuando ve la verga del portero de su edificio entrando y saliendo de la concha de su novia?
No dije nada. Absolutamente nada. Por lo que el hijo de mil putas del portero se la siguió gozando en mi cara un buen rato más. Ante mi pasividad, Martina en un momento se desenganchó de su pija, lo tomó de la mano y lo condujo a nuestra habitación. “Allí vamos a estar más cómodos”, dijo. Y cuando dejaban el lavadero, pasando a mi lado para alcanzar el pasillito, lo escuché claramente al portero.
—Otro que te tiene muchas ganas es Gabriel, el del 4º D... —y ahí el estúpido como que se dio cuenta de mi presencia y se corrigió torpemente— Otro de tus ex novios, digo...


Y aquí estábamos, con Gabriel, el del 4º D, garchándose a mi novia como había hecho el portero la semana pasada y como hicieron medio centenar de hijos de puta que Martina hizo pasar por ex novios.
Gabriel sacó la pija de dentro de mi novia con la lentitud con la que hacía casi todo. La vi brillosa y embadurnada de semen y de los flujos de mi amorcito. Martina suspiró nostálgica cuando la pija se le salió. Quedaron tirados en la cama uno al lado del otro, desnudos, con sus pulmones aún agitados, Martina con una sonrisa de bien cogida pintada en el rostro. Yo al lado, de pie junto a la cama, vestido por completo, mirándole las tetas que subían y bajaban.
—¡Qué buena que estás, Martina...! —jadeaba Gabriel—. Cada vez que te veía en el edificio... ¡Dios, qué buena estás...! Las veces que soñé con hacer esa cola… —Martina rió halagada. Yo dejé pasar que aquello eran los dichos de cualquiera menos un ex—. Tenemos que repetirlo.
Martina me miró asaltada. El acuerdo, sus mismas reglas, eran una cogida con cada ex.
Nuestro vecino comenzó a vestirse, con una sonrisa entre feliz e incrédula. Me miró nuevamente ahí parado al lado de mi mujer desnuda. Y volvió a mirarla a ella.
—Tengo dos amigos que se morirían por ser tus ex, un viernes de estos...
Gabriel se abrochó el último botón de la camisa, tomó el saco y saludó a mi Martina con un beso en la boca.
—¿Te parece repetir el viernes, vos y yo…?
—Sí —respondió naturalmente ella. Luego giró y me dijo con una sonrisa de novia buena—. Cuerno, acompañá a Gabriel a la puerta.
Fui con él hasta la puerta, en silencio los dos. Le abrí, apenas si me miró a los ojos al salir, y se fue contento y satisfecho hacia su vivienda en el cuarto piso.
Al regresar a la habitación, Martina se estaba poniendo la bombacha.
—¿Cómo que vuelve el viernes? —le pregunté contrariado.
La vi dudar. Pasó a mi lado buscando el baño.
—Es que con Gaby fuimos novios durante dos periodos distintos.
Ella abrió la lluvia de la bañera y me miró, esperando mi reacción. Yo la miraba en silencio. Por un momento hasta el agua parecía caer en cámara lenta.
—Ah… —dije— Está bien, supongo…
Ella sonrió como una nena, se quitó la bombachita, me la puso en la mano y se metió a la ducha.

Fin — (historia unitaria)


Un agradecimiento especial a Mikel, que me ayudó con el tipeo del relato. Gracias, Mikel! =D

Postales del Mundial 2014: Paloma

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REGALITO DE NAVIDAD!! 

POSTALES DEL MUNDIAL - HOY: PALOMA
Por Rebelde Buey



Ay, qué tardecita tan rara. Argentina ganó y acá en el pueblo siempre se festeja, como hacen en Buenos Aires. No tendremos el Obelisco pero nos juntamos en la plaza San Martín, alrededor del monumento. El pub del Kike pone los parlantes afuera, y entre la música a tope, y la cerveza y el vino, que corren como si fuera agua, termina armándose lindo.
Se desbordó de gente, como siempre. Y, como siempre, fui con el Pablo. La plaza se llenó enseguida, y eso que ya empezaba la noche, pero Argentina es un país futbolero, y la clasificación de la selección a la semifinal se festeja aunque caigan piedras. De entrada el Pablito se puso incómodo: había muchos conocidos nuestros, y vecinos, incluso en un momento vimos al doctor Ramiro con varios de sus amigos. Yo quise ir con ellos pero Pablito, celoso no sé por qué, no quiso. Me dijo que no le gustaba, que le parecía que eran unos abusivos. Qué tonto, ni que me fueran a coger en la plaza. En tal caso se tendría que haber molestado durante todo el año, cada vez que me llenaron de leche cada uno de ellos. Tampoco quería que fuéramos para el otro lado, donde estaban mi tío Julio y unos amigos suyos, quienes también me habían cogido algunas veces para mejorar mi tratamiento.
En un momento Pablito se dio cuenta que casi todos en la plaza —estaba colmada, la mayoría hombres— me habían llenado de leche al menos una vez. Con el apretujamiento de gente, los tipos me toqueteaban como querían, especialmente los que me conocían. Era como si creyeran que el haberme probado y surtido de semen calentito les daba derecho a manosearme.
—Vámonos, Paloma… —me dijo con cara de perrito angustiado—. No me gusta todo esto.
Un tipo a quien yo no recordaba lo saludó al Pablo, pero desde atrás mío, bien pegadito. Estaba medio tomado y el muy pícaro le hablaba a él, pero me manoseaba a mí. Yo había ido con mi camiseta de la selección bien-bien ajustadita y un short muuuy corto de lycra negra, que me dejaba el filo de los cachetitos de la cola al aire, y se me metía entre las nalgas como un guante.
Bueno, lo que se me metía ahora entre las nalgas eran las manos de este borracho. Porque el tipo, un desubicado total, estaba junto a mí pero medio por detrás, escondiendo una mano a mis espaldas. Le hablaba a mi novio como para distraerlo, porque lo que verdaderamente hacía era meterme mano en la cola con total desfachatez. Primero me tocó una nalga como al pasar. La notó durita y enseguida me buscó la otra. Mientras le decía a mi novio “Soy yo, soy Juan, ¿no te acordás de mí?”, enterraba toda su mano en mi raya, con el dedo del medio buscando bien profundo, y la subía y bajaba provocándome cosquilleos raros.
Pablito no vio nada pero algo se habrá imaginado; bobo no es. Estábamos todos demasiado apretujados, sin espacio entre persona y persona, así que era difícil que nadie me manoseara. Ante mi pasividad, el borrachín éste, o tal vez otro, metió un dedo por debajo de la calza y hurgó buscando alguno de mis agujeritos.
Por suerte Pablito me tomó de la mano y me sacó de allí. Aunque estaba muy difícil moverse en el tumulto. Además, moverse significaba darles una oportunidad a otros hombres de meterme mano. Porque para avanzar, Pablo iba adelante abriéndose paso, conmigo detrás, y los hombres se cerraban tras nuestro paso, es decir, detrás mío. Aunque yo estaba junto a él, los hombres, un poco por el fervor del triunfo, y otro poco por el alcohol, me metían manos cada vez más osadas. Yo no decía nada. Si bien era un abuso, las cosquillitas en mi bajo vientre eran cada vez mayores, y por otro lado la mitad de los hombres que nos rodeaban en la plaza ya me habían hecho mucho más que manosearme, en algún momento.
Justo cuando alguno de esos animales me estaba puerteando el ano con uno de sus dedos, la multitud comenzó a gritar “¡Ar-gen-tina!, ¡Ar-gen-tina!”,  y a saltar como en una cancha, y  me tuve que soltar del Pablito para que no nos terminaran tirando al piso. La masa siguió saltando y una parte del gentío se llevó a Pablito para allá, y le perdí de vista. Solo escuchaba su grito “¡Paloma, Paloma!, cada vez más alejado.
La muchedumbre era insoportable. Estábamos pegados uno a otro y el aire olía a alcohol y sudor, y tipos sucios y sin dientes me miraban y me sonreían, y mientras me seguían metiendo manos anónimas por detrás, algunos tomaron coraje y empezaron a tocarme de frente, abajo, mientras me miraban a los ojos.
Se me endurecieron los pezones enseguida, lo que se notó con la camiseta tan ajustada (iba sin corpiño para mi novio, jijiji). Eso les debió gustar a los hombres porque varios de ellos sacaron sus pijas y llevaron mis manos a ellas.
Volví a escuchar a Pablito que me buscaba: “Paloma, Paloma”, pero no lo veía. Alguien a mis espaldas me tomó la calcita desde el elástico, una mano a cada lado de mi cintura, y amagó bajarlo. Yo me horroricé, iban a someterme allí mismo en medio de la plaza, esa jauría de chacales asquerosos. Pero al girar para defenderme me alivié. El que me estaba bajando la calza era Maurito, uno de los amigos universitario de doctor Ramiro, y alrededor de él, todo el resto de sus amigos.
—¡Vamos, Argentina! —me gritó, también un poco alcoholizado, y me bajó  calcita hasta mitad de los muslos, y de ahí hasta las rodillas, pisándola con un pie, pues no se podía agachar de la gente que apretaba.
Yo instintivamente quebré cintura y paré el culito. Tenía un tanguita de esas muy chiquitas que se entierran en la cola y que me quedaban tan bien. Y que vuelven loco a los hombres.
Maurito echó un ojo a mi culazo en punta y babeó enfermo de deseo. Yo volví a escuchar la voz de Pablito llamándome, pero no lo veía. Maurito no me bajó la tanguita, en medio del tumulto no lograba maniobrar con comodidad, así que la corrió para un costado, sacó la buena pija que ya le conocía y me clavó sin más vueltas.
—¡Ahhh…! —grité, con Maurito tomándome de la cintura con ambas manos y clavándome pija bien hondo—. ¡¡¡Ahhhhhhhhh!!!
—Mi amor, no te veo —escuché gritar a Pablito.
Pero ya no me importaba Pablito. Solo me importaba la verga que me llenaba abajo y me hacía sentir como una puta. El doctor Ramiro y algunos amigos más me fueron rodeando. Igual estaba lleno de gente y la masa se movía. Algunos de los hombres del pueblo que me conocían, o conocían a mis padres, estaban cerca y más de uno se dio cuenta que un tipo cualquiera me estaba cogiendo. Eso era lo malo de no tener a Pablito cerca, que no tenía coartada para no quedar como una puta.
Mientras Maurito me la clavaba hasta la garganta y yo ya agarraba las vergas que Ramiro y Santiago comenzaban a pelar, pensé que quizá en la semana debería cogerme a esos dos viejos que me descubrieron. No de puta, sino para lograr que guardasen silencio. Pero Pablito seguro me iba a hacer escándalo, así que mejor hacerlo en secreto.
A pesar de la marea humana, que Maurito aprovechaba para hamacarse adentro mío, y del apretujamiento inverosímil de toda esa gente, por un segundo alcanzamos a vernos entre mi novio y yo.
No estábamos lejos, pero había tanta gente en el medio que a Pablito le iba a resultar difícil llegar hasta mí. Especialmente porque los que estaban entre nosotros veían que un grupo de tipos me estaba cogiendo y querían estar bien cerca, por si rapiñaban algo de mí.
La gente se movía —lo mismo que Maurito adentro mío— y en uno de esos vaivenes, Pablito me descubrió con mis ojos cerrados, los labios apretados, arqueada con Maurito respirándome sobre el cuello y gozándome en cada penetración.
—¡Paloma, te están cogiendo! —gritó el estúpido de mi novio. Y digo estúpido porque los que aún no se habían dado cuenta que me estaban cogiendo se enteraron en ese momento y le cerraron filas para estar cerca mío y mirar.
En ese momento otra vez empezaron a gritar: “El que no salta es un brasilero, el que no salta es un brasilero”.
Lo que me entró la pija de Maurito en cada salto lo voy a recordar toda mi vida. Se la sentía en la garganta, era como si me llenaran de pija. Maurito me tenía de la cintura y todo el asunto del salto también le hacía sentir más a él.
Con todo ese movimiento, Pablito aprovechó y logró acercarse poco a poco, y en un minuto estuvo junto a Ramiro, ya que yo estaba rodeada por él y sus amigos.
—¡Paloma, esto tiene que acabar de una vez!
En ese momento Maurito aceleró la serruchada y se me vino adentro.
—¡Aaaahhhhhhh…!
Pablito se quejó pero el griterío y la cumbia estridente de los parlantes del Kike lo taparon. Yo sentía el latigazo de verga adentro, la carne que entraba y salía y la leche tibia que lubricaba todo y comenzaba a escurrirse entre mis piernas. Estiré un brazo por sobre Ramiro y le tomé la mano a mi cornudo hermoso.
—¡AAAhhhhh…! —seguía acabándome Maurito—. ¡Qué pedazo de puta! ¡Qué pedazo de puta! —me halagaba.
—¡Paloma, estamos en plaza! —mi novio. ¡Cómo lo amo cuando me acaban a su lado!
Maurito se salió y otro de los amigos de Ramiro, uno que yo no conocía, fue a ocupar su lugar. El doctor se movió como para tomar la posta luego, y Pablito se me acercó y se me puso adelante, de frente, tomándome las dos manos.
—Mi amor, vámonos… Esto está repleto de gente, mejor que te llenen entre semana, que vas a estar más cómoda...
Sentí los dedos del nuevo tomarme de las ancas para guiarse detrás mío. Una mano me soltó, giré mi cabeza y vi al flaco buscar su pija. Se me arrimó, me separó abajo y me puerteó hasta encontrarme, y ahí empujó.
—Mmmmm… —le gemí en la cara a mi novio. El nuevo la tenía más que interesante—. ¡No, Pablín, quiero festejar que llegamos a la semifinal!
El nuevo comenzó a serruchar y yo a sentirme plena de verga. Con el semen de Mauro, la lubricación ya estaba hecha. Pablito se dio cuenta por mi hamacada y la expresión depravada del amigo de Ramiro.
—¡Oiga, deje de cogérsela! ¡Ella es mi novia!
Y fue a quitármelo de encima, pero entonces el nuevo empezó a saltar con la verga adentro mío y a gritar “Ar-gen-tina, Ar-gen-tina”, y todo el mundo alrededor nuestro se contagió y empezó a saltar. El nuevo me abrazó desde atrás y cruzándome los brazos por delante me garchó saltando, y miraba desafiante a mi novio, que le devolvía la mirada con rencor desde mi lado, a menos de medio metro de él.
Me estuvo garchando así, a los saltos, un buen rato, y cuando los saltos aflojaron me siguió usando delante de Pablito hasta que decidió acabar.
—Te lleno de leche, mi amor —me anunció. Aunque lo gritó tan fuerte que creo que se lo anunció a Pablito.
Entonces llegó el turno del doctor Ramiro. Cuando vi que me iba a coger él, me olvidé de todo. En medio del griterío y la música de cumbia que retumbaba por toda la plaza, solté a mi novio, me desenganché el shortcito negro de los tobillos y se lo di en la mano. Giré hacia el doctor poniéndome cara a cara, lo abracé del cuello, lo besé en la boca y me le monté encima, rodeándolo con mis piernas para que me clave en el aire y de frente. Es que es tan lindo el doctor Ramiro que es una pena no mirarlo a los ojos cuando me hace el amor.
Pablito se puso como loco. Gritaba re histérico pero yo le daba la espalda. El doctor Ramiro me empezó a clavar y yo a sentir el cosquilleo que siento siempre que él me coge. Me tenía en el aire, tomada de los muslos, y me subía y me bajaba clavándome con suavidad. Estaba en el cielo. Mi pulso se aceleró y en menos de un minuto el fuego me subió no sé de dónde.
—¡¡Ahhhh!!! —entré a gemir. El fuego me seguía subiendo y el doctor Ramiro ya me sacudía más fuerte.
El Pablo, supongo que resignado, o quizá de pajero —porque cada día estaba más y más pajero— aprovechó la situación y comenzó a manosearme la cola. Esto me aceleró el calor. El doctor Ramiro ya me clavaba con violencia, y el pajero de Pablito me manoseaba el culo semidesnudo con la misma morbosidad ventajera de los manosean una nalga en un colectivo lleno.
Fue demasiado.
Cuando le acabé al doctor Ramiro todo mi orgasmo en su cara, tomándolo del cuello y besándolo en la boca con pasión, me relajé, y al cornudo de mi novio no le quedó otra que sostenerme de la cola para que no me caiga, lo que aprovechó para manosearme subrepticiamente el culo como el peor de los pajeros.
—¡¡Ahhhhhhhhhhhhhhh…!!!
—¡Paloma, sos una hija de puta! ¡Siempre acabás con el doctor Ramiro, se supone que si te dejás llenar de leche es por el tratamiento!
Pero el muy cornudo no dejaba de toquetearme. Me reprendía pero se llenaba las manos con mis nalgas. Estoy segura que estaba al palo, como casi siempre en este tipo de situaciones.
El doctor Ramiro se dio cuenta de lo que estaba haciendo Pablito y, como seguía clavándome en el aire y todavía no me acababa, le pidió ayuda.
—Cornudo, ya que la estás manoseando ayudame y sostenla desde las nalgas, así te la cojo más cómodo.
A Pablito no le gustó nada, pero de esa manera iba a poder manosearme un ratito más. Dijo algo así como “qué se cree que soy”, pero no retiró las manos de mi culo y siguió el manoseo.
El doctor Ramiro sonrió con malicia, justo contra mi rostro, con tal cara de turro que hizo que el orgasmo se me estirara. Lo rodeé por donde pude con mis piernas y apreté abajo para sentirle la pija un poco más. Mi novio no dejaba de sostenerme desde las nalgas y el doctor Ramiro me empezó a bombear con todo, con furia,  como un toro.
—Agarrala bien Pablito, sostenla porque se me aflojan las piernas… —Y se vino como un animal—. ¡¡Ooohhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh…!!
Adentro, como siempre.
—¡Puta! ¡Puta! ¡Puta! —me piropeaba.
Algunos de alrededor se dieron cuenta, porque Ramiro era un escandaloso al acabar. Y encima se lo dedicaba a mi novio.
—¡¡AAAhhhhhhhhhh…!! ¡Te la lleno, Pablito!! ¡¡Te la lleno de leche para el tratamiento!!
¡Ja, ja, ja, ja! El tratamiento. Como si al doctor Ramiro y a sus compañeritos universitarios les importase eso. Como sí a mí me cuando lo tengo a Ramiro bombeándome entre las piernas. A esa altura yo ya tenía la certeza de que todo ese invento de los viejos había sido una mentira para abusarse de una nena inexperta como yo. Pero me daba cuenta que Pablito quería creer.
—Sí, mi amor… —pedí, llena de morbo—. Poné la mano abajo y hacé de tapón para que no se me escape nada de toda la lechita.
Y el muy cornudo de mi novio, a regañadientes y si dejar de sostenerme, corrió la mano que me sostenía una nalga y rodeó la verga del doctor para que, al retirarla de mi conchita, no se saliera nada.
Pero el doctor Ramiro, no sé si de morbo o porque realmente lo necesitaba, ordenó:
—Cuerno, apretame bien fuerte la base de la verga que me la quiero escurrir.
Y el pobre Pablito apretó, lo pude sentir ahí abajo mío, apretó bien fuerte, mientras aguantaba los empujones y el griterío de la muchedumbre. El doctor Ramiro me penetró a fondo —¡qué delicia!— y la retiró casi por completo, pero sin sacarla. Y mi novio apretándole, como un buen cornudo.
—¡Más fuerte! —le exigió Ramiro, y el Pablito obedeció.
Y otra vez el doctorcito me la mandó hasta los pelos mientras Pablito volvía a apretar bien fuerte, escurriéndole por completo la pija a mi macho.
Me bajé del doctor Ramiro, ayudada por mi novio. El gentío era tal que hasta eso fue complicado. Los chicos comenzaron a irse y el doctor Ramiro se despidió con una promesa.
—Bonita, esta semana te sigo ayudando con el tratamiento, como todos los jueves y viernes.
Me quise morir, el Pablo no sabía que me venía encontrando dos veces por semana con Ramiro. No le había querido decir nada porque se iba a poner celoso.
—¿Qué fue eso de “todas las semanas”, Paloma?
Intenté una respuesta pero no me salió ninguna. La marea humana se llevó al doctor y a sus amigos, pero había tanta gente que enseguida otros tipos se me pusieron adelante.
Pablito, nada tonto, había querido ir a ocupar el lugar de Ramiro. Pero un viejo grandote, borracho y grasiento, le ganó de mano. Me tomó de las nalgas sin preguntarme nada y me levantó.
—Abrí las piernas, bebé —me ordenó, y yo no pude no obedecerle.
—¡Paloma, vamos a casa!
Colgada del cuello del viejo, rodeando su grasoso torso con mis piernas, dejé que el viejo sucio me empalara de una y hasta la base.
—¡¡Ahhhhhhh...!!!
—¡Paloma, por lo que más quieras!
—Ya va, mi amor… Éste solo, no le podemos hacer un desprecio al señor…
El viejo babeó de placer y le pidió a Pablito.
—Cuerno, sostenémela como hiciste hace un rato con el otro pibe.
Giré el rostro hacia mi novio y rogué con la mirada.
—Dale, mi amor —le pedí, colgada del cuello del viejo y clavada de verga como estaba—. Así me manoseás otro poco la cola... ¡Me encanta cuando me manoseás!
Y  mi pobre cornudito, resignado, me tomó con sus manos de cada nalga, para que el viejo comenzara a serrucharme. Yo me abracé con las piernas, para que el eje de los cuerpos me diera una penetración más profunda. Alrededor, todos miraban. Se escuchaba la cumbia y la gente gritando por la selección. Pero todos los que estaban alrededor nuestro, salvo Pablito, tenían ya sus pijas afuera.
No sé cuánto me estuvo cogiendo ese viejo hijo de puta. No mucho. En un momento nos anunció el desleche.
—Te la vuelco, chinita —me dijo, y agregó mirando a Pablito—. Apretame la pija que le acabo y me escurro al mismo tiempo.
—¿¿Qué??? No, de ninguna mane...
—¡Cornudo, apretá o me vas a conocer malo!
Y el cornudo otra vez llevó una de sus manos desde mi nalga hasta mi conchita, abrazó la base de la verga del viejo turro y apretó.
—¡¡¡Ahhhhhh sííííííííí…!! —comenzó a acabarme el viejo— ¡¡Sííííí, putita, sííííííí...!!
Como el viejo se relajó, yo tuve que cabalgármelo. El viejo mandó el segundo lechazo adentro.
—¡¡Ahhhhhhh…!! ¡¡Apretá, cuerno, no me aflojés…!! —y me seguía acabando.
—No, señor, no se preocupe.
¿Se podía ser tan cornudo?
El viejo me clavó cuatro o cinco veces más, entre gritos que despertaban las risas y la admiración de los otros borrachos a nuestro alrededor, algunos viejos como él, otros más jóvenes y con pocos dientes.
Por supuesto al viejo lo reemplazó otro tipo. Y a ese, otro más. Mi novio no alcanzaba nunca a colocarse delante de mí, como para cogerme o tapar la cogida que se venía, ni a alejarme del lugar más de dos pasos. Y cuando lograba colocarse a mi lado, ya casi poniéndose delante mío, yo me hacia la tonta y me montaba sobre uno de los borrachos del otro lado, dejando otra vez a mis espaldas a mi amorcito del alma.
Pobre Pablito, me sostuvo no sé cuántas cogidas, quizá unas veinte. Pero tanto no le habrá disgustado porque no perdía oportunidad de manosearme, como todo un pajero.
Para su desgracia, también tuvo que apretarle la verga a casi todos los machos que me llenaron. Es que una vez que se lo hizo a Ramiro, el resto quería el mismo servicio, y a mí me daba no sé qué negárselos. Después de todo, como le dije a Pablo, ellos nos estaban haciendo el favor de ayudarnos con el tratamiento.
Cuando pasaron las horas, aflojó el tumulto. Y cuando ya no estábamos apretujados unos contra otros como animales, Pablito me dio el short negro y la tanguita que había perdido vaya a saber cuándo, y me dijo —enojado— que nos íbamos.
Pero a esas alturas yo ya sabía cómo manipularlo para que el enojo no le durara tanto. Me había estado manoseando toda la noche, por lo que me dejó en casa y se despidió enseguida, urgido. Me reí mientras lo vi irse corriendo.
Pobre Pablito, se fue desesperado a clavarse la paja del año. O tres o cuatro.
Que se hiciera las pajas que se le antojaran; mejor. Cuantas más pajas, más rápido se le pasaría el enojo.


FIN - (Historia unitaria)


Un agradecimiento muy especial a Mikel, que me ayudó con el tipeo del relato, agilizándome mucho los tiempos. Gracias, amigazo! =D

—Felicidades a todos los lectores del blog!! Pásenla lindo y que haya paz para todos, y muchas gracias por leer mis relatos! Gracias de verdad!!
R.B.


El Impasse

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El Impasse
(VERSIÓN 1.1)

Por Rebelde Buey

Estaba súper entusiasmado, casi que caminaba por el aire: Malena me había invitado a su cumpleaños; y no solo eso, me pedía que por favor le confirmara si iba a ir, que para ella era muy importante.
No tienen idea lo que esas últimas palabras significaban para mí. Malena es mi novia. Mi ex novia. Bueno, no sé. Hacia un mes y medio que no la veía y no respondía a mis llamadas, luego de la pelea.
No saben lo que es Malena, es la chica más hermosa que puedan imaginar. Y no solo es muy bonita, tiene el cuerpo de una chica de la tele y se viste como una modelo. Estaba por completo fuera de mi rango, si la perdía no iba a conseguir a otra ni la mitad de bella y distinguida nunca más en la vida.
El defecto de Malena era que se pasaba de celosa. La pelea que nos alejó por un mes y medio se debió a eso, a que me vio mirándole el trasero a una promotora que repartía folletos en la misma esquina que nos debíamos encontrar.
Pero bueno, así como yo la extrañaba con locura (su dulzura, su sonrisa, el sexo que nos regalábamos una vez por mes), ahora se hacía evidente que ella también a mí. Lo único que me pareció raro fue que no me llamó para invitarme, sino que lo hizo por email, con copia al resto de invitados: Cartucho, Taladro, Parteculos, El Desconchador, Desgarrador Anal Pompidú, Vergrueso, Sometedor2014, Enema de Leche, Corneador 25x7, Machovergón, Todogrueso y un tal Manuel, el único que no me metía miedo.
Más allá del escalofrío que me dieron esos nicks, llamé a mi novia para confirmarle y, de paso, preguntarle por los invitados. Nunca me respondió. Así que no tuve más remedio que hacerlo por email.
Desde ese miércoles hasta el sábado experimenté una revolución en todo mi cuerpo. Sentía como si hubiera maripositas en mi estómago, y un poco más abajo también. Le conté la novedad a todos mis amigos, llamé a mi madre, que se puso muy contenta, y hasta volví a escribir en mi diario íntimo.
El sábado, una hora antes de salir, me llamó uno de mis amigos.
—Betusto —me dijo—. ¿Googleaste a esos tipos? ¿Viste las fotos?
—¿Qué fotos? —La verdad era que no se me había ocurrido.
—Los acabo de buscar. Puse los nombres que me acordaba... Fijate porque no te va a gustar nada lo que hay.
Ya estaba en mi PC. Ya estaba poniendo el primer nick en Google.
Vergrueso… buscando… 
Pocos resultados. Todos de foros de contactos sexuales o citas fáciles. Cuando entré al post donde figuraba ese tal Vergrueso casi me caigo de la silla. Ahí, en mi pantalla, un primer plano de una verga enorme, parada y gruesa, brillante, enorme, ancha, brillosa. Enorme. ¿Ya dije enorme?
Googleé a Parteculos. Más foros. Más fotos. Un tipo de unos 45 años con una verga de película porno taladandro culos de diferentes mujeres en distintas fotos.
Todogrueso. El Desgarrador. Enema de Leche. En un momento mi pantalla parecía un casting para elegir la mejor verga de 2015. Al único que no encontré fue a ese tal Manuel. Pero por el nombre me quedé tranquilo.
Llegué temblando a lo de mi novia. Las monedas que me dio el taxista por el vuelto se me cayeron, y allí las dejé.

Mientras esperaba que mi novia bajara a abrirme, volví a repasar los nombres mentalmente. Los conté por primera vez: eran doce. Un número cabalístico. Pero carajo, esa cábala no me gustaba nada.
Se abrió la puerta del ascensor y apareció Malena. Dios. Casi dos meses sin verla y ahí estaba, más hermosa y sensual que nunca. Vestida con una minifalada gris oscuro, blusa y una botas que le enmarcaban los muslos como si fueran columnas de mármol caramelo. Vino hacia mí, moviendo las caderas. Los pechos que le caían y se movían con una gracia única. Me sonrió y mi erección fue instantánea.
—Hola, Betusto —me saludó. No dijo mi amor. No dijo mi vida.
—Ho-Hola —Fui a darle un beso en el pico y giró su rostro para ofrecerme su mejilla.
—¡Estás... impresionante! —le dije para halagarla. La verdad es que se veía mucho más sensual que cuando estaba conmigo.
—Sí, es lo que me dijeron todos.
Maldije para mis adentros. Pero era lógico si estaba linda para mí, estaba linda para los demás.
—Vi la lista de invitados… —balbuceé—. Son todos hombres... ¿puede ser?
—Sí, hoy festejo con los chicos y mañana con las chicas. A vos te iba a invitar mañana, me parece que pegás más con las chicas... Pero tuve que invitarte hoy.
Elegí no hacer ningún comentario y subimos por el ascensor. Olía bien Malena. Y se veía más alta. De pie junto a mí frente al espejo, de pronto me pareció que Malena había crecido, no sólo en altura: en curvas, en madurez, en todo. Si antes yo estaba fuera de su rango, en ese momento sentí que no podría ni llegar a ser su felpudo de bienvenida.
—¿Tus amigos ya están arriba?
—Todavía faltan algunos...
—¿Y no sería mejor que vos y yo... en fin... habláramos antes de...?
—¿Hablar de qué? ¿De lo pajero que te comportaste con esa promotora? ¿De que me decepcionaste, como todos los hombres?
—Mi amor, no es para tanto. No vas a tirar tres años de noviazgo por una tontería...
—En lo que a mí respecta, vos y yo estamos en un impasse. No digo que lo nuestro se acabó. Es obvio que tenemos una historia, tenemos planes...
—Se supone que vamos a vivir juntos en este mismo departamento el año que viene.
—Sí, pero te dije que nos tomáramos un tiempo para que reflexiones. Ahora estamos en ese paréntesis. En quince días volvemos a hablar, y si me prometés no volver a mirarle el culo a ninguna promotora, entonces volveremos a ser novios.
—Mi amor, eso te lo puedo prometer ahora. Te juro que no le miro el culo nunca más a nadie, no solo a las promotoras.
—En quince días, Betusto. Ahora estamos en un paréntesis.
—No seas tonta. Si me invitaste es porque vos también me extrañás.
—Cortala, Betusto. ¿Viniste a arruinarme el cumpleaños?
Entramos al departamento, el mismo que yo conocía tan bien. O el living-comedor se había achicado o ahí adentro había tantos hombres, y tan grandotes, que todo parecía más pequeño.
—Este es mi novio Betusto. El que les comenté.
Los conté rápidamente: nueve. Ninguno me saludó. Dos o tres sonrieron despectivamente al verme, y otros rieron entre ellos, como si se mofaran secretamente de mí. No me importaba: Malena me había presentado como su novio.
Eran un grupo por demás heterogéneo. Había viejos, jóvenes, gordos, flacos, morochos, un pelirrojo. Se notaba que eran de condiciones sociales muy dispares, se advertía por la ropa. Y fue justamente la ropa lo que me llamó la atención: no vestían para una fiesta, estaban inusualmente informales, como si estuvieran en un pic-nic. Remeras sueltas o camisetas sin mangas, pantalones de gimnasia algunos, y la mayoría con enormes shorts bermudas de nylon, de esos sueltos con elástico que parecen de jugadores de básquet.
Estaban escuchando música, mientras Malena iba y venía arreglando vasos y cosas en la mesa. Los tipos estos la miraban con tal desparpajo que parecía que se la hubiesen estado cogiendo durante este mes y medio. Algunos se sobaban la verga con poco disimulo. Como Malena a veces se estiraba por sobre algún mueble para alcanzar algo, la minifalda se le subía y se le veía apenas el filo inferior de sus nalguitas. La tanguita blanca encapsulando esa conchita que yo conocía de memoria, también se veía a cada momento.
—Betu —me llamó—. ¿Por qué no vas a la cocina y vas trayendo las cosas y ponés la mesa?
Ni esperó mi respuesta, fue al equipo de música a cambiar los discos. Se tuvo que agachar para maniobrarlo, pero no flexionó sus rodillas. La minifalda se le subió como nunca, y algunos tipos, tirados en los sillones, le vieron hasta el apellido. No dije nada, no sabía si me correspondía, y además, eran muchos y un poco atemorizantes. Preferí irme a la cocina.
Volví con una pila de catorce platos, y ya mi novia estaba bailando sola entre los sillones, moviéndose muy sensual en medio de esa jauría de chacales. Distribuí los platos y volví con más cosas. Poniendo los cubiertos me di cuenta de la verdadera razón de mi invitación: yo era el invitado catorce, el que rompía la tontería esa de que trece en una mesa es mala suerte. Me sentí decepcionado. Y más cuando vi a Malena bailar con unos de esos tipejos atrás y con otro delante, restregándose con un regetón de fondo, y dejándose magrear.
Entonces se escuchó el timbre. Malena tenía los rostros de esos tipos tan encima, y la hacían reír tanto, que ni cuenta se dio.
—Amor —le dije llegando hasta ella con un plato en la mano—. Están llamando...
—Bajá vos, son los otros chicos.
Ni me miró. Siguió bailando y dejándose manosear muslos, cintura y cadera por los dos desconocidos. Me mordí la lengua otra vez y bajé. En el pasillo, solo, aproveché para acomodarme mi pijita en el pantalón, que me dolía de tan dura.
Abajo me esperaban dos negros enormes, jóvenes, que parecían de la NBA.
—¿Aquí es la party? —preguntó uno con acento yanqui.
Subimos. En el ascensor quedé entre los dos, apretado. Me miré en el espejo: parecía un gnomo miedoso.
Cuando entramos, la imagen me descolocó un poco. Malena seguía bailando, pero ahora entre otros dos, que la manoseaban y la apoyaban como si se la estuvieran cogiendo. Le habían subido la minifalda hasta la cintura y se le veía el tanguita blanca enteradísima en su culazo perfecto. Me pareció incluso que ya le metían mano por debajo del tanga, pero no sé... Apenas nos vio, mi novia vino corriendo en medio de un griterío de felicidad y se colgó de los dos negros, celebrando su llegada.
—Malena, ¿qué onda? —le pregunté mientras ella besaba a uno de los negros casi en la boca y se dejaba tomar una nalga entera—. Estás casi en bolas y te dejás manosear como si fueras una...
Malena giró hacia mí. El otro negro aprovechó para meterle mano también.
—No empieces. Estábamos bailando regetón —Se bajó y acomodó un poco la minifalda gris—. Andá a terminar de poner la mesa, no me hagas enojar.
Golpearon la puerta y ya ni quise saber quién venía, me fui a la cocina. Al regresar me dio un escalofrío. Había llegado el último, Manuel, que me saludó muy afable y con una sonrisa, y yo me quise morir: Manuel era el portero del edificio. Lo último que quería era que mi futuro portero viera a dos tipos bailando regetón con Malena de la manera que lo estaban haciendo.
Comenzaron a acomodarse todos en la mesa, parecía que por fin dejábamos las tonterías de los bailecitos y nos metíamos en el cumpleaños. Malena se ubicó en una punta. Cuando yo iba a hacer lo mismo, me atajó.
—Betusto, ¿qué hacés? Tenés que servir la comida.
Me congelé. Con el culo en el aire, sin apoyarlo en la silla.
—Pe-pero... Mi amor... yo...
—Dale, Betusto, que tengo invitados. No me hagas problemas.
Fui a la cocina escuchando cómo se reanimaba la charla. “Male, estás cada día más perra”, oí claramente a Manuel.
Fue una cena difícil de describir. Comencé a servirles a todos, pero eran muchos y al terminar con el último, Malena me ordenó que me encargara del vino. Apenas volqué la última gota me senté, y al comer mi primer bocado Male dijo:
—Oírme, inútil, ¿no te diste cuenta que se acabó el vino?
Me quedé sorprendido. Male nunca me había tratado así, ni siquiera durante aquella pelea. Me levanté de inmediato, fui a buscar otra botella y lo serví.
Me senté nuevamente, pero nada más agarrar los cubiertos y otra vez mi novia:
—Alcanzale el pan a Parteculos.
Todos rieron. Yo no. Me levanté, rodeé la mesa y moví la panera que estaba a menos de un metro del susodicho. Prácticamente no pude comer nada. A cada rato debía atenderles. Pero eso no era lo peor: debía escuchar sus charlas, todas anécdotas asquerosas de sus proezas sexuales. De sus gustos. De sus fantasías. Y de lo que pensaban cumplir esa misma noche...
Al oírlo, escupí el primer trago de vino que lograba tomar en toda la noche.
—¿Qué hacés, pelotudo? —se enojó mi novia, porque salpiqué a los que estaban al lado—. Viniste a arruinarme el cumpleaños, ¿no?
Algunos se levantaron de un salto. Otros se atajaron con servilletas. Malena me tomó del pelo de detrás de las orejas, con dos dedos, como hacían las matronas hace cien años, y me llevó así a la cocina, delante de todos.
—Oírme, Betusto, si te vas a comportar de esta manera mejor te vas.
—Malena, ¿me estás jodiendo? ¡Estos tipos no te quieren saludar por tu cumpleaños! Los googleé, están en foros raros, con fotos mostrando todo.
—¿Y a vos qué te importa? Nosotros ya no estamos de novios.
—¡Me dijiste que en quince días me vas a perdonar!
—Te voy a perdonar si pensás en lo que me hiciste y te arrepentís de verdad. Y la verdad es que hasta ahora no te veo muy reflexivo que digamos.
Arrancó como para salir de la cocina y la atajé.
—Male, ¡estos tipos te quieren coger!
—No digas pavadas, ¿además te creés que no me sé defender? Vos levantá la mesa y lavá los trastos, que yo los mantengo en la raya.
Me tranquilicé. Ella se fue al living-comedor y yo me organicé para lavar. Al otro lado de la puerta se escuchó de nuevo música, otra vez regetón y muchas risas y vitoreos masculinos. Dos de los amigos de Male trajeron platos y vasos, que apilaron a mi lado para que yo lave. No sé cuánto estuve fregando. Tenía la cabeza en la música, en las risas y no podía dejar de imaginarme cómo estarían manoseando a mi novia. Ahí lo vi claro: esa era su venganza.
Como no me habían traído los cubiertos, me sequé las manos y fui a buscarlos, dispuesto a tragarme la asquerosa imagen de mi novia manoseada. Pero no. No había novia. Estaban Manuel, los negros de la NBA y los otros, charlando animadamente. ¿Malena estaría en el baño? Me sentí aliviado y regresé a la cocina.
Y fue ahí, dos minutos después, mientras fregaba cucharones, que me di cuenta. No había doce tipos en el living. Había seis. Y ya hacía quince minutos que yo estaba en el fregadero. Salí disparado de la cocina como un vendaval, si le estaban poniendo un dedo encima de mi amorcito me iban a ver de malas. Enfilé para el pasillo que daba a las habitaciones y uno de los negros me obstruyó el camino.
—No pase. Tiene que ir a lavar a la cocina.
—Quiero ir a la pieza. ¡Quiero ir a hablar con mi novia!
Se acercó Manuel, siempre amable.
—Betusto, no podés pasar, no hay nada allá. No está tu novia.
Con la frenada se me habían bajados algunas revoluciones y entonces se hicieron claros los jadeos que venían de la habitación.
—¡Ahhhh…! ¡Ahhhh…! ¡Ohhhh…! ¡¡Ahhhh…!
Me desesperé, era Male, que ronroneaba acompasadamente, como si la estuvieran bombeando despacio. El negro volvió a cerrarme el pasillo y Manuel, ya sin la sonrisa de portero, me tomó del cuello y me cerró la manaza con tanta fuerza que me hizo doler como pocas veces me dolió algo.
—¡Ay! —grité.
—Betusto, su novia no está en la pieza, vuelva a la cocina…
Los jadeos de Malena era cada vez más claros.
—¡Ahhhhhh…! ¡Sííííí…! ¡¡Ahhhhhhh…!!
—Me la están cogiendo, Manuel! —dije casi en lágrimas de impotencia.
—No se ponga paranoico… Le digo que los muchachos están solos…
—¡¡Ohhhh…!! ¡Síííí…! Ohhhh… por Dios… ¡¡qué buena pijaaahhh…!
—¡Es Malena, Manuel! ¿Me está jodiendo?
Manuel apretó más y me volvió a recordar:
—Esa no es Malena, ¿entiende? —El dolor era insoportable, comencé a doblar mis piernas sucumbiendo a la manaza torturadora de mi portero. Asentí con la cabeza, en silencio. Pero Manuel apretó más fuerte.
—¡Sí, sí! —grité—. ¡Entiendo!
Los jadeos de mi Male ya eran gemidos claros y fuertes. Un murmullo masculino se escuchó, y luego unas risas. Y entre gemidos y murmullo, el flap flap del bombeo sobre las nalgas de mi Male me mortificó hasta el alma.
—¡¡Ahhhh…!! ¡Ahhhh…! —Era ella—. ¡¡Ahhhhhhhhh…!! —seguía recibiendo verga, mi novia.
—¡Te acabo, hija de puta! —se escuchó fuerte y claro—. Te lleno la conchita ésta de leche, bebé…
Miré a los ojos a Manuel, en una súplica, Malena gritó desencajada:
—¡¡Síííííi…! ¡Echámela! ¡¡Echámela toda, hijo de puta!
Y el tipo, no sé quién sería, flap flap flap con todo, con violencia, unas diez veces más… y el gorgoteo bestial:
—¡¡¡Oooohhhhhhhhh… ssssíííí…!! —¡Malditos pijudos, le estaban acabando!— ¡Tomá, puta! ¡¡Tomá tomá tomá!!
—¡¡¡Ahhhhhhhhhhhhhh…!!! —mi novia.
—¡¡¡Ohhhhh sííííí, putón, síiii…!!!
—¡No pares, hijo de puta! ¡Seguí, no pares!
Lo miré a Manuel, que había aflojado la mano pero me sostenía por el hombro, como controlándome.
—Andá a la cocina a hacer lo tuyo, cuerno… —me dijo ya sin eufemismos.
Atrás seguía el concierto de mi novia gimiendo con cada pijazo que le enterraban hasta la garganta.
—No me diga cuerno, Manuel…
—Andá, terminá de lavar todo… que a tu novia le faltan cinco más…
Me fui hacia la cocina hecho una piltrafa humana, con los últimos estertores del macho acabándole a mi novia, y los gritos y gemidos de ella pidiendo más pija.
Estuve lavando y volviendo a lavar todo durante dos horas. Cada tanto me asomaba para ver si me seguían cogiendo a mi Male. Los ruidos eran cada vez más animales, y en ese momento hasta tuve miedo de que vinieran los vecinos a quejarse por el escándalo. Dos horas así, sin saber muy bien qué hacer, tomándome cada tanto el hombro magullado por mi portero. Hasta que en un momento me armé de valor, me pregunté que qué era, si un hombre o un cornudo cagón, y entonces largué todo y volví al living. Esta vez no me iban a detener, al fin y al cabo esa iba a ser mi casa, y Male era mi mujer.
Pero mi sorpresa fue mayúscula cuando los seis tipos que encontré no eran los que había visto dos horas antes. Eran los otros seis, los que no estaban. Y nuevamente, ni rastros de mi novia. Un detalle, sin embargo, me pegó como una trompada en el estómago. Los seis estaban desnudos y con las vergas brillosas y chorreantes de un líquido espeso.
—¿Dónde está mi novia? —pregunté, y sin esperar respuesta fui corriendo a la habitación.
No hizo falta golpear la puerta ni proferir gritos. Me di cuenta que me la estaban garchando incluso antes de llegar, los jadeos de Malena me los conocía de memoria, pero nunca los había escuchado tan cargados de sexualidad.
Entré y la imagen me cacheteó en medio de mi orgullo. Imaginen una habitación no muy grande, con una mujer hermosa y seis hombres. No cabían y, sin embargo, allí estaban.
La habitación que hasta hace dos meses era nuestro nidito de amor, parecía un autobús en hora pico. Un autobús de perversión, porque el olor a macho y a sexo eran más fuertes que un cine porno.
—Male, ¿qué carajo...?
Mi novia estaba cruzada en la cama matrimonial, boca arriba, con la cintura y el culo por fuera, en el aire. Uno de los hijos de puta de los foros la tenía tomada de ambas piernas, él en el medio, y le surtía latigazos de verga uno tras otro… sin parar. Dos tipos más le manoseaban los pechos y el cuerpo, y otros dos, arrodillados junto a su cabeza, alternaban vergazos que le llenaban la boca a mi novia.
—¡Male, por el amor de Dios, te están cogiendo!
—Andate, no molestes…
¿Ustedes creen que alguno dejó de hacer aunque sea mínimamente lo que venía haciendo? Ni siquiera mi novia. Eso me indignó, tenía mil cosas para decirle pero no me salía ninguna. Finalmente:
—¡Sos una puta de mierda! Estábamos planeando venirnos a vivir juntos y mirá lo que me hacés.
Mi novia se quitó las dos vergas de la boca y me miró bien seria. El bombeo del otro cretino le movía la cabeza rítmicamente.
—¿Pero sos tonto, Betusto? ¿Cuántas veces te tengo que decir que estamos en un impasse?
—¡Pero qué impasse ni que impasse, te están garchando doce tipos!
—Técnicamente no somos novios. ¡Vos siempre victimizándote!
El que le sostenía las piernas en alto y la surtía de pija comenzó a jadear más fuerte y bufar. No sé cuánto haría que se la estaba bombeando pero era evidente que iba a acabar. Ahí me di cuenta que el hijo de mil putas no estaba usando condón.
—Me vengo, putón… —le jadeó—. ¡Te suelto los pibes!
Ante la inminente acabada hice algo que nunca imaginé iba a hacer. Fui al otro lado del tipo y me arrodillé en el piso, con los brazos apoyados en la cama, cerca del rostro de mi novia. Junté mis manos en un rezo y le supliqué.
—Male, te lo pido por lo que más quieras, frená acá. Ya te cogiste a siete tipos, ya entendí que no le tengo que mirar el culo a ninguna promotora…
—Esto no tiene nada que ver con tus perversiones de pajero. ¡Esto lo hago porque soy una mujer libre!
—¡Me voy, putón…! ¡Te lleno…! ¡Te lleno!
—¡Es que no sos libre, mi amor! ¡Yo soy tu novio! ¡Yo soy tu hombre!
—¡¡Ahhhhhhhhhhhhhh…!! —comenzó a acabarle el del foro.
El hijo de puta se estaba agitando adentro de mi novia como un champán en un podio de Fórmula Uno. Y le derramó su espuma de la misma manera—. ¡¡Oooooooohhhhh sssííííí…!!
Mi novia le recibió toda la leche adentro, sin siquiera intentar que se la saque. Me miró.
—Ya te dije: hasta que no me pidas perdón, pero perdón de verdad, con un arrepentimiento genuino… soy una mujer libre —Me sonrió con malicia, acomodó las piernas para que el turro se desenganchara de ella y de pronto sus ojos se iluminaron cuando se acercó uno de los negros a tomar el reemplazo. Volvió a mirarme y se puso seria—. Empezá a arrepentirte y pedirme perdón… Si me convencés, los echo a todos y te venís a vivir conmigo mañana mismo… Si no, ¡no vas a poder pasar esa puerta de los cuernos que te voy a poner hoy!
Tragué saliva. Nunca la había visto hablar tan seriamente.
—Está bien, mi amor, está bien… —me escuché decir, patético.
Me soltó la mano para acomodar mejor su cuerpo y regalarlo por completo al negro, que se colocó entre sus piernas. Me fue imposible no abrir los ojos con preocupación cuando el negro se bajó el bóxer. Un vergón largo y rechoncho como morcilla de exportación le colgó de entre las piernas. Al estar yo en el piso y al lado, la masculinidad del negro quedó casi sobre mi rostro.
El moreno se tomó la pija con una mano y se la sacudió un poco para terminar de darle rigidez. Con la otra mano corrigió la posición de mi novia.
—Mi amor… —me asusté cuando la cabeza de la verga se apoyó en ella, puerteándola— ¡La tiene demasiado grande, no me podés hacer esto!
Malena levantó la pelvis y le sonrió al negro, que empujó. El glande apenas penetró los pliegues de mi amorcito, ahí, frente a mis ojos.
—¡Arrepentite, cornudo, pedime perdón!
¿Pero cómo se pide perdón en medio de una situación semejante?
Es difícil reflexionar, meditar, arrepentirse de lo que sea, con un tipo taladrando a tu novia a menos de medio metro.
El negro comenzó a clavar a mi Male.
—¡Ahhhhhh…! —ella.
—¡Male! —reclamé viendo cómo cerraba los ojos y disfrutaba de cada centímetro.
—¡Cuerno!
La pija iba por la mitad y seguía entrando.
Así arrodillado en el piso junté mis brazos en la cama y comencé a implorar.
—Te lo ruego, Male, te lo ruego… —sin saber realmente qué decir.
—¡Ay, qué pedazo de pija, hijo de puta!
Mis ojos se querían ir para el costado, yo trataba de mirar a mi novia a la cara.
—Te pido perdón, Male, por todos mis pecados…
—¡¡Ahhhhhh…!! ¡Me estás llenando de verga, negro pijudo!
El negro la había tomado de los dos muslos y la levantaba un poco para que la concha le quedara más arriba y la penetración se hiciera más cómoda. Se agitaba con ritmo dentro de mi novia, todavía lentamente. Mandaba su culo hacia adelante, empujando y metiendo verga dentro de ella, que suspiraba. Luego el culo del negro iba para atrás, y los piecitos de Male se relajaban un segundo, para de inmediato volver a sentir la verga del negro penetrarla hasta el fondo.
—Te ruego me perdones, Male, te lo ruego por los hijos que vamos a tener… ¡Que no te cojan más, por favor…!
Otra vez giré para ver el pijón del negro entrar centímetro a centímetro dentro de mi novia.
—Así no, pelotudo. ¡En lo único que estás pensando es en vos!
El negro detuvo el bombeo y le dio una palmadita a los muslos de su víctima. Malena giró y quedó arrodillada sobre la cama, con el culo hacia afuera. El negro le entró verga y la sacó embadurnada de jugos, y con eso pinceló la raya y humectó el ano.
Yo seguía arrodillado en el piso, con los codos sobre la cama y las manos juntas. Trataba de cerrar los ojos o mirar al techo, pero se complicaba con el negro moviéndose al lado, casi pegado a mí, o escuchando los jadeos de mi novia. Vi de golpe un movimiento en la cama, y el portero y otro más se arrodillaron frente a Malena, esgrimiendo sus pijas.
Apreté los dientes y volví a suplicar.
—Male, te ruego por lo que más quieras, te lo ruego con el corazón en la mano… ¡pará de cogerte a este negro! No quiero que ninguno más te coja... No quiero que nuestro portero sea “el otro”...
—“El macho”... —me corrigió Malena, que comenzó a mover sus mulsos y cadera para atrás, para enterrarse ella solita el pijón del negro—. ¡Aaahhhhhh…!!!
—Te lo suplico, mi amor... ¿No sentís mi arrepentimiento?
—¡¡Ohhhhh por Dios, qué pedazo de pijaaaaaaaaaa…!!!
—Te pido que conserves tu virtud intachable y que en tu cabeza gane la sensatez y tu espíritu leal y fiel.
—¡¡Ahhhhhhhhhhhhhhh…!! ¡Me siento llena de verga, cornudooooo…!!
—¡Que el recato gobierne tus impulsos!
—¡Tirame la lecheeeeeeeee!, negro! ¡Quiero sentir esa verga latir adentro mío!!! ¡¡Aaahhhhhhhhhhhhhhhh…!!!
—Male, mi vida, yo sé muy bien que en lo profundo, la moral y la...
—¡Ahí te va, puta!
—¡Sí, sí, siiiiiii…! ¡¡Llenameeeeeee, negro!! ¡¡Mostrale al cuerno!!
—¡¡Sí putón, sí! ¡¡Ahhhhhh…!!!
—Male, ¡la moral!
—¡¡¡Ohhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh…!!!
—¡¡Male, la moral y la reputa madre, te están llenando de leche!!!
—¡¡Ahhhhhhhhhh…!!!!
—Seguí rogándome, cornudo... ¡¡¡Ooooohhhhhh!!! ¡¡Seguí que estoy acabando…!! ¡¡¡Ahhhhhhhhh…!!!
—¡Perdoname, mi amor, perdoname! ¡Perdoname! —repetí sin entender qué quería, mientras ella acababa y acababa sin parar.
En cuando mi novia se aflojó un poquito, el portero, entusiasmado, la tomó de los pelos y condujo la cabeza hacia su verga. Malena abrió la boca como un gordo ante un pastel de chocolate, con el negro moviéndola atrás y adelante. El hijo de puta del portero me miró a los ojos mientras mi novia le tragaba la pija.
—¿Así que el año que viene te venís a vivir a mi edificio...?
No me gustó el tono, sonaba demasiado premonitorio. Así que miré a mi novia y le volví a suplicar.
—Male, te pido por nuestros futuros hijos, con el portero no, por favor, que te va a querer garchar cuando me mude al departamento…
El portero se rio socarrón. Tomó desde los cabellos la cabeza de mi novia y siguió sosteniendo la tremenda chupada de verga a la que la obligaba. En eso volví a mirar el vergón del negro penetrar a mi novia (es que se me hacía muy difícil no mirar) y noté con horror que el machete que tenía por verga no me la estaba cogiendo por la concha sino que le entraba limpio, con poco o nada de esfuerzo, por el culito exquisito de mi novia. No entraba completo, digamos dos tercios, pero es que la verga era inusualmente larga y gorda. Con cada estocada, sin embargo —con cada clavada—, la verga del negro se enterraba un poquito más. La piel brillosa, barnizada con la humedad de Malena, llegaba de a poco más y más cerca de los huevos del negro.
—¡Malena!—dije entre confundido e indignado— ¡No me parece que ésta sea la primera vez que te lo hacen por atrás!
La hija de puta de mi novia comenzó a reírse, y varios de los hombres también. Nunca me sentí tan estúpido y humillado.
—Ay, mi amor, ya te dije que estamos en un impasse. En cuanto volvamos a salir, te juro que te digo que lo tengo virgen.
Yo ya no la escuchaba. Casi en mis narices tenía la mano derecha del negrazo hundiendo sus dedos en el nalgón de mi novia. Se agarraba con tanta fuerza para clavar más hondo que le enterraba los dedos en la carne. Miré atrás, a la penetración. La verga ya entraba toda, hacía tope y salía casi hasta la cabeza, solo para volver a entrar con fuerza.
—¡Te estoy estirando el culo, putita! ¡Cuando te agarre tu novio no lo vas a sentir!
Era cierto. Malditamente cierto. Mi pija no era chiquitita, más bien normal, y muy angosta, pero al ver esa o las otras pijas allí, me di cuenta que mi novia no me iba a sentir.
—Te lleno el culo de leche, bebé... —anunció con un bufido.
—¡No! —lo atajó Malena. Por fin un poco de freno en toda esta locura— Aguantame un poquito más que ya me vengo...
—¡Malena, ¿otra vez?!!
—No hay problema, bebé...
—Ay, no jodas, Betusto. Ya sabés lo sensible que me pongo cuando me hacen la cola…
No, no lo sabía. Ni siquiera sabía que no era virgen por atrás.
—¡Rogá! ¡Rogá, cornudo! Rogá para que no me estiren demasiado…
Volvieron a reír. Y volví a rogar, pero esta vez mirando hipnotizado cómo esa manguera entraba y salía del cuerito de mi novia, estirado hasta la circunferencia de un pocillo de café.
—No me la estire mucho, por favor… —le supliqué al negro.
—¡Ohhhh…! ¡Sí, sí, sí…! ¡Ahhh...! ¡¡Sí…! ¡Seguí rogando, cornudo, seguí…!
—Male, te va a lastimar...
—Sí, sí, siiiiii... Mmmmmm… Más fuerte, negro, más fuerte… ¡Rompeme toda!
—Por favor…
—¡No pares, por Dios…! ¡Ohhhhhh… sssíííí…!!
—¡¡Señor, tan a fondo no!!
Pero la verga iba hasta la base. Salía limpia y entraba hasta hacer tope.
—¡¡¡Ahhhhhhhhhhhhhhhh…!!! —mi novia.
—Que quiero que me sienta a mí también…
—Sí, negro, sí… Llename de leche ahora, llenameeeee...
El negro estaba transpirando y bufaba tratando de aguantar su desleche.
—Ahí va, pedazo de puta, ahí va…
—¡¡Asííííí…!! ¡Oh, por Dios, así negro, lléname toda toda toda…!!
Quedé petrificado. Estaba de rodillas junto a la penetración. Créanme que vi el tronco del negro ensancharse y latiguear leche a mi amorcito. Fue un instante, pero lo vi. Y a mi novia recibir el lechazo adentro del culo, encantada. El negro se contorsionó todo, puso cara de sufrimiento y mandó el vergazo hacia adelante, lejos.
—¡¡¡Ahhhhhhhhhhhhh!!!
Le empezó a acabar como un preso. La tenía tomada de las nalgas con sus garras y le llenaba el culo de pija y ahora de leche. ¡Puta, puta, puta!, le gritaba, y miraba la propia penetración que él mismo hacía y continuaba clavando verga dentro del culo de mi mujer. Se estuvo deslechando así un buen rato, insultándola y empujándola con vergazos cada vez más profundos y fuertes. Finalmente terminó de acabarle un litro de semen y pegó un jadeo animal, casi como desinflándose. Un hilo grueso de leche le salió a Malena cuando la vació de verga, y fue a recorrer lentamente el muslo hacia abajo, por el lado interno.
—¡Quiero más pija! —reclamó mi novia, desconocida por completo.
Dos de los tipejos de nombres raros, Enlechador y Rompeculos, vinieron a reemplazar al negro. Me preguntaba cómo dos iban a reemplazar a uno, cuando Manuel, gateando sobre la cama, vino a donde estaba el culazo en punta de Malena.
Se juntaron los tres y se dio un momento de cierta zozobra.
—Me toca a mí —reclamó Manuel.
—Pero es que esto lo tenemos que hacer entre dos —dijo el llamado Rompeculos—, y nosotros nos conocemos bien.
—Chicos... —me escuche decir—. Va a haber tiempo para que me la cojan todos...
Mi novia me apoyó.
—El cornudo tiene razón... Manuel, ¿por qué no te entretenés con él, mientras tanto?
¿Malena estaba hablando de mí? Observé a Enlechador acostarse boca arriba sobre la cama. A Male ir y colocarse sobre él. Miré a Rompeculos colocarse detrás de mi novia, mientras ella escondía una mano bajo su vientre, acomodando la garcha del macho que tenía abajo, lista para dejarse clavar. Y mucho más no pude ver, porque Manuel, mi futuro portero, vino hacía mí, me tomó de los pelos y llevó su pija a mi boca.
—Mmmfffgggh… —me sorprendí con la boca llena de verga.
—Muy bien, Betusto...
Me saqué como pude el glande gordo y gomoso.
—¿Qué carajo? ¡Malena, este tipo me metió la pija en la boca!
Malena, que ya estaba ensartada en la concha por el de abajo, me miró mientras Rompeculos le tomaba las nalgas y se acomodaba detrás de ella.
—¡Ay, Betu, no empieces...! No me vas a arruinar el cumpleaños, eh? ¡Agarrá la pija del señor Manuel y chupá!
El portero no esperó por mi respuesta. Volvió a agarrarme de los pelos y a obligarme a tragar verga.
—Así, putito, muy bien…
Nunca había hecho nada semejante. Ante la irrealidad del evento recuerdo que lo que más me preocupó en ese momento fue qué consecuencias me traería eso que me estaba haciendo el portero en mi futura convivencia en el edificio. De seguro no iba a ser buena.
Mientras la verga de Manuel horadaba mi boca y me forzaba a masticar carne, de reojo observé lo que le estaban haciendo a mi novia. Rompeculos ya le había separado las nalguitas a Malena y le arrimaba una vara de carne de dimensiones temibles.
Escupió. Ensalivó. Masajeó el ano de mi novia, aunque con cierta dificultad porque Enlechador se la estaba clavando desde abajo y hasta los huevos, y eso le sacudía el culo para arriba y para abajo con cada pijazo.
—Los dientes, putito, los dientes… —me reclamó el portero, que me tenía ahora tomado por las dos orejas y me cogía la boca. Abrí más para no lastimar la verga del Sr. Manuel, y el solo movimiento hizo que me mandase la verga más adentro.
—¡Aggggggghhhh…!
—Muy bien, putito, tragá... Tragá... Tragá...
Rompeculos ya había apoyado la cabezota de su garcha en el delicado agujerito de mi novia.
—Ahí te va, putón —avisó. Vi cómo Male dejó de montar la pija, quedando como suspendida en el aire por un segundo, ensartada abajo pero expectante por la segunda pija.
Vi cómo Rompeculos empujó lleno de lascivia y mi novia entrecerró los ojitos.
—Síííííí... —murmuro la muy puta.
Y el glande gordo, lleno, penetró por completo el culito virgen de mi novia.
—Mmmgggfff… —volví a quejarme.
Rompeculos empujó y clavó un poco más. La verga, muy ancha, avanzó con dificultad, lentamente, hasta un cuarto de pija.
—Ohhhh, por Dios... —rezó Rompeculos, aferrado con sus uñas a cada nalga, observando con malicia la profanación—. Qué rico se siente este culazo, putón...
El de abajo no se movía, y mi novia tampoco. Se notaba el esfuerzo por resistir la cola en su lugar para que Rompeculos le fuera clavando. Mientras que mi futuro portero me seguía cogiendo la boca y murmurando “Sí... Sí…” con voz jadeada, el otro maldito empujó más y clavó otro tramo de verga.
—Ohhhhhh... —gimió Malena.
Un par de bombeos de Rompeculos dentro del culito de mi novia facilitaron la lubricación, y en un minuto mi novia ya tenía media pija entrando y saliendo hasta la mitad. El de abajo empezó a moverse también. La tenía enganchada hasta los huevos, y se miraba con su amigo por sobre el hombro de mi novia, buscando una coordinación. Cuando uno quitaba media verga, el otro arremetía. Y mi novia, clavada constantemente y ensartada de pija, empezó a gemir e insultar.
—Siiii… Oh, sí… Por Dios, qué llena de pija me siento…
Cada vez que el portero se detenía para no acabar y estirar la chupada, yo tenía la oportunidad de ver mejor. Con cada estocada, el vergón gruesísimo de Rompeculos se metía más y más dentro del culito de mi novia. Era poco. Quizá un centímetro o menos, pero como no paraban de bombearla, la verga se iba introduciendo sin remedio.
—¡Por Dios, qué estrechito tenés el cuerito, mi amor!
Y se agarraba de las nalgas y metía fierro para adentro.
—No paren... No paren que me vengo... Por Dios no paren…
Los que se la estaban cogiendo sonrieron entre ellos y —conocedores de este asunto de la doble penetración— aceleraron visiblemente la serruchada.
—Sí, sí, sí… —jadeaba Malena—. Así, así... Dios, nunca me cogieron tan bien…
—¡Ey! —me quejé. Yo me la había cogido varias veces y estaba casi seguro que me la había cogido igual de bien.
Rompeculos, sin dejar de bombear adentro de mi novia, me miró con sorna y comentó:
—¡Cornudo, qué buen orto tiene tu novia, cómo lo estoy disfrutando…!
Me quité la verga de Manuel un segundo de la boca y procuré mantenerme digno.
—No es mi novia —dije con baba y pre leche chorreando de la comisura de mis labios—. Estamos en un impasse.
Fue terminar de decir eso y mi novia estalló en un orgasmo explosivo.
—¡No podés ser tan cornudooo...! ¡¡Ahhhhhhhh...!!
El portero volvió a tomarme de las orejas y otra vez me llenó la garganta de pija.
Los otros dos hijos de puta se seguían clavando a mi novia como si fueran una máquina de coger perfectamente engrasada.
—¡Ahhhhhhhh…!!!
—¡Si, putón, sí! —la animaba Rompeculos.
Enlechador dijo:
—¡No aguanto más! ¡Te lleno, bebé!
Mi novia no paraba de acabar y de humillarme.
—¡Cornudo, esto es una cogida! ¡A ver si te avivás de una puta vez!
Pero como el de abajo comenzó a soltarle la leche adentro, Malena no finalizó su polvo, lo encadenó al otro.
A estas alturas Rompeculos ya le mandaba pija hasta la base. El ruido en la habitación era terrible. El calor y la transpiración le ponían brillo a las nalgas de mi novia, que se chocaban contra el abdomen del vividor.
No sé cuánto duraron los orgasmos de mi novia. En un momento Rompeculos comenzó a jadear fuerte, a bufar como si estuviera muriendo, y a insultar a Male. “Puta, puta, putaaaa”, le decía, y entonces estalló y mandó la pelvis tan adelante y tan brutalmente que temí que la lastimase. Se estuvo sacudiendo adentro de mi novia como uno o dos minutos, llenándomela de leche hasta que el cuerito angosto y ensanchado, estirado y taponado por la misma pija que la llenaba, comenzó a rebalsar.
Los machos se retiraron, exhaustos. Malena quedó sobre el colchón, codos y rodillas apoyadas, y culo en punta hacia el techo.
—Limpiá, mi amor.
Manuel ya no me obligaba a chuparle la pija, se había ido hacia el culo de mi novia.
—Yo no voy a tocar eso —me rebelé—. ¿Estás loca?
—Dale, no empieces... Límpiame, no seas malo.
Tomé la sábana y la llevé hacia el culazo de mi novia.
—¿Qué hacés, tarado? —se enojó Malena.
Dudé. Era todo tan irreal que quizás había imaginado el pedido.
—Voy a… limpiarte.
—¡Con la lengua, pelotudo!
Fue tan agresivo el comentario que me descolocó un poco.
—¿Estás en pedo, Malena?
Entonces mi novia me miró con carita de enamorada, me sonrió y me pidió dulcemente:
—¡Daaleee! Si me limpiás, amor, mañana mismo volvemos a ser novios.
Abrí los ojos emocionado, sonreí como un niño y me zambullí en sus agujeros para limpiarle todo el semen de estos dos machos, y de los seis machos anteriores.

Mañana volveríamos a ser novios.

Fin 

Muchas gracias Mikel por el tipeo!!! 

Los Embaucadores I, Cap.1

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Los Embaucadores I
El Pueblo Mínimo, Parte I
(VERSIÓN 1.0.2)

Por Rebelde Buey

NOTA:
Este texto no es un relato porno, como muchos de esta página. Es una crónica erótica, con algunas pinceladas sexuales más que nada en las próximas partes (2, 3 y 4).
Posiblemente no les va a gustar demasiado, pero necesitaba escribirlo.
Como casi todas las series de este blog, la serie va levantando a medida que se van dando los nuevos capítulos.

  

 1.

No somos gente de pueblo, sino de ciudad. No somos gente de pasto agreste, o playa y mar, sino de edificios y shoppings, y tráfico y subterráneos. Pero nos adaptamos bien, nos adaptamos rápido; quizá porque en la ciudad es demasiado sencillo jugar el juego, casi sin riesgos.
Es fácil ser cornudo en la ciudad. No hay mérito en convertirse en una corneadora sistemática. No hay riesgos, ni juicios de los que cuidarse. Solo hay un océano de gente que mira y no ve.
Esa noche estábamos haciendo el amor, como casi todas las noches: ella tirada en la cama, en remera y bombachita metida en su culazo perfecto, chateando por wasap con dos machos para arreglar sus cogidas del día siguiente; y yo, manoseándola desesperado y masturbándome como un adolescente primerizo.
—Mi amor, estás cada día más pajero… —dijo, y me dedicó una sonrisa lujuriosa. Yo seguía a su lado agitándome con el contacto de sus redondeces, que amaba. Las mismas redondeces que unas horas antes el hijo de puta de Alejo (o quién sabe quién) había estado penetrando impunemente—. Mirá —Y me mostró el celu con la foto de una tremenda verga en erección.
—¿Q-quién es…?
—Un amiguito nuevo… Bah, es amigo de Alejo, pero conocés el dicho: Los amigos de mis machos, son mis amigos…
Era “Los amigos de mis amigos…”, aunque bueno, no importaba. La sola idea de que pronto ese vergón grueso también se disfrutara a mi Nati me aceleró el polvo.
—No podés ser tan puta… —jadeé. Ni hacía falta decirle que me estaba por acabar en la mano, ya me conocía lo suficiente.
Entonces Nati se dio vuelta como si nada, como si yo no la estuviera tocando, ni estuviéramos haciéndonos el amor.
—Marce, quiero que hagamos algo.
La miré confundido, con el manoteo desorientado.
—Amor, estoy a punto, dejame que…
Ella se hizo la molesta y me pegó en la mano con la que me estaba pajeando.
—Ay, basta de joder con esas cosas enfermas. Lo único que te importa es cogerme.
Me quedé sin reacción, quieto, sabiendo que si no me descargaba, en media hora tendría un agudo dolor de testículos.
Ella apagó el celular, lo que era una señal que lo que iba a decirme era serio y en serio. Me miró a los ojos, me hizo carita de nena buena y me soltó aquello.
—Quiero que seas “El Cornudo del Pueblo”, mi amor…
No entendí. La habría escuchado mal porque dijo “del pueblo”.
—¿De qué hablás, delirante? —le pregunté con una sonrisa, intuyendo que a algún lado iba, aunque sin adivinar más—. Vivimos en la ciudad.
—Ya sé, bobo.
—No te entiendo, amor. Ya soy el cornudo del barrio.
—No, no lo sos.
—Te cogen en el gimnasio, el ferretero y dos vecinos del edificio.
—Para convertirte en el cornudo del barrio tendría que cornearte con todos los hombres del barrio, no con ocho o diez… Además es imposible saber dónde empieza y termina el barrio.
Comenzaba a intuir algo.
—En un pueblo es lo mismo, amor… tampoco se saben los límites de los barrios…
—No, cornudazo, ¡qué barrios! Quiero que vayamos a un pueblo y que me cojan todos los machos del pueblo. Que cada vez que salgamos de paseo o a comprar un helado, todos —absolutamente todos— los tipos con los que nos crucemos me cojan regularmente, y vos te hagas el que no sabés nada.
Hay algo que no les dije todavía: Nati y yo somos grandes jugadores. Seguro los mejores de Argentina. Posiblemente entre los mejores de Latinoamérica. Tenemos inventiva (más yo que ella) y osadía (más ella que yo), y recursos y tiempo. En nuestros años juntos hemos cumplido con muchos juegos: el de la remisería (algún día les contaré), el del camping (algún día les contaré), el del micro larga distancia (algún día les contaré) y muchos otros. Y lo jugamos a lo grande, a fondo.
—Bebuchi —le dije— me encanta la idea, pero es imposible. No hay forma de que te cojas a un pueblo entero, y menos regularmente.
Nati me miró con carita de turra, volvió a girar a medias para mostrarme lo que sabía era mi debilidad: su culo perfecto y entangado bien a fondo.
—No sé, cornudito, ahora esto es problema tuyo. Yo soy la belleza y vos el músculo, así que ponete a organizar.
Hice un cálculo rápido de variables: el dinero y el traslado no iban a ser problemas; mi trabajo, tampoco.
—Es una locura, Nati, vamos a tener que mudarnos…
Ella giró por completo, otra vez culito arriba, y con el celular en la mano.
—No es mi problema, amor. Yo voy a seguir arreglando con mi amiguito nuevo.
Se puso a mirar fotos de vergones de machos y yo a hacerle el amor, es decir, manosearle el culazo y pajearme.



2.

Frené la camioneta en el cruce. Estábamos en el medio de la nada, con campo hacia todos lados, y arboleda y esteros y riachos a la derecha y más adelante. Nati tenía el GPS.
—Es para allá, cuerni.
Delante de terceros, su apodo cariñoso para conmigo era “papu”, “papi”, “amor” o cosas así. Si estábamos solos, “cuerni”, “corni”, “cornudín”, “cornudito”. Cuando estaba con sus machos me nombraba de otras formas.
Miré “para allá”. No parecía diferente a la soledad de cualquiera de las otras direcciones. Pero le obedecí. Un buen cornudo sabe perfectamente cuándo obedecer a su mujer, del mismo modo que una buena putita infiel saber perfectamente cuándo respetar la voluntad de su cornudo. No hicimos ni doscientos metros que vimos las primeras casuchas.
—¡Ahí está! —gritó Nati como si hubiéramos encontrado El Dorado—. ¡Llegamos!
Olvídense de un cartel o arcada o mojón que dijera “El Ensanche”. El pueblo era tan pero tan pequeño que no había cartel, ni plaza principal, ni iglesia, ni nada. Era un puñado de casas tiradas al azar, no más de treinta, que se distribuían alrededor del astillero.
Llegamos con la camioneta hasta la primera manzana, en la que se veían solo dos o tres casas aquí y allá, y desde ahí otras manzanas igual de raleadas. Eran casuchas muy modestas. No eran de madera o chapa, como las de una villa, sino de concreto, con patio y cerca. Y, sea porque ya era casi de noche y la luz del cielo apagaba todo o porque en verdad el lugar parecía pobre, me llevé una primera impresión cercana a lo deprimente, como un pueblo sumido eternamente en el invierno.
—Mi amor… —la consulté—. Podemos dar vuelta ya mismo si querés.
—¿Estás loco, cuerni? Es perfecto, aunque me parece un poco chico. ¡Te voy a convertir en el cornudo del Pueblo en menos de un mes!
Los verdaderos problemas de convertirme en El Cornudo del Pueblo eran dos: el tamaño del pueblo y la proporción masculina de habitantes. Un pueblo tiene miles de habitantes; y en un pueblo chico, incluso uno muy chico —pongamos de solo mil habitantes—, sigue resultando imposible lograr cogerse a todos los hombres. Nati no podría mantener relaciones estables con 500 tipos, no tendría oportunidad ni tiempo físico. Por otro lado, la geografía ofrece los mismos problemas que en la ciudad: ella podría hacerme el cornudo habitual de sus grupos sociales, pero sin acceso a los hombres de veinte manzanas más allá, con trabajos sin ninguna relación con nosotros, era lo mismo.
Así que le había ido a Nati con mi solución: pueblos de alrededor de cien habitantes. “¡Esos no son pueblos!”, se quejó. “Técnicamente, sí”, la quise convencer. “Buscame un pueblo con más machos, cornudo”, me pidió sin eufemismos.
—¿Querés que demos una vuelta para ver las casas, antes de decidir instalarnos?
—No, cuerni, va a verse raro… Además, ya lo decidí: quiero convertirte literalmente en el cornudo de Ensanche, que me coja regularmente el ciento por ciento de los hombres del pueblo.
De ella no solo me había enamorado su culo perfecto y su hermosura. También su determinación, su compromiso y su generosidad y sacrificio para hacerme su cornudo. Ella sabía que en pueblos como estos no había muchos hombres jóvenes, de los que le gustaban. Que lo más probable era que la mayoría fuesen viejos sin dientes, o cuarentones arruinados, gente descartada de otros lugares, sin más chances que caer ahí.
—Debe ser esa —Nati me señaló una casa igual a las otras, baja, gris, rectangular como una caja de zapatos gigante, y con el pasto del frente alto.
Me pasé con la camioneta y giré en la esquina, más buscando ver a alguien para preguntar, o un negocio o algo. Nada. La conchilla aplastada sobre la tierra arenosa del camino rumió bajo los neumáticos, y me estacioné frente a nuestro nuevo hogar. Aunque no había cartel con el nombre de la calle, el número de la casa coincidía con el papelito que nos habían dado en la inmobiliaria en Buenos Aires.
Bajamos. Yo con las llaves en la mano, mirando alrededor. Natalia con una camperita corta que se puso enseguida y que no le cubría la cola pintada por la calza que la marcaba toda.
Entramos. Habíamos alquilado la casa amoblada y así estaba, aunque con un gusto tan insípido como el exterior. Al menos había calefacción y una tele, además de los dos cuartos, el living, el baño, y otro bañito y el lavadero (al fondo), y la cocina obligada. El lugar no era bonito, y comparado con nuestro departamento, directamente era una pocilga. Pensé que a Nati se le iban a quitar las ganas pero en cambio estaba exultante.
—¡Cuerni, este va a ser nuestro nidito de amor! ¡La de pajas que te vas a hacer mientras me cogen todos!
Escuchar de sus labios cómo me iba a hacer cornudo me la hacía parar siempre. Siempre.
—Amor, ¿por qué no vas trayendo algunos bolsos mientras yo trato de ver lo del gas, para prender el calefón y todo eso…? —dije, y encontré y accioné los fusibles de la luz.
Nati se puso a curiosear la casa y se sentó y saltó dando culazos sobre la cama, probándola.
—¡Porque ese es el trabajo del cornudo!
Una camioneta nueva en un pueblito de 99 habitantes llama inmediatamente la atención. Escuchamos los dos golpes a la puerta y una voz ronca, de tabaco y alcohol:
—¡Hola…?
Fuimos con Natalia a ver, la muy puta ya se acomodaba las tetas y sonreía. Ahí en la puerta estaba un viejo de unos 65 años, rústico, de pueblo, con ropa barata y barba de algunos días. Tenía la nariz grande y el cabello blanco y ralo, y no logró ocultar su sonrisa al ver a mi novia.
—Ho-hola… —dijo un poco descolocado. Nos saludó a los dos pero se le iban los ojos a ella. No al culo, porque la tenía de frente, sino a su rostro. Es que Nati es muy bonita. Es una chica en los treinta y pocos, de cabello castaño claro casi rubia, blanquita, con cara de nena buena, de chica bien educada y criada, de esas que se portan bien y tienen amigas mujeres. Pero cuando sonríe… Dios, cuando sonríe y entrecierra los ojos es la expresión del demonio al encender las calderas en el infierno.
—Hola —respondió Nati, y sonrió.
—Soy… Soy don Rogelio… yo… vivo acá al lado y vi la camioneta y…
—Hola, don Rogelio —saludé de lo más amable con un apretón de manos—. Somos los nuevos vecinos. Yo soy Marcelo, y ella es Natalia —nos presentamos, y cuando Rogelio le fue a dar la mano a Nati, la turra se le acercó y le dio un beso. Vi la mano del viejo retirarse como si quemara cuando el acercamiento de mi novia hizo que le tocara sin querer un pecho.
—Se decía en el pueblo que venían dos vecinos, pero…
Don Rogelio seguía sorprendido, incluso unos minutos después cuando lo invitamos a pasar y charlamos un rato.
—¿No esperaban gente de Buenos Aires?
—No, no es eso. Nos dijeron que venían de allá, pero es que este es un pueblito que vive del astillero, y no hay nada de nada. Acá solo vienen hombres a trabajar, casi todos solos, ni siquiera traen a las familias.
Mientras don Rogelio nos daba charla en la mesa del living-comedor, Nati acomodaba cosas, bolsas, y revisaba anaqueles y muebles. Vi al viejo más de una vez mirarle el culo con disimulo, cada vez que mi novia se agachaba y ostentaba sus encantos en punta.
—Ah, pero yo no vengo a trabajar en el astillero —aclaré—. Voy a escribir una novela de suspenso que transcurre en un pueblito como este, así que vamos a vivir acá unos cuantos meses.
Imaginé que mi coartada iba a sonar excéntrica y despertaría muchas preguntas, pero el viejo no dijo nada. Es posible que estuviera distraído con el ir y venir de Nati. La verdad es que no soy novelista, ni estaba escribiendo nada. Mi trabajo es otro, opero acciones y bonos para mí y para terceros, y mientras tenga una conexión a internet algo decente, puedo hacerlo desde cualquier lugar del mundo.
Don Rogelio me ayudó con el gas, por pedido de Nati, quien aprovechó para lanzar esas frases destinadas a mí.
—¿Lo ayuda con lo del gas, don Rogelio? Las cosas de hombres no se le dan a mi novio.
Reímos por la broma, pero miré a Natalia con gesto de reprimenda. Mi novia tenía tendencia a estirar de la cuerda demasiado, y yo solía ser lo contrario: muy temeroso de que descubrieran nuestro engaño.
Antes de la hora de la cena ya estaban en casa don Rogelio y tres vecinos más, que habían caído para conocernos y darnos la bienvenida. Dos eran un matrimonio de unos 55-60 años, y el otro un muchacho bajo y ancho con cara de bueno, de unos 30, muy humilde, que, pobrecito, no tuvo defensas ante las calzas de mi novia, y quedó una y otra vez en flagrante evidencia.
Nuestros vecinos nos pusieron al tanto del funcionamiento del pueblo. La fuente de todo era el astillero. Todos allí trabajaban para él, directa o indirectamente, salvo el Tune (dueño del almacén), el Bagayero, que te traía lo que sea de otros pueblos más grandes, el carnicero y Santo, un brasilero posiblemente prófugo de su país, que vivía haciendo changas de electricidad, gas, albañilería o lo que sea. El resto eran unas 60 personas, casi todos hombres, desparramados azarosamente en nueve manzanas. Había una décima manzana, pegada al astillero, que llamaban Las Cuadrillas. Allí la empresa había ensamblado cuadras donde albergaba a la plantilla de trabajadores temporarios, generalmente hombres más jóvenes que hacían trabajos más pesados.
Nati se mostró muy interesada en Las Cuadrillas, y yo otra vez comencé a sufrir para que no evidencie nuestro juego. Le vi brillar sus ojitos.
—Cuénteme más de esas cuadrillas, doña María. ¿Cuántos hombres hay? ¿Viven solos?
La vieja se sorprendió por la desubicada pregunta y yo incineré a mi novia por ser tan impetuosa. Igual, salí a su rescate.
—Es que mientras yo escriba la novela ella va a hacer comida casera para vender —dije, y le tomé la mano a Nati y ella y yo nos sonreímos como tortolitos. Eso nos divertía: hacernos los enamorados melosos a sabiendas que me hará o ya me hace cornudo con alguno de los presentes—. Así se mantiene ocupada y ayuda en la economía de la casa.
Doña María se alivió.
—Claro, claro… Entonces a Las Cuadrillas va a ir seguido. Son todos hombres solos, habrá unos veinte o veinticinco. Es una cuadra con treinta camas, como en la milicia.
—Si no tienen esposas de seguro me van a llamar todos los días.
Doña María, su esposo y el cara de bueno no sospecharon de nada —como dije, mi Nati tiene el rostro de un angelito, cuando quiere—, pero vi los ojos de don Rogelio, y vi cómo de nuevo le echó una mirada completa, de escaneo, y supe que iba a ser el primer cuerno en mi frente, que me la iba a coger al día siguiente, no más.



3.

Como dije, Nati siempre me deja toda la construcción del juego: la logística, las coartadas, las razones, todo. Obvio que opina, la consulto y mete mano, pero parte del goce —el juego en sí— se inicia en cuanto ella me dice: “Ah, no sé. De eso debe encargarse el cornudo”. Y se dedica a ponerse linda para sus machos y llenarme de cuernos.
No le había gustado al principio que yo decidiera buscar un pueblo tan pequeño. Decía que ella podía con más. Aspiraba con más.
—Quiero llenarte la frente, mi amor… —se justificaba.
Luego entendió que si de verdad pretendía cumplir su fantasía, eso de que TODOS se convirtieran en amantes regulares, había que mantener un cierto control. Y el control se va perdiendo conforme más gente participa involuntariamente del juego (de cualquier juego).
—Elijamos un pueblo de cien personas —propuse—. Si son cien, calculá que cincuenta serán hombres…
—Cincuenta son pocos, Cuerni. ¡Yo puedo con más! ¿No me tenés fe?
Le tenía fe de sobra, pero ese no era el punto.
—Escuchame, amor… probemos con un pueblo chiquito, haceme caso… Y si nos divertimos nos pasamos a uno más grande.
—Está bien, pero uno que tenga una fábrica o algo… ¡con una proporción más alta de machos!
Descartamos uno con una curtiembre y otro con una papelera, por los olores. Nos quedamos con tres opciones: con astillero, con aserradero y con una destilería.
—¡El del astillero, sin dudas! —decidió Natalia, y cuando vio mi cara de incomprensión, aclaró—: Es donde te van a fabricar las astas.
Nos reímos. Siempre nos reíamos cuando se trataba de cuernos.
No se rio tanto cuando le dije que iba a tener que hacer comida para llevar.
—Estás en pedo, Marce, no me voy a poner a cocinarle a todo el pueblo para ponerte los cuernos.
—No, boba, es solo una pantalla.
—Cuerni, yo te amo pero inventá otra cosa. No me voy a ir a coger con olor a comida. Si querés, cociná vos y yo la llevo.
—Amor, es solo una pantalla. Compramos empanadas, las frisamos y las calentamos cinco minutos antes de que vayas a coger. Vos confiá en mí.



4.

Al día siguiente, ya en el pueblo, comenzó el juego. Yo me puse con mi trabajo real pero no podía concentrarme mirando cómo la muy puta de Nati se arreglaba.
—¿Te gusta cómo me queda, cuernito? —y se me aparecía con una tanguita negra súper sexy enterradísima en el culazo. El solo hecho de imaginarme que algún suertudo del pueblo se la podía disfrutar ese mismo día me hizo parar la pija.
Se puso una calza que le marcaba todo, se maquilló apenas, se perfumó, y agarró una canastita de mimbre con flores que había traído anoche doña María, y me dio dos besitos en la frente, uno en cada cuerno.
—Me voy a agradecerle la bienvenida a don Rogelio, amor. Si escuchás gritos o te arde la frente, ya sabés…
—Nati, no exageres, no queremos que sepan que yo sé.
—Calmate, cornudón, ¿cuándo te fallé?
Caminó hacia la puerta meneando su cola hermosa, perfecta y mía, y salió.
Don Rogelio es el vecino de al lado. “De al lado” en este pueblo es un eufemismo, pues hay entre tres y cinco casas por manzana. De todos modos estaba cerca. Díganme cómo carajos puede trabajar uno sabiendo que a cuarenta metros pueden estar garchándose a su mujer.
Salí al patio de atrás a ver si veía la casa o una ventana, o si oía algo. Imposible. Como a los treinta minutos escuché las llaves, y entró mi Nati. Feliz. Radiante. Con una luz distinta sobre ella.
—¡Cornudo, besame! —jadeó, y se me vino encima con desesperación.
Nos besamos en la boca y el olor a sexo y gusto a semen fue evidente. Me quise separar para que me contara, pero me retuvo.
—¡Besame, papu, besame que me tragué toda la leche!
Nos besamos un rato más, yo tenía una erección que me dolía.
—¿Te cogió?
—Se la chupé. ¡Fue muy excitante!
—¿Qué pasó, amor? ¡Contame!
—Fui como nena buena para agradecerle, y cuando me vio sola me hizo pasar. Me comía con la mirada, no sabés. Empezamos a hablar del pueblo, y del trabajo, y de los hombres, y de la soledad…
—¿Se te tiró encima?
—No, lo tuve que avanzar un poco. Pero se notaba que estaba recaliente. ¡Había fuego, ¿entendés?! Me di vuelta con excusas para que me mire el orto, me dijo como veinte veces lo hermosa que era y la suerte que tenías vos, así que en una me le pegué y le dije que ninguna suerte, que con vos no cogíamos hace años porque no se te para —en ese momento me empezó a latir la pija, mientras me contaba—. Lo fui a besar, un solo beso, y enseguida le manoteé el bulto… El pobre viejo estaba medio desconcertado, pero iba a ir al frente. Me empezó a manosear, no sabés cómo metió mano en “tu” culito, cuerni. Me pajeó, lo pajeé. Pero le dije que tenía que volver, que cuándo iba a ser mejor hacerlo, porque si me había visto alguien entrar a su casa y no salía en un tiempo decente iba a quedar como una puta. Me preguntó si vos dormías siesta, le dije que sí, y me dijo que acá en el pueblo la siesta es sagrada, que si entro a su casa a esa hora nadie se va a enterar. Y como un regalito le hice una mamada, para que sepa lo que le espera.
Yo tenía la verga que me estallaba en el pantalón. Me bajé el cierre y saqué mi pija.
—¿Cómo se la chupaste, amor? Mostrame.
Nati se me rio en la cara con una carcajada.
—Ay, cornudo, a veces sos tan gracioso…
Me contó más detalles y estuve al palo hasta la hora de la siesta.
A las dos de la tarde Nati estaba lista para ir al matadero. Se cambió la remera por una de modal, súper ajustada, y se enterró la calza de una manera que se le metió toda adentro del orto y le marcó la concha de forma guaranga.
—Cuerni, me voy a estrenar tu cornamenta. Es las próximas dos horas me van a estar garchando y acabándome adentro como vos no vas a poder mientras estemos en este pueblo —Tomó las llaves, giró y sacó cola para que se la admire: tenía un culazo de secretaria de televisión, pintado con la calza que se hundía entre las nalgas. Aproveché para manosearla, patético. A ella le gustaba convertirme en su pajerito particular—. No quiero que acabes solo, ¿eh, cornudo? Quiero que te pajees mientras el viejo me coge, pero nada de acabar.
Y se fue. Y desde el patio de atrás la espié cuando llegó a la casa de don Rogelio, y cómo enseguida se abrió la puerta y ella miró a un lado y a otro comprobando que no la viera nadie, y entró.
Una hora y media a pura paja. Una hora y media del viejo dándole verga a mi novia, como si la conociera de siempre, como si nos hubiésemos mudado hacía años y yo ya fuese el cornudo del pueblo.
Nati regresó más exultante que al mediodía.
—¡Mi amor! –me dijo cariñosa y llenándome la cara de besitos—. ¡Ya sos oficialmente cornudo, amor! ¡Ya se cogieron tu mujercita!
Me arrastró a la habitación y se tiró en la cama, con la calcita por los tobillos.
—¡Limpiame, cuerno! —me ordenó con sus piernas abiertas—. Empezá a hacer lo único que sabés…
Me zambullí entre sus piernas, y aunque el olor era fuerte y espantoso, le corrí la tanguita y comencé a devorarla, mientras me contó cómo el viejo inauguró mi cornamenta en el pueblo.
“Don Rogelio seguía medio temeroso, incluso pensó que yo no regresaría a la hora de la siesta. Pero volví con la excusa de los dos años sin coger, y el viejo me terminó llevando a la piecita. Me fui desnudando despacio, haciéndole el showcito, dándole la espalda para que me vea bien la cola. La verdad es que el viejo no me gusta mucho, pero saber que estabas acá pensando en cómo me cogían, y a pura paja, me tenía recaliente.”
“Me cogió una hora y cuarto, se ve que le vino bien la acabada del mediodía. No la tiene muy grande, más bien normal, pero aguanta y sabe cómo moverse. Se me ponía atrás y me amasaba las nalgas mientras me cogía por la concha, y murmuraba todo el tiempo.”
“—No puede ser lo que me estoy cogiendo… No puede ser lo que me estoy cogiendo…”
“En el medio de la cogida le puse morbo, ya me conocés. Me tenía arrodillada en la cama y con el torso contra el colchón, clavándome hasta los huevos con pijazos desde atrás.
“—Ay, don Rogelio, cuánto hacía que no sentía esto…”
“Y el viejo me bombeaba más fuerte.”
“—Es una pena… Una chinita hermosa como vos tendría que sentirse mujer todos los días…”
“El viejo ya me quiere dar de lunes a viernes. Yo no sé si le va a dar el cuero pero la idea es que todos sean machos regulares, aunque sea una vez por semana.”
“En esa hora y media acabé dos veces y él una, cuerni, no sé si lo contás como un cuerno o dos. Cuando me terminó de coger y me estaba cambiando, me hice la decente. Le pedí que por favor no le cuente a nadie, que yo no era de hacer esas cosas pero que era una mujer joven y tenía necesidades. Me lo creyó, y le dije que una siesta de éstas lo teníamos que repetir. Y le pedí que me ayude con lo de las empanadas, que me presente con otros vecinos y amigos para poder ofrecerles empanadas a domicilio. Me dijo que no creía que eso fuera a funcionar acá pero que igual nos iba a dar una mano.”



5.

A las cuatro de la tarde se termina la siesta en el pueblo, a las cinco o un poco más es la merienda. A las seis se termina la jornada laboral en el astillero, y los peones vuelven a las cuadras y los administrativos a sus casas. El problema es que entre esa hora y la cena no hay nada que hacer en Ensanche. No hay bares ni paseos. En verano sí, todo el mundo va al río, pero todavía era primavera. Lo más parecido a un lugar de reunión era el almacén del Tune, pues la gente iba a comprar algo (un vino, una leche) y se quedaba charlando. Con la carnicería-verdulería sucedía lo mismo.
—¡Vecinos! —gritó en la puerta de casa don Rogelio.
Salimos con Nati como dos recién casados, de la mano y muy acaramelados. Nati se había cambiado calza y remera, tan ajustadas como las que llevara a la hora de la siesta. Claro que no tan enterrada la calza. Fue divertido ver la zozobra en la cara de don Rogelio, cuando le di la mano. Yo me divertía representando el papel de perfecto cornudo, sé que mi novia se moja cada vez que un macho suyo me habla de igual a igual en la cara luego de habérsela cogido. Don Rogelio me rehuía los ojos, y esta vez no miraba tanto a Nati.
—Don Rogelio me va a dar una mano con lo de las empanadas. Me va a presentar con los vecinos y así les comento lo que hago. Y les va a decir que me probó.
—¡Las empanadas! —aclaró alarmado el viejo, de una manera tan sospechosa que si no fuera yo el cornudo cómplice que soy, mi novia habría estado en serios problemas.
Era la hora de mayor movimiento en el caserío —entre las 6 y las 7:30—, y ya antes de llegar al almacén nos cruzamos con algunos vecinos, a quien don Rogelio nos presentó muy cordialmente. Uno fue “el doctor”, un cuarentón muy bien puesto que se cogió con la mirada a mi novia. Fue tan agresivo y notorio su deseo sobre Nati que se me empezó a parar la pija ahí nomás, especialmente cuando vi en mi novia gestos inequívocos de que también a ella le gustaba. Comentamos de nosotros, de mi supuesta novela y del emprendimiento de Nati de cocinar empanadas para llevar. El doctor se mostró interesado, dijo innecesariamente que vivía solo y odiaba cocinar, y como no teníamos un teléfono de línea, Nati le dio su wasap porque iba a manejar todos los pedidos por ahí. Era un eufemismo hacia mí. Me estaba diciendo que iba a manejar todas sus corneadas por wasap.
Los otros vecinos que nos presentaron fueron dos tipos grandes, una mujer de unos treinta y pico con un crío en brazos —llamada Elizabeth— y un marido en la otra mano, y un viejo de la misma edad que don Rogelio, evidentemente muy amigo suyo y compañero de andanzas. Fue verlo hablar y darme cuenta que en lo que restaba del día, don Rogelio le iba a contar con lujo de detalles la encamada con mi novia. Me pregunté entonces quién se la cogería antes, si el doctor o el amigo de don Rogelio.
Hasta que llegamos al almacén.
El almacén del Tune era como un galponcito grande y alto, bien iluminado, lleno de estantes con mercadería de todo tipo. Tenía cierta semejanza con los súper chinos, pero no llegaba a mini mercado. La primera sorpresa fue que el Tune no era un lugareño. Le decían el Tune como apócope de El Tunecino, pues había venido de Túnez en los 90s. Era negro, de unos 45 años, de cuerpo promedio y cara de rápido, de tipo de calle a quien nunca vas a pasar, lo que se evidenciaba en los ojos y en cómo se movía entre los demás. Hablaba poco.
En el almacén había una vieja y una pareja comprando, pero en la caja junto al Tune había tres o cuatro paisanos más, vagos como el negro, seguramente compañeros de póker, timba o putas.
Eran de temer, no en el sentido de violencia, sino sexual. Lo digo así: un hombre regular (no un cornudo como yo) que viviese en este caserío con una mujer mínimamente atractiva corría serios riesgos con estos tipos cerca. Pensé de inmediato en la parejita con el chiquillo que nos habíamos cruzado antes. La mujer no era fea, más bien del montón. El embarazo le habría dejado buenas tetas y bajo los rollitos tenía un culo bastante cogible, inflado, redondo. Me pregunté cuántos y cuáles de estos hijos de puta se la habrían cogido mientras el cornudo estaría en el astillero. O si se la seguirían cogiendo.
Don Rogelio nos presentó a la pequeña cofradía y fue gracioso ver el esfuerzo en disimular el interés sexual que les despertó mi novia. También el esfuerzo por mostrarse menos vagos de lo que eran. No entendieron el emprendimiento de Nati. ¿Empanadas para llevar? Uno de ellos vivía con la madre y despreció con un chiste la idea. No me preocupé, ya entenderían, o le vendrían con el chisme: la putita de las empanadas te lleva el pedido a tu casa y se deja coger. El que sí vio las oportunidades fue el negro, quizá más acostumbrado a los trueques sexuales, por su negocio.
Mi amorcito en un momento hizo una de las cosas que más le gusta hacer delante mío: mostrarse como objeto cogible para un buen macho. Se alejó dos pasos a ver unos artículos de limpieza, para que la vieran completa, con esas calzas que le desnudaban su perfección. Se agachó un poco y los cuatro vagos le miraron el culo. Fue gracioso porque en ese momento yo les comentaba algo de mi novela y ninguno me miraba a la cara. A tal punto fue grosero que el Tune, más astuto, señaló lo que supuestamente revisaba Nati y le dijo: “son tres por el precio de dos”, con lo que legalizó mirarla un buen instante sin ningún disimulo.
—Acá tienen todo para las empanadas —me dijo Nati—. Voy a tener que venir seguido —Siempre me tiraba esos comentarios en clave.
En medio de la charla y de unos vecinos pagando y otros que entraban, en un momento mi novia se puso entre los vagos y yo, mirando en su dirección, de espaldas a mí. Sé cuánto le gustan los negros, sé de su debilidad por esas pijas y el poder que detentan sobre ella. Y estoy seguro que lo miró al Tune a los ojos y se lo comió con la mirada. Siempre lo hace cuando quiere garcharse a un macho.
Nos quedamos charlando un buen rato más, no solo con los vagos, sino también con los vecinos que venían a comprar. Éramos la novedad en un lugar sin novedades, así que todos nos daban la bienvenida, nos preguntaban sobre nosotros, y sobre Buenos Aires, y nos invitaban a sus hogares. Para las 19:30 me sentí integrado a la pequeña comunidad, no digo como si hubiera nacido allí pero sí muy a gusto y entre buena gente. Claro que una gran parte de tanta calidez era responsabilidad de Nati. Su culo perfecto y sus calzas de putita le caían bien a los hombres, y su carita angelical y sus modos dulces, a las viejas.
A la noche comenzaron a sonar los primeros wasaps. Nati se lo había dado a todo el mundo, pero por supuesto las respuestas tempranas eran de los hombres solos: el doctor, el Tune y los otros cuatro vagos, y algún otro vecino que nos había presentado don Rogelio. Ninguno se propasó ni fue desubicado. Todos preguntaron detalles sobre el sistema. Si ellos debían pasar a buscar las empanadas o ella iba a domicilio.
Nati escribía con calidez y una cierta picardía, y les respondía a todos “Eso como vos desees”, y firmaba “Nati” y un corazoncito.
Y mientras yo me pajeaba sobre la cola de mi novia, ella sin dejar de wasapear, me dijo:
—Cuerni, estoy segura que mañana empiezan a pedirme. Despejá la frente porque te la voy a llenar enseguida.



6.

No hubo que esperar tanto. Al mediodía Nati fue al almacén del Tune, con la excusa de comprar cosas para las empanadas. Era mentira, pues nos habíamos traído varias docenas frisadas desde Buenos Aires, no era cuestión de que ella cocinara tanto. La miré con cara de “¿en qué andás?”, y me devolvió una sonrisa pícara.
Esta vez fue directamente a provocar. Salió de casa a las 12, que era la hora que el almacén cerraba, y fue con un short breve (no de puta, pero cortito), que le marcaba bien apretado el culo y le lucía las piernas. No había nadie en el negocio, me dijo ella, y apenas la vio el Tune, sexy y sola, se le hizo baba la boca y comenzó a salamearla con lo hermosa señora que era, y lo fina que era, y que qué suerte tiene su marido y todas esas cosas de manual. Nati es una mujer que te hace notar claramente si te tiene ganas, y al negro le tenía ganas.
Le dieron llave a la puerta de vidrio, y pusieron el cartel de cerrado.
—¿Qué hacés, Tune? No vas a pretender que lo hagamos acá. Desde afuera se ve todo.
—No, preciosa, vamos para atrás que tengo un lugar. Igual no te preocupes que hasta las cuatro no hay un alma en el pueblo.
Nati me dijo que fue así de fácil. Fue tan fácil que le pareció que tenía que hacerse la difícil, un poco para sostener la farsa, y otro poco por puro morbo. Con el shortcito por los tobillos y el Tune magreándole las nalgas y estirándole la bombachita para quitarla, mi novia —culito en punta— dijo:
—Ay, no sé, Tune. Yo no soy de hacer estas cosas. Mi marido no se lo merece…
—Dale, hermosa, que se te nota que tenés ganas… Además, con la cara que tiene tu marido debe hacer un año que no lo hacen…
—Dos años… —Nati le tomó la verga por sobre el calzoncillo y suspiró. Una verga gruesa y grande, como corresponde a un buen negro—. ¿Tanto se le nota la cara?
El comentario era ambiguo y el tunecino no picó. Estaban en un cuartito minúsculo improvisado en el fondo del almacén. Había un colchoncito viejo de una plaza, tirado en el suelo, y un bañito mínimo. Nati se preguntó a cuántas vecinas del pueblo se cogería allí mismo el negro.
—Se le nota… Se le nota en la cara —Dijo sin mayores precisiones el Tune, y le hundió un dedazo en la conchita, le besó el cuello y le manoseó una de las tetas.
Como estaban arrodillados uno frente al otro sobre el colchoncito, mi novia metió una de sus manos en el calzoncillo y tomó el vergón que ya comenzaba a endurecerse y engordar.
—Debería irme a casa… —insistió ella, y comenzó a pajear suavemente la verga del negro— No quiero llegar tarde y que Marce sospeche….
—No te preocupes, hermosa… con esa cara no va a sospechar nada…
Eso encendió Nati, porque fue casi como decir “con esa cara de cornudo”. Besó al negro, tomó la pija con las dos manos y se agachó a mamársela como la hembra emputecida que es.
Y un rato después, mientras el negro le llenaba la concha de verga y la bombeaba hasta matarla contra el colchón, mi novia, jadeante, a punto, emputecida, lo instigaba:
—¿Qué cara…? ¿Qué cara tendrá mi Marce ahora, Tune…?
Y el negro hijo de puta, que estaría viendo cómo su propio cuarto de metro de verga se le enterraba y salía brilloso de dentro de esa puta, contestó:
—¡Cara de cornudo, tiene!
—No sabe… No sabe que le están cogiendo a la mujer…
—¡No sabe que se la estoy llenando de pija y que se la voy a llenar todos los días!
Y la muy puta de mi novia comenzó a acabar con esas palabras y con esa verga adentro.
—Sí, sí, negro, llename todos los días… Así aprende el cara de cornudo…
Y el negro, que poseía a mi novia desde atrás, que tenía tomada una nalga con cada manaza y empujaba verga por el medio, viendo cómo esa conchita apretada tragaba pija hasta los huevos, se soltó.
—¡Me viene la leche, mi amor! ¿Te la dejo adentro…? —rogó.
—¿Estás sanito? —tuvo la lucidez de preguntar Nati.
—Sí, mi amor, sí… Sino no te pregunto…
—¡Entonces llename, Tune! ¡Llename de leche que se la llevo al cuerno!
El negro se relajó y el bombeo se hizo más violento, más salvaje. Nati sintió el endurecimiento y enseguida el latigazo, y la conchita estrecha inundársele de leche.
—¡¡¡AHHHHHHHHHH…!!!
Por más que Nati pedía “para el cornudo”, el negro no se enganchó más sobre ese morbo, solo vivía para su orgasmo. Ya se engancharía más adelante.
Como a la una de la tarde regresó mi novia a casa. Como a la una de la tarde salió del almacén, con la promesa de repetir la cogida al día siguiente, “a la hora de la siesta, que es cuando el cornudo está durmiendo”.
Y fue a esa hora que Nati, viniendo para casa, se cruzó en una esquina en medio del pueblo desierto, con Elisabeth, la mujer de treinta y pico que habíamos conocido la tardecita anterior, con su marido y su chiquillo. Venía desde como quien viene de la carnicería, con una bolsa de carne, pero una hora después de que habían cerrado. Las dos mujeres se miraron. En una esquina y un horario en el que no debían estar, con sorpresa en el gesto, con algo de susto. Nati con un shortcitos, la otra con falda por sobre las rodillas. Ambas con el rostro y cabellos de recién cogidas. Se cruzaron en silencio sabiendo en qué estaba la otra.
Solo que Nati se reía cuando me lo contó. 

— FIN —
PARTE 1 (DE 4)


Los Embaucadores I, Cap.2

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LOS EMBAUCADORES I
El Pueblo Mínimo, Parte II
(VERSIÓN 1.0.1) -burlonamente

Por Rebelde Buey



6.

Al cabo de la primera semana completa, Nati y yo hicimos un balance. Teníamos un cuaderno para eso, de los grandes de tapa dura tipo universitarios, y yo debía llenarlo y actualizarlo como un leal contador de la mafia.
—Ocho machos en total —me anunció Nati, y me dio un gracioso besito en la nariz. Estábamos acostados en la cama, boca abajo, uno junto al otro, compartiendo el cuaderno—: Don Rogelio, el Tune, Gardelito, Cicuta, el Pampeano, Pepe Grillo, el señor Benassi… ¿quién lo diría, no? …y el doctor.
Una semana y ocho machos. Más de una verga nueva por día de promedio. ¡Esa era mi novia! Con la frente llena de cuernos y mi amorcito llena de pija a mi lado, me sentí orgulloso de ella. Igual, la provoqué.
—Son ocho polvos, no ocho machos. Acordate que la idea es que todos los hombres del pueblo te cojan con regularidad.
—El Tune me está cogiendo todos los días. Y los otros vagos del almacén —se refería a los nombrados Gardelito, Cicuta, el Pampeano y Pepe Grillo—, día por medio… Y el doctor y don Rogelio van para un polvo por semana…
Eran casi las dos de la tarde. Nati estaba recién cogida por el Tune, que le había estado dando verga desde las doce hasta la una en el almacén. Yo ya la había limpiado, como a ella le gusta, y se había bañado y cambiado con ropita de puta para ir a un nuevo encuentro con don Rogelio, a la hora de la siesta.
En la medida que se corriera la voz y se fueran sumando machos, el cronograma de cogidas se iba a congestionar y deberíamos corregir todo. Por ejemplo, el Tune me la garchaba todos los días a la hora de la siesta. Y si la idea era mantener la farsa de que yo era un verdadero cornudo ignorante y ella una mujer decente que sucumbía por necesidad sólo con el amante de turno (a nadie le decía que cogía con otros), no iba a haber tiempo para que se la cogiera tanto.
Era obvio que en cuanto los machos comenzaran a hablar de ella entre sí, la farsa de la Nati decente se derrumbaría. Esperábamos con mucha ansiedad ese momento, tratando de adivinar cómo se darían los acontecimientos, y pendientes de cómo iban a mutar los rumores sobre ella y cómo iba a crecer su fama de puta.
La farsa de mi ignorancia ante su infidelidad queríamos mantenerla, por eso de todos modos ella actuaba como si se cuidara de mí.
A esta altura los vagos del almacén ya habrían hablado entre ellos. A esa altura de seguro cinco machos ya se estaban enterando que a la mujer del escritor —así me decían— le gustaba la verga más que el dulce de leche, que en una semana ya se había bajado a cinco tipos. Tenía una apuesta conmigo mismo sobre cuándo esos hijos de puta le propondrían a mi novia una gangbang.
—Cuerni, me voy a que me coja don Rogelio… —Le manoseé una última vez, desesperado, el culazo entangado hasta la médula. Se levantó sin importarle mi mendicidad pajera—. ¿Cómo encaro lo del amigo?
Don Rogelio, que había prometido con cara de serio no decir ni una palabra a nadie de que se cogía a la mujer del vecino, le vino el día anterior a Nati con que tenía un amigo, solo como él, discreto como él, con experiencia como él, y que, sin ofender, sólo es una sugerencia, que si ella algún día tenía la necesidad, o las ganas, que bueno, sin compromiso, que era muy bueno en la cama el amigo, que tenía buena fama, que con probar no se perdía nada, que total un cuerno a su marido ya le puso, que dos era lo mismo. Nati, en su papel, le dijo que no sabía. Que con él —con don Rogelio— descargaba una necesidad, pero que no quería que don Rogelio pensara que yo era un flor de cornudo (así le dijo Nati, con esas mismas palabras).
Un rato después, mientras se clavaba desde atrás a mi amorcito y me la bombeaba hasta los huevos, el viejo: Que no, que no pensaba que yo era un cornudo —y le amasaba las nalguitas y le mandaba verga a tope—, que se notaba que ella era una mujer decente —y otra vez la pija afuera y a empujar con más violencia— que haga de cuenta que no le había dicho nada, que solo lo había mencionado porque su compa era tan discreto como él. Y luego, mientras mi novia se lo cabalgaba, ella arrodillada sobre el viejo, que aprovechaba para masajearle los pechos y juguetear con los pezones, la muy turra de Nati puso carita de inocente y volvió sobre el tema, y muy morbosa.
—Pero si yo le autorizo a que su amigo me llame… ¡Ahhh…! y me llene de verga como usted… ¡Ahhhhh…! No quiero que se rían de mi novio como si fuera un cornudo…
—No, señorita, no se preocupe que nadie va a faltarle el respeto a don Marcelo —la tranquilizaba mientras la tomaba de la cintura y la bajaba con fuerza para hundirla más en su pija.
—No quiero que cuando ustedes dos se junten le anden diciendo cornudo…
—No, señorita, no…
—Cornudo… Cornudo, le van a decir… porque me cogen…
—No, señorita, mi amigo y yo somos muy respetuosos del cornudo… ¡digo, de su novio!
—Está bien, está bien, usted puede decirle cornudo, pero su amigo no… No quiero que se piensen que soy una puta…
—¡No, señorita! ¡Usted no es una puta! Usted tiene necesidades.
Fue una siesta donde mi Nati se trajo tres polvos: uno del viejo y dos de ella, que me hizo limpiar apenas cruzó la puerta. Le dijo a don Rogelio que su amigo podía llamarla, pero que para que yo no sospechara, se conectara por wasap y simulara un pedido de empanadas. Pero los viejos ni sabían lo que era el wasap, así que arreglaron un encuentro en la casa de don Rogelio, durante una siesta. “¡Pero nada de hacerlo con los dos a la vez —se hizo la decente Nati— que no soy ninguna puta!”, dijo, y se limpió un poco de leche de don Rogelio, que todavía le quedaba en los labios.
El otro viejo se llamaba don Ignacio. Y aunque el encuentro con Nati se dio en la segunda semana, voy a contarlo ahora.
Al día siguiente don Rogelio vino al mediodía y nos golpeó la puerta con la excusa tonta de pedir azúcar. El viejo comprobó que yo no andaba cerca y le dijo como si chismeara entre matronas.
—Señorita Nati, ya hablé con mi compa. Está muy ansioso y quiere verla cuanto antes —Hablaba bajito y echaba continuas miradas furtivas hacia dentro de casa, para asegurarse que yo no anduviera por ahí.
—Ay, don Rogelio, lo que debe estar pensando de mí…
—No pienso nada, señorita. Solo que usted es una mujer muy joven y muy bonita y no puede andar por la vida sin alegría por culpa de su novio…
—Está bien. Arregle para mañana a la hora de la siesta, que mi novio duerme.
—Listo, señorita Natalia. No se va a arrepentir. Don Ignacio tiene muy buena fama.
Lo de la fama era cierto. Al otro día Nati pudo comprobar que don Ignacio tenía una buena verga —más que nada gruesa— y la usaba bien (tampoco para hacerle un monumento, pero bien). Nati salió de casa a las 14 con un tapado que le cubría todo: una calza emputecida y una remera corta y holgada, esas descotadas de hombro a hombro. Como las otras veces, don Rogelio la hizo entrar de inmediato. Pero para sorpresa de Nati adentro no solo estaba don Ignacio sino otro tipo más, un cuarentón que no conocíamos. Nati se quedó rígida porque no lo esperaba. Los viejos lo interpretaron como rechazo y se apresuraron a aclarar.
—Señorita Natalia, no se asuste. Es el Chicho, capataz en el astillero y amigo de don Ignacio.
Y antes de que mi novia abriera la boca para decir algo, don Ignacio agregó:
—No lo traje para sumarlo, señorita. No es que nos estemos abusando de su don de gente, él solo vino a acompañarme.
Nati otra vez tomó aire para hablar pero observó bien al Chicho, un tipo mucho más joven que los otros dos, con un cuerpo alguna vez trabajado al que sin embargo se lo seguía viendo fibroso, unos bigotitos a lo 1930 y una cara de hijo de mil putas que, cuando la miró a los ojos, impasible, hizo mojar en el acto a mi novia.
—No es culpa de ellos, Nati —dijo el Chicho, tranquilo, y le sonrió. Mi novia supo en ese instante que ese tipo sabía qué clase de putita era ella—. Me dijeron que te llamabas Natalia, puedo decirte Nati, ¿no? —Nati se le acercó dos pasos y quedó rodeada por los tres hombres—. Yo estaba en lo de don Ignacio y cuando me dijo que salía, me intuí algo, y le insistí para venir.
—¡No le dije que venía a verla a usted, señorita Natalia!
—Le dije que si no me traía, lo iba a seguir. Él me conoce.
El pobre don Ignacio se desesperaba por explicar.
—Hubiese preferido no venir, pero si no venía, usted iba a pensar que la estaba despreciando…
Nati apenas estiró una comisura de sus labios. El Chicho, aun sentado, giró más hacia ella sin moverse de la silla y sonrió con suficiencia.
—Ella sabe perfectamente que ningún hombre la desprecia.
Nati se quitó el tapado y los tres hombres abrieron sus bocas, como idiotas. No es que debajo estuviera vestida de puta, pero en ese caserío lleno de hombres, una belleza como mi novia en calzas tan metidas y remerita sexy era un espectáculo impactante.
—Ustedes son tres desubicados. Yo no soy una puta, ¿qué se creen? —Giró para doblar el tapado sobre un respaldo, al solo efecto de darles la espalda y mostrarles el culo tragando calza hasta lo imposible—. Ay, no sé qué van a pensar de mi novio…
Avanzó otro paso, tomó a don Ignacio de la mano y se encaminó para la habitación. Nótese que nadie le había reclamado sumar al Chicho, sin embargo antes de meterse en la pieza y cerrar la puerta, mi novia dijo:
—Tengo dos horas hasta que se despierte mi novio, así que será una hora con él y una hora con vos —Y señaló al Chicho—. Y usted, don Rogelio, debería darle vergüenza, esto era sólo entre usted y yo.
Don Ignacio me la cogió desde las 14 hasta más o menos las 14:30. Me enteré en el momento, por wasap: “Cuerni, me trajeron un macho extra. Me van a coger el doble de lo que pensamos”.
Yo estaba en casa matándome a pajas. No contaría con los detalles hasta que Nati volviera a las 16, pero podía imaginármelos, y el dato de que le habían llevado a alguien más, solo me potenció el morbo.
Resulta que don Ignacio tenía una buena tranca y me la cogió a Nati muy bien para ser un primer encuentro. Le daba bomba con ganas y le gustaba agarrarla tomarla de la cintura y regodearse con eso. Don Ignacio cogía mejor que su amigo, y le hablaba más, cuando Nati le decía algo.
—¡Qué buena pija que tiene, don Ignacio! Qué suerte que don Rogelio le contó que el cornudo de mi novio no me coge…
—¡Y yo qué estrechita la siento… ¡Se nota que su novio no la usa nunca!
—¿Quién…?
—Su novio, señorita Natalia…
—Ah, me confundí… Como don Rogelio siempre le dice cornudo…
—¿Cor-cornudo…?
—Sí, es más fácil, creo… No sé, a mí me sale más fácil…
No sé si habrá sido por el morbo, o porque Nati en verdad es estrechita, y con seguridad porque un viejo de esa edad, por más verga rechoncha que tenga, en su puta vida se podía coger una mujer tan hermosa como mi novia, don Ignacio se deslechó a la media hora de estar dándole a la matraca. Antes de que el viejo siquiera llegara insinuar un segundo polvo, Nati lo sacó de la habitación y le dijo que hiciera entrar al Chicho. La verdad es que mi novia lo veía portador de una esencia morbosa y turra, y quería que se la coja cuanto antes.
Y sí que era morboso. Muy morboso. Y turro. Muy turro.
Lo primero que el Chicho hizo al cruzar la puerta fue darle una nalgada suave pero sonora a mi novia y decir:
—Otro cuerno para la colección de tu marido… —y le sobó la cola, llenándose una de las manos, y con la otra fue a los pechos, y luego a su rostro, a los labios. Y le sonrió—. El cornudo no debe pasar por la puerta con una hermosura como vos.
Y como vio que mi Nati se iba a hacer la decente, le tapó la boca con un beso.
Me la cogió como un animal hasta las 16: la hora de él y la media hora que le sobró al otro. Me la cogió en perrito, y luego ella patitas arriba, y más luego de costado. Me la hizo acabar un montón de veces, mientras le gritaba puta y le entraba verga hasta los huevos. El hijo de puta se deslechó dos veces, siempre adentro. Una por la conchita apretada, el primero. Y el segundo lechazo por el culo en medio de nalgadas, de “puta, puta, puta” y de “¡ahí te va para el cuerno!”.
Mientras le llenaban el culo de verga, antes del desleche, la turrita morbosa de Nati le hablaba de mí.
—¡Nunca me hizo la cola! ¡Mi novio nunca me hizo la cola!
Y eso enardecía al Chicho, que le mandaba verga con mayor violencia.
—Me jodés… —jadeaba— ¡No puede ser tan cornudo! —y le daba más bomba, mirando su pija enterrase en el culito de ella, ensanchándolo con cada clavada a fondo. Se la veía entrar, hundirse y perderse en ese cuito que no le pertenecía—. ¡Se lo merece! ¡Se merece todo lo pedazo de puta que sos, bebé! ¡Se merece que te esté rompiendo el culo mientras él se queda durmiendo la siesta como un pelotudo!
Y Nati, volviendo a acabar:
—¡Sí, sí, lo vamos a hacer el rey de los cornudos!
Y el propio Chicho, sin que Nati le dijera nada:
—¡Lo vamos a convertir en el cornudo del pueblo, putita!
Y con Nati en un grito, acabando, el hijo de puta del capataz del astillero comenzó a soltarle la leche adentro del culo.
—¡Ahhhhhhhhhhhhhhhhhh…!!!
Esa doble ración de cuernos se repitió, desde ese día, todos los miércoles. Pero como el Chicho era de los más morbosos, pronto Nati lo pasó a diario y los miércoles a la siesta juntó a los dos viejos: don Rogelio y don Ignacio. A los que luego se le sumarían otros, forjando un sistema que comentaré en otra ocasión.



7.

Lo del almacén fue lo más simple y lineal del mundo. Fue, con seguridad, el racimo de cuernos más previsible e todos.
Como conté, el Tune ya me la había garchado. Y tan bien que en ese mismo primer encuentro acordaron repetirlo siempre que pudieran. Como se suponía que yo no sabía nada, arreglaron hacerlo en las siestas, que era cuando el almacén cerraba y cuando el cornudo se suponía se echaba una siesta (cuando en realidad se echaba una flor de paja). Ese mismo día que me la garchó —pero a la tarde—, el Tune, en esa reunión de amigos que se daba a diario hacia las 6-7, les contó a los otros que se había cogido a la nueva, y que era una putita tremenda y bien estrechita.
Los vagos se mostraron entusiasmados, festivos. El negro era el más zángano de todos —aunque todos eran zánganos— y en definitiva, un poco el líder del grupete. Disfrutaron de la anécdota, felicitaron al Tune pero, estoy seguro como que soy el más grande cornudo de Latinoamérica, en el fondo guardaron la expectativa de buenas chances de cogerse ellos también a “la nueva”. Supongo en ese momento por fin vieron la ventaja de comprar esas empanadas y que Nati se las lleve a su casa.
Esa misma noche Nati recibió el pedido de Pepe Grillo, uno de los vagos del almacén.
—Cuerni, me están buscando para coger —me anuncio Nati, puro entusiasmo.
—¿Qué sabés? —la provoqué— En una de esas tienen hambre y quieren empanadas de verdad.
—Seguro que tiene hambre. Y yo me voy a encargar de darle de comer. Es mi trabajo, ¿no?
Le respondió por mensaje que las preparaba y se las llevaba, y se fue a duchar. La acompañé sentado en el inodoro.
—Seguro que te quiere coger. Pero hay que ver si se anima a encararte.
Nati largó una risita corta.
—Ay, cuerni, cuerni… —dijo maternalmente.
—No, en serio. Esto es un pueblo, no un boliche de Buenos Aires.
—Cuerni, no seas bobo. A esta altura Pepe Grillo y los demás ya deben saber que sos cornudo y que con el Tune vamos a garchar todos los días. Pepe Grillo querrá tantear el terreno, ver si soy una minita más o menos decente que le pintó con un tipo, o una puta remachada que se garcha todo lo que le ponen adelante.
—Sí, amor, ya sé —Ahora estábamos en la habitación, ella en una tanguita casi invisible de tan metida en el orto que la tenía, eligiendo qué ponerse— Pero hay que ver si él se anima hoy. Lo más probable que te insinúe algo y te encare cuando esté más seguro.
Terminé de decir eso justo cuando Nati terminó de vestirse, y me di cuenta que lo que yo pensaba eran puras estupideces. Mi novia estaba vestida bien bien puta, botas altas de puta, mini negra bastante corta y un top que daban ganas de arrancárselo.
—Vos no te preocupes que en un rato me van a tener clavada hasta los huevos.
Se puso un tapado y agarró las llaves de la camioneta. Le di el paquetito con cuatro empanadas calientes y quise que razonara:
—Amor, me recalienta cómo estás vestida pero no tiene nada que ver que vayas así. Se supone que yo no te dejaría ir vestida así de esa manera.
—Cuerni, dejala a mami que sabe qué decirle a un tipo caliente.
Y habrá sabido porque volvió una hora y cuarto después, toda cogida. Sabiendo lo que había sucedido me abalancé a su conchita buscando mi participación. Ella se abrió de piernas, me acarició la cabeza y se puso a jadear y contarme lo sucedido.
Efectivamente Pepe Grillo tenía la intención de semblantearla. Pero la ropa de puta y la mirada y la actitud de buscona que llevaba mi novia desencadenaron todo rápidamente. Luego de la sorpresa de verla tan hermosa vinieron los halagos. Nati, cuyo único objeto en el pueblo era convertirme en el cornudo del mismo, entró a la casa sin pedir permiso y lo avanzó directamente: que él también era un tipo lindo, que parecía recio y macho, no como su marido. Eso hizo que Pepe Grillo le preguntara si era cierto que yo no me la cogía. No se lo creía. Entonces Nati juntó hombros, ocultó un poco el rostro hacia abajo y fingió un sollozo.
—Es que mi marido tiene un problema de salud… y bueno, no… —Nati hizo como que le dejaba entender a Pepe Grillo, pero no pudo con su genio y aprovechó para humillarme—. No se le para, ¿entendés? —Pepe Grillo asintió en silencio—. Yo lo amo, pero bueno… Soy joven… Lo amo pero no puedo vivir sin… ya sabés... Aunque sea una vez cada tantísimo lo engaño… Con mucha culpa… Me da tanta vergüenza…
Terminó de decir eso ya arriba de la cama y sin su pollerita, con Pepe Grillo acariciándole los hombros y la espalda. Entonces ella calló y él llevó sus manos a la cintura y a la cola, y le besó los hombros y el cuello mientras la manoseaba cada vez más lascivamente.
Me la empezó a coger enseguida, con Nati agitada, movida a topetazos por el bombeo cortito y furioso del macho, morboseando:
—Ay, Pepe… —entre jadeos—. No te creas que soy una mujer ligera, ¿eh? Ahhhh… Es esta vez y nada más… —y le apretaba abajo para para que la verga le ajustara más.
Y Pepe Grillo, tonto o astuto, le agarraba el culo y le enterraba verga dándole la razón:
—Claro, Nati, claro… Esta es la única vez… La única…
Pero un rato después ella estaba acabando y Pepe Grillo la surtía pija al grito de “¡Puta! ¡Puta! ¡Puta! Cómo te gusta la verga, hija de puta!”, que parecía iba a convertirse en el hit del verano.
Y Nati, que alcanzó a manotear el celular para grabarme el audio de su propio orgasmo:
—¡¡Ahhhhhhhh…!! ¡¡Sí, Pepe!! ¡¡Rompeme toda, mandámela hasta los huevos!! ¡¡Ahhhhh…!!!
Pepe, obediente, le mandaba verga hasta bien al fondo, la sacaba luego hasta el glande y otra vez a clavar.
—Es la única vez… Es la única vez que lo hago cornudo a mi novio… —recitaba Nati cuando iba aflojando el orgasmo. El otro seguía surtiéndole fuerte, ahora queriendo descargarse él.
—¡Sos una puta tremenda, mi amor! ¡Ahhhhhhhh…! Te coge el Tune, te cojo yo… ¡Ahhhhhhhh…! Y te van a coger todos los muchachos… ¡Ohhhh…!! Me voy, mi amor… Ahhhhhh… Te doy la cremita, puta…!
—¡Sí, sí! ¡Echámela adentro!
—¡¡Ahhhhhhh…!! ¡Hija de puta, cada vez que te pida empanadas te voy a devolver a lo del cuerno toda cogida! ¡Ahhhhhh…!
—Sí, sí, sí, Pepe, síiii… Así… Ahhhhh…
—¡¡¡¡Ahhhhhhhhhhhhhhhh…!!!



8.

A la tarde siguiente Nati quiso ir a estrenar mis cuernos. A veces lo hacíamos en Buenos Aires pero en general se complicaba. Acá, en el pueblo, se iba a dar todos los días. Estrenar los cuernos significaba que ella me llevaba ante sus machos para la exhibición pública de mis nuevas astas. Era un jueguito perverso que empapaba a mi novia, y que a mí me excitaba pero a la vez me ponía nervioso.
Esa tarde, a las 18:30, Nati me llevó al almacén. Como casi siempre para andar en público, se puso una calza que la marcaba y hacía que se luzcan sus piernas y su culito, más una remera ajustada con escote normal y una camperita arriba (no terminaba de llegar el calor, en esa primavera). Con diez días en el lugar, ya conocíamos a algunos vecinos y saludábamos cuando al cruzarnos con alguien. Igual que el día que nos llevó don Rogelio, volvimos a cruzarnos con la pareja joven y su chiquillo. A esa altura ya sabíamos que a Elizabeth —la mujer— se la garchaban el carnicero y el Tune, y calculaba que alguno de los otros cuatro vagos también. Fue raro por un momento no ser el cornudo del encuentro. Al pobre hombre, muy simpático y buen tipo, le cogían a la mujer, al menos —y con seguridad—, dos vergas ajenas, y andaba ahí sonriente y abrazando a su infiel esposa y yendo a buscar al chiquito que se les iba a cada rato. Fue solo un minuto que charlamos, ahí en la calle y con el aire aguado de río y esteros, en el que preguntaron amablemente cómo nos estábamos adaptando. Noté que Elizabeth eludía la mirada de mi novia, así que más que nada me miraba a mí. Y en un momento —nomás por un instante— me pareció que me vió con cara de “pobrecito”.
Y entendí.
Así como Nati la había cruzado a ella viniendo de la carnicería en horarios de trampa, también ella la había visto a Nati viniendo de lo del Tune en idéntica situación. Me pregunté si ella habría hecho el mismo cálculo, sobre Nati, que yo hice sobre ella: que alguno de los amigos del Tune de seguro también se la estarían garchando. También me pregunté si más adelante esas dos mujeres, con su infidelidad como común denominador, terminarían siendo amigas o, por el contrario, enemigas celosas de los machos a repartir.
Nos cruzamos y saludamos con algunos otros vecinos y llegamos al almacén. Estaban el Tune y los vagos de la otra vez, pero ya no eran los mismos. Ahora sabían. Sabían que la hermosa porteñita que tenían ahí adelante, la de cara de pícara y buenita a la vez, se dejaba coger fácil. Sabían que lo hacía a mis espaldas. Sabían que yo era un flor de cornudo ignorante. Por Dios, dos de ellos se la habían en las últimas 24 horas.
Mirar a la cara a los machos de Nati cuando ellos no saben que yo sé, siempre me despierta un millón de emociones, algunas contradictorias. Primero, me da mucha curiosidad. De ver sus gestos y reacciones al tenerme en frente. ¿Me mirarán con culpa? ¿Me mirarán burlonamente? ¿O con indiferencia? Por otro lado, enfrentar esas miradas muchas veces me provocaba vergüenza, por la humillación de saber —todos ellos— que como hombres sexuales eran por defecto superiores a mí, eran elegidos por mi mujer por encima de mí. Quería mirarlos a los ojos, enfrentarlos, desafiarlos, superarlos aunque sea en ese duelo de miradas, ser más macho con los ojos, ya que no podía serlo con mi sexualidad. Pero a la vez también quería rehuir esas miradas. Me avergonzaba que supieran que era un cornudo. Y me avergonzaba muchísimo más cuando los machos eran más de uno.
Esto último es difícil de explicar. Se supone que al convertirse en cornudo, uno ya está por completo humillado; quiero decir, uno no es más cornudo porque su mujer se acueste con dos en vez de con uno. Sin embargo cuando Nati me exhibía ante dos o más machos, mi vergüenza se multiplicaba, y el problema era comportarse con una gestualidad normal.
Es lo que sucedió cuando entramos al almacén y el Tune y los otros hijos de puta nos saludaron con una sonrisa que a mí me pareció de burla. Nati saludó con naturalidad, alegre pero no festiva, fiel al juego. Nadie que pasara por allí en ese momento hubiera sospechado nada de ella.
—¿Cómo le va a la parejita nueva? —saludó el Tune con mucha empatía, dedicándome una sonrisa amable.
Yo quería eludir la mirada pero no podía. Temí enrojecer de la vergüenza.
—Buenas tardes, señora Natalia. Buenas tardes, señor Marcelo.
Pepe Grillo fue así de formal, y nos habló muy seriamente. Yo todavía tenía fresco el recuerdo de su propia voz gritándole “puta, te lleno de leche” mientras le metía verga a mi novia.
Se me paró. Los otros dos también saludaron y a ellos sí les vi cierto brillo burlón en los ojos. Supe —no supuse, supe—que se iban a garchar a mi Nati esa misma noche o a lo sumo la siguiente. Nos fuimos a recorrer el almacén para comprar algunas cosas, dándoles la espalda por un buen rato, con Nati caminando despacio y agachándose cada tanto a mirar artículos en los estantes de abajo. Sentía las miradas de los cuatro vagos clavadas en el culo de ella y en los cuernos míos.
Al regresar, Nati con las manos vacías y yo con dos canastitos llenos de cosas, nos encontramos en la caja con más vecinos, que el Tune nos presentó. Dos tipos grandes, fieros, rústicos: Ángel y Pergamino, que le echaron a mi novia una mirada que no dejaba dudas.
—La señora hace empanadas ricas —dijo Pepe Grillo a los viejos—. Usted la llama, le pide y ella va a su casa y le hace la entrega.
Los tipos fieros se aflojaron un poco, pero solo un poco. Me miraron a mí, que traté de poner cara de póker.
—Puede venir bien —comentó el que estaba pagando.
Nati se apresuró a darles el celular.
—Estoy empezando, por ahora a la noche. Usted llame a cualquier hora, que voy y le doy lo que le guste.
—Sí, sí, ella es muy buena —dije yo, más que nada porque estaba quedando como cero a la izquierda. Pero con mi comentario quedé como un pelotudo, cosa que de seguro excitó a Nati. Imagino que los dos viejos supieron en ese instante que yo era un flor de cornudo, no necesitarían que nadie les contara nada.
—Voy a probarla —dijo el tal Ángel, la miró de arriba abajo por última vez y se fue.
Mientras el Tune le iba haciendo la cuenta al otro viejo —a Pergamino—, Cicuta nos dijo a nosotros:
—Hoy a la noche les hago un pedido.
Yo esbocé una sonrisa estúpida; la que pude, en realidad, porque quise mostrarme agradecido pero en el mismo instante me lo imaginé cogiéndomela a Nati. Nati se paró más derecha, sacando tetas.
—Sí, yo también —secundó otro, el Pampeano—. Hoy tengo fiaca de cocinar.
Nos fuimos del almacén, Nati revisando su celular, y yo cargado con tres bolsas llenas de cosas y una terrible erección en el pantalón.
Esa noche a mi novia se la garcharon los dos, Cicuta y el Pampeano. Tuvo que proponer cogidas más breves, pues no podía ausentarse de casa dos horas sin levantar sospechas. Según me contó mientras yo me masturbaba sobre su culo, los dos vaguitos no se la cogieron tan bien como el Tune, el Chicho o el doctor, pero el morbo de estar cogiendo con uno sabiendo que unos minutos antes o después cogía con el otro (y que al día siguiente se contarían entre ellos lo puta que era), le alcanzó para arrancarle un orgasmo con cada uno.



9.

Al día siguiente, antes de que se haga de noche, Nati recibió el pedido de los dos viejos que conociéramos en el almacén: Ángel y Pergamino. Cuando leyó el mensaje Nati pegó un salto y me mostró el celular, más entusiasmada que nunca.
—Cornudito, mi amor… ¡Mirá! ¡Mirá!
El mensaje decía: “Necesitamos tus empanadas para esta noche. Estoy con mi compa Pergamino. ¿Entregás en el mismo domicilio a los dos o a cada uno por separado? Pergamino no tiene celular”.
La sola lectura del mensaje me aceleró el ritmo cardíaco. Nati les respondió: “a los dos juntos, mejor”, y se fue a duchar, encargándome calentar las empanadas en cuanto sus nuevos machos le enviaran el pedido. Fue otra vez con la camioneta —lo que iba a representar un problema, porque así cualquiera podía enterarse que el auto de los porteños tardaba media hora en hacer una entrega que debía tomar cinco minutos—, con doce empanadas y una ropa no muy zafada: calzas gris topo bien ajustaditas y un suéter fucsia escotado, sin remera abajo.
La hicieron entrar a la casa y en no más de cinco minutos ya me la estaban garchando. El tal Ángel, en la habitación, contra una pared. Mientras el otro picoteaba una empanada en el comedor.
Con Nati habíamos decidido que entrara con la cámara del celular grabando, de modo que yo pudiera escuchar todo el verso que le hicieran y cómo se la garchaban. Desgraciadamente no pude ver mucho —tan solo un momento— pues el celular quedó apuntando hacia arriba, grabando el techo. Pero el sonido era excelente y me brindó varias pajas esa semana.
Apenas llegó mi amorcito, Ángel la hizo entrar, con la excusa de que no encontraba el dinero y no esperara afuera con ese frío (no hacía frío, apenas estaba fresco). Una vez adentro, los dos viejos la elogiaron de arriba abajo, lo bella que era, lo bien que le quedaba esa ropa. En realidad estaban semblanteando a mi novia, para verle la cara, las reacciones y la postura corporal al salamearla. Nati no necesitaba nada para arrancar. Si quiere verga te pone una cara que no te dejan dudas, y el juego que estaba jugando en ese pueblito era el de cogerse regularmente a todos los hombres en el menor tiempo posible. Luego de un cruce breve de miradas y sonrisas, mi novia dijo:
—No puedo perder mucho tiempo, el cornudo me espera de vuelta en un lapso razonable.
Lo dijo mientras se bajaba las calzas, y con el hijo de puta de Ángel, sorprendido, desabrochándose los pantalones.
—Bueno, pero fuiste a entregar dos pedidos. No tiene que saber que es todo en la misma casa.
El suéter fucsia fue a aparar al piso y en un minuto Ángel tomaba a mi novia de un brazo y contra la pared, ella de espaldas a él, con la tanguita negra y diminuta enterrada en el culazo perfecto. Comenzó a darle bomba enseguida, metiéndole saliva y penetrando con cierta leve dificultad.
—Carajo que sos estrechita, china... ¡Lo que debe disfrutar el cuerno!
Ese tipo de comentarios siempre lubrican a Nati.
—¡El cuerno no me coge, don Ángel! ¡Ahhhh…! No puede, pobre…
El viejo comenzó un bombeo lento.
—¿Cómo que no puede? ¿Es puto?
Nati, contra la pared, sacó culo para que se le abriera mejor y la verga le entrara más hondo. El viejo entendió y se la mandó hasta los huevos.
—¡¡Ahhhhhhhhh…!! —gritó ella.
Con los dedos clavados en las nalgas, uno enganchado al elástico de la tanguita para mantenerla corrida de costado, Ángel aceleró el bombeo.
Nati siguió morboseando:
—Tiene una pijita de mierda y encima no se le para… ¡¡Oh, Dios, qué buena verga, don Ángel…!!
La grabación enfocaba el techo pero se escuchaba perfecto lo que decían y hasta el chasquido del abdomen del viejo turro contra la cola de mi novia.
—Te gusta la pija, putita… Apenas te vi me di cuenta que te perdés por una buena  poronga…
—¡Sí, don Ángel, sí…! ¡Soy su putita…!
—Vas a ser la putita mía y de Pergamino. Te vamos a hacer todo lo que el cornudo no puede…
El flap flap del abdomen del viejo contra el culo de Nati era cada vez más rápido y fuerte.
—¡Sí, sí, don Ángel! ¡Todo lo que el pija-floja no pueda! ¡Todooo!
—¡Te vamos a llenar todos los agujeros, putita, y te vamos a inunda de leche para que se la lleves chorreando al cornudo!
—Sí… Sí, don Ángel… Chorreando, sí… Ahhhhh…
—Y te vamos a presentar unos amigos más, ¿sabés? Acá en el pueblo hay gente que va a querer ayudarle al cuerno a satisfacerle a la mujer...
El tal Ángel se la cogió un rato más hasta que en un momento Nati volvió a su papel de mujer infiel de verdad, a quien esperaba en su casa un cornudo de verdad.
—Don Ángel… me tengo que ir… —dijo con el chapoteo del abdomen bombeándola— No quiero que el cuerno sospeche…
El bombeo aflojó, y se escuchó a don Ángel, preocupado.
—Pero falta Pergamino. Y yo no acabé.
—Me tengo que ir, don Ángel. Es por el cornudo, hay que respetarlo.
—Dejá que entre Pergamino, te va a gustar lo que tiene…
—¿Pero y usted…?
—Te damos entre los dos, mi amor…
—Ay, don Ángel, no sé… Dos hombres a la vez... Qué va a pensar de mí…
Y la muy turra sonreía. El bombeo recomenzó y se escuchó el grito del viejo.
—¡Pergamino, vení a ponerla!
La risita de Nati se confundió con el ruido de la puerta al abrir. Y luego otra vez Ángel:
—Vení, vamos a darle entre los dos, que el cornudo la está esperando.
Se escuchó la risotada gruesa de Pergamino —risotada que escucharía luego mil otras veces, en el pueblo, en situaciones públicas y cotidianas—, luego un silencio, un reacomodar, y de pronto el techo tembló en la pantalla de la filmación. Habían subido los tres a la cama, y con el apuro y ganas nadie había quitado el celular. Y mientras los tres se terminaron de acomodar, Nati en el medio y un viejo atrás y otro adelante, la imagen varias veces enfocó, desde abajo, cuerpos, caras, piernas, culos y hasta un vergón medio y ancho, propiedad de Pergamino. Finalmente la cámara quedó junto a una pierna de mi novia, siempre apuntando hacia arriba. De ahí en adelante la cámara tomó el muslo de ella, muslo y cintura de Pergamino bombeándola desde atrás. Y mucho movimiento.
—No le digan así a mi novio… Ahhhh… Qué buena pija, Pergamino… Mi novio es bueno… es un buen hombre… Qué buena pija…
—¡Un buen cornudo! —secundó don Ángel, que ahora estaba arrodillado delante de mi Nati—. Abrí la boca más grande, putita… Así… Tragá verga… Muy bien…
—Tenías razón que le gustaba la pija, Ángel… Ahí te va hasta el fondo, chinita…
Se ve que clavó fuerte Pergamino, porque Nati bufó como si la estuvieran empernando.
—¡Ahhhhh…! —pero enseguida recapacitó—: ¡Cójanme rápido! ¡No quiero que el cornudo me ponga cara de culo por llegar tarde!
—¡Te vamos a coger todos los días, pedazo de puta, y nunca va sospechar nada!
Nati agregó, así ensartada como iba, agitada, movida, bombeada de verga por la concha y la boca:
—Y a sus amigos… Ahhh… Díganle que cuando me llamen… Ahhh… me hagan el pedido “Especial”… Uhhh Diosss… Así yo ya sé que me voy a demorar un poco más… Ahhhhhhsssiiíííííí…!!!
El muslo de mi novia se movía cada vez más frenéticamente, adelante y atrás, y la carne del segundo viejo le daba choques cada vez más violentos.
—¡Llénenme! —pidió Nati—. ¡Llénenme que me tengo que volver!
Los viejos no se hicieron rogar, especialmente Ángel, que ya se la había cogido un rato.
—¡Te la suelto, puta! ¡Me voy…!
Y el chup-chup de la boca de mi novia tragando pija se aceleró.
—Yo te quiero coger un rato más, chinita —Pergamino, que seguía sacudiendo.
—Mañana… Hágame un pedido especial y le vengo…
—¡No me soltés la pija, mi amor, que estoy por acabar! —don Ángel.
El chup-chup retomó y ya Ángel no esperó más.
—¡AAAAHHHHHH…!
El muslo y el culo de mi novia seguían moviéndose, con Pergamino que la chocaba desde atrás. Don Ángel seguía acabando y entre todo el batifondo de la cogida escuché claramente el garguero de Nati tragándose la acabada del viejo. Imagino que eso habrá acelerado a Pergamino porque comenzó a gemir fuerte, muy fuerte, y a darle chirlos en las nalgas a mi mujer.
No dijo nada. No lo anunció. Simplemente comenzó a acabar.
—¡¡Ahhhhhhhhhhhhhh…!! ¡¡Por Diossssssss…!!
Vi el choque de carnes, los muslos pegados. No veía la penetración pero era como si la viera. El segundo viejo turro se fue deslechando y poco a poco el jadeo rítmico de mi novia volvió a aparecer.
Un minuto después había pasado todo.
—Tenemos que repetirlo con más tiempo… ¡Vos no acabaste!
—No se preocupen, estos diez minutos con ustedes fueron mil veces mejor que una hora al pedo con el cornudo.
Entonces se ve que la dejaron sola para cambiarse, porque ella tomó el celular —la cámara— y se paneó a sí misma, aun en tanguita y corpiño, luego apuntó a su rostro y me sonrió con esa carita de felicidad y de turra que me enamoraba. Luego la filmación se apagó.

Levanté la vista, ahí estaba mi novia. Conmigo. Como siempre. Vestía igual que en la filmación, se la habían terminado de coger hacía quince minutos. Me sonrió con la misma, idéntica expresión de turra que me puso en la peli.
—Cuerni, te deseo… Quiero que me cojas como solo vos sabés hacerlo.
Se abrió de piernas, se corrió la tanguita, y me zambullí en su conchita recién cogida para limpiarla y amarla, y provocarle el primer orgasmo de su noche.


— FIN —  Parte 2 (de 4)


Los Embaucadores I, Cap.3

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LOS EMBAUCADORES I
El Pueblo Mínimo, Capítulo 3
(VERSIÓN 1.1)  -  11/10/2015

Por Rebelde Buey



10.

Pocas cosas me maravillaron tanto de ese pueblito como la velocidad a la que corrían las noticias secretas. El procedimiento de encargar una empanada o menú “especial”, como clave para pedir a mi novia una cogida rápida, creció veloz y exponencialmente entre los hombres del pueblo, en lo que Nati y yo llamamos Primera Oleada.
Tanto los muchachos del almacén, como también Ángel y Pergamino, les contaron a sus amigos cercanos y solteros (que vivían solos, en realidad) de las bondades de la porteñita, de lo fácil que se dejaba, de lo estrechita que era, y de que lo quería rápido para que el cornudo no sospeche. También les informaron que la cosa era así: Había que hacer un pedido de empanadas, cualquier gusto, cualquier cantidad, y agregar la palabra “especial” en medio del mensaje. Con eso la porteñita sabía que el que pedía quería joda, y si a ella le gustaba, seguro que se dejaba. Aclaraban de inmediato que no era muy pretenciosa y que iba a los bifes enseguida.
Fue divertido, extraño, excitante y finalmente problemático ver cómo desde la noche siguiente en el que se la cogieran Ángel y Pergamino, Nati comenzó a recibir cada día más y más pedidos especiales, al punto de duplicar cada dos días. Antes de las dos semanas Nati me mostraba orgullosa el wasap con dieciséis pedidos de dieciséis nuevos machos. Me encantaba que las cosas se dieran así, me hacía sentir orgulloso de mi novia. Pero semejante cantidad, sumado  a los que ya se la estaban cogiendo regularmente, representó un problema. Nati simplemente no podía cumplir con dieciséis pedidos especiales sin descubrir que yo estaba al tanto de todo.
—Mi amor, ¿qué hacemos? —pregunté.
—No sé, Marce. Eso es tarea tuya, para algo sos el cuerno, ¿no? —Me lo decía en la cama, semidesnuda y pintándose las uñas de los pies—. Yo lo único que tengo que hacer es cogérmelos a todos en forma regular hasta convertirte en El Cornudo del Pueblo.
Era un comentario malintencionado para calentarme y que pensara más rápido.
—Está bien, está bien… Dejame ver… ¿Cuántos te podrías coger en una noche sin que afecte nuestra fachada…? De verdad, no delires…
—No sé… ¿Ocho? —Ni me miró. Se secaba las uñas haciéndose vientito con el sobre de la luz.
—Ocho me parece demasiado…
—Nadie va a saber cuánto me demoro en total. Todos van a tener su propio parcial de diez o quince minutos.
—Pero cualquiera que ande dando vueltas va a ver la camioneta estacionada por todos lados y siempre quedándose de más.
—No sé, cuerni. Me voy a duchar y ponerme ropita linda.
—Hace dos noches te cogiste a siete y apenas si lo pudimos manejar.
—Sí, y quiero que me pases a Pereyra a la hora de la siesta. Ese pedazo de verga se merece más de diez minutos…
—Amor, esto se nos está yendo de las manos, también está el tema de la camioneta…
—Son todos problemas tuyo, cornudo. Yo lo único que sé es que esta noche te hago dieciséis cuernitos más.
Me lo dijo moviendo el culo perfecto y desnudo, cortado por la mitad con una remera larga. Se me paró la pija más de lo que ya la tenía parada.
Esa noche me la cogieron doce. Tuve que rechazar cuatro pedidos y pasarlos para el día siguiente. Mientras Nati se duchaba yo iba respondiendo los wasaps simulando ser ella. Y agregaba varios corazoncitos y caritas con besitos, para no dejar dudas sobre lo puta que era. Y mientras mi novia estuvo repartiendo empanadas que no tenía (se nos acabaron y terminó entregando una por persona) y garchando toda la noche, yo trabajé arreglando el siguiente sistema:
1. Debíamos comprar una bicicleta de modo que nadie viera la camioneta en ninguna casa por más de cinco minutos. Con la bici guardada en la casa de cada macho, se podrían garchar a mi novia por mucho más que diez minutos.
2. Nati atendería ocho pedidos por noche, todas las noches. Cada macho podría repetir el encuentro a la semana siguiente, el mismo día. De ese modo, en cuanto se fuera llenando la agenda, me la terminarían cogiendo regularmente cincuenta y seis tipos por semana, todas las semanas. Estos encuentros debían ser los que a Nati menos le gustaran, sea por pijita chica, baja performance (de esto había mucho, no se crean que todo era color de rosa) o poca química.
3. Siestas: de lunes a lunes había que armar hasta dos encuentros con machos que se la cogieran bien. Eran los momentos de mayor impunidad, y de sesiones más largas (dos o tres horas). Los miércoles, la siesta era para don Rogelio y don Ignacio, a los que enseguida sumaron otro viejo, amigo de ellos, y luego otro más. Para el segundo mes, cuando Nati llegaba a la casa de don Rogelio, la esperaban doce viejos, que se la garchaban en fila en pequeños polvos de diez minutos.
Este mínimo esquema mejoró y ordenó mi cornamenta. Nati se cogía entre nueve y diez tipos  por día (los miércoles, veinte tipos aunque, como decía ella, ninguno que realmente valiera la pena).
Para el final del segundo mes, en el pueblo se sabía, se comentaba entre los hombres, se palpitaba en el aire, que yo era el cornudo del pueblo. Me la cogían a mi novia poco más de sesenta tipos por semana de forma regular. Pero como bien me decía mi Nati, aún no era, técnicamente, verdaderamente, el cornudo del pueblo. Faltaban los hombres de las Cuadrillas y la plana mayor del astillero, entre otros. A eso le llamamos la Segunda Oleada.



11.

Durante esos dos primeros meses sucedieron, además, otros hechos que engrosaron primero mi cornamenta y luego la agenda de machos regulares, como le carnicero y algunos otros vecinos. No voy a explayarme demasiado en estos cuernos porque son muy parecidos a los anteriores. El caso de Caracú, el carnicero, fue prácticamente calcado de lo del Tune. Íbamos a comprar los dos, más que nada porque a Nati le encanta dejarme parado como a un cornudo. En esas compras mi novia se mantenía decente hasta que yo me distraía o salía a atender un llamado al celular. En ese momento ella miraba al carnicero más intensamente, o le sonreía mirándolo a los ojos. Esto sucedió dos o tres veces en los primeros quince días en el pueblo. Para la tercera semana, Nati me dijo:
—Cuerni, hoy voy a la carnicería sola.
Y supe que otro hijo de puta suertudo me la iba a coger muy pero muy pronto.
Bueno, me la cogió media hora después. Nati fue al mediodía, sobre la hora del cierre. Hizo lo mismo que con el Tune, y todo funcionó de igual manera. En el medio de la cogida me mandó un par de wasaps, y luego me terminaría de explicar en casa.
Mientras compraba carne “para mi novio”, Nati se hacía la linda y le daba charla a Caracú (Nati cree que el tipo ya sabía que a ella se la venían garchando varios, posiblemente el Tune o alguno de los otros vagos le habría ido con el chisme, porque el carnicero se mostró muy simpático y lanzado apenas la vio sola). En un momento Caracú le pidió permiso y fue y cerró la carnicería, con Nati adentro, mientras seguían charlando, y en el ir y venir le rozó la cola como casualmente. Mi novia no solo no retiró el culo sino que lo paró más.
—¿La carne es para su novio? —le preguntó Caracú, señalando las bolsitas de las milanesas y bifes—. Si quiere se la guardo en la heladera para que no pierda frío.
Eso le dijo, en vez de hacerle la cuenta y cobrarle.
—Yo la guardo —dijo Nati—. Usted siga cerrando, que ya es la hora de la siesta…
—Claro, yo siempre me tiro un rato acá atrás, a esta hora…
Caracú dio media vuelta a la llave y mi novia guardó la carne en la heladera, en un anaquel de abajo, al solo efecto de exhibir su culo paradito.
—¿No va a acostarse a su casa? —se hizo la inocente, ella.
—No, en eso soy como el Tune —dijo, y se le acercó a mi novia por detrás y la tomó de la cintura. Imagino le habrá mirado y admirado el culo perfecto y trabajado de gimnasio, y no habrá podido creer el pedazo de pendeja que se iba a coger—. Tengo un catrecito atrás…  
Nati se incorporó, y Caracú no retiró sus manos de la cintura, así que quedaron pegados él detrás de ella, apoyándole el bulto en la cola.
—Muéstreme el catrecito ese —pidió Nati—. No quiero estar cerca de la puerta y que me vean, se van a pensar cualquier cosa…
Y se la llevó nomás para atrás, a un cuarto que era un lavadero, un depósito junta porquerías y un especie de dormitorio, todo en uno. Había bastante mugre y poca luz, al revés que en lo del Tune. Pero apenas llegaron y quedaron frente a frente, Caracú se abrió el pantalón y sacó una pija ya totalmente empalmada.
Nati me la describió como de tamaño normal pero inusualmente curva. No curva como una sonrisa o una banana, sino curva para el costado. Torcida, bah. Me la cogió toda la tarde, y me la cogió muy bien. La cabeza de la pija era inflada y de cuello apretado, y eso sumado a la curva y a la destreza del carnicero hizo que mi Nati se la pasara acabando a cada rato durante toda la siesta. Entre lechazo y lechazo (el carnicero me la llenó tres veces, ese primer encuentro), Nati me hacía comentarios por wasap.
“Otro que me está llenando el culo de leche, Cuerni.”
“Ya te llevo dos leches pero parece que me va a echar otra.”
Así que Caracú pasó a integrar la plantilla de los siesteros. Tres encuentros después, el carnicero  le confirmaría que también se cogía a Elizabeth, la chica de la parejita con el crío, y a doña Sofía, una vieja de como sesenta años, vecina bonachona, gorda y nada sexy, de quien jamás se podría sospechar  que hacía cornudo a su marido. De Elizabeth también contó otras cosas, que pude escuchar porque Nati grababa en audio las encamadas.
—Y… no sé si es muy putita, pero le gusta la pija —dijo Caracú— Se la coge el Tune, se la coge Gardelito… Y creo que el Chicho también… ¿Lo conocés al Chicho? Tiene una fama, ese…
Nada más que saber que el Tune y Chicho se cogían a la otra única mujer potable del pueblo los puso automáticamente en el lugar de “machos del pueblo”, y eso me excitó. Igual que a Nati.
—Debe tener el mismo problema que yo, que a mi novio no se le para…
—No, no… Al marido le funciona, y es un buen tipo. Pero bueno, también le gustamos el Tune, yo y otros muchachos…
Y se ve que eso los calentó porque enseguida se escucharon besos, jadeos y luego el concierto inequívoco de mi Nati penetrada hasta los huevos.



12.

Con lo que no supimos qué hacer fue con “los foráneos”. Ni los habíamos contemplado, pero además de los residentes había toda una fauna de hombres que venían regularmente al pueblo pero no eran de allí: el cartero, los proveedores del almacén (más que nada los dos morochos que traían las bebidas alcohólicas), el matarife que le llevaba la media res al Caracú, el controlador de la empresa de electricidad, el que venía a levantar quiniela y algunos otros más.
—¿Qué hacemos con éstos, bebucha? —le pregunté un día que vimos al de la quiniela levantando apuestas en lo del Tune.
—A los dos morochos del camión de Brahama me los voy a garchar.
Fue rotunda. Tan rotunda que se me paró la pija.
—¿Y los otros? No sé si valen la pena…
—Los que vengan seguido al pueblo, me los bajo —propuso— El de la luz, que viene cada dos mes, no tiene sentido.
—Y que además es un viejo feo sin dientes. Si fuera un negro musculoso también te lo cogerías.
Nati me pegó en el brazo.
—¿Qué te pensás, que soy una puta? —y se echó a reír— Lo que tienen de bueno es que me pueden coger en casa, bien cerquita tuyo…
En el almacén le dijo al quinielero que pasara después por casa, que quería jugar a unos numeritos pero que no tenía ahí mismo la plata. De paso le pidió al Tune, delante mío, el teléfono del repartidor de cerveza.
—Quiero hablar con los chicos para ver si ellos me pueden proveer —explicó, y vi que el Tune estaba entendiendo más de lo que decían las palabras—. A Marce se le ocurrió que con las empanadas podía ofrecer latitas de cerveza…
Sonreí. Traté de poner mi mejor cara de cornudo. El Tune le dio los teléfonos, que mi novia guardó en el escote.
Una hora más tarde cayó el quinielero a casa. Nati, en calzas y remerita ajustada que le marcaba los pechitos, le dijo que quería jugar dos veces por semana, pero que no quería ir al almacén, que si él podía pasar por allí. Como le sonreía y le ponía vocecita mimosa, el quinielero aceptó con gusto.
A la segunda semana que vino, Nati lo recibió en musculosa bien cortita y minifalda más corta aún, y lo hizo pasar para buscar plata. Le comentó que yo no estaba en casa, y que me había llevado el dinero, pero que deudas eran deudas.
Me la cogió en el sillón del living durante una hora, mientras yo esperaba encerrado en la otra piecita con la pija en la mano, entreabriendo la puerta para escuchar mejor, y tratando de asomarme, pero sin demasiado éxito. Me gustaría decir que el quinielero fue un súper macho que la dio vuelta, pero la verdad es que fue mi novia la que le puso onda al encuentro. Con el tiempo mejoraría un poco, pero un poco nada más, y Nati achicaría las cogidas a tan solo media hora. A ella igual le alcanzaba. El morbo de tenerme a cinco metros, encerrado y escuchando, sabiendo que me estaba pajeando con sus gemidos sobre una verga le levantaba la calentura a límites increíbles.
Nati le dijo que pasara los viernes a las 17:30, que el cornudo nunca estaba, y el quinielero pasó a cogérmela los viernes a esa hora.
Con los morochos del camión de cerveza fue parecido pero distinto. Parecido porque arreglamos que pasaran por casa una vez por semana, y porque enseguida armamos la misma pantomima de que no estaba y ella los recibía sola. Pero distinto porque ni el Oruga ni Cardozo eran como el quinielero.
Ya en la primera reunión en casa, en la que se suponía era para ver si nos vendían packs de latas, se mostraron con mucha seguridad y suficiencia, sin que les importara realmente el negocio. Me di cuenta por qué estaban allí en un momento en que Nati se alejó dos pasos y giró para tomar su celular. Las calzas de mi novia no estaban como cuando salíamos por el pueblo. Las tenía tan metidas en el orto, le marcaban las curvas tan apretadas que era como si estuviera desnuda y forrada. La remerita era ajustada, le marcaba la figurita, pero las calzas eran una invitación a cogérsela. A los dos morochos se les fueron los ojos hacia el culo de mi novia, sin importarles realmente demasiado que yo estuviera hablando y mirándolos.
—Me comentaron en el pueblo que el negocio de ustedes anda muy bien —dijo el Oruga, tirado en el sillón. Fue tan evidente que ese extraño sabía que ya varios se estaban cogiendo a mi novia, que tuve que hacer un esfuerzo enorme para no bajarle la mirada.
Puse mi mejor cara de cornudo, tomé la mano de Nati y contesté:
—El negocio es de ella. Esto lo maneja solo ella y lo hace para que no se desgane, pobre… Vino acá, por mí, a este pueblo donde no pasa nada y se aburre como un hongo…
Nati también sonrió y me dio un besito en la frente.
—No me aburro, mi amor, siempre estoy haciendo algo.
El Oruga asintió.
—¿Y cuántas latitas vas a necesitar?
Se dirigió a ella y desde ahí el Oruga no me pasó mucha más bola.
—Entrego ocho veces por día —respondió Nati, y comencé a transpirar. No me gustaba cuando ponía el juego en evidencia—. Pero no todos quieren cerveza.
—Pensamos en un pedido chico, quizá ni quieran hacerlo —secundé como para volver a la onda profesional.
—Sí, sí queremos hacerlo —dijo el Oruga y me dio la sensación que  en ese momento miró a Nati a los ojos tratando de transmitir algo.
Ella aprovechó y tiró lo suyo:
—Marce prefiere que me den la cerveza acá en casa, no en lo del Tune —El Oruga nos miró sin entender—. El tonto cree que el Tune me mira mucho.
Yo le seguí la corriente de inmediato, no de morboso sino para ocultar mi vergüenza.
—No es eso —Nati se reía a mis cosas, como bromeando—. Es que no me gusta que pase tanto tiempo en el almacén. (No me gustaba, ¡me encantaba!)
Cerramos el trato y comenzaron a pasar una vez por semana. Ya a la segunda vez Nati les pidó ayuda para que lleven las dos cajas hasta la casa, porque yo no estaba (lo que no era cierto). Ese día la muy turra se había puesto más que sexy, casi puta, y los morochos se la comieron con los ojos.
—Disculpen que encima les haga traer las cajas hasta acá —decía mi novia, y acomodaba las latas en la heladera, abajo, buscando pararles el culo. La mini se le subía y la mostraba al límite.
—No hay problemas, Nati. Para servirla. Cuando tu marido no esté, nos avisás y te la bajamos nosotros.
—Mi marido no está en casa los martes de 17 a 19. Nunca. Si ustedes cambian el reparto para ese día tendrían que entrar siempre a darme una mano.
Se lo dijo mirándolo a los ojos al Oruga, con un dedo en el labio y una mano empujando su minifalda para meterla entre los muslos, como una bimbo tonta de los 60. El Oruga se le fue encima y le metió un beso allí mismo y llevó una mano a los pechos y otra bajo la falda, al culito perfecto. Cardozo —rápido pa los mandados— fue a la puerta y le dio media llave.
—¡Paren! ¡Paren! —los frenó mi novia— El camión en la puerta es un farol. Si queda ahí media hora todo el pueblo va a decir que mi novio es un cornudo.
El Oruga sonrió y le apretó una nalga con una de sus manazas.
—Todo el pueblo ya lo está diciendo, mi amor…
La carita de Nati se iluminó por un micro segundo, y enseguida se dio cuenta y la cambió el gesto por algo mínimamente compungido.
—Igual son rumores. El cornudo no sabe nada y no quiero que le vengan con ningún cuento. Mejor lo hacemos el martes que viene. Dejan el camión en lo del Tune y…
El Oruga dejó de manosearla y bufó fastidioso, pero no con ella. Era su manera de lidiar con un problema y pensar. Se alejó dos metros y le habló a Cardozo, con la autoridad que evidenciaba que, de los dos, él era el jefe.
—Te llevás el camión a lo del Tune ahora mientras yo me la cojo —no hablaba en voz baja, Nati lo escuchaba perfectamente. Que ese tipo rudo hablara de ella como una cosa para usar sin que le importara su presencia la empapó—. Te venís caminando y después yo me voy para que te la cojas vos.
Se me paró la pija como nunca al escuchar esto. Porque yo estaba en la casa, en el cuartito de atrás, como corresponde. No estaba en el placar, no estaba planeado que se la cogieran ese día. Escuché las llaves, la puerta y unos pasos yendo al dormitorio principal. ¡Me la iban a coger ahora mismo! Escuché el arranque del camión, el irse por el camino de piedra molida, y en cuanto el camión se alejó, el gemir de la cama matrimonial.
Me fui acercando a la habitación. Mientras estuvieran cogiendo, yo podía moverme con impunidad. Llegué hasta la puerta, que estaba apenitas entreabierta. Esto era algo que ya teníamos claro con mi novia, por experiencia propia. Si la hubiera cerrado, me habría imposibilitado de escuchar y ver todos los detalles, las respiraciones, los murmullos dichos al oído y los jadeos más sutiles, o ver una mano de Nati estrujando una sábana; y si la hubiese dejado un poquito más abierta no habría podido asomarme por riesgo a quedar demasiado expuesto.
Los jadeítos quedos de mi Nati siempre me enamoraron. Luego vendrían los gemidos, las puteadas, los gritos, los reclamos de más pija, de más fuerte, las explosiones… pero estos jadeítos  eran igual de excitantes. Me asomé despacio, rogando que el Oruga estuviera de espaldas a la puerta. Lo estaba, parcialmente. Se clavaba a mi novia en perrito a lo largo de la cama. Ustedes no tienen idea del buenísimo y perfecto culo que tiene Nati, y ver ese culo así, desnudo y en punta, clavado por un hijo de puta que apenas vio tres veces en su vida por no más de cinco minutos, cuando a mí solo me deja manosearlo para mis pajas…
De pronto Nati dijo bien alto, como para mí:
—¡Ay, si me viera el cornudo…! ¡Ahhhhh…!
El Oruga echó una carcajada y nalgeó a mi novia.
—Si nos viera el cornudo se daría cuenta que sos una flor de puta…
Eso encendió a Nati, que comenzó a gemir más fuerte.
—Si nos viera el cornudo se pondría a llorar al ver que sos un flor de macho… —y volvió a jadear casi en un grito—. ¡Ahhhhh…! ¡Qué buena pija, por favor…!
Quizá por estas palabas, el Oruga ya imprimía fuerza y velocidad al bombeo. Tenía las manazas clavadas en las nalgas de mi novia, con los dedos hundidos en la carne delicada y blanca. Y la verga —el vergón, porque era muy grueso— lo enterraba hasta ocultarlo todo y lo sacaba casi íntegro, para volverlo a enterrar.
Esto era mejor que escucharlo en el audio de los videos que apuntaban al techo. Si este tipo me la cogía en casa todas las semanas, íbamos a tener grandes martes de calentura, Nati y yo: ella bien cogida por un macho y yo a pura paja sobre su cola.
Los estuve espiando con la pija que me reventaba en el pantalón hasta que cambiaron de posición. Antes del movimiento me oculté y luego me volví a asomar. El corazón casi se me sale por la boca cuando vi que el Oruga estaba muy de frente, pero la hendija era bien estrecha, ideal para ver con el ojo pegado, pero lo suficientemente breve para que de lejos no se me viera.
El turro había puesto a mi novia en diagonal a la cama, boca abajo, y él se la cogía al revés, sobre ella y también boca abajo, pero en la dirección contraria. Era una posición rara, y la penetración resultaba novedosa. Y Nati, que siempre aprovechaba cualquier excusa para nombrarme:
—¡Ahhhhh…! Sí, Oruga, sí… El cuerno nunca me cogió de esta manera… Sí…
El hijo de puta abusador seguiría bombeando lindo porque los gemidos no aflojaban.
—El cuerno… —jadeó él— no sé cómo pasa por la puerta… dicen que te cogés a medio pueblo…
Ese comentario revolucionó a mi novia, que redobló sus gemidos y bufó sonoramente.
—¡Síííí…! ¡A medio pueblo me cojo!! ¡Ahhhh…!! ¿Cómo…? ¿Cómo sabés, hijo de puta…? ¿Quién te dijo? ¿Quién sabe…?
—Lo saben todos, putita… Ahhhhh… En el pueblo no se habla de otra cosa... Ahhh… ¡¡por Dios, no podés ser tan estrecha, mi amor!!
—¿Qué más…? Ahhhh… ¿Qué más te dicen…?
El bombeo infame seguía vigente. El tipo hacia flexiones de brazo y la verga le entraba y salía a mi novia como una bomba de petróleo.
—Que sos un putón… Ahhhhh… Que te hacés la decente pero te perdés por la pija… Ahhh… ¡Que te dejás por cualquiera!
—Y del cuerno…Ohhhhh… Hablame del cuerno…
Hubo un segundo de ruido de cama, de jadeos solamente.
—Del cuerno, que es un imbécil… Que no se da cuenta de nada…
—¡¡Sííííí…!! —gritó mi angelito.
Ahora estaba sentada sobre el Oruga, montada frente a él, cabalgándoselo y tapándole el rostro con sus pechos y cabeza.
—¿Y qué más…? Ahhhhh… ¿Qué más dicen del cuerno…? Hablame… Hablame del cornudo…
Deberían conocer el sonido blando y dulce del colchón cuando me la cogen… por Dios, qué sonido.
—Que es el cornudo del pueblo… Ahhh… Que le cogen a la mujer en la cara y que no se da cuenta…
—¡Más! ¡Más! ¡¡Hablame del cuerno! ¡Hablame más!
—Que le van a hacer un hijo… y se lo van a encajar a é!
—¡¡¡AHHHHHHHHH…! —comenzó a acabar mi novia—¡¡Ahhhhhhhhhhh…!!
Como cada vez que acababa cabalgando arriba de un macho, mi novia lo tomaba con los brazos y lo hundía en su pecho, usándolo de soporte para clavarse la verga más y más profundo.
—¡¡¡Ahhhhhhhhhhhh…!!!
Del Oruga lo único que se veía eran sus piernas y sus manos tomando el culo de Nati para sostenerla y acompañarla en la clavada. Vi claramente su pelvis elevarse en estocadas cortas y fuertes, que le estiraban la acabada a mi amorcito.
—¡Puta, qué buena que estás! —le gritaba entre las tetas— ¡Qué suerte tiene el cornudo!
Y ya Nati se aflojaba, pero no le aflojaba al morbo.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Qué suerte tiene el cornudo de tener una mujercita tan linda!
—Sí, putón, sí… ¡Tan linda que se la garchan todos!
—¡Cogeme, Oruga! ¡Cogeme y llename de leche! ¡Hacé lo que el cuerno no me hace desde el año pasado!
Me pregunté si tanto morbo de parte de ella no sería sospechoso. Se ve que no porque:
—¡Te lleno, mi amor! ¡Me viene!
Eso calentó más a Nati.
—¡Sí, sí, lléname de leche, hijo de puta!
—¡Te lleno, mi amor, te lleno, te lleno, te lleno!!
—¡Dámela, dámela, dámela…!
—¡Te lleno! ¡Te lle…! ¡¡¡Ahhhhhhhhhhhhhh…!!!
—¡Ahhhhhhhhhh…!! ¡¡¡Ssssíííííí…!!!
—¡¡¡Putaaaaahhh…!!!
—¡¡¡Cornudoooohhh…!!! —me dedicó mi novia, a la distancia.
El Oruga le empezó a acabar adentro y pude ver cómo la cintura y la pelvis bombeaban hacia arriba para llenármela de leche. Siguieron acabando, también Nati, otra vez, y luego poco a poco se fueron aflojando. Por las dudas que el Oruga quisiera ir al baño, me alejé del pasillito al que comunicaba la puerta y regresé al cuartito del fondo, con la erección más grande de los últimos años.
Dos minutos después se escuchó la puerta de casa: ¡toc! ¡toc! Nati, así en bolas como estaba, fue a abrir y se trajo a Cadozo de la mano. Entró con él a la habitación pero el Oruga no salió. Casi no pude ver esta cogida, por más que me asomé cuando ya estaban surtiéndosela entre los dos. Pero ella me contó que lo que el nuevo tenía de callado, lo tenía de fogoso. Se bajó los calzoncillos apenas cruzaron la puerta y me la llenó de besos y manos. Nati no estaba para romances: le agarró la pija, una pija interesante, en palabras de ella, y se arrodilló a chuparla. El Oruga se le paró detrás y le acarició los cabellos, mientras le apoyaba la poronga sobre la espalda.
En cinco minutos la tenían en cuatro sobre la cama, con Cardozo bombeándomela desde atrás y con el Oruga tomándola de la cabeza para guiar la mamada de verga. Pude escuchar a tres metros toda la cogida, en la que Cardozo parecía incansable. Pude ver poco porque, aunque la puerta seguía estratégicamente entreabierta, cuando dos machos se cogen a tu mujer, uno de los dos siempre queda mirando para tu lado. Igual, pude ver bastante bien un buen rato en la que me la cogieron los dos a la vez, el Oruga por adelante y Cardozo llenándole de verga el culito redondo y perfecto.
Le estuvieron dando un tiempo largo, y le dieron ese y todos los martes que estuvimos en el pueblo. A veces al otro lado de la puerta, a veces dentro del placar. La cantidad de orgasmos que le provocaron estos dos turros a Nati fue incontable, el Oruga se prendía en el morbo que le proponía mi novia. Encuentro tras encuentro se soltaban y hablaban más, al punto que ya al entrar saludaban a viva voz:
—Hola, putita, ¿hoy tampoco está el cuerno?
Y luego, ya envergada por uno o por los dos a la vez, la volcada de leche siempre me la dedicaban a mí, lo mismo que en medio de la cogida alguna frase:
—¡Te estoy estirando el cuerito, pedazo de puta! ¡Pedile al cornudo que te lo mida y decile que me perdone! —y le enterraban verga hasta que los huevos chocaban contra la cola de ella.
Los martes eran el mejor día de la semana para mí. Para Nati, en cambio, los mejores días de la semana eran todos.



13.

Hacia el final del segundo mes ya se la cogían a mi novia más de la mitad del pueblo. Era un secreto a voces que Nati se dejaba por cualquiera. Así lo decían: “por cualquiera”, con esas palabras. Que yo era un cornudo de campeonato, uno de esos típicos maridos confiados hasta la imbecilidad que hay en todo pueblo. Fue en ese tiempo que nació —todavía incipiente— mi cambio de apodo, que hasta entonces era “el escritor”, porque seguían creyendo que estaba escribiendo una novela. Comenzaron a nombrarme, cuando alguien quería hacer referencia a mí, como “el cornudo”. En esos días nació el apodo y poco a poco la costumbre hizo que se transformara en mi apodo natural. Siempre a mis espaldas, claro.
Todos sabían que mi amorcito era la mujer más puta del mundo pero nadie tenía exacta dimensión de cuánto, de a qué cantidad de tipos se cogía. Sí se sabía que pidiendo un “especial” mi novia se abría fácil de piernas, pero de ninguna manera alguien sospechaba del cuadro completo. Por ejemplo, el Tune, uno de los más informados, sabía que se la cogían él, sus cuatro amigos y Caracú. Quizá el carnicero podría haberle comentado que también se la habían cogido los muchachos del reparto de cerveza, y quizá Ángel y Pergamino se habrían ido de boca en algún momento. Pongamos que el Tune sabía seguro que a mi novia se la cogían diez. Pongamos que imaginaba que hubiera un par más del que él no supiera. Doce. Seamos generosos y digamos ¿quince? Aun así, la persona más informada estaba lejos de los sesenta que me la cogían por semana. Sí, todo el mundo sabía todo. Pero nadie sabía nada.
Lo bueno, lo divertido, era que aunque el pueblo entero conocía que yo era un tremendo pedazo de cornudo, nadie —absolutamente nadie— jamás me advirtió de nada. Ni siquiera las mujeres.
Tampoco me comentaron ni ésto cuando me ausenté del pueblo un par de días y nuestra imagen se desmadró. Por supuesto fue calculado, provocado para que Nati tuviera aún más libertad y yo pudiera tener más presencias. Sucedía que lo que más nos calentaba eran los encuentros en casa. Los del Oruga y Cardozo. Y que necesitábamos más empanadas hechas para seguir con la farsa del delivery (aunque más de una vez Nati fue a la casa de sus cogedores con las manos vacías). Así que un día dije:
—Tenemos que ir a la ciudad a comprar más empanadas, amor.
Y Nati, recién duchada, corriendo de un lado a otro en ropa interior para arreglarse, maquillarse un poco y ponerse ropita linda, me respondió toda dulzura y empatía:
—Ay, cuerni, no puedo… me cogen en un ratito y después a las seis tengo otro encuentro con dos machos más. Y a las ocho empiezo con los pedidos… ¡no me alcanza el tiempo para hacerte más cornudo, mi amor!
Su manera de hacerme el reporte me calentó, pero darme cuenta de lo que esto significaba, me encendió aún más.
—¡Si te quedás vos sola en este pueblo un día entero esto va a ser un descontrol!
Eso nos dio la idea.
—Cornudín, tenemos que inventarte un viaje a Buenos Aires por varios días. Quiero ver qué hacen los hombres del pueblo en tu ausencia.
—Van a venir a hacer cola para cogerte. ¡Esto va a parecer un burdel!
Y Nati, como siempre, pragmática:
—¿Y qué te importa, cuerni? Vinimos a convertirte en el cornudo del pueblo; al final de todo, lo va a saber el ciento por ciento de la gente. Decimos que te vas por tres o cuatro días y te escondés acá en casa. Vas a poder ver todos y cada uno de las vergas que me entren.
Dijimos en el almacén del Tune que me iba por cuatro días. Nati, por su lado, hizo correr la misma información por wasap a sus contactos. En casa hicimos unos cambios. Preparamos una camita en el cuarto de atrás, porque seguro algún macho se iba a quedar a dormir en la matrimonial, y desarmamos unos listones de la persiana de la habitación principal, de modo que yo pudiera espiar por allí, si se me complicaba por la puerta. Pusimos la filmadora oculta en un rincón, aunque la mayoría de las veces Nati no la encendió, y metimos en el placar alimentos blandos envueltos en tela y agua y un recipiente para orinar. Sí, sé que no es muy glamoroso pero les recomiendo a los cornudos que leen esto que si alguna vez piensan espiar en un placar a su mujer con un macho potente, lleven sí o sí un par de snacks blandos y —más importante aún— algo para orinar. Me lo van a agradecer.
Hicimos la pantomima completa. Subí a la camioneta con un bolso, asegurándome que don Rogelio me viera. Nati condujo hasta la ruta, algún otro vecinos nos saludó en el camino. Esperamos a que pasara el autobús, me oculté en la camioneta y regresamos a casa.
Ese día y hasta la noche, el cronograma sexual de mi novia se mantuvo sin alteraciones: cogió a la hora de la siesta, luego a la tarde, y a la noche se fue a hacer los pedidos especiales. La diferencia fue que se tomó otros tiempos para los encuentros y volvió a casa como a las 4 de la mañana.
Vino exultante, no sólo porque se la habían cogido más, sino porque ya le habían avisado un par de machos que pasarían por casa, “a darte, ahora que el cornudo no está”.
Y fue entonces, a partir del segundo día, que la población masculina del pueblo se revolucionó.
Empezaron a caer hombres por casa desde la mañana. Primero, los vecinos más viejos, uno que le daba los lunes a la noche cayó ese viernes, y Nati se lo montó en los sillones del living. Espié desde la puerta del cuartito, se veía bastante bien. A partir del mediodía comenzaron a caer viejos que no se la habían cogido nunca: tipos casados a quienes otros amigos le habían contado de Nati pero que sus esposas los tenían bien marcados, y que por esa misma razón no podían hacer el pedido “especial”.
A estos viejos Nati se los cogió con ganas. No solo porque eran cuernos nuevos, sino porque con el paso de las semanas comenzaban a ser cabos sueltos, misiones (cuernos) imposibles, y la idea siempre era que TODOS los hombres del pueblo se la cogieran. Así que aceptó lo que viniera, incluidos los sin dientes, gordos y uno sin un ojo (¿ustedes creían que cogerse a todo un pueblo siempre era excitante y perfecto? Piénsenlo bien antes de hacerlo). Los hacía pasar y se los cogía en el living, decía que en el dormitorio se iban a quedar más tiempo y ella quería bajárselos y pasar rápido al siguiente, para convertirme en el cornudo del pueblo de verdad. Llegaban con el dato. Ya la habían visto por ahí, como se veía todo el mundo, así que ya sabían que era hermosa. Llegaban con el dato pero nunca se la habían cogido, de modo que no tenían muy claro cómo encarar, especialmente porque la situación era de lo más extraña. Entonces golpeaban a la puerta y se daban aproximaciones como esta:
—Señorita Nati… ¿No está su marido, no? Querría… querría… (tartamudeando y mirando a izquierda y derecha) …querría un menú especial…
Otro:
—Señorita Nati, me dijeron que usted vendía unas empanadas especiales donde aceptaba que le hicieran íntimamente lo que yo quisiera…
Y otro más:
—Señorita Nati… quería un de esas empanadas para hacer cornudo a su marido.
Mientras me la cogía uno solo, yo siempre podía espiar. Pero a veces llamaban tan seguido a la puerta que mi novia tenía que hacer pasar a un viejo mientras todavía se estaba garchando al anterior. Se dio también en esos días de mi presunta ausencia, que me la cogieron de a dos y de a tres, cuando ellos se animaban (no todos, más bien pocos, eran tan turros y desinhibidos como el Tune, el Oruga y ese tipo de machos). Por supuesto, si yo no estaba en el placar, entre cogida y cogida Nati me venía a visitar al cuartito:
—Tu turno, cornudo… ¡limpiá! —me ordenaba, y se abría de piernas bajándose la bombachita hasta las rodillas y me hacía chuparla. Si no había acabado en la cogida, de seguro lo hacía allí. Siempre que viene de coger, la como con una voracidad solo comparable con la voracidad de ella por la pija de un buen macho.
Otro efecto inesperado de mi ausencia fue el comportamiento del pueblo cuando mi Nati andaba por las calles. Los que ya se la habían cogido y estaban solos la trataban con mucha más confianza. La zalameaban, la toqueteaban todo el tiempo, como inocentemente, y siempre que podían le hacían bromas y le hablaban con doble sentido, tratándola y haciéndola quedar como una puta. A Nati le encantaba, especialmente si eran dos o más machos y sabían del otro, como cuando entraba al almacén. Lo raro —o no tanto— era que estaban más zafados que de costumbre, como si el hecho de que yo estuviera en Buenos Aires los envalentonara más. Y era raro porque cuando ella había ido sola al almacén en otras oportunidades y yo me quedaba en casa no pasaban de insinuaciones leves y alguna tontería con doble sentido. Pero ahora que ellos creían que yo me había ido, se daban diálogos como este:
—Hola, Nati… ¿Así que te dejaron solita?
—Sí, cuatro días sin mi amorcito…
—¿El Marce se fue a Buenos Aires a hacerse una rectificación de cuernos?
Jajaja. Mucha risa. Nati festejando y sacando tetitas. Otro se sumó:
—¡Menos mal que en el pueblo está prohibida la caza de venados porque sino te quedabas viuda al primer día!
Jajaja. Cagones, ¿por qué no me lo decían en la cara?
También sucedió una cosa curiosa que nos desconcertó un poco y que nos obligó a tomar una decisión que nunca imaginamos. A casa vino a golpear la puerta Pedro, el marido de Elizabeth, el padre de esa familia de tres con la que nos cruzamos el primer día. Elizabeth era la otra putita del pueblo, como dije alguna vez, ni muy bonita ni de gran cuerpo pero sí muy cogible, que se la garchaban a espaldas de su marido al menos el Tune, Caracú y uno o dos chicos del almacén. Pedro golpeó a la puerta como habían hecho los otros viejos que tenían una esposa: con el dato y dispuesto a coger. Nati fue a abrir y se sorprendió. El hombre invocó la palabra mágica, “especial” —aunque a esta altura ya no hacía falta— y Nati no supo qué hacer. Como ella se quedó muda, el pobre pedro repitió su petición.
—Esperame un minuto —resolvió Nati, y le cerró la puerta en la cara, dejándolo afuera.
Vino corriendo al cuartito, con sus calzas metidísimas en el orto, que la desnudaban vestida.
—¡Cuerni, está Pedro! —Yo la miré sin entender—. ¡Quiere coger!
—¿Y qué?
—Es el cornudo… de Elizabeth…
—¿No te lo vas a coger…? —me sorprendí.
—No sé qué hacer, ¡es un cornudo como vos!
—No creo que tan cornudo como yo.
—En serio, tonto, ¿qué hago?
—Para vos es un macho.
—No, no. No es un tipo al que le metieron alguna vez los cuernos. ¡Es un cornudo! No creo que deba cogérmelo.
—¿Querés ser solidaria con tu “colega”?
—No, tontín… ¡es que no corresponde que los cornudos cojan fuera del matrimonio! ¿Estamos todos locos?
—Vos querías que todo el pueblo me guampeara, ¿no?
—Sí… todos los hombres… ¡pero éste no es un hombre, es un cornudo!
Gran definición de una verdadera mujer de cornudo.
—¿Lo vas a rechazar?
—Tengo que hacerlo, amor, aunque no quiera. Los cornudos no deben ni siquiera coquetear con otras… Gracias que les permitimos cogernos una vez cada tanto…
Se alejó en silencio, cabizbaja y arrastrando los pies, con sus convicciones y su sorpresa por tener que rechazar un asta para mi frente. Pobre cornudo, se habrá sentido terrible, vacío, quizá idiota. Iba a ser el único imbécil en todo el pueblo que no iba a cogerse a la porteñita fácil. Lo entendí a la distancia, y comprendí su humillación, que de seguro sentía como una segunda piel.
Lo de Nati no era solidaridad entre putitas, o entre mujeres. Era —y esto me emocionó y enamoró aún más— solidaridad hacia mí, hacia su propio cornudo.
Es por estas cosas que está conmigo.


— FIN — Parte 3 (de 4)


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Por Rebelde Buey



13.

Para cuando incorporamos a los obreros de Las Cuadrillas a nuestro cronograma de cuernos, ya todo el Ensanche sabía que mi Nati era una flor de puta y yo un tremendísimos cornudo. De hecho, en las mismas cuadrillas se sabía de Nati. El chisme les había llegado de varios lados distintos. Del astillero, ya que muchos de los vecinos que  me la cogían trabajaban en la parte administrativa y el rumor fue goteando hasta los obreros, y desde el mismo pueblo, cuando los muchachos interactuaban con la comunidad, comprando en los negocios pequeñas cosas como pilas para la radio, alguna revista, aspirinas, etc. (de la comida se encargaba la empresa). Incluso ya en el tercer mes un par de tipos de allí se la habían cogido a Nati, en alguna entrega “especial” en la que ella se encontró de golpe con quien hiciera el pedido —el dueño de casa— y uno o dos amigos más. Nati nunca decía que no. Simplemente apuraba el trámite para bajarse más machos en el mismo tiempo. Siempre con la morbosa excusa de tener que volver a casa rápido “para que el cornudo no sospeche”. Se arrodillaba sin que le pidieran nada, sacaba las pijas de las braguetas… ¡y a mamar!
Recuerdo la primera noche que se cogió a uno de Las Cuadrillas, en un pedido que hizo Gardelito y resultó que eran él y dos más. Mi bebuchi vino desbordada de entusiasmo. Pensamos —yo también, debo admitir— que al otro lloverían mensajes desde allí, pidiendo especiales. Tardamos en darnos cuenta, luego de un par de semanas y charlando con los vecinos que se cogían regularmente a Nati, cómo funcionaban exactamente las cosas en Las Cuadrillas.
Algo ya les comenté pero se los refresco para que no deban ir atrás en la lectura. Las Cuadrillas era un galpón largo, un tinglado básico de unos cincuenta metros de largo, con paredes de madera y techo de chapa a dos aguas, igual que las cuadrillas militares de las películas. Adentro no había mucho misterio: dos hileras de camas enfrentadas, con un espacio para unos pequeños muebles y colgantes para cada uno. En una punta del galpón unas pequeñas parrillas a gas, como para calentar algo, y dos o tres despensas medianas. En la otra punta dos baños muy básicos, sin duchas. Los baños completos estaban afuera, en otra construcción, verdaderos vestuarios con duchas, toilette, guardarropa y todo tipo de comodidad. Había también una tercera casilla, el comedor, donde los obreros cenaban la comida que les proveía el astillero.
—¡Tengo que entrar a Las Cuadrillas! —me dijo Nati, medio desesperada— ¡No vas a ser el cornudo del pueblo hasta que no me los coja a esos también!
Era técnicamente cierto, aunque en Ensanche, a mis espaldas, yo ya era conocido y nombrado como “el cornudo del pueblo”. Así, como les digo. Lo supo primero Nati, cuando andaba sola por las calles. Los hombres, a esa altura se la estaban cogiendo todos, no le preguntaban “cómo anda don Marce”. Eran absolutamente francos:
—Hola, Nati, siempre linda vos, eh?
—Hola, don Canvas, gracias… ¿Cómo anda su mujer de la tos?
—Bien, bien, hermosa, un poco mejor… ¿Y el cornudo?
Y Nati, como si nada, como si fuera mi nombre:
—Bien, avanzando con su novela… —y según el tipo, se ponía más osada—. Ya casi no puede pasar por la puerta, pobre… ni agachándose, puede…
Se reían. No con maldad, sino como un chiste de esos que por obvios y repetidos se hacen graciosos.
—Es que sos muy linda y amorosa… Tiene suerte de estar con vos, aunque sea un cornudo…
Nunca le decían en la cara “puta” cuando estaban en lugares públicos. Sí mientras se la cogían. Pero en la calle no. En cambio yo no corría con esa suerte. Era cornudo y listo. Salvo si en la charla había mujeres. Aunque cuando había solo hombres —casi siempre— y especialmente si los que hablaban con ella se la estaban cogiendo, como en el almacén, el trato hacia mí era crudo:
—Ah, mi amor, después decile al cornudo de tu marido que ya le traje los DVDs…
—¿Qué DVDs?
—Me pidió unos DVDs regrabables… Vos decile, el cuerno ya sabe. O decile que los venís a buscar así de paso le hacemos crecer un poquito más las astas… ¿Te parece…?
—Ah, dale, buenísimo.
Ideé un par de estrategias para Las Cuadrillas y se las presenté a Nati. El problema era que en una cuadra con ochenta camas y ochenta hombres, sin divisiones, me la iban a terminar garchando todos y no había lugar para que yo pudiera esconderme y espiar. No había manera de no quedar afuera, y me resistía. Nati quería que yo pudiera mirar, pero si no había chances, mala suerte, igual se los iba a coger.
—Podemos hacer que tus machos de más confianza los vayan sumando de a poco a las cogidas. Un día con uno, un día con otro…
—¡Estás en pedo, cornudo! ¡Así me los voy a terminar de coger en un año! Yo quiero bajármelos rápido, ya extraño a mis amantes de Buenos Aires…
—Es que no veo cómo, amor…
—Además quiero que me acompañes allá la primera vez, cuando les lleve los volantes… Quiero que te vean conmigo antes de que me cojan…
Parecía que ella tenía las cosas más planificadas que yo.
—¿Volantes para qué? Si a ellos les dan la comida en la empresa.
—Ay, cuerni, a veces sos súper inteligente y a veces sos medio bobo, ¿eh? Es una fachada, ¿a quién le importa? Eso lo ideaste vos, ¿por qué tantas vueltas ahora?
—Porque te van a llamar y te van a garchar de a veinte, y yo me voy a quedar acá en casa como un pelotudo.
—Como un cornudo.
—En serio, vos conocés mi debilidad…
Me refería a mi debilidad por verla con más de un hombre a la vez. Cuando Nati estaba con dos o más machos la veía tan puta, se ponía tan puta —bueno, era tan puta— que yo “sufría” si no lograba verla. Siempre que podía en esos casos ella me incluía. Y si no podía grababa el encuentro para que yo lo disfrutara. Y ahora, si iba a Las Cuadrillas a llevar su pedido especial, yo dudaba que se la cogiera solamente el que le hiciera el pedido.
—Cuerni —me dijo metiéndose en la cama como para ir a dormir—, tenés un día para inventar algo. El viernes vamos vos y yo a llevarles los volantes.



14.

Había otras particularidades en Ensanche. Especialmente allí, que era más bien un caserío. Las navidades allí eran distintas a cualquier otro lado, lo mismo que las vacaciones. O mejor dicho: eran distintas a cualquier otro lado donde quisiéramos jugar a los cuernos.
Para la navidad y año nuevo, la mitad de la gente desapareció. Nosotros desaparecimos el 24, que nos vinimos a Buenos Aires. Pero el 31 estuvimos allí. Fueron dos días extrañísimos, en un punto alucinantes, en el sentido de que por momentos parecía un sueño. Durante el día Ensanche parecía un pueblo fantasma. El sol, el calor, el aire sin oxígeno que te ahogaba. Si te quedabas en la ventana observando la nada, podías ver pasar, más tarde o más temprano, a una mujer corriendo de un lado al otro. Recogiendo sus faldas, las viejas; acomodándose los pechos o el corpiño, Elizabeth, que no dejaba de mirar en todas direcciones. Si uno observaba bien, si uno tenía paciencia, podía verlas salir de una casa y meterse en otra. Siempre en casas de tipos solos.
Se lo iba a comentar a Nati cuando la vi calzarse las botas y ponerse una minifalda bastante de puta.
—Amor, ¿qué hacés así? ¡Estas demasiado zarpada!
—Me voy a coger, cuerni. ¡No me voy a quedar acá en casa mientras todo el pueblo está cogiendo!
No sé cómo supo lo que estaba sucediendo, ella no se había asomado como yo.
—¿Vestida así? Se van a dar cuenta que…
—¡Ay, cornudito, al único que le importa eso es a vos! Mientras ellos me puedan coger y vos hagas el papel de pelotudo, nadie va a decir nada…
—Pensé que esa ropa era para hoy a la noche…
Como nadie tenía parientes, el 31 a la noche los de Ensanche se juntaban a tomar, comer y bailar en un terreno baldío frente al almacén. Ya nos habían dicho que terminaban siempre todos en pedo, y el plan nuestro era ir, yo hacerme el borracho, y que mi Nati cogiera lo más posible a mis espaldas con la excusa de mi borrachera. Mi único “pero”, mi derecho a veto que ella debía aceptar, era el de siempre: si yo veía que los tipos se podían poner violentos o la cosa me parecía peligrosa de alguna manera, nos íbamos.
—No, cornudón. A la noche voy a ir bien decente para dejarte como el mayor de los cornudos.
Y se fue a la calle y comenzó a hacer lo que vi que habían estado haciendo las otras mujeres: meterse directamente a una casa, sin tocar a la puerta, estar una media hora y salir arreglándose la ropa para meterse, sin más, en otra casa.
Esa tarde me la cogieron seis (cinco viejos y un muchacho de unos 25 años). Elizabeth, la otra mujer cogible, la de marido e hijito, entró al menos a tres casas. Y las viejas —estoy hablando de dos o tres viejas de unos sesenta años, con marido, muy señoras, de esas que solo hablan de los famosos de la tele y del precio de los tomates— a cuatro o cinco casas cada una.
La noche fue bastante parecida a lo imaginado. Montaron una mesa larga sobre unos caballetes, con bebidas y comida que habían hecho algunas viejas. Había un equipo de música conectado al almacén con cuatro cables de alargue, de donde salía una cumbia melódica y dulzona, una especie de cumbia correntina, si es que eso existe. Estaban el Tune, sus vagos compinches: Gardelito, Pepe Grillo y Cicuta . Y Ángel y Pergamino, y mucha gente más, en general hombres. Elizabeth y su marido también habían ido, y nos saludamos amablemente. El crío estaba evidentemente al cuidado de él, ella iba y venía entre los hombres trayendo comida y bebidas para su marido o hijo. No había nada sospechoso en la joven señora, apenas una seducción mínima, más algo femenino que otra cosa. Nada en sus movimientos ni en su ropa, un pantalón de jean que no le marcaba mucho y un buzo negro y anodino, bien lejos de la seducción. Me pregunté si el cornudo sabría en qué andaba su mujer. Me dije que era imposible en un lugar tan pequeño no saberlo, pero a la vez yo ya había vivido allí algunos meses, mi novia se había cogido literalmente a casi todos los hombres y sin embargo a mí nunca nadie me había advertido de nada. Siquiera insinuado algo. Ni un aviso anónimo bajo la puerta.
Del mismo modo si alguien ajeno al pueblo observaba a Nati en ese momento tampoco imaginaría la verdad. Ciertamente ella era más seductora y mucho más hermosa, y se había ido vestida tranquila, con un vestidito liviano y floreado, de poco escote y falda por las rodillas. Arriba, además, un suéter para la fresca, que llevaba sobre los hombros.
Uno de los jóvenes, de unos 30, estaba hecho un pelotudo y hacía explotar petardos cada dos por tres, asustándonos a todos, haciendo ladrar a los perros y poniendo de mal humor a las viejas. El vino y la cerveza comenzaron a correr rápido, y a eso de las diez y media algunos viejos y viejas, y Elizabeth y su marido, se pusieron a bailar. Pepe Grillo, medio picadito ya, se armó de valor y sacó a bailar a mi novia, previo ademán hacia mí para que le dé permiso.
Nati fue, y sé que ya estaba pensando en los cuernos que me pondría un poco después. Si la hubieran visto, la hubieran amado: hizo como que me pidió permiso, puso carita de que le daba vergüenza y se arrojó a los brazos del macho, quien se la venía cogiendo una vez por semana desde hacía meses, con toda una gestualidad de prurito y una distancia entre cuerpos bien decente para que se viera que delante de su cornudo era una señora.
Los minutos y los bailes se fueron sucediendo, y Nati cambió de compañero varias veces. Con cada baile que terminaba volvía a mí y me contaba cómo se la estaban manoseando y las cosas que le decían. Uno tras otro la incitaban para que fuera a coger al cuartito del almacén. En una de las pasadas delante de mí incluso escuché bastante claro a Cicuta, medio chupado, proponerle a mi novia.
—Es un ratito, nada más, si total el cornudo no se da cuenta…
Sí, el vino y la cerveza corrían como si fuera agua. La excusa era el calor. El calor y la diversión sana. El alcohol hizo que los hombres se desinhibieran, y que las viejas —que ustedes tenían que ver cómo empinaban el codo— bajaran la guardia. De pronto, y esto es lo más increíble del alcohol en grupo, a nadie le pareció raro que los hombres que bailaban con Nati le manosearan constantemente las ancas y se le pusieran cada vez más pegados a ella.
A las 11:30 yo también estaba picadito, lo que no me impidió notar que mi novia había desaparecido. Con el tema de reponer comida y bebida, el Tune se cruzaba al almacén a cada rato. A esa hora comenzó a cruzarse también Nati, haciendo como que lo ayudaba. Fue y vino con cosas dos veces, pero a la tercera ya no volvió. Me di cuenta y se me paró la pija. La hija de puta estaría en el cuartito de atrás haciéndose coger por alguno de esos hijos de puta. Miré alrededor: Gardelito estaba bailando con una vieja que yo sabía que se cogía seguido. El marido —viejo cornudo, claro— estaba sentado a tres metros, aplaudiendo como un pelotudo con una sonrisa ídem. Me pregunté si yo me vería así de cornudo a los ojos de todo el pueblo. Elizabeth también bailaba con uno que se la cogía: el Tune. Y el cuerno, igual que el viejo (más chupado que el viejo en realidad), con ojos rojos de desmayarse en cualquier momento, y con el crío dormido y babeando entre sus brazos, también festejaba cómo le manoseaban a su mujer. Porque el baile de a poco se estaba saliendo de cause, y las manos se hacían cada vez más osadas. Conté los machos, faltaba don Ángel. Ese era con seguridad el que se estaba garchando a Nati. Yo estaba alegre, muy lejos de estar borracho, y simulaba una destrucción y somnolencia que no tenía. Era mi coartada, y la manera de darle pista libre a los hombres para que se atrevieran a cogérmela casi delante de mis narices.
Al rato vi a don Ángel venir del almacén, sin mi novia. Trajo una botella que plantó ostentosamente delante de mí e hizo un chiste. Le miré el bulto. Tuve la fantasía de verle una mancha en el pantalón, o la bragueta parcialmente abierta, en fin, algo que me probara que venía de cogérmela. Observar a don Ángel casi me hizo perder quién entró al almacén en su lugar, cual reemplazo en un partido de básquet: Pergamino, su compadre.
Seguí jugando mi papel de borrachito mientras se cogían a mi Nati, hasta que me aburrí y pregunté por ella. Don Ángel me dijo que había ido a buscar pan dulce y turrones porque ya iban a ser las doce. Igual me puse de pie y amagué buscarla. Fue divertido ver la cara del viejo, su repentina preocupación por mi bienestar y su desinteresado favor de ir a buscarla por mí. Una de las viejas decentes —que no andaba en ninguna joda— me observó como con lástima. Don Ángel fue al almacén a traerme a Nati —o como me diría luego ella: a apurar el lechazo de su compadre porque “el cornudo la está buscando”— y yo volví a observar a mi alrededor. Elizabeth y Gardelito no estaban, y su cornudo e hijo dormían en un sillón de mimbre. Me costaba creer que ahora esa mujer se mostrara tan regalada, pero la verdad es que estaban todos muy tomados, no había mucha consciencia de lo que sucedía.
Llegó mi novia, toda sonrisas, con su vestidito decente y un macho atrás. Como si tal cosa. Me dio un buen beso en la boca como para que le sintiese el gusto a verga.
—¡Ay, mi amor, estás re en pedo! —me regañó ella delante de la gente, entre sorprendida e indignada— ¿Te parece ese gusto en la boca?
Hija de puta, claro que me parecía. Gusto a pija me parecía, porque ella se refería a eso, le gustaba hablar por elevación de los cuernos que me ponía, delante de la gente y a viva voz. Se sentó sobre mi falda para comprobar mi dureza. Me la manoseó, cuando nadie miraba. Y me dijo al oído.
—Cornudo, te cogería ahora mismo, ¡sos el rey de los cuernos! Lástima que lo tengas prohibido hasta que me cojan todos en Ensanche.
Esa medianoche se brindó y se celebró. Elizabeth apareció. Y Gardelito también, y chocamos nuestras copas y el pelotudo de treinta se quedó sin petardos para tirar. Justo a esa hora. El ambiente enrarecido, esa sensación de estar viviendo un sueño verdadero, como cuando uno está en ese umbral entre el dormir y la vigilia, fue dantesco en ese brindis. Dos veintenas de hombres borrachos, una docena de mujeres de distinta edad, no menos ebrias, todos chocando copas, tambaleándose mucho, besándose en las mejillas, deseándose cosas absurdas. Vi viejos besar en la boca a Elizabeth, a espaldas del cornudo, vi a viejos manosear con increíble impunidad a otras viejas, y éstas no decir nada, solo poner cara de enojo; y también manosear de forma descarada a Elizabeth delante del cornudo, sin que éste dijera nada. Vi viejos retando a duelo a otros viejos, por corneadas que databan de veinticinco años. Y vi a Nati, mi Nati, en medio de los borrachos, que la sostenían con manos detrás de ella, Dios sabe de dónde, y ella con los brazos en los hombros de ellos, como una corista de regalo. Vi el manoseo bajo el vestidito, vi el besuqueo, y a mi novia reír y cambiar miradas y chistes con una de las viejas decentes, como si el manoseo delante del marido fuera lo más normal del mundo, o al menos fuera permitido esa noche.
A las 12:30 las viejas comenzaron a irse y antes de la 1 solo quedábamos Elizabeth, su cornudo con su hijo, Nati, yo, y unos treinta hombres. Y les digo, porque creo que era el único que estaba lúcido, que los hombres miraban a las dos mujeres con muchísima expectativa, a pesar de que sus maridos estuviéramos allí mismo. Me di cuenta que estaban estudiando de qué forma se iban a coger a alguna de las dos putitas, y cómo iban a quitar a los cornudos del medio. Incluso algunos, me di cuenta, estaban más allá de cualquier inhibición, y lo intentarían aunque tuvieran que pelearse con los maridos. No por morbo, sino simplemente por la combinación entre deseo, oportunidad y mucho —mucho— alcohol.
Luego de la 1 de la madrugada, el “baile” se desmadró por completo: el marido de Elizabeth y su hijito roncaban en la reposera, ausentes por completo, una de las viejas, antes de irse, los tapó con una manta. Me dio la sensación en ese momento que no era la primera vez que pasaba esto que iba a pasar. Me dio la sensación de que la vieja ya había abrigado a ese cornudo mientras su mujer comenzaba a divertirse “de verdad”. A veces sucede en pueblos muy chicos, o muy arraigados en el pasado, que la gente se toma un día al año en donde vale todo, y luego todo se olvida, se perdona, no existió nunca, y la vida sigue como si nada. En general estos rituales son patrocinados por mucho alcohol o drogas.
Elizabeth estaba tomada y desinhibida como los hombres. Se había quitado el buzo negro sin formas y ahora bailaba entre dos hombres con una camiseta blanca y ajustada que le marcaban muy bien los pechos gordos y los rollitos y algo de panza. Bailar es una forma de decir. Los borrachos se la cogían con los ojos, por lo que se le arrimaban uno adelante y otro atrás y la apretujaban y la manoseaban con una impunidad brutal. Ya no la tomaban de la cintura y un poco más. Como el cuerno estaba dormido ahí nomás, las manos iban directamente al culo, y subían constantemente a los pechos, que manoseaban y estrujaban con ganas. Con Nati era lo mismo, y yo no estaba dormido como el otro. Se la manoseaban ahí delante mío, aunque trataban de ocultarse tras la otra pareja. Pero estaban tan borrachos que no había forma de disimularlo. A veces quedaban junto a mí, que estaba poniendo las canciones, y no me veían, de tomados que estaban, y le metían manos tremendas, que a su vez yo simulaba no ver.
En un momento el Tune, Gardelito y tres más se fueron al almacén llevando a la rastra a Elizabeth. Se la iban a coger de a cinco. O más, porque detrás de ellos fue otro grupo numeroso de hombres. ¿Esto sucedía todos los Año Nuevo? Nati me buscó con la mirada. Si Elizabeth le había ganado de mano ella se quedaba sin intimidad. Era la hora de hacerme el dormido, si quería que me la cojan ahí.
Me tiré en un sillón de mimbre enorme, tipo Julio Iglesias. Por experiencia sé que las reposeras no sirven para espiar, así que las evité. Me quedé observando el baile y en un minuto me hice el dormido. Apenas cerré los ojos, el que bailaba con mi novia la besó en la boca y comenzó otro tipo de manoseo. Los borrachos se terminaron de desbocar y se fueron al humo. La rodearon enseguida, y ya casi la estaban desnudando y entonces mi novia los frenó, sacó un pañuelo de seda oscuro y vio a mí.
—Por las dudas que se despierte —dijo, y me cubrió el rostro con el pañuelo.
También por experiencia sabíamos dos cosas: cuando jueguen al cornudo dormilón, sabrán que los machos se animan más, pero guardan cierto recelo. Tápenle la cabeza al cuerno y verán que el amante se suelta mucho más. La segunda cosa que sabíamos era que un pañuelo de seda de trama abierta, si es oscuro, parece que impide ver cuando en realidad le permite al cuerno ver perfectamente.
Lo que hizo Nati a partir de ese momento procuró hacerlo en la línea de mi visión. No hubo más baile, aunque la música cumbiera siguió sonando como una burla. Fue a una reposera y se recostó allí. Un gordo grandote y algo viejo, medio desagradable al que llamaban Tortuga —o Tortu— se le fue encima y amagó desnudarla.
—No, no, ¿estás loco? —lo frenó ella— ¡Mirá si se despierta el cornudo y me ve en bolas! —Los borrachines parecieron asustarse— Mejor con ropa, si se despierta no va a sospechar nada.
Tortuga se recostó junto a ella, detrás de ella. Se abrió la bregueta y sacó la verga. Le corrió la falda del vestidito para arriba. Vi los muslos de mi novia desnudos y su bombachita blanca. Nati se corrió la tanguita para un costado y el hijo de puta de Tortu se tomó la verga, apuntó, puerteó y clavó. Así nomás. Delante de todos. Delante de mí.
—¡Ahhh…! —gimió Nati, más para mí que de calentura. Aunque la calentura real vino enseguida, porque el gordo comenzó el bombeo de inmediato. Los otros se acercaron para ver quién iba a ser el segundo, y pronto la rodearon. No pude ver cómo Tortuga le acabó, con tantos tipos que mi novia tenía alrededor. Cuando hubo cambio de macho, Nati pidió que le despejaran la vista “hacia el cuerno, no sea cosa que no me dé cuenta si se despierta”. A partir de ese momento vi cómo me la cogieron unos doce tipos. O usaron, sería más exacto decir, pues el alcohol no les permitió buenas performances.
Luego del doceavo, el cornudo de Elizabeth amagó despertarse y tuvieron que ir a llamar a la mujer. Vino, como si viniera de pagar el gas, lo despertó —estaba más dormido que despierto— y se lo llevó a su casa. La acompañaron cuatro o cinco hombres, “para asegurarse que llegaran bien”. Los cinco tipos no regresaron, se la iban a seguir cogiendo, y a mi Nati se la llevaron al cuartito del almacén, y me dejaron ahí solo.
A veces pasa que se la cogen más de uno y yo no puedo ver. Me quiero morir, y sé que Nati preferiría que yo la viera, pero qué se le va a hacer. Es el sino del cornudo.
Me la cogieron en el almacén unos quince borrachos más. Yo seguí haciéndome el dormido, pudiendo mirar la puerta del almacén, viendo salir cada tantos minutos a un tipo distinto, a veces arreglándose los pantalones y yendo a su casa a dormir, saciado por completo y vaciado de leche.
Son recuerdos lindos, hoy día: la música había terminado una hora antes. El cielo comenzaba a perder ese oscuro profundo de cuando va a venir el alba y las estrellas derraman sus últimos fulgores. El aire fresco, la vejiga que me explotaba aunque iba a hacer pis a cada rato, y el silencio mentiroso. El silencio de año nuevo en los esteros, cortado por el murmullo del río contra la costa, por los graznidos impertinentes de algún pajarraco a contramano, y por los alejados gemidos y gritos de muerte y vida de cada orgasmo de mi novia, que venían del almacén y me llegaban al corazón, acelerándolo y haciéndome parar la pija como nada en este mundo.



15.

El verano en el pueblito quizá no fuera tan diferente pero nosotros lo hicimos distinto. Es un lugar de río, así que con el calor fuerte la gente va cuando quiere, sin programación. El que no está haciendo nada, va; el que trabaja, recién se acerca a la tardecita, si no le dieron permiso en el astillero. Así que ya habrán deducido: durante la tarde, solo los jubilados y las amas de casa van a refrescarse al río, y a partir de las 17 ya está el pueblo entero.
Nos dimos cuenta con Nati que Elizabeth iba siempre con su hijo y sin su marido, que trabajaba en el astillero. Como era el río y hacía calor, le daba a ella la excusa perfecta para andar en bikini mostrando sus tetas gordas y el culo con la tanga bastante enterrada. También era la excusa de los viejos para mirarla semi desnuda con total impunidad. Imagino que antes de la llegada de Nati, los viejos se clavarían tremendas pajas, porque Elizabeth entraba al agua a refrescarse, jugaba con su hijo, se agachaba, tomaba sol de frente y de espaldas. Todo un show para los viejos, en ese rincón del planeta.
Nati generó una mini revolución en el río, con su bikini clavado que le hacía un marco al culazo que tiene. Aunque a esa altura los viejos que la miraban ya se la cogían regularmente, verlos mirarle el culo en mis narices igualmente me la ponía dura. Así como notamos que los matrimonios viejos dejaron de venir a la hora de la siesta, también notamos que a diario caían hombres más jóvenes, gente del astillero que había faltado al trabajo o se había tomado el día.
Un mes antes yo había recorrido el río y había encontrado, a unos trescientos metros, una cuña de terreno penetrando las aguas. Había unos cuantos árboles y una loma llena de yuyos altos. Un buen escondite, si los machos me la cogían en la costa.
Íbamos al río y a la hora de la siesta yo hacía como que me regresaba a casa, supuestamente a seguir con mi libro. En realidad me iba al escondite y esperaba. Nati se quedaba sola, leyendo o charlando con alguno de los viejos o cuidando al nene de Elizabeth, que lo dejaba argumentando que se había olvidado algo pero en realidad se iba a coger por ahí con alguno del astillero que hubiera faltado. Llegado un punto, Nati decía que se iba a caminar y venía por la costa hacia mi posición. A veces sola, a veces con alguno. Es que ya todos se la cogían, no tenía sentido fingir cuando ella estaba fuera de mi presencia. Solo si estaba Elizabeth fingían un poco y se iban por separado, Nati y el tipo. Cuando mi novia llegaba a esa cuña de terreno en el río, ella se entregaba a su macho. Sabía que yo la estaba espiando tras la pequeña loma, detrás y debajo del yuyerío. Tiraban una lona sobre la arenilla y simplemente lo hacían. Así nada más. Yo siempre envidié y admiré la capacidad de mi novia para hacer este tipo de cosas en cualquier lado sin que nada le importe. Yo no podría.
Vi cómo me la cogieron casi a diario. A veces un macho, a veces dos. A veces por largo rato, a veces por pocos minutos. A diferencia de cuando la espiaba en casa, aquí no corría riesgo de que me abrieran la puerta de golpe o que me vieran, así que me clavaba unas pajas colosales. Cada macho que me la cogía era una fiesta para mis ojos, cada penetración, cada vez que ella se arqueaba de gozo, cada tironeo de cabellos, o nalgada, o el grito incontenible de puta, en fin, cada orgasmo de mi novia montada sobre la verga dura de otro hombre me motivaban mi propia paja y me provocaban explosiones intensísimas, que apenas si lograba callar.
Lo que me pajeé ese verano en el río creo que nunca lo igualé en la vida. Porque no era que me pajeaba una vez. En media hora u hora completa que me la cogían yo me cascaba entre dos y cuatro veces. Era inevitable. Acababa, y al volver a posar los ojos en mi Nati cabalgando verga, otra vez al palo y otra vez a pura paja.
A la tarde, ya cogida y cuando el pueblo iba al río, Nati quería volver a ir y llevarme. Para que todos los que se la cogían a diario me vieran.
—Tenés que venir. ¡Quiero lucir a mi cornudo! —me dijo una tarde mientras la limpiaba. Porque cuando se la terminaban de coger en el rio ella iba para casa (yo también, por otro camino), y hasta las 17 me hacía limpiarla, y luego ya se preparaba para la noche.
No cogía a las 17. Había tanta gente que resultaba imposible. Solo íbamos para sociabilizar, pasarla bien, mostrar su cuerpazo bien trabajado (ella), y mostrar su cornamenta bien trabajada (yo).
Era raro y debo admitir que me sentía constantemente avergonzado. Sí, también excitado, pero entiendan que en el codo del río a esa hora se juntaban medio centenar de personas, a veces más. La mayoría hombres, amantes regulares de Nati. No tipos que había visto una vez, como en Buenos Aires. Acá yo miraba cada rostro y debía saludarlo, pues nos conocíamos. Era saludar y hacer mentalmente el reporte.
—Buenas, don Marce.
—¿Cómo le va, don Emilio? —le saludaba con una sonrisa, mientras pensaba: “viejo hijo de puta, te la cogés los martes a la noche, tenés una pija promedio y le echás mucha leche. Te la cogiste unas doce veces, las últimas tres por el culo, y desde hace un mes que Nati ni te lleva empanadas como para disimular; solo llamás, ella llega y te la cogés”.
—Hola, Marce… Hola, Nati…
—Hola, Rubencito… ¿Cómo andás de la pierna? “Pendejo pijudo, pará de arrancarle orgasmos a mi novia. Te veo cogiéndomela todos los viernes en mi propia cama y después le tengo que limpiar tu leche… dos veces…”
Multipliquen eso por cincuenta. Un horror. Tuve que comprarme unas bermudas más grandes porque vivía al palo y era un papelón. Encima Nati, tanguita bien metida en el orto, iba y venía al agua, y se ponía a hablar con todo el mundo. La miraba y más al palo me ponía. La miraban otros, ¡y peor! Y todavía más peor cuando la veía a ella en tanga, sola, a unos pocos metros, sacando pecho y parando culito y charlando haciéndose la decente con alguno de los que se la garchaba habitualmente. Yo la observaba desde nuestra lona tirada en la arena. Hacía como que leía un libro y no le despegaba un ojo. Charlaba con uno, charlaba con otro. Y todos le miraban el orto entangado. Para qué, no sé, si no solo se lo veían desnudo una vez por semana, también lo tomaban con sus manos y se lo clavaban hasta los huevos.
Hacia las siete comenzaba a ralear la gente. Primero se iban las viejas y sus maridos. Cuando solo quedaban hombres, y especialmente cuando quedaban pocos, Nati se aflojaba un poco y me colocaba aún más en el papel de cornudo. Con distintas cosas, por ejemplo, si alguno de sus machos estaba sentado con nosotros, ella de pronto se ponía de pie frente al tipo, poniéndole el culo adelante. O se ponía a hacer ejercicios o estiramientos delante de otros. Muchas veces, cuando había machos que se la cogían en el río, me invitaba a ir al agua con instrucciones de que no acepte, y ante mi negativa se iba sola y chapoteaba y jugaba levemente de manos con sus machos, delante de los otros hombres y de mí, que debía sonreír como un imbécil.



16.

El viernes fuimos a Las Cuadrillas a llevarles los volantes. Fuimos entre las 18 y las 20, pues más tarde Nati debía atender los habituales pedidos especiales de vecinos que se la iban a garchar. Me sentí tonto llevando una propuesta gastronómica a un lugar provisto de comida, pero como dijera mi novia: era una excusa, a nadie le iba a importar.
Como para reafirmar esta idea, la muy turra se fue vestida un poco menos decente que siempre, si es que se puede decir decente a esas calzas ajustadísimas y las remeras entalladas. En Ensanche ya me la cogían absolutamente todos —salvo un par de excepciones—, y todos sabían que era una putita, incluso las vecinas, de modo que ya podía ella liberarse un poquito más; “sin exagerar”, le pedí. Queríamos conservar hacia afuera la imagen de que yo era un perfecto cornudo pelotudo que nunca se enteraba de nada. Así que mi novia se puso una minifalda —no de escándalo, sí bien corta— botas y una camisa sexy. Estaba bien sensual, como para llamarle la atención a los obreros, y no tan puta como para dejarme parado como un cornudo consciente.
En esas 24 horas yo no había ideado ningún plan. Tenía la esperanza de que se me ocurriera algo viendo el lugar. Las Cuadrillas estaban muy cerca del río, pegadas al astillero, y como a dos manzanas del pueblito, quedando —en la práctica— un poco aislados, especialmente después de las 19, que ya no quedaba nadie en el astillero. Fuimos con la camioneta y ya antes de llegar nos llamó la atención la cantidad de hombres que había en los alrededores yendo y viniendo. Todos más o menos jóvenes, de entre veinte y cuarenta años, que nos observaban sin ocultar su curiosidad o sorpresa al vernos. Algunos nos saludaban, pues los conocíamos de cruzarnos en el almacén, o en la playita o algún otro lado.
—A ese me lo cogí, cuerni —me señaló Nati a un morocho regordete de unos 35—. Y a ese. Y a aquel, una vez…
Detuve la camioneta frente a la cuadrilla y bajamos, yo con mi mejor cara de cornudo —descontaba que ya sabían quiénes eran “la putita del pueblo” y “el cornudo del pueblo”—, y mi novia con su minifalda sexy y un montón de volantes. Estaba como una nena alegre, histérica, excitada, nerviosa. Comenzamos a charlar con quienes ya conocíamos (o dicho de otra manera, con quienes ya me la habían cogido y tenían idea de cómo era el sistema).
Nati le explicaba a uno y otro obrero con entusiasmo, volante en mano, tocándolos amablemente y parando el culito y espigada como el palo mayor de un velero. Yo permanecía al lado, mudo, dibujado. A ella le gustaba así, decía que de esa manera quedaba más cornudo. No participar me daba la oportunidad de observar mejor a los machos de mi novia (lo que para un cornudo de ley es algo de enorme y morboso disfrute). A quienes lo eran, y a quienes iban a serlo. Lo primero que me di cuenta era que ya todos sabían que ella se dejaba por cualquiera, que le gustaba la pija, y también que conocían el sistema secreto, la palabra clave que hacía abrir de piernas a mi novia. Lo supe por sus ojitos chispeantes cuando Nati hablaba, los cruces de miradas burlonas entre ellos y la manera en que evidenciaban su vergüenza ajena cuando Nati me tocaba o me sonreía. Era humillante de una manera silenciosa. Mientras mi novia explicaba que el pedido lo llevaba ella personalmente, se hizo evidente que tanto ella como los tipos pensaban y hablaban de coger.
Cuando luego ingresamos a la cuadra propiamente dicho, sucedió lo mismo y un par de cosas más. Los hombres, adentro, estaban semi desnudos, cambiándose la mayoría, volviendo de haberse dado una ducha. Nati había entrado de sopetón, como si fuera la dueña, y yo detrás, al trotecito. Los hombres se la comieron con los ojos, la mayoría no nos había visto nunca, aunque sabían de nosotros. Nati me presentó de inmediato como “mi marido”, como para dejar bien en claro a quién iban a hacer cornudo. Ninguno de los obreros dejó de echarle a mi novia miradas cargadas de deseo, muchos entre sonrisas y risitas de nervios y de burla.
Yo miré bien el lugar. Había ventanas como para espiar desde afuera, y los extremos tenían portones. El problema era si había gente en los alrededores, entonces no podría asomarme. También vi tres claraboyas sobre el techo, que daban luz natural y dejaban respirar.
Cuando regresamos a la camioneta, mi rostro no era el mejor.
—¿Qué pasa, cuerni? Salió perfecto.
—No tengo forma de espiarte sin que me puedan ver.
—Ay, bueno, mi amor, por una vez… —Di vuelta la camioneta y enfilé para salir. Los tipos que en los próximos días estarían metiendo vergazos dentro de mi novia me saludaban como si todos fuéramos inocentes—. Si querés no me dejo coger de a más de uno.
Me mentía. Y yo sabía que me mentía. Y ella sabía que yo sabía que me mentía. Y ese gran eufemismo me hizo parar la pija.
Arreglamos que los pedidos que vinieran de Las Cuadrillas Nati los efectuara después de la una de la mañana. Ya no cabía más gente en la agenda, tuvimos que estirar el día. Yo oculté secretamente otra intención. Secreta y egoístamente. Digan lo que quieran, que en el amor no hay egoísmos. Mentiras. Yo quería que fuese a esa hora porque sabía que al otro día los obreros se levantaban muy temprano para trabajar. El que solicitara a mi amorcito para cogérsela no iba a contar con mucha compañía.
A la noche siguiente la llamaron por primera vez.
—¡Es Raúl! —me anunció entusiasmada.
—No recuerdo quié…
—¡Es el morochón de bigotes, un machazo de los de antes! Estaba rogando que me llamara él… ¡Ay, los cuernos que te voy a poner con ese hijo de puta!
A la una y media la llevé con la camioneta. La muy turra se había ido con un vestidito que parecía más un babydoll que ropa de calle. Era verla y tener una erección. Llegamos a Las Cuadrillas y por suerte en los alrededores no había nadie. Tampoco en el comedor, y supuse lo mismo en las duchas. El silencio era total, solo llegaba el rumor del río, tan cerca. Nati abrió la puerta y se inclinó para bajarse. La luz de la cabina se encendió y justo alcancé a verle la faldita subida y pegada a ella, y la tanguita negra enterradísima entre las nalgas.
—Mi amor, tratá de que no te cojan de a muchos… —rogué, patético. Ella me sonrió como con burla y se acomodó bombachita y falda y se fue a la cuadrilla.
Le hice señas con las luces. Giró. Me buscó con la mirada. Le mostré por la ventanilla la bolsita de empanadas que se estaba olvidando. ¬¬
La vi entrar a la cuadrilla y me sucedió lo que siempre me sucede cuando la dejo a merced de los chacales: me pongo nervioso, me sudan las manos y se me acelera el corazón. La idea era ocultarme en el auto, y espiar desde allí cuando fueran a coger al comedor, en lo que suponíamos iba a ser un encuentro de media hora. A los cinco minutos no aguanté más y me bajé de la camioneta. Fui a la entrada con bastante miedo de que saliera alguno y no tener nada con qué justificarme. No había nadie. Estaba oscuro, como si todos estuvieran durmiendo. ¿Se la estaban cogiendo ahí? Si era así se me iba a complicar adivinar en qué cama.
De pronto escuché un murmullo masculino. Me agarró un cagazo padre, cagazo a ser descubierto. Fui a una de las ventanas del otro lado, donde no daba ninguna luz. Me asomé a la primera ventana y nada. A la segunda, nada. Pero en la tercera…
Adentro la luna se filtraba por las claraboyas y se veía bastante. Son raros los colores de los cuerpos amándose en la noche, ¿se dieron cuenta? Nati se veía azulada y descolorida, arrodillada. Sus brazos juntándose y su cabeza cabalgando lenta y placenteramente sobre la verga de Raúl. Raúl también estaba des-saturado, sin color, y le sostenía la cabeza a mi novia para guiar la mamada. Levantó la propia y gimió:
—Oh, Dios…
Cuando me acostumbré a la poca luz vi que Raúl estaba prácticamente desnudo, solo con su bóxer que ahora tenía por las rodillas. Nati seguía vestida, un detalle de aparente decencia que siempre me calentaba. Claro que acostumbrarme a la oscuridad hizo que notara algo más. Había otro tipo con ella, detrás de ella, tan semi desnudo como Raúl, metiéndole mano por debajo de la falda, masturbándola.
El descubrimiento me hizo retirar de la ventana: un tipo de frente me podía ver. Me salí de allí con la cabeza a mil, tratando de ver la manera de espiar. Dando vueltas a la cuadrilla vi recostada contra una pared una escalera de madera medio desvencijada. No lo dudé: la puse de pie y la llevé sobre el flanco más cercano a la claraboya donde estaba Nati y subí. El techo de chapa hizo un poco de ruido, nada grave, le echarían la culpa a un gato. Cuando me asomé por la claraboya Raúl tomaba a mi novia de los cabellos con mucha fuerza y le sacudía la cabeza con violencia, gimiendo, gritando ya.
—¡Sííí putaaahhh…!
Le acababa y le llenaba el buche de semen.
El problema era que ahora había tres tipos más además de Raúl. El de atrás ya no la pajeaba. Le había subido la faldita y ahora la tomaba de la cintura y se la clavaba con pijazos profundos. Otros dos estaban alrededor, con las pijas en la mano, a la espera.
Vi cómo Raúl le retiró la verga recién acabada y se la limpió sobre el rostro de Nati, que luego supe que sonrió y lo miró a los ojos con lujuria de puta. Uno de los obreros que estaba libre ocupó enseguida su lugar. Yo estaba fascinado, desde mi posición tenía una panorámica de cómo se movían los machos en grupo. En las camas de alrededor los hombres estaban despiertos y miraban a la mujer tomar pija con ganas. Evidentemente también estaban esperando su turno. El de atrás de Nati comenzó a acelerar la serruchada y a bufar fuerte. Nati también comenzó a bufar.
—Te acabo, putita… —escuché claramente.
Nati se quitó la pija de la boca.
—¡Dámela toda! ¡Llename! ¡Llename para el cornudo!
Eran típicas frases de mi novia cuando algún macho le acababa.
—¡Te lleno, puta! ¡Te lleno, te lleno…! ¡Ahhhhh…!
Y comenzó a clavar a fondo y dejar la pija allí. Y retirar y volver con fuerza. Me la estaba llenando uno nuevo. Otro más. Y mi Nati parando el culito para que el lechazo le llegue más hondo.
Este tipo le retiró la pija con un chirlo cariñoso en la cola y vino uno nuevo a reemplazarlo. El nuevo era un gordo grandote que la tomó de la cintura y la levantó como si fuera de papel. La depositó sobre la cama y la hizo ponerse en cuatro. Por mi posición y por la panza de él no podía ver si la tenía grande o chica, pero por las reacciones de mi amorcito ya me doy cuenta cuándo le están enterrando un buen pedazo de pija. Y ese debía ser un pedazo tremendo, porque Nati jadeó por primera vez realmente fuerte.
—¡¡Ahhhhhhh…!!
Se tuvo que sostener de dos vergas para no caerse, así de fuerte comenzó el bombeo. El grandote la tomaba del culo, cada manaza le retenía una nalguita completa, y desde allí la empujaba hacia él. Una. Dos. Tres. Cuatro veces. Y más. Y más rápido. El bombeo era tan fuerte que a Nati le costaba chupar las dos pijas. Otros tipos se animaron. Una de las pijas que chupaba se deslechó enseguida. Los reemplazos estaban prestos, llegaban casi antes de que la pija previa se retirara.
Esa noche me la cogieron cerca de veinte tipos. Nati terminó desnuda, toda enlechada y con su ropa pisoteada. Milagrosamente no le hicieron doble penetración esa noche, pero al día siguiente sí le llenaron los tres agujeros a la vez. El tal Raúl se la enculó como Dios manda e invitó a otros compañeros a que la vayan llenando de verga y leche por la concha. Esa maniobra y otras las pude ver porque la mayoría de las veces que Nati fue a Las Cuadrillas, yo subí la escalera y espié por la claraboya.
Siempre se terminaba igual: entre las tres y las cuatro de la mañana. Nati comenzaba a vestirse lentamente —para darme tiempo— y yo bajaba, corría al trote y agachado como un soldado de elite infiltrado (Nati me corregía: “como un cornudo de elite, mi amor…”), me metía en la caja de la camioneta y a los dos minutos ella llegaba e íbamos a casa. Y la limpiaba. No me pajeaba con ella porque me acababa tanto en el techo que ni me quedaba más leche.
Diez días después, cuando las llamadas y encamadas de Las Cuadrillas se hicieron habituales, Nati, puro orgullo y calentura, vino a mí con nuestro cuaderno tipo universitario.
—¡Cuerni, lo logramos!
Costaba creerlo, y por mi forma de ser, meticuloso, tomé el cuaderno y lo chequeé.
—¿Estás segura? —Yo también me estaba entusiasmando—. ¿No falta ninguno?
Nati, con ojos enormes y brillosos y una sonrisa de oreja a oreja:
—¡Están todos, mi amor! ¡Todos! Y son amantes regulares, como queríamos…
Era cierto. Mirando el cuaderno se veía claramente: unos más, unos menos, el caserío entero me la estaba cogiendo en forma regular y a mis espaldas. Incluso el gerente del astillero, que se la empezó a coger luego que se la presentara Raúl, a cambio de una bonificación, con lo que al menos en esa oportunidad, Nati fue literalmente la puta de Raúl.
Igual, eso no importa. Esa es otra más de las historias del Pueblo Mínimo. Lo que importaba era que el cuaderno estaba lleno, las equis estaban todas puestas, salvo el del marido de Elizabeth y otro viejo tan cornudo como él.
—¿Entonces nos vamos? —le pregunté. Y un poco de tristeza nos agarró.
—Salgamos a la calle. Quiero que vayamos por Ensanche saludando a todo el mundo.
Lo hacíamos a diario pero esta vez era especial. Esta vez TODOS se la cogían.
Enfrentar la mirada de un tipo tras otro, todos machos de mi Nati, que le metían verga adentro mucho más que yo, sostenerles la mirada con la mejor cara de cornudo posible… era divertido, excitante y muy humillante.
—Quiero que nos quedemos unos días más para mostarte más en público, ¿eh, cuerni? Voy a empezar a vestirme mucho más puta —se entusiasmó, conozco esa mirada—. ¡Quiero hacerte quedar como el cornudo del pueblo de verdad!
—¡Ya lo soy! ¡Hija de puta, ya te cogés a todos y cada uno!
Nati rió, vino toda mimosa, me rodeó el cuello con sus brazos y me estampó un beso.
—Mi amor… ¿Te acordás cuál era tu recompensa si lograba convertirte en lo que finalmente te convertí?
Claro que me acordaba, lo tenía presente desde el día que llegamos.
—No, ¿qué cosa, bebuchi?
Nati volvió a reír. Y a besarme de nuevo. Me tomó de la mano y me llevó a nuestro cuarto para hacer el amor, por vez primera desde que pisáramos el pueblo mínimo.

  
— FINAL DE LA MINISERIE — Parte 4 (de 4)


** SE PUEDE COMENTAR. NO LE COBRAMOS NADA. =)


El Portero y la Sra. D’angelo

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*UN NUEVO RELATO CADA VEZ QUE ARGENTINA GANE EN EL MUNDIAL ^_^


El Portero y la Sra. D’angelo

Por Rebelde Buey

NOTA: Este relato es viejísimo, de los primeros. Fue publicado en una vieja página web que yo hacía donde publicaba relatos como éste y un millón de talkies muy graciosos. No es tan bueno como los relatos actuales, pero se deja leer.


Algún día les contaré cómo llegué a ser encargado de este edificio, y cómo he logrado manejarlo a mi antojo. Con decirles que casi no hago nada. Baldeo un poco la vereda como para cuidar las apariencias y a veces saco la basura, pero nada más.
¿El resto? El resto lo hacen los cornudos que viven en el edificio. No, no es una expresión. Literalmente, el resto de las cosas las hacen los maridos cornudos mientras me cojo a sus mujeres.
Por ejemplo, el del séptimo B reparte la correspondencia del consorcio todos los martes a la noche. Yo la guardo un par de días y se la llevo. Él sale contento a repartirla. Va con la pila de cartas en la mano y la pija parada bajo el pantalón, porque sabe que mientras él anda por el edificio, yo le surto a su mujer en su propia cama. A tal punto le gusta que casi siempre se demora más de la cuenta para darnos a mí y a su putita un poco más de tiempo.
Otro que me ayuda mucho es el cornudo del quinto D. Su mujer es la más puta del edificio. Yo me la suelo coger de día, mientras el marido está en la oficina, pero a veces se nos hace tarde y mientras me la estoy cogiendo llega él del trabajo. En esos momentos me gusta humillarlo y lo mando a que saque la basura de todo el edificio. Entonces se nos acerca a la cama, besa a su mujer desnuda y agitada y se va a hacer lo que le ordené. Sabe que la próxima hora, mientras él esté cerrando y cargando bolsas, yo me estaré gozando a su mujer. Es seguro que esa es la hora más feliz de su semana.
También está el del segundo D. Ese no está casado; está de novio con una pendeja terriblemente fuerte. Le dije que hasta que no se casen es mejor que no tengan relaciones. Por supuesto, me cumplen. Y, por supuesto también, cada vez que la chica va a visitarlo a su departamento, primero pasa por el mío. Ya me prometieron que para la boda voy a ser el padrino y me van a llevar a la luna de miel.
Todos o casi todos los que viven en mi edificio son cornudos. Algunos jamás lo sabrán. Otros, lo sospechan. Pero la gran mayoría lo sabe, y lo asume de una u otra manera. Es la única condición excluyente que acepto para que alguien venga a vivir aquí. Si yo no advierto cierta condición de cornudo en el hombre, o cierta actitud tramposa en la mujer, no entran.
Ustedes se preguntarán cómo es posible que un simple portero tenga tanto poder. Bueno, eso es algo que dejaremos para más adelante. Porque hoy simplemente quiero contarles lo que me sucedió con el del 11 E.



Los del 11 E son una pareja bastante típica dentro de mi edificio. Ella tiene treinta y pico, piel blanca y cabello negro, largo y sensual. Es una latina de rostro de puta infernal, grandes pechos y caderona. Buena cintura, ojos grandes y una boca y labios que uno quisiera que se quedaran en la entrepierna toda la noche. Él es un tipo común de clase media, unos quince o veinte años mayor que ella. Bastante serio.
La razón por la que los dejé alquilar fue obvia. Si bien el marido no tenía el típico aspecto de cornudo consciente, la mujer tenía muchas de las características para admitirlos: simpática, atrevida, mirona.
Estoy seguro que ya le metía los cuernos desde antes de vivir aquí. Quizá hasta por eso se mudaron. Se presentaron como el señor y la señora D'angelo, y así los llamé siempre desde ese día. Incluso cuando le daba bomba en su propia cama, una hora antes de que el cornudo llegara con su habitual cansancio y apatía.
Como sea, antes del mes de haberse mudado ya me la estaba cogiendo tres veces por semana mientras el marido trabajaba. Antes de los cuatro meses se la estaban garchando el carnicero, el repartidor de agua, un amigo portero del edificio de enfrente y dos chicos de distintos deliveries.
Sin embargo, a diferencia de otros cornudos de aquí, este señor no estaba al tanto de las aventuras de su mujer. O mejor dicho, no quería darse cuenta de la triste realidad. O, en el último de los casos, si se daba cuenta, hacía enormes esfuerzos por hacerse el boludo.
Confirmé que efectivamente era esto último en las primeras vacaciones del señor.
A esa altura yo me la venia cogiendo a su mujer sólo una vez por semana. Pero con las vacaciones, muchas de las mujeres del edificio no estaban y volvía a disponer de más tiempo. Había arreglado con la señora D'angelo que, ya que vivía debajo de mi departamento, iba a tener cierta prioridad e íbamos a coger todos los días.
Y así fue la primera semana de enero. Pero la segunda su marido se instaló en su casa porque le habían dado a él sus vacaciones. En teoría, el cornudo no conocía su condición de tal, con lo cual la cosa se iba a complicar puesto que con la señora D'angelo nos estábamos viendo todas las siestas.
Los primeros dos días de vacaciones de su marido, la señora no subió a mi departamento. Como tenía al cornudo en casa, no se  atrevía. Pero como también se moría de ganas, al tercer día inventó una excusa tonta y subió. Cogimos toda la tarde.
Al cuarto día inventó otra excusa, y al quinto también. Y siempre cogíamos de lo lindo. Pero el marido era cornudo, no boludo. Al tercer día de excusas se dio cuenta que cada vez que su mujer se ausentaba, a los cinco minutos comenzaban a escucharse ruidos en mi habitación (como les dije, yo vivía arriba de ellos, y mi habitación estaba exactamente sobre la suya).
Aquel día, cuando la señora D'angelo regresó de una extraordinaria y ruidosa sesión de sexo en mi departamento, el cornudo, con cierto dolor en los ojos, le comentó:
—Cada vez que te vas, en el departamento de arriba hay un ruido de locos... ¡Parecen animales...!
—¿Ru... idos...? —La señora D'angelo se turbó. No había pensado ni remotamente que podían escucharla.
—Sí —dijo él, apagado—. Todas las tardes...
Hubo un segundo de silencio. Después, ella se aflojó y dio un paso hacia él.
—Pobrecito... —dijo dulce y conciliadora, aunque todavía un poquito nerviosa—. ¿Y así no podés dormir la siesta...?
Lo abrazó.
—Sí, la siesta... Igual que en el otro edificio...
Ella se separó inmediatamente de él, como si le quemara. Su rostro era de indignación muy bien fingida.
—No. Como en el otro edificio, no —retrocedió y cruzó los brazos sobre sus pechos—. Es cierto que en el otro edificio me cogían hasta los de la limpieza, y siempre hacía escándalo. Pero eso ya pasó. Ya lo hablamos. Te fui infiel una vez porque pensé que vos me estabas siendo infiel también... —Miró para abajo, como recordando sin querer recordar. —Es cierto, me equivoqué... vos no te acostabas con otra... Pero yo qué sabía...
—Pero mi amor, durante tres años enteros fui el rey de los cornudos de ese edificio... ¡Fui el cornudo del barrio entero...! Y te perdoné... y me prometiste que no lo ibas a hacer nunca más... Por eso nos mudamos acá… para recomenzar de cero...
—¡Y vos me prometiste que no íbamos a hablar más del tema y que no me ibas a echar en cara ese episodio...!
Hubo otro segundo de silencio. Esta vez, cargado de resentimientos y frustraciones. El pobre cornudo suspiró y pareció desinflarse sin remedio.
Pero no te preocupes —volvió a decir ella—. Si tanto te molesta el ruido a la hora de la siesta, mañana te lo soluciono...
Al otro día, a la hora que siempre subía, la señora D'angelo se calzó un pantalón negro ajustadísimo, una camisola blanca con un escote impresionante que le dejaba ver mucho y fue hasta su habitación. Cuando el cornudo la vio casi dio un salto de la sorpresa.
—¡Mi amor! ¿Pero qué hacés así vestida?
—Voy arriba. Voy a hablar con ese cretino del portero antes de que empiece a hacer ruido y no te deje dormir...
—P-pero... ¿vas así vestida...? —El pobre cornudo abrió las sábanas de la cama para acostarse. En un giro de su mujer vio el relieve de la bombacha debajo del ajustadísimo pantalón. Llevaba la bombachita metida bien —pero bien bien— dentro de la cola. El cornudo no pudo evitar una erección.
—Quedate tranquilo, mi amor —Ella lo tapó amorosamente y lo besó en la frente. Él se reconfortó bajo las mantas—. Voy arriba a ponerlo en vereda a ese irrespetuoso antes de que empiece a hacer ruido... Vas a ver que hoy te va a dejar dormir la siesta.
Salió de la habitación bamboleando las caderas mientras el cornudo veía esa cola que era suya y que iba hacia arriba, hacia el departamento del portero —el mío, claro—. El cornudo tuvo que aceptar una nueva erección.

Cogimos como beduinos. A la calentura normal que siempre teníamos, se le sumaba el morbo de saber que su marido estaba abajo sospechando de nuestro garche pero sin poder decir nada. La idea de que ella se había vestido bien sexy para mostrarle que así iba a coger conmigo me voló la cabeza y fue la responsable de que me echara tres polvos esa tarde.
Terminamos cuando cayó la noche. Eso sí: en absoluto silencio.
Al otro día la señora D'angelo volvió. Había puesto la misma tonta excusa. Al parecer, el cornudo se sintió más aliviado porque la tarde anterior no había escuchado ningún escándalo. La señora D'angelo se había vestido con un pantalón cargo y una remera negra y súper ajustada, que le marcaban las buenísimas tetas que tenía. Esa tarde también cogimos como animales. Y también en silencio.
Los días siguientes fueron similares, pero lo cierto es que la putita infiel y yo nos fuimos relajando sin darnos cuenta y al comenzar la segunda semana de vacaciones del cornudo, ya estábamos otra vez haciendo ruido, gritando, jadeando sonoramente y puteando en cada orgasmo.
Al promediar la segunda semana, una tarde en la que la señora D'angelo estaba como sacada, arriba mío, cabalgándome sin tregua y gritando como una posesa, sonó el timbre.
—¡Ahhhhh...! ¡Ahhhh...! ¡Me estás empalando, hijo de puta...!
—¡Shhh! ¿Eso no fue el timbre?
Me tapé con una sábana y fui a ver. ¡Era el cornudo! Abrí la puerta sin mostrar el interior de mi departamento.
—¡Sí...? —balbucí. Admito que estaba un poco confundido.
—Ejem... —el pobre cornudo estaba rojo como un tomate—. Señor potero, quería pedirle, si no es mucha molestia... emmm…
—Sí, ya sé. Que no haga tanto ruido...
—Por favor... —dijo conciliador—. Estemmm... trato de dormir la siesta... Son mis vacaciones...
Me sentí un poco culpable. Aquel tipo parecía necesitar el descanso de verdad.
—Sí, discúlpeme... Me dijo su señora...
—Oh... ¿La vio a mi señora, entonces?
—¡Eh…! Psí... Hoy. Hace un par de horas. Vino a decirme que por favor no haga ruido... por usted...
—Claro... por favor, si es posible...
—Sí, sí...  Disculpe.
—No digo que deje de hacer lo que está haciendo... Hágalo las veces que quiera. Pero en silencio...
—¿Las veces que quiera...? P-pero...
—Sí, claro... Qué sé yo... A la mañana y a la tarde...
—A la mañana también...
—Sí, pero en silencio.
—Sí, en silencio.
—Mi mujer va todas las mañanas al mercado a comprar cosas... Si quiere le digo que pase por acá para recordarle que lo haga, pero sin hacer ruido...
—¿Podría... mandar a su mujer también a la mañana...?
—¿Podría hacer lo que hace, que evidentemente lo hace muy bien, pero en silencio...?
—Sí… sí... por supuesto...
—Entonces, cuando mi esposa llegue hoy a la noche, se lo pediré. Adiós.
—A... dios...

Desde esa tarde y durante la semana y media que continuaron las vacaciones del cornudo, le cogí a la mujer dos veces por día en el más absoluto silencio. La segunda semana incluso participó un primo mío que paró por casa unos días. Fueron momentos tremendos. A la putísima señora D'angelo tuvimos que ponerle un pañuelo en la boca y una mordaza para que no gritara los orgasmos cuando le hicimos una doble penetración. Por alguna razón yo quería respetar el deseo del cornudo de no hacerle ruido.
La última semana, los últimos días especialmente, fueron de película porno. Una tarde me la enfiesté con el carnicero, y otro día me la cogí en el pasillo, frente a la puerta del departamento del cornudo. Mi primo se quedó en Buenos Aires dos días más de la cuenta sólo para seguir cogiéndosela. Se la garchó en la cochera, dentro de mi auto, y el día que se iba trajo cinco compañeros de la facultad (así me dijo) y se la cogieron todos, de a uno y haciendo cola en la escalera del edificio.
Hoy, mucho después de esas vacaciones, el cornudo sigue haciendo como que no lo es. Y yo volví a cogerme a su mujer una vez por semana.
Salvo en las vacaciones...
;)

FIN  (relato unitario)

Los Embaucadores I: El Pueblo Mínimo: Elizabeth

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LOS EMBAUCADORES I: El Pueblo Mínimo
Anexo 1: Elizabeth
(VERSIÓN 1.0)

Por Rebelde Buey



Marzo de 2003  

Los papeles en su mano temblaban como una hoja porque todo él estaba al borde del colapso. Era seguro que se le iba a quebrar la voz cuando la encarara, y no por miedo, sino por impotencia. Su mujer regresaba de lo de su madre, aunque lo más probable era que eso fuera otra mentira. Escuchó la llave. Escuchó la puerta abrir y luego cerrarse. Escuchó los pasitos de taco alto y apareció ella, Elizabeth.
—Hola, mi amor —saludó muy feliz su esposa, y enseguida cambió el semblante y tono al ver a su marido sentado en el sillón viejo del livingcito, con dolor en el rostro—. ¿Qué… qué pasó…?
Pedro esgrimió las hojas. Temblaba más que nunca en la vida.
—¡Explicame esto!
Elizabeth tomó los papeles. Eran fojas de impresora con la imagen suya en la entrada del edificio: Ella y Miguel. Ella y Leonardo. Ella y Rafael y Donatello. Ella y…
—Son… es… Nada, gente que toca timbre y yo bajo a ver quién es. Son vendedores, cosas así… ¿De dónde sacaste estas fotos?
—No me tomes el pelo, Elizabeth. Tengo un CD lleno de imágenes. Tengo los horarios de entrada y salida de casi todos. ¡Vendedores las pelotas! A todos estos tipos los hiciste entrar y estuvieron acá entre una y dos horas cada vez… ¡Sos una mentirosa!!
—¡Mi amor, no….! ¡Te juro que…!
—¡Empezá a hablar porque acá se ve claramente que durante la semana vienen un montón de tipos a cogerte en mi propia cama!
La que temblaba ahora era Elizabeth. Pedro reparó por primera vez en las  ropas que llevaba: para venir de la casa de la madre estaba demasiado maquillada y sexy, con una falda bien corta y botitas de cuero. Tenía lindo cuerpo, linda cola y bonito rostro. Rostro que ahora se desfiguraba por unas lágrimas silenciosas y la pintura corrida.
—No es lo que parece, mi amor… Te juro que no es tan así…
—¿A cuántos te cogés, Elizabeth? ¡Quiero saber a cuántos te cogés!
—¡No importa, mi amor, no importa! No lo vuelvo a hacer más, te juro que…
—¡¡¿¿A cuántos!!??
Elizabeth se había acercado hasta el sillón. Era un sillón barato de dos piezas, no habían tenido plata para más. Se arrodilló en el piso junto a su hombre y apoyó sus manos en el regazo de él, buscando las suyas.
—Uno o dos…
—Entre todas las fotos conté por lo menos veinticinco tipos… ¡Me estás mintiendo!
Al lado había una mesita vieja y gastada, con más fotos y cajitas de CDs. Elizabeth estaba aturdida. Comenzó a llorar.
—Sí, puede ser… Pueden ser veinticinco, nunca los conté…
—¡Sos una puta de mierda!
Pedro se quitó las manos de ella como si dejarlas allí lo hiciera cómplice.
—No, mi amor, escuchame, esto debe tener una explicación…
—¿Cómo que “debe”…?
Elizabeth miró a un lado y otro ganando un segundo para encontrar qué decir. Tuvo el instinto de mover un brazo al solo efecto de que se le abriera la camisa, y como estaba agachada se recogió un poco la falda ya corta. Estaba desesperada, amaba a Pedro aunque había hecho cosas que dijeran lo contrario.
—Deben ser tipos que conocí antes de casarme con vos. Yo solo te engañé con uno o dos…
—¡Me seguís mintiendo! ¡Me puedo dar cuenta por la ropa de las fotos! —Al dolor de confirmar que su mujer lo engañaba, ahora le seguía una furia ardiente porque ella le mentía en la cara. No sabía qué era peor—. ¿De dónde venís?
Elizabeth se sorprendió por el repentino cambio de tema. Dejó de llorar por un momento e hipó para contestar.
—De lo de mamá —Pedro tomó el teléfono, ella se alarmó—. ¿Qué hacés?
—Llamo a tu vieja. Si es mentira que venís de ahí me voy a un hotel ahora mismo y te juro que no me ves nunca más en la puta vida.
Pedro comenzó a marcar y a Elizabeth se le salió el corazón por la boca.
—¡No! —gritó, y de la vergüenza se tomó el rostro con las manos. El teléfono volvió a su lugar.
—Sos una puta…
—Perdoname…
—¿De dónde venís, hija de puta…?
—Te vas a enojar…
—¿De dónde venís, carajo…?
—¡No! ¡Me vas a abandonar, si te digo…!
Tuvo el impulso de pegarle una bofetada. La tenía arrodillada sobre su regazo, llorando con una sinceridad que no tenía en sus palabras.
—En este momento ya te dejé. La única opción que tenés de que hoy duerma acá es que me digas la verdad sobre cada uno de los cuernos que me pusiste.


A las dos de la mañana Elizabeth había terminado su crónica. Estaban en la cama, porque con cada macho y encamada que le iba contando, inmediatamente le seguía otra y otra más, y finalmente fue menos agotador para ambos recostarse para hablar y escuchar. Elizabeth se había acostado con más de veinticinco tipos, pero fijos “solo” eran una decena. Había comenzado a engañarlo en el noviazgo. En realidad, nunca había dejado de hacerlo cornudo, no por morbosa o ventajera, sino porque simplemente ella ya venía frecuentando amigos “con derecho”, y en el momento de ponerse de novia nunca cerró esas historias.
—Tampoco es que me los cogía todos los días, mi amor. Se daba cada tanto, cuando había oportunidad…
—¿Cuántos te cogieron durante el noviazgo…?
—No sé, Pedro, ni idea… Mi ex… un par de amigos… nada serio…
—¿Y nadie más?
Elizabeth se puso a pensar. Aunque había unos cuantos más, tampoco era necesario mortificar a su marido. Sin embargo tuvo un destello de maldad, una pizca apenas, cuando recordó de repente una de las primeras encamadas de su vida.
—Una vez, cuando fuimos a pasar una semana a la casa de Lobos de mi tía Berta… ¿te acordás que yo siempre quería aprender a andar a caballo y a vos te daba miedo…?
Pedro lo recordaba. Todas las tardecitas su novia se iba a montar a caballo acompañada de un viejo desaliñado y panzón, con cara de cuero forjado que —sin ningún motivo cierto— lo intimidaba. Se suponía que el viejo la instruía, ahora se daba cuenta que le había enseñado a montar, pero otra cosa.
—¿Don José?
—Desde la segunda tarde. La primera te respetó.
El pobre cornudo recordó que en aquellos días hasta se había alegrado porque al menos no se la llevaban para enseñarle los otros dos peones, el Indio y Botellón, que tenían fama de pijudos y eran más jóvenes, casi como ella. Con el viejo, más que nada por la edad, se había sentido confiado.
—No puedo creerlo… Tenías 17…
—16… como los otros dos, el Indio y Botellón —Ella también recordaba los nombres—. No sé qué sentido tiene que te cuente todo esto…
¡También se los había bajado a esos dos! Pedro se dio cuenta por cómo Elizabeth se mordió los labios y bajó la cabeza. Entendió de pronto el apuro de ella, a la vuelta de aquel viaje a Lobos, de por fin hacer el amor. Estaba como urgida por “perder la virginidad”, que él había interpretado que se trataba de sus ganas de estar con él. Ahora entendía que quizá estuviera cubriendo la posibilidad de embarazo.
—¡El único sentido que tiene, para vos, es que yo no me vaya a la mierda ahora mismo!
También le contó que de casados se prometió a sí misma portarse bien. Ya no era una chiquilla, ahora era una mujer. Los primeros años no había hecho nada pero a medida que la rutina le ganó a la pareja, las tentaciones se hicieron más y más irresistibles. La nueva primera vez fue con el portero del edifico, que venía todos los días al departamento con cualquier excusa y se quedaba tomando mate.
—Un día la que se tomó el mate fui yo.
—No hagas bromas, Elizabeth. ¡Estás hablando de tipos a los que te cogiste a mis espaldas! Encima con el portero…
—Es que estoy histérica, lo hago para descomprimir… Y lo del portero no te preocupes, lo hicimos cinco o seis veces, nada más…
—Cinco o seis veces… bueno, no es tanto…
—No, escuchaste mal: cinco o seis meses…
—¿Meses? La puta madre… ¿Cuántas veces te cogió ese hijo de puta…? Decime la verdad, Elizabeth…
—No sé, venía casi todos los días, te dije, a tomar mate… y bueno, siempre después terminábamos en la habitación…
Pedro agachó la cabeza y presionó fuerte sus ojos.
—Soy el hazmerreír del edificio…
—No, mi amor, no, porque cuando vos y yo nos cruzábamos con él y vos quedabas como un cornudo no me gustó nada. No te lo merecías. Y entonces dejé de cogérmelo… Después… se ve que hacerlo con él me disparó la libido o algo. A partir de ahí empecé a decirle que sí a otros hombres que siempre me tiraban onda. Nadie que conozcas, mi amor, de verdad, pero bueno, lo nuestro en la cama se había puesto muy monótono y muy cada tanto…
—¿Con cuántos estuviste desde que vivimos acá?
—No sé, mi amor, en serio… no ando con la calculadora…
—¿Cuántos amantes fijos tenés hoy en día?
—No sé… Michu… Raúl… Riki… —fue bajando la voz mientras siguió sumando—. Seis, mi amor. Igual no importa, no son nada. ¡No los veo nunca más, te lo juro!
—¿Seis tipos distintos te meten pija todas las semanas…? —Había algo morboso en su manera de decirlo, como si quisiera herirla a ella mostrando cómo se hería a sí mismo. Ella asintió en silencio, casi aliviada por ese auto escarnio al que juzgó, no supo por qué, conciliador—. ¿Conozco alguno?
El rostro de Elizabeth se ensombreció nuevamente. Desvió la mirada.
—No quiero que te enojes…
—La puta madre… ¿A quién…?
—Me cogió una sola vez… una sola vez, ¿entendés?
—¿A quién?
— Bueno, dos veces… No, tres veces… Bueno, seis veces me cogió. Pero nada más, te lo juro… ¡y ni siquiera me hizo la cola!
—¿¿¿A quién???
—A Martín…
Martín.
Martín era el mejor amigo de Pedro. Lo conocía desde los cinco años.
—Carajo… —Triste. Dolido.
—Una sola vez, te lo juro. Podés preguntarle…
—Me acabás de decir seis veces.
—Bueno, seis veces… Estoy nerviosa, ¿qué querés? ¡Pero es cierto que fue el único que no me hizo la cola!
—No me habías dicho que “el único”…
—Por favor, mi amor, no es nada. Él no va a pensar que vos sos un cornudo ni le va a decir a tus otros amigos que me quieren dar…
—¡Eli, la puta madre, dejá de meterme fichas! ¿Te cogiste a mis otros amigos?
—¡No, bobo! ¿Por quién me tomás? Te dije que a ninguno que conozcas, bueno, salvo a Martín. A tus amigos no les dejé, y sabés que me tienen ganas, tampoco te hagas el tonto…
—Me estás volviendo loco…
—Olvidate de tus amigos. El único que te hizo cornudo fue Martin. Y él no piensa así, además sólo cogimos seis o siete veces, ocho a lo sumo, va aquedar como una calentura pasajera, un momento de debilidad… No tenés que preocuparte…
—Ustedes las mujeres no entienden a los hombres… —Pedro se horrorizó ante la idea de volver a ver a Martín junto con sus otros amigos. ¿Les habría contado que le cogía a su mujer, como le había contado a él que se cogía a las de los otros?— ¿Cuándo te lo cogiste?
Elizabeth puso tal cara de susto que Pedro lo supo antes que ella bajara su rostro y abriera imperceptiblemente sus piernas recién cogidas.


Lo que siguió no fue fácil. Elizabeth se convirtió prácticamente en una monja, no salía nunca, no veía a nadie, y le avisaba a su marido hasta cuando iba a comprar pan. El problema era que Pedro ahora sabía, y la desconfianza y la traición lo roían por dentro cada vez que estaban en la calle y un hombre la miraba, o cuando algún comerciante le sonreía por educación. Se deprimía y enfurecía, y se la agarraba con ella.
—¡Ya te dije que no hice nada en el barrio, dejá de poner cara de culo cada vez que alguien me saluda!
Aunque era una buena argumentación, Elizabeth no podía decir nada cuando Pedro venía puteando por haberse encontrado con el portero.
—Me mira sobrándome —se quejaba Pedro—. ¡Me mira como si fuera un cornudo!
—Amor, es porque todo esto es nuevo para vos. Lo de Manuel fue hace como dos años.
Pero lo de su mejor amigo Martín había sido reciente. Odiaba que su amigo lo hubiera traicionado, y odiaba que eso no lo sorprendiera del todo. Martín ya se había cogido a tres novias de su grupo de amigos —él lo sabía porque era su confidente; Pedro le aconsejaba que no lo haga, y Martín, como siempre, hacía lo que quería—. Era un hijo de mil putas, cosa que probablemente fuera lo que atraía a las mujeres.
Así que trató de evadir en la medida de lo posible a Martín. No podía enfrentar a su amigo por ese tema. Querría decirle mil cosas, putearlo, pagarle una trompada en la cara… No toleraba la vergüenza de ser cornudo consciente, así que le dijo a su mujer que no lo vea más y que si alguna vez cruzaban palabra, que no le contara que él estaba al tanto de aquellos episodios.
Al mes la ira menguó bastante y quedó el dolor, que a su vez de a poco se fue diluyendo —aunque sea un poco—, hacia el final del segundo mes.
Fue cuando Elizabeth, exultante de felicidad, le vino con la noticia de que estaba embarazada. Pedro no se mostró nada exultante. La sombra de los cuernos regresó, y de la peor manera.
—¿Cómo que estás embarazada? ¡No puede ser, si hace dos meses que no hacemos nada de nada!
Desde el día de aquella confesión en la que Pedro le mostrara las fotos de ella recibiendo hombres en su departamento, no habían vuelto a hacerlo jamás. Ella había querido, incluso esa misma noche —aunque más para compensarlo que por reales ganas, pues las cuatro horas en la casa de Martín la habían dejado exhausta. Pedro no quiso. Ni esa noche, ni la siguiente, ni ninguna de esa semana. Ni de la otra. Estaba dolido, indignado, sin ganas de nada. Con el tiempo, Elizabeth simplemente dejó de insistir a la espera de que él la buscara cuando estuviera listo.
—Estoy de dos meses y medio, bobo. Es tuyo.
El rostro de Pedro se ablandó e iluminó a un tiempo: era de cuando todavía cogían.
—¿Dos meses y medio? ¿Y recién ahora me lo decís?
—Quería estar segura. Pensé que no me venía por los nervios de la crisis que tuvimos.
El embarazo zanjó todas las diferencias y evaporó todos los rencores. Pedro, entre lágrimas de dicha, fue a fundirse en un abrazo y un beso con su mujer.
—Mi amor, vamos a ser tan felices…


Siete meses después nació Damiancito, un bebé hermoso y sano, de ojos verdes, piel café y cabello crespo. Exactamente como Martín.


Pedro no aguantó la humillación. Se daba cuenta que todos veían a su hijo y luego a Elizabeth, y luego a él, y nadie decía nada. Ni siquiera los típicos chistes que hacen los amigos a un padre reciente, chistes tontos que invariablemente ponen en tela de juicio la paternidad. Esta vez nada. Era obvio que todos llegaban a la misma conclusión que él.
Elizabeth, por su parte, no decía palabra sobre el asunto, y se ponía muy tensa cuando quedaban los dos solos con el bebé. Él tampoco lo mencionó, amaba a Damiancito, gestado antes de la crisis. Aquella infidelidad había sido perdonada, no iba a ir contra eso, pero la humillación ante el portero, parientes y especialmente sus amigos era intolerable.
—Nos vamos de la ciudad —le dijo una noche a Elizabeth.
—¿Qué? ¿Por qué? ¿A dónde?
Elizabeth le estaba dando de amamantar al bebé. ¡Dios, cómo le habían crecido las tetas con el embarazo! También le habían quedado algunos kilos de más y algunos rollos en el abdomen, que Pedro estaba seguro se iban a ir.
—A cualquier lado. ¡Lo más lejos posible!
La mujer calló. En un punto, lo esperaba. Desde el nacimiento de Damiancito su marido estaba cada vez más deprimido y paranoico. Y esa semana se iba a cumplir un año en que no hacían el amor.
—¿Y el trabajo?
—Hablé con Bermúdez, le pedí el traslado al astillero —Pedro trabajaba en el centro, en la oficina de ventas de un astillero instalado en los esteros de Corrientes—. Me dijo que no hay problemas, que tengo que ir a Ensanche a hablar con el gerente de Recursos Humanos.
—¿Estás seguro, mi amor? ¿Cómo vamos a vivir allá? ¿Y Damiancito?
—Allá va a estar mejor que acá. Sin autos, sin inseguridad, va a poder correr por todos lados…
—¿Y nosotros…?
—Nosotros también. Pueblo nuevo, vida nueva. Sin porteros que te hayan cogido —Elizabeth desvió la mirada—. Sin amigos que cada vez que vean a Damiancito se rían de lo cornudo que soy…
Elizabeth pensó que era injusto. Pedro no era cornudo; en tal caso, lo había sido, pero ya nunca más. Igual, no dijo nada.
Él tampoco dijo todo lo suyo. Calló que era un pueblito mínimo de unas cien personas, y guardó muy dentro suyo la certeza que en un lugar así, con tan poca gente y llena de viejos, sin gimnasios, sin boliches, sin porteros, la muy puta de su mujer no lo iba a cornear jamás.


Pedro viajó al astillero hacia al final de la semana. Entre gestión y mudanza, más la venta del departamento de Buenos Aires y otras cuestiones, Elizabeth no pudo ir hasta un mes después. En ese mes, Pedro viajó cada uno de los fines de semana a Buenos Aires, para estar con su hijito y esposa. El cambio de aire le hizo bien a su sexualidad porque ya en el tercer viaje por fin pudo hacerle el amor a su mujer.
El viaje de Pedro también le hizo bien a la sexualidad de Elizabeth, pues durante ese mes en el que el marido la dejó sola en Buenos Aires, volvió por fin a tener sexo todos los días. Con el portero fue como una gran despedida, ya que no se iban a ver nunca más. Pero también pasaban casi a diario Martín, Raúl, Michu, Riki y todos con quienes había dejado de coger un año antes.
En el viaje a Corrientes, ya para instalarse como una familia, Pedro vio a Elizabeth desanimada y quiso entusiasmarla contándole sobre la buena gente de Ensanche que había conocido durante el transcurso de ese mes.
—Es toda gente encantadora, mi amor, muy sencilla… te van a gustar… Están el Tune, Caracú, Chicho…
Elizabeth sonrió por compromiso a su marido y cuando éste regresó la vista al camino, suspiró vencida. Todos tenían nombres horribles, de viejos abombados.
“Por un lado mejor —pensó—, con esa gente al menos no voy a estar tentada de guampear al cornudo para conseguirme un polvo decente…”

 — FIN —
  

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Trabajo Duro

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ARGENTINA 1        
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*UN NUEVO RELATO CADA VEZ QUE ARGENTINA GANE EN EL MUNDIAL ^_^


Trabajo Duro 

Por Rebelde Buey

NOTA: uno de los primeros relatos para este blog. Contiene violencia.


El sol era todo en ese campo yermo. El sol y el polvo acre que secaba la boca hasta la garganta.
Una radio mal sintonizada desgranaba una melodía que bien podía ser jazz o una propaganda de laxantes. Sonaba demasiado estridente y a veces la brisa escasa la silenciaba por un segundo o dos. La brisa también levantaba algo de ese polvo de mierda pero le daba al hombre una bocanada de alivio.
Toto clavaba con furia y de costado la pala corroída por años de trabajo. Hería la tierra como esa tierra lo hería a él.
“Hijos de puta…”, pensó. Se secó el sudor con el dorso de la manga y volvió a cavar.
Toto era un hombre de unos treinta y cinco años. Ni delgado ni gordo, casi bajo, de cabello negro y pajoso, le había quedado el apodo de cuando era chico, por una película que él jamás había visto.
La bendita brisa trajo un sonido lejano. Un motor. De inmediato giró su cabeza y miró hacia atrás. Hacia el galpón que había a más de cincuenta metros.
Con cierta zozobra en su pecho volvió a girar y su vista se clavó en el horizonte, hacia donde venía el sonido. Y la vio.
La camioneta destartalada y sucia avanzaba hacia allí por el camino de tierra. Levantaba una nube de polvo que el viento, ahora ausente, no retiraba nunca.
Toto se desesperó. Volvió a mirar al galpón. Ese no era su campito y todos en el pueblo lo sabían. Y encima la camioneta dejaba entrever bajo la mugre y el óxido un poco de pintura celeste: debía ser Zócalo, el peón de la ferretería.
La camioneta llegó y frenó a dos metros, y él dejó la pala para recibirla.
—¿Toto? —se sorprendió Zócalo, asomándose por la ventanilla.
—Sí —sonrió nervioso Toto—. Estoy ayudando al señor Diego.
—¿No está en la casa? —Zócalo se refregó la nariz con un dedo y señaló con la vista la casita al lado del galpón. Era alto, de una edad indefinida que parecía siempre cercana a los cuarenta desde hacía más de una década. Llevaba los cabellos largos, sucios y desaliñados, barba de tres días y una nariz aguileña que no le mejoraba la facha.
—N-No…
—¡Carajo! Le traje a Diego unas cosas que nos pidió el lunes… ¿Te las dejo a vos?
—Sí.
Zócalo adivinó que había algo raro. Pero conocía a Toto, y Toto lo aburría. No quería ni preguntar.
—Son las bolsas de fertilizante que están atrás. Te las acerco al galpón…
—¡No! —casi gritó Toto. Y se dio cuenta que había quedado como un loco. Pero no tenía alternativa—. Dejalas acá.
Zócalo lo miró como con lástima, sin entender.
—Son dos bolsas de cincuenta kilos.
—Ya estoy terminando con la tierra. Si los llevo allá, después las tengo que traer de vuelta.
—Como quieras. —Zócalo se bajó de la camioneta con fastidio y se acomodó sin disimulo la verga que portaba dentro del pantalón. Toto no pudo evitar mirar. A ese tipo asqueroso le decían Zócalo porque —contaban las malas lenguas— portaba un miembro de veinte centímetros de largo por diez de ancho. Igual que los zócalos que van al pie de las paredes de las casas. Había algo de exageración en el apodo, pero nadie podía decir a ciencia cierta cuánto.
Fueron atrás de la camioneta y bajaron las bolsas.
—¿Pero vos no tenés tu propio campito?
—Necesito unos pesos extra. No sabés lo que Milly gasta en ropa.
—Me doy una idea. Si se hace traer todo de Buenos Aires…
Zócalo apoyó la segunda bolsa sobre la primera. Miró la radio mal sintonizada y ajustó el dial. Ahora se escuchaba mejor. Se sorprendió cuando escuchó una propaganda de laxantes.
Toto volvió a mirar hacia el galpón, nervioso. El otro no quería ni saber, así que se subió a la camioneta.
—Saludalo a Diego, cuando lo veas… —Zócalo se llevó un palito a la boca para jugar con él. Miró a Toto con un poco de sorna y le sonrió con cierta maldad—. Y a tu mujer, muy especialmente… Me la crucé el otro día en la ferretería… vino a última hora a buscar un repuesto que no tenía y la tuve que llevar atrás, al fondo, para buscar mejor…
Toto se estremeció. Milly no le había dicho nada de ese encuentro.
—No sabía…
—Estuvimos casi una hora… pero al final, tu mujer se llevó exactamente lo que fue a buscar…
Toto sintió el sudor en la espalda. ¿Cuándo había ido Milly a la ferretería?
—Gra… cias…
—No me lo agradezcas… —Zócalo parecía disfrutar y paladear el momento—. Pero mandale mis saludos, no te olvides…
Puso primera, dio media vuelta y regresó al mismo horizonte del que salió.

Toto se iba acercando al galponcito con la bolsa de cincuenta kilos sobre sus hombros y una formidable erección en el pantalón. Iba esquivando surcos y pozos que él mismo había hecho y se doblaba los tobillos cada dos por tres.
La radio ya casi no se oía pero comenzaba a escuchar un sonido que le era mucho más familiar: los gemidos de su mujer. A medida que se acercaba, los sonidos eran más fuertes, igual que su propia erección.
—¡Ahhh…! ¡Ahhh…! ¡Ahhh…!
Oía los jadeos que eran rítmicos, repetitivos. También escuchaba la voz de su esposa pero, aunque el portón estaba abierto, no era posible adivinar lo que ella decía.
Toto siguió acercándose. Diego y su mujer habían dejado las puertas de cada lado del galpón abiertas de par en par, seguramente por el calor.
Los jadeos de Milly ya eran claros y fuertes, y Toto sintió cómo la pija le quería explotar. Recién cuando atravesó la puerta y estuvo adentro pudo escuchar lo que decía su mujer.
—Ahhhhh… Sí, hijo de putahhh… Mandámela hasta los huevos…
Al pobre Toto casi se le escapa la bolsa de cincuenta kilos de los hombros. Aunque la había visto una docena de veces, la imagen de su mujer siendo brutalmente empalada por un macho grandote lo seguía shockeando como un golpe de calor.
—Señor Diego… Mi amor… —balbuceó Toto, más disculpándose que otra cosa.
—Toto… ¿viniste a ver cómo se cogen a la putita de tu mujer…? —Milly sonrió con cierta maldad pero disfrutando del inesperado testigo que no le sacaba los ojos de encima.
Pero a Diego no le gustaba.
—¿Qué hacés acá, cornudo de mierda? ¡Te ordené muy clarito que me trabajes la tierra mientras me garchaba a tu mujer!
—Perdón, señor Diego, lo que pasa es que…
Diego se quitó a Milly de encima y se puso de pié, enfrentando a Toto. La verga enorme y durísima se mantenía erguida, venosa, brillante de los jugos de la mujer.
Toto no podía apartar la vista de esa pija que apenas un segundo antes (y tantas noches antes, también) estaba taladrando a su esposa.
—¿Además de cornudo, sos puto…? —El macho fue hacia él.
—Señor Diego… Vino Zócalo, de la ferretería… le trajo el fertili…
¡PAF!
La bofetada sonó en la cara y rompió la tarde. Toto cayó al piso aplastado por la bolsa y la sorpresa. Unas lágrimas se soltaron de sus ojos pero no supo si era por el dolor, la humillación o un simple reflejo de su cuerpo.
Diego se frotaba la mano enrojecida cuando Milly se le acercó en una corrida… y se le colgó del cuello. Estaba encendida. Más puta que nunca. Agarró a su macho de la pija y lo besó en la boca con una pasión que nunca antes había sentido.
Escuchó el quejido de su esposo, que yacía a sus pies, y tuvo un orgasmo suave y muy breve sin siquiera tocarse.
De pronto Milly ya no solo se sentía la mujer más puta del pueblo, como solía sentirse cuando su marido la miraba coger con otros. Ahora se sentía la esposa más poderosa del planeta, y estaba dispuesta a probar algo de ese poder.
—Vení —le dijo a Diego amablemente sin soltarle la pija—. Quiero que me cojas en esta silla.
—Primero dejame echar a tu marido de acá.
—¡No! Dejámelo a mí.
Diego se sintió curioso y divertido por aquel giro inesperado. Se sentó en la silla y tomó a Milly de la cintura, que aún permanecía de pié.
Ella dijo:
—Cornudo, te quiero arrodillado delante de esta silla en cinco segundos.
Toto no dejaba de tomarse el rostro. Apenas se había librado de la bolsa que le había caído encima. Le dolía también una pierna.
—Pero mi amor… me-mejor me voy… creo que el Señor Diego no quiere…
—¡Cornudo, vení ya mismo para acá o te juro que cuando te duermas te castro…!
Ni había terminado la frase y Toto ya se movía hacia ella con los ojos agrandados por el espanto. Se arrodilló mansamente frente a la silla. Y frente a la pija paradísima de Diego, que estaba sentado. Otra vez no pudo quitarle la vista a ese monumento de verga, grueso de venas y con una cabezota gorda y roja.
—Tenías razón —Milly giró hacia Diego—. Me parece que mi cornudo es medio putito…
—No, lo que pasa es que…
—¡Callate la boca y sacate la mano de la cara, maricón!
Toto obedeció sin resistencia. Tenía la mejilla derecha inyectada en sangre y los dedos de Diego marcados a fuego.
—¡Las manos atrás, cornudo! —Milly estaba de pié entre Toto y la silla, entre su cornudo marido y la magnífica pija que le daba sexo casi todos los días—. Y te aclaro esto una sola vez: haga lo que haga, pase lo que pase, ni se te ocurra sacar las manos de ahí atrás…
Toto asentía con la cabeza, temeroso de pronunciar palabra. Milly le hubiera dicho que a sus espaldas bajaba un plato volador y hubiese asentido igual. Toto no la escuchaba, realmente. Estaba extasiado con la pija en primer plano, y anhelante de que su mujer se la enterrase allí mismo, a escasos centímetros de sus ojos.
Y, para felicidad de Toto, Milly comenzó.
—Mirá cómo me voy a enterrar este pedazo de verga, cornudo…
Milly se abrió de piernas justo por encima de la pija de su macho. Toto tenía los ojos desorbitados. Tragó saliva sonoramente.
—Mirá cómo me llena… Mirá bien…
Y Milly comenzó a bajar despacito, muy lentamente para que su marido no perdiera detalle, enterrándose la pija de Diego.
La erección de Toto era casi grotesca dentro del pantalón.
—Mirá bien… así no te olvidás de cómo era cogerse a tu mujercita… Ya va para tres años que no cogés, mi amor… —Milly comenzó a subir y bajar lentamente, pero con cierto ritmo. Entrecerró los ojos para sentir esa carne en toda su dimensión—. Y encima las últimas veces… Ahhhhh… me cogiste con fo…rro… ¿te acor… mmm… dás…?
Toto no aguantaba. Veía a su mujer subir y bajar ese mástil hinchado y su pija se retorcía dentro de su pantalón buscando algo de comodidad. Estaba acostumbrado al dolor de testículos por no tener permitido acabar, pero cuando tenía una erección como aquella y su pijita medio doblada entre sus ropas, era inevitable querer acomodarla.
Con la mayor despreocupación del mundo, olvidado por completo la orden de su mujer, sacó las manos de su espalda y acomodó su pequeño bulto.
Pero Diego estaba atento.
—Cornudo, tu mujer te dijo que te quería con las manos atrás.
Milly abrió los ojos en el instante. Su rostro se desencajó al comprobar la desobediencia de su marido.
—¡Cornudo, te dije que por ningún motivo saques las manos de tu espalda!
Roja de furia, Milly llevó su brazo derecho muy hacia atrás y mientras veía la sorpresa y el pavor en los ojos de su marido, tiró la mano hacia adelante con toda su fuerza y le dio de lleno en la mejilla virgen de Toto.
—¡Aaah! —se quejó Toto, e instintivamente llevó una mano a su rostro.
Milly asestó otra bofetada furibunda y ruidosa. Pero a la otra mejilla.
—Ni se te ocurra quejarte, putita. ¡Y te dije que te quiero con las manos atrás!
A pesar del dolor, Toto mandó las manos a su espalda y compuso su postura más o menos erguida. Otra vez afloraron un par de lágrimas en sus ojos.
Milly levantó nuevamente su mano derecha pero se detuvo. Toto se cubrió por puro reflejo. Y advirtió su error un segundo tarde. Ella había congelado el golpe porque él estaba en su posición. Pero ahora que se había cubierto, el golpe tenía su nombre y apellido.
Milly se apoyó más en los pies y menos en Diego. Giró hacia éste y le dijo:
—Quiero que me sigas cogiendo mientras le enseño a este cornudo de mierda cómo me tiene que hacer caso.
Diego sonrió y procedió a tomarla de la cintura. La agarró con fuerza porque intuía lo que iba a seguir. La subió un poco sobre sí y sintió la conchita hirviendo recorrerle hacia arriba su pija. Lo hacía lento no sólo para disfrutarlo así, sino también para darle a ella el tiempo justo.
Cuando llegó a la punta dejó una décima de segundo de suspenso y se la clavó con firmeza hasta los huevos.
Milly gritó de pura calentura y le asestó una nueva bofetada a Toto, sin dejar de mirarlo. Al tiempo que la pija de su macho se le enterraba hasta la garganta, le gritó:
—¡Cornudo, vas a aprender a hacerme caso!
Diego la estaba subiendo de nuevo por su pija. Lentamente, como antes. Ella sintió el movimiento dentro suyo y llevó su mano atrás. Disfrutó la mirada suplicante y vencida de su marido y cuando la pija comenzó a llenarla otra vez, le vino un orgasmo tan intenso como jamás había tenido.
La mano impactó en el rostro de Toto con la misma violencia con la que le llegó el orgasmo.
Su macho comenzó a bombearla más rápido, como para ir acelerando sin desajustar el ritmo que imponía el castigo al cornudo.
Con cada estocada a fondo, Milly asestaba una nueva bofetada.
Ella estaba casi de pie, con Diego aferrado a su cintura, su pija adentro y subiendo su pélvis para enterrársela cada vez más y tratando de sincronizar con las bofetadas que Toto seguía soportando. A veces el pijazo la estremecía de tal forma que las piernas se le aflojaban y la mano impactaba más suave sobre su marido. Pero eso le provocaba más furia y en el próximo golpe se desquitaba de su propia debilidad, con él.
—¡Cornudo! ¡Cornudo! ¡Cornudo!
Con cada estocada de esa pija tremenda, Milly pegaba un golpe. Y con cada golpe, no podía evitar gritarle “cornudo” a su marido.
Toto lagrimeó fuerte, primero. Sentía las mejillas en carne viva y cada nuevo golpe era más doloroso que el anterior. Su mujer lo estaba golpeando con furia mientras otra verga y no la suya la hacía acabar una y otra vez. Una y otra vez.
Toto comenzó a gimotear. Incluso a llorar con la mayor discreción posible. Pero sus verdugos estaban demasiado extasiados y hacían demasiado ruido. Entre lágrimas agradeció al Cielo que no lo escucharan llorar. Quién sabe qué reacción tendrían si lo hubieran hecho.
Diego clavó los dedos en la carne caliente de su mujer. Milly supo que se vendría. Y sintió una oleada de calentura adicional que le llegaba desde el bajo vientre.
Por un segundo dejó de abofetear a su marido y giró su carita de esposa emputecida hacia su macho.
—¡Llename, mi amor…! ¡Llename de leche!
—Sí, puta… Te lleno…
Diego se paró detrás de ella y comenzó a bombearla con violencia y salvajismo.
—¡Ahhhhhhhhhh…!
Ahora que por un momento Milly no lo golpeaba, Toto sintió el dolor que literalmente latía en sus mejillas. No iba a poder soportar otra bofetada. Vio a su mujer con los ojos cerrados y totalmente ida. Se había apoyado en sus hombros para aguantar mejor cada una de las embestidas de su macho. Toto estaba aguantando de rodillas el peso y el empujón de cada penetración de la cogida que le propinaban a su mujer. Se dio cuenta que ella recomenzaba a acabar.
—¡Llename! ¡Llename ahora, que acabo…! ¡Llename Die…go por fah… vorhhhhgggg…! ¡Ohhhhhhhssssssíííííííí…!
—¡Sí, puta! ¡Te lleno, te lleno!
Toto se relajó. Su rostro agradecía que aquello estuviera terminando. Suspiró aliviado y cerró los ojos con una imperceptible sonrisa.
Por eso no vio venir la nueva andanada de cachetazos. Más violentas. Más seguidas.
—¡Cornudo! ¡Cornudo! ¡Cornudo! ¡Cornudo!
Su mujer estaba acabando en una serie de orgasmos encadenados que parecían no tener fin. Los golpes se sucedían unos tras otros dando vuelta el rostro del pobre sometido como si fuera la cabeza de un muñeco maltrecho.
Toto rompió a llorar por la impotencia y el dolor. Aunque podía sentir su pija totalmente parada, el ardor en su rostro era tal que quería que aquello terminara cuanto antes.
—Por favor, mi amor… —suplicó entre lágrimas—. Por favor…
Pero su ruego no hizo otra cosa que excitar más a su mujer y redoblar la violencia del castigo. Las lágrimas ya se mezclaban con la sangre en el rostro de Toto cuando éste sintió que estaba a punto de desmayarse.
Lo último que vio antes de que todo fuese oscuridad fue la verga de Diego entrando y saliendo de su mujer, y el semen blanco y viscoso que rebalsaba de la concha enrojecida y alguna vez suya.
Esto le sobresaltó el pecho y el último segundo, mientras perdía el conocimiento, se dio cuenta que estaba empapando los pantalones con su propia leche, en una acabada para la que ni siquiera había necesitado tocarse una vez con sus manos.

Fin (relato unitario)

Día de Entrenamiento (08)

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DÍA DE ENTRENAMIENTO – Episodio 08
(VERSIÓN 1.0)

por Rebelde Buey

 NOTA: Este relato narra acontecimientos sucedidos ANTES del Episodio 9, ya publicado.

Martes noche, madrugada del miércoles.
La esquina pudo haber sido el orgullo del barrio, ochenta años atrás. Hoy era un rincón oscuro y mugriento, abandonado, olvidado por la misericordia de Dios. Y por la Administración de la Ciudad de Buenos Aires. Las veredas deshechas, los locales vacíos, las luces rotas para propiciar el crimen… o el amor. Se oía una cumbia boliviana o paraguaya, y unos gritos y la corrida siempre viva de unas zapatillas de otros. Era de noche, y otra vez se escuchaba un tiro.
El cupé rojo apareció por la calle lateral iluminando la grasa del empedrado. Iba lento, muy lento, observando la mercadería a cada lado. Las putas se asomaban de los umbrales y de las sombras como topos de sus madrigueras. La mayoría eran dominicanas que venían por dos pesos, pero también había paraguayas de mejor pasado y tucumanas y misioneras de piel india y ojos europeos. Y de ropa barata y descuidada.
De entre todas se asomó una pierna larga y trabajada. Una pierna encajada en una bota negra de cuero —de cuero de verdad— que llegaba hasta los muslos. La dueña de esas piernas se asomó más y la luz mostró las ligas de puta —pero muy muy finas— y el portaligas. Y una minifalda negra medio brillante, no de las que usan las prostis, sino de las que venden a 2000 pesos en el shopping. La cupé se clavó allí mismo y la chica se terminó de mostrar. Tímidamente, por increíble que pareciera. La perfecta pancita de modelo o de escort de departamento privado, la remerita corta y blanca con letras grandes y negras: BLACK OWNED. El maquillaje exquisito, los pendientes, los pechos parados y reales, y esa carita de nena buena e inocente, esa carita de niña bien que quiere desesperadamente una pija.
—¿Cómo te llamás? —le preguntó el del cupé cuando la puta se acercó por fin al auto.
—Macarena.
—Nunca te vi por acá. Sos nueva, ¿no?
—Primer día.
Una niña bien que quiere desesperadamente una pija: la pija de Tore.
—Sos demasiado hermosa y delicada para estar en esta esquina.
—Voy a estar acá hasta que levanten mi castigo.
Macarena quitó la vista del conductor y miró con displicencia hacia uno y otro lado. No estaba ahí para charlar con la gente.
—¿Cuánto?
—Ochocientos más el telo.
—¿Ochocientos??? —el del cupé perdió toda postura, y ese aire sofisticado de comercial de perfumes se desinfló como un muñeco de lava-autos— Las minas de acá cobran 200.
Macarena giró en redondo lentamente y, así lentamente, comenzó a alejarse. El taconear sobre la vereda era casi tan sensual como su minifalda corta subiendo y bajando de sus ancas a cada paso. Era tan pero tan corta esa minifalda que la tanga blanca que se abovedaba para cubrir su conchita se sobresalía por abajo. El del cupé tragó saliva.
—¡Esperá! Tengo los 800 pero no me alcanza para el telo.
A una seña de la pequeña, el del cupé se bajó de un salto y ambos se perdieron en la oscuridad de la entrada de un local abandonado. El de la cupé se la clavó allí mismo contra una pared, sosteniéndola en el aire, mientras ella guardaba sin emoción los 800 en su corpiño.


Macarena caminó por el callejón siniestro y desolado como si se hubiera criado allí. Un día antes, ese mismo callejón le habría dado terror solo de cruzarlo en auto. Pero esa noche tenía protección. Casi al fondo estaba Tore junto a una chica rubiecita vestida de puta. Macarena llegó y saludó. La rubiecita era Camila, compañera de hockey, defensora central, adolescente como ella; y como ella de 18, muy bonita, de familia acomodada y con fama de muy muy putita.
—Cami…
—Hola, Maca. Me enteré que hoy venías vos…
—¿A vos también te castigaron?
Camila estaba vestida de “nenita”, con minifalda y camisola aniñadas, bolados, colitas y pecas falsas. Se quitó el chupetín [paleta] rojo de la boca.
—No. Me gusta venir a ayudar a los entrenadores cada vez que puedo —Sonrió con un gesto que a Macarena se le antojó cínico, volteó la cabeza hacia Tore, le cruzó los brazos por sobre el cuello, se estiró hacia su metro noventa y ocho y lo besó en la mejilla. Al estirarse, la faldita se le subió y el negro le magreó la cola con descaro. Macarena miró para otro lado, molesta—. Te veo mañana, Tore.
Camila se alejó por un pasillo adyacente, en cuyo extremo la esperaba un auto.
—¿Último cliente?
—El novio. Siempre la viene a buscar.
Macarena respiró para preguntar algo más pero cambió la pregunta a último momento.
—¿Es tu preferida? Pensé que yo era tu preferida. ¿O tenés varias preferidas?
Tore sonrió y tomó a Macarena del mentón.
—Es la preferida de Waco, no la mía.
—¿Y yo? ¿Soy tu preferida? No me importa que también le hagas el culo a Cami y a las demás chicas… Yo solo quiero saber si soy tu preferida…
Tore miró a Macarena con cierta indiferencia y le tomó la conchita con dos dedos, así con la bombachita puesta.
—Depende… —Apretó suavemente—. Depende de lo que me hayas traído…
Macarena sacó un especie de monederito muy breve de entre sus ropas. Tenía la camisa arrugada y sucia, la minifalda negra surcada de lechazos ya secos, y aunque las medias se preservaban más o menos dignas, las ligas y el portaligas estaban rotos. Le dio un rollito de billetes doblados en dos, que el negro contó de inmediato.
—6.400 pesos… Nada mal para una primera noche…
—¿Cuántas noches más tengo que venir…? Mi papá se va a dar cuenta y…
—No lo sé, Maca. Lo que me hiciste fue muy serio y grave. Por lo pronto… mañana te quiero ver acá de nuevo.
La decepción ganó el rostro de la pobre chica.
—Pero es que es muy peligroso… Y me dan asco todos esos tipos, no son como ustedes…
—Mejor. Esto te va a enseñar a no desobedecer más a tus entrenadores. Lo hago por vos, ¿sabés?
El negro volvió a contar los billetes y separó cuatro.
—Ocho tipos… Tomá tus cuatrocientos pesos.
—No lo hago por la plata… ¡Estoy acá por vos!
El negro retuvo los cuatro billetes y se le pegó a la niña. Le habló suave, casi tocándole el rostro con el suyo. Macarena sintió el olor del negro y los labios casi pegados a los suyos. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no cerrar los ojos.
—¿Preferís que tu parte sea un beso en vez de los 400?
Macarena se estremeció. Nunca antes ninguno de sus entrenadores la había besado. Que ella supiera, ningún negro había besado nunca a ninguna jugadora. Entonces sí cerró los ojos. Estaba confundida. Se había dejado usar en un callejón mugriento por ocho desconocidos como una puta, y había cobrado y le había dado el dinero a este negro, que esa noche más parecía su proxeneta que su entrenador de hockey. ¿Y estaba pensando en besarlo? ¿Era una estúpida? Y todo porque una vez no se había animado a que le rompieran el culo con una verga de 28 x 6.
Abrió los ojos, cerró y apretó los labios, y tomó los 400 pesos.
Macarena giró para irse. Y Tore la vio de espaldas. Dios, cuánta plata le iba a sacar a ese culo y a esas piernas perfectas!
—Vení para acá —le ordenó. Macarena volvió a girar, justo para ver a Tore bajarse el cierre del pantalón.
—Me está esperando papá. Le dije que tenía una fiesta de disfraces y…
Pero Tore sacó de la bragueta su tremendo pedazo de verga gruesa y negra y ya Macarena no vio nada más. Se abalanzó hacia él, se hincó de rodillas frente a ese monumento a la pija, lo tomó con ambas manos y comenzó a devorarlo y pajearlo, llenándose la boca de verga. De “su” verga.
—¿Soy tu preferida, Tore? —Macarena no se quitaba la pija de la boca. Hablaba con la boca llena. Y con el corazón acelerado.
—Shhht! Seguí chupando, putita…
—¿Soy tu preferida? Decime, Tore. ¡Decime qué tengo que hacer para ser tu preferida!
—Cuando me hagas ganar 80.000 pesos vas a ser mi preferida, mi amor.
Sin dejar de chupar, Macarena:
—¡Son 100 clientes!
—A este ritmo son solo dos semanas.
Sonrió Macarena. Si solo era una cuestión de cantidad de vergas y leche que tendría que tragar, entonces iba a convertirse en su preferida.


Modestino la vio venir y tragó saliva. Venía ella taconeando sus botas altísimas que la vestían hasta mitad de los muslos, y la minifalda corta, cortísima, le dejaba entrever la tanguita blanca. Meneaba las caderas con una sensualidad justa, innata, natural. Los tacos debían ser muy pero muy altos porque su hija parecía más mujer, más sensual. Más puta.
Macarena entró al auto y saludó a su papá. Así sentada se le veía fácilmente su bombachita blanca, y la camisola se le abuchonaba y le descubría el corpiño sexy y delicado.
—Hija… ¿Por qué…? ¿Qué hacés vestida así…?
—Ay, no empieces, pa… Ya te dije, vengo de una fiesta de disfraces…
—Pero… pero… Te disfrazaste de… de…
—Sí, de puta. No pasa nada, papá. Es lúdico.
—Pero en este barrio… Caminaste desde aquel callejón vestida así… ¡Esa minifalda es muy cortita!
—¡Ay, cortala, pá! Me disfracé de puta, ¿cómo querés que me vista?, ¿con una sotana? Sos pelotudo, ¿eh?


Jueves noche.
El auto era un buen auto. Negro, de alta gama, familiar. Desentonaba con la mugre que recorría, ya llegando a la calle de las putas. Iba despacio, el conductor quería ganar tiempo para hablar al acompañante.
—Macarena, ¿qué está pasando acá? Es la tercera noche que te traigo a este barrio, vestida como una puta, y me hacés pasar a buscarte a la madrugada hecha una ruina.
—Son fiestas de disfraces, pa, ya te lo dije.
—¿Te creés que soy tonto?
—No: pelotudo.
—¡Macarena, dejá de decirme pelotudo!
—Es un chiste, pa. No te enojes.
—¿Qué me estás ocultando, Macarena? Todo esto es muy raro. Sabés que podés confiar en papá, ¿no es cierto?
El auto llegó a la peor esquina de todas las que habían cruzado. Un callejón aun más siniestro y oscuro cortaba la calle 25 metros más adelante.
—Dejame en acá, papi.
—P-pero… ¡esta es la esquina de las putas!
—¿Ah, sí? No lo sabía… Quedamos en encontrarnos acá con las chicas para ir juntas a la fiesta.
—¿Querés que las espere? No me gustaría que un pajero te confunda con una puta de verdad.
—¡Ojalá! Eso significaría que mi disfraz es el mejor.
—Macarena, no me gustan estas fiestas de disfraces… Cuando estemos en casa tenemos que habl…
—Ay, cortala, papá. Abrime la puerta del auto y andate rápido, ¡no quiero que me ahuyentes los clientes!
—¡Macarena!
—Es un chiste, pa. ¡Qué pelotudo que sos a veces, ¿eh?


Macarena tragaba pija hasta la garganta. Cuando se lo pedía un cliente era más fácil, todos la tenían mucho más chica que cualquiera de los ocho entrenadores. Pero tragarle la pija hasta la base a Tore era todo un desafío. Y encima a Tore le gustaba su boquita. Le gustaba hacerle face-fuck, como decían ellos. Le habían ido enseñando —a la fuerza, sin explicarle nunca nada— que debía relajar la garganta. La verga entraba hasta un punto, no más, y luego debía relajar el garguero, al fondo, y el animal de Tore se la mandaba todavía más adentro. Había, también, que acomodar el cuello y la posición de la cabeza. Esto ayudaba mucho. De hecho, la única vez que Tore y los otros ocho entrenadores le hicieron tragar pija literalmente hasta la base, fue cuando la acostaron sobre la banca boca arriba, la cabeza medio colgando de un extremo.
Se quitó los tres cuartos de verga de negro arrastrando un pegote de saliva, mucosa, leche, y tosiendo y combatiendo arcadas. Estaba de rodillas, y así de rodillas miró a su macho a los ojos.
—Tore… ¿ya soy tu preferida?
El negro suspiró de placer y se escurrió todo el vergón en los carnosos labios de Macarena.
—Ya te garcharon más de treinta clientes, putita. Me estás haciendo ganar buen dinero, vas bien…
—Y me trago su pija hasta la base, Señor…
—Eso también lo hacen tus compañeritas de hockey… No te vanaglories, Maca, es lo menos que debés hacer por mí…. O por cualquier negro…
—Sí, Señor.
—Ahora levantate del piso y andá a hacer más plata. Todavía te quedan dos horas hasta que te venga a buscar tu papi.


Diez noches después.
Vio el auto doblar en su esquina y venir hacia ella, como tantos autos lo habían hecho estos últimos días en que trabajaba la calle para Tore. Solo que a este lo reconoció de inmediato. Maldijo en voz muy alta y las otras putas la miraron con curiosidad. Había sido una noche larga, con pocos clientes. No había hecho mucha plata para Tore y, aunque el negro no la culpaba ni le iba a decir nada, no quería decepcionarlo. Y ahora esto.
El auto se acercó a su esquina y ella se puso a horcajadas sobre la ventanilla, que ya se abría.
—¿Qué hacés acá, pa? Dejame trabajar tranquila… —Modestino iba a reprocharle algo cuando ella vio a su novio en el asiento del acompañante—. ¡Mikel!
Mikel no podía responder. Estaba sorprendido. Más que sorprendido: shockeado. Y además sufría el impacto de verla por primera vez vestida así.
—Macarena… —dijo el padre— ¿Cuánto te falta?
—Ay, ya sabés. Me venís a buscar a la misma hora todos los días.
—No, Macarena, no… Cuánto tiempo más vas a estar haciendo de puta en esta esquina. Ya hace dos semanas que te traigo acá para que hagas Dios sabe qué cosas con los hombres…
—No lo sé… No mucho más. Creo que Tore me va a pasar a un departamento privado, no sé… Dice que ahí le puedo rendir mucho más dinero.
—P-pero… ¡esto es una locura!
—Ay, ponete contento, pa. ¡Quiere decir que tu hijita está haciendo las cosas súper bien!
En eso pasó un auto y Macarena reconoció al conductor. Era un cliente suyo que venía día por medio. Como la vio con otro auto se detuvo junto a una de las dominicanas.
—¡La puta madre, pa! ¡Encima que ésta es una noche de mierda me venís a espantar los clientes!
—Te traje a tu novio Mikel para que reflexiones, hija… Para que hables con él.
Mikel estaba medio asomado, con una sonrisa puesta, de esas de no entender, de incomodidad, de no querer hacer enojar a Macarena cuando el enojado debería ser él. A Macarena le gustó que no supiera imponerse, su novio era como un remanso entre tanta prepotencia de los negros.
—Si querés hablarme vamos ahí atrás y por lo menos me hacés rendir el tiempo, mi amor. Esta fue una mala noche.
—S-sí, mi vida…
Mikel bajó del auto, lo rodeó por adelante y las luces permitieron a Macarena notarle el bultito en el pantalón. Caminaron juntos hasta un rincón oscuro entre dos locales abandonados. Mikel no podía quitarle los ojos de encima a su novia, casi como si la estuviera viendo por primera vez. No era solo la minifalda de puta, aparentemente reglamentaria, eran las medias a mitad de muslo, el maquillaje, el topcito salmón y blanco y el cabello enmarañado y felino. Era eso y la forma de caminar, y la suficiencia sexual que emanaba en cada paso, en cada movimiento de caderas que iban y venían sin importarle nada, sin importarle siquiera él mismo en su condición de novio que venía a amonestarla. En cambio, así de puta, se la comía con la mirada y el deseo.
—Estás hermosa… —dijo estupidizado.
Macarena le sonrió con una ternura teatral.
—Aaayyy… Gracias, amor… ¿Tenés la plata, no?
—S-sí… Acá…
—Vení, mi amor. Aprovechá esta media hora para cogerme sin que los negros te echen a los cinco minutos.
Mikel casi estalla de felicidad. En estos últimos tiempos había comenzado a sospechar que a Macarena no le importaba que los negros la dejaran hacerle el amor con él solo cinco minutos. Comenzaba a hacerse a la idea, aunque a la vez la resistía, de que a ella le daba lo mismo que él la hiciera suya solo cinco minutos. Pensaba que tal vez ella no disfrutara con lo que él le hacía, o con su tamaño (la naturaleza parecía haber dado a su novia unas dimensiones inusualmente grandes ahí abajo, porque nunca la sentía, ni siquiera una mínima fricción). Así que aprovechó este momento, se olvidó de reprenderla y se llenó las manos con los pechos de su novia, como un patético pajero desesperado. Le manoseó los muslos enguantados en las gruesas y altas medias, la cola entangada bajo la minifalda, y le acercaba la boca para besarla, pero ella se le alejaba. Cuando Macarena se le acercó y le respiró en el cuello para, con una pierna, montársele arriba, sucedió.
—Oh… Oh, no…
—¿Qué pasa, amor?
Macarena sabía. Por conocerlo. Y porque estos quince días en la calle le habían enseñado más que una vida.
—Ay, no… no. No. No. No…
—¿Qué? —se hizo la tonta Macarena, con una sonrisa.
Mikel se deslechó como una criaturita, sin siquiera haberla rozado ahí abajo.
—¡Jajajaja! –se le rió ella, sin poder evitarlo.
—¡Macarena, no seas hija de puta!
—Ay, perdóname mi amor… No me río de mala, es que… ¡Jajaj..agg.. cof!
Macarena se medio ahogó con la risa, al punto de tener que carraspear, y el pobre Mikel ni supo dónde arrojó la leche, seguramente al vacío, aunque sintió la humedad en el pantalón.
La frustración hizo que Mikel se enojara, y el enojo con él mismo lo canalizó erradamente:
—Maca, devolveme la plata.
—¿Por qué?
—¿Cómo por qué? Porque no te cogí.
—Ay, mi amor, cómo se ve que nunca fuiste de putas… —Maca de pronto cambio de expresión—. Y menos mal, porque si me entero que te vas de putas ¡te la corto!
—¡No, mi amor, no, jamás podría estar con otra!
—Bueno, pero no te la puedo devolver, Miki. Lo que hacés en tu media hora es asunto tuyo. Si te gusta masturbarte con…
—¡Pero no me masturbé! ¡Yo quería cogerte! ¡Cogerte, quería! ¡Esto fue un accidente!
—Está bien, ¿pero yo qué culpa tengo?
—No, vos no tenés ninguna culpa, pero…
La frustración le hizo llenar los ojos de lágrimas al pobre cornudo, pero se aguantó y abortó el llanto.
—Cuando tu papá me dijo que estabas trabajando de puta…
Macarena salto como una leona herida:
—¡No estoy trabajando de puta! ¡Sos una mierda de novio, Mikel! ¡Cómo te gusta degradarme como mujer, ¿eh? ¿No estudio todo el día en el cole? ¿No voy todas las tardes a entrenar hockey?
—Sí, pero…
—Acá vengo un ratito nomás a darle una mano a los entrenadores, porque Tore me lo pidió. Y además… porque es mi castigo por no haber dado mi 100% en los entrenamientos.
Mikel sintió su mano pegoteada y se la limpió en el muslo del pantalón. Se sintió humillado, y agradeció al intendente que esa esquina estuviera abandonada y sin ninguna iluminación. Igual no se dio por vencido.
—Ya sé que no sos una puta, mi vida, pero yo soy tu novio, también tengo necesidades.
—Mi amor, no lo digo de forra, pero mirame qué linda estoy… —y le posó con mucha simpatía quebrando cadera y una mano a la cintura— Agradecé que te dejan cogerme cinco minutos por mes…
Pero ya Mikel no la escuchaba. Más para disimular su humillación que por las propias ganas de coger, tomó apresuradamente a su novia de las ancas y se le arrimó de forma un tanto bruta.
—Mi vida, te voy a…
Mikel levantó una pierna por sobre la cintura de ella, como para doblegarla contra una pared, pero la pierna falló, dio en el aire y cayó sobre el piso con todo su peso. Su pie fue a dar sobre el pie de Macarena.
—¡Ay! —gritó Macarena—. ¡Sos un animal, Mikel, me hiciste ver las estrellas!
—¡Es que estoy desesperado!
Macarena se tomaba el pie con cara de dolor.
—Cortala, Mikel, si ni se te volvió a parar, tonto...
—¡Sí que se me paró! ¡Mirá!
Macarena vio ente las penumbras el pitito duro y ridículo de su novio y tuvo que ahogar otra risita. No era solo diminuto en comparación a los negros: ahora que había conocido todo tipo de pijas, la del pobre Mikel era diminuta incluso comparada con las más chicas de los blanquitos como él.
—Pajeate, mi amor.
Mikel se contrarió, desorientado.
—¿Para qué? Ya la tengo dura, ¡te voy a coger!
Macarena sonrió con malicia.
—No, pajeate.
—¿Estás loca? ¡Voy a cogerte! ¡Es lo que más deseo en el mundo en este momento!
—Ay, pero a mí me gusta cuando te pajeás… Me calienta más.
—Pero, vida, ¡te pagué para cogerte! Tengo derecho a…
—Pajeate, mi amor, pajeate. Daaaaaaleeee… ¡No sabés cómo me ponés cuando te pajeás conmigo!
Macarena torció levemente su cabeza y lo miró con expresión de cachorrito triste, y entonces Mikel no tuvo más chances de nada. Se tomó la pijita dura, lentamente, y le mironeó las piernas, los muslos mejor dicho, enmarcados entre la minifalda y las botas altas, y la pancita al aire, y luego los pechos y finalmente esa carita hermosa, angelical y bien de puta de su novia. Y empezó a masturbarse.
¡Fap fap fap fap!
—Mi amor, qué hermosa estás así vestida…
—Pajeate, cornudo… Así… Muy bien…
—¡No me digas cornudo, Macarena!
—¡Callate, cornudo, cállate y pajeate, no sabés cómo me calentás!
¡Fap fap fap fap!
—Esto está mal, Macarena… —fap fap fap fap—. Te cogen todos menos yo…
—Vos también me cogés, mi amor… Vos también…
—Yo no, Maca… —fap fap fap fap—. Yo me la paso pajeándome pensando en vos… —fap fap fap fap.
Macarena se acercó el medio paso que lo separaba de su novio y lo abrazó por el cuello. El perfume de ella emborrachó a Mikel, el perfume y el calor de su cuerpo cuando sus muslos lo tocaron, y sus pechos y brazos lo abrigaron.
—Esta es tu manera de cogerme, mi amor —Macarena se le metió en el cuello al chico con sus labios. ¡Fap fap fap fap! Para susurrarle:— Esta es tu manera, y es la que más que me gusta que me hagas…
—¡Síiii…! —fap fap fap fap— ¡Te estoy cogiendo, mi vida, te estoy cogiendo! —¡fap fap fap fap!
—Sí, cornudo, me estás cogiendo…
Y entonces Macarena lo besó en el cuello con premeditada lentitud.
Y Mikel no pudo más. ¡Fap fap fap fap!
—¡Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh…!
—Sí, cornudito, síiii…
—Ahhhhhhhhh ¡Hija de puta qué bien te siento…!
—Sentís tu mano, cornudo, a mí ni me tocaste…
—Ahhhhh, sí, sí, sí, Maca, sí… te toqué, mi amor, te toqué…
—Sí, cornudo, me cogiste… ¿viste qué vos también podías…?
Mikel terminó de terminar con breves espasmos de enfermo.
—No, en serio… te toqué, Maca… Con cada sacudida… mi mano tocaba tu pancita…
—Mi amor, sos un dulce. Me gusta que seas tan comprensivo con las exigencias de mis entrenadores.
Pero con la explosión consumada, Mikel se volvió a ver la mano toda enlechada y su novia todavía vestida para que se la coja cualquiera, y regresó del embrujo.
—Macarena, yo… ¡Yo quería cogerte! —se volvió a lamentar, frustrado, impotente, con su propia leche chorreando entre los dedos.
—Y me cogiste, mi amor, me cogiste…
—Pero yo…
Macarena se alejó un paso de su novio y lo rodeó para quedar del otro lado, lista para irse.
—Ahora volvé con papá… Yo voy a ir con esta plata a Tore y ver si él quiere… Ay, me hiciste calentar, mi amor, y tengo ganas de pija… me refiero… a una pija de verdad…
—¡Maca!
—Andá, mi amor, andá… Sé un buen cornudo.



DIÁLOGO DE HOMBRE A HOMBRE ENTRE PADRE E HIJO

—Vos conocés a Macarena, papá. Viste lo linda que es.
—Sí, es preciosa. Educada, tímida, pudorosa… ¡Es la novia perfecta para vos!
—Sí, demasiado pudorosa. Viste que te conté que nunca me dejaba… Ya sabés… avanzar. Que tenía miedo, que no era el momento, que yo la quería usar, que ella no era una puta…
—Es porque es de buena familia, Mikel, el tipo de mujer para casarse. Cuidala, ¡esa chica es una joya!
—Y lo hago, papá. Le doy todos los gustos. No le digo que no a nada. Y me está funcionando. Porque ya cedió a mi… ímpetu sexual, no sé si me entendés…
—Claro que te entiendo. Yo también fui un semental salvaje a tu edad.
—¡Y ahora está como enloquecida! Aprovecha cada momento que estamos solos para buscarme.
—¡Ese es mi hijo!
—El problema es que… emmm… yo no quiero que mi huracán sexual le arruine los logros en hockey, y la posibilidad de que la bequen en la universidad o más adelante integre la selección nacional.
—Ella te lo va a agradecer en el futuro, hijo.
—Es por eso que… emmm… lo hacemos una vez por mes, por cinco minutos…
—¿Una vez por…? ¡¡¿¿Cinco minutos??!!
—S-sí…
—Hijo, eres realmente afortunado. Dios quisiera que tu madre me diera cinco minutos por mes.
—Pero es distinto, ustedes están casados desde hace años…
—¡Hablo de cuando éramos novios! Hoy apenas me lo permite una vez al año, los 14 de Agosto.
—¿El aniversario de casados?
—Bueno, no… Es… Es otro tipo de aniversario… emmm... Pero no nos desviemos de tus logros sexuales, hijo. ¿Cuándo fue la última vez que esa afortunada disfrutó de tu virilidad desenfrenada?
—Anoche. Ella estaba en una esquina… emmm… estaba en una fiesta de disfraces…
—¿Una fiesta de disfraces en plena calle? ¡Qué original!
—Sí… emmm… algo así…
—¿Y de qué estaba disfrazada? ¿De Hello Kitty? ¿De conejito? ¿De monja?
—No, bueno… no sé bien de qué… ¿Cómo te lo explico…? Estaba disfrazada de… de mujer de negocios… de negocios en el área de marketing… más precisamente en ventas… emmm… cuya mercadería está estoqueada en ella misma y con un depósito y logística propia que lleva a todos lados.
—¡Ah, de puta! ¡Estaba disfrazada de puta!
—Bueno, sí. Quizá técnicamente podríamos decir que sí.
—No te turbes, hijo. Es perfectamente normal. Los ricos se disfrazan de mendigos, y las pobres de princesas. Las mujeres más honestas y fieles también buscan sus opuestos y en esas fiestas siempre se disfrazan de putas.
—¿M-mamá también?
—¡Siempre! A cada fiesta de disfraces iba más y más puta. Como si todo lo que le decían los hombres la alentara a vestirse más puta a la siguiente fiesta. Yo creo que cuanto más virtuosas son, más putas se disfrazan.
Mikel pensó que entonces su novia Macarena debía ser la chica más proba y moral de toda Sudamérica.
—¿Y se… disfrazaba seguido…?
—¡Todo el tiempo! Conmigo fue solo a las primeras dos o tres fiestas. Pero después empezó a ir a otras… Ya sabés… Que una despedida, que una fiesta del trabajo, el cierre de fin de año… Te imaginás… Tu madre salía vestida de puta de esta casa casi todos los fines de semana, mientras yo te cuidaba. Porque vos eras muy chiquito. Yo ya no le preguntaba nada. La veía ponerse minifaldas escandalosas, botas altísimas, maquillarse como una hora… Yo la miraba y le decía: “¿Otra fiesta de disfraces?” Y ella se reía y me miraba como si fuera un nene. “Sí, mi amor, sí —me decía—. Otra fiesta de disfraces.” Y se iba a las doce o a la una de la madrugada. La pasaba a buscar su amiga en el auto, una amiga que se ve que cambiaba de autos como de novios porque siempre venía a buscarla en un auto distinto.
—¡No seas crédulo, papá! ¿Cómo alguien va a cambiar de auto tan seguido?
—Tenés razón, hijo. Ahora que lo decís lo veo bien claro.
—¡Eran distintas amigas!
—Obviamente.
—Bueno, la cuestión es que la agarré a Macarena en esa esquina y me la recontra cogí.
—¡Mikel!
—Es que fue así. Me eché dos polvos en media hora.
—¡Ese es mi hijo!
—Mirá si habré sido un animal en celo para cogérmela que en el segundo polvo me rogaba que no se la ponga, que solo me pajeara.
—Es que a esa clase de chicas no le gusta mucho el sexo. A veces hasta tienen miedo de que las lastimen. Hijo, vas a tener que acostumbrarte a ser paciente.
—Sí, papá. ¡Eso es exactamente lo que me pidió! ¡Qué clara la tenés!
—Son años de experiencia con las mujeres, hijo.
—En un momento mi sexualidad animal y salvaje le ganó al a caballerosidad y le hice ver las estrellas.
—¿?
—Así me dijo, papá: “Sos un animal, Mikel, me hiciste ver las estrellas”
—Estoy orgulloso de vos. De tal palo, tal astilla.
—Sí, lástima que no voy a poder ir hoy… o sea, a la próxima fiesta de disfraces…
—¿Por qué? ¿No me dijiste que era en la calle?
—Tengo que pagar 800 para entrarle… a la fiesta.
—¡Es un precio abusivo!
—Sí, y lamento no poder ir otra vez.
—¿Dónde es esa fiesta?
—En… en el Barrio Rojo…
—¿El Barrio Rojo? ¿No es así como llaman a la calle de las putas?
—Sí, papá.
—¿Y tu novia está allí, en la calle de las putas, vestida de puta?
—¡No, por supuesto que no! Solo disfrazada de puta.
—Podríamos ir esta noche a ver. Total, mamá no va a estar. Tiene otra de sus habituales fiestas en las que también va disfrazada de puta.
—No, papá, no vale la pena —Mikel adivinó una segunda intención en el pedido de su padre—. Además, las fiestas de disfraces a las que va mamá no son en las calle…
—Oh… —el papá de Mikel pareció desencantado. Sacudió afirmativamente la cabeza y propuso—. Bueno, en ese caso, nos quedaremos en casa mirando una buena película.
—Sí, papá. Me acabo de bajar La Dama del Autobús.
—Excelente, hijo. Esta noche tenemos la diversión asegurada.

FIN

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Junior (03)

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JUNIOR — Episodio 03
(VERSIÓN 1.1)

por Rebelde Buey



Sábado 20. Mediodía.

El aroma del café recién servido se mezclaba con los últimos olores del pastel de papa que ya Lisa retiraba de la mesa. Había sido un almuerzo delicioso, con comida casera y villancicos en la radio. La charla resultó animada y el espíritu navideño parecía llenarlo todo o, al menos, parecía llenarla a Brenda en el corazón.
Por la mañana ella y su marido habían ido a comprar ropa de bebé para Junior, que ahora dormitaba en su habitación de arriba, en la cuna.
Jimmy se había mostrado muy molesto —casi escandalizado— porque su mujer había tenido que meter todo el vergón de Junior en su boca para que el pequeñín descargara su habitual litro de leche y no le enchastrara la cara y los cabellos. Brenda le explicó, y él lo sabía porque ya lo había comprobado desde su llegada, que el pequeño e inocente bebé, además de una malformación por la que padecía un miembro de caballo, tenía repentinas y constantes inflamaciones genitales. El pitito —que más bien era, como decía Jimmy, un terrible pijón negro de proporciones inhumanas— se le hinchaba hasta alcanzar el tamaño y el ancho de un brazo, y los huevitos, pobrecito, encima que eran enormes, casi como pelotas de tenis, se le endurecían y se le cargaban de leche que de seguro le hacía doler.
También le explicó Brenda a su escéptico marido que, como buena madre, debía aliviarlo. Simplemente no lo podía ver sufrir. Brenda la pasaba mal cuando Junior gemía con el vergón a punto de explotar, y ella, le dijo a Jimmy, haría cualquier cosa para que su hijo no sufra.
—No es justo —se quejó el hombre de la casa, ahora junto a su esposa, que acostaba a Junior—. A mí nunca me… me has hecho… ya sabes… —se quedó, y como Brenda no daba señas de entender, agregó por lo bajo— sexo oral… —y luego más fuerte— Y a este bebé… No hace 24 horas que está en casa y ya le hiciste tres pajas y una mamada de…
La bofetada le movió a Jimmy hasta las muelas.
—¿Cómo te atreves…?
Jimmy se tomó sorprendido el rostro, que le ardía. Nadie en esa casa levantaba la mano. Vio a Brenda y era el rostro de la indignación hecha persona.
—¡Quiero que te disculpes, Jimmy! ¡Quiero que te disculpes ya mismo porque tú sabes muy bien que yo no hago esas cosas! —Brenda agachó la cabeza, su rostro se ensombreció por la congoja, pero como buena madre que era, no se desentendió de su hijo adoptivo y lo tapó con una manta. Luego agregó con voz muy grave—. Esas cosas las hacen las prostitutas… no la madre de tus hijos, por Dios santo…
—Lo siento… Lo siento, querida, yo…
El pequeño Junior se removió inquieto en su cuna y la manta se le corrió y expuso el pijón negro y desnudo otra vez.
—Si no eres capaz de distinguir que lo que yo hago es un acto de amor de madre…—agregó Brenda mientras tomaba la gruesa y negra verga de Junior y la sobaba arriba y abajo casi casi por puro reflejo— …entonces no sé con quién he estado casada todos estos años…
—Lo siento, lo siento, cariño, no tengo excusa… ¡Soy un monstruo! —Brenda se echó a llorisquear—. Oh, por favor, no llores, amor… sabes que no soporto verte llorar… Te juro que no volveré a comportarme como un patán… —Brenda sintió los brazos de su esposo rodearla y aflojó su llantito—. Pero tampoco es correcto que malcríes así al niño, sobándole la pija y tragándote toda la leche cada vez que le duele algo… aun cuando sea un acto de… amor… No sé, hazlo con guantes, o unas pinzas… lo vas a convertir en un chiquillo malcriado…
—Está bien, tienes razón… Me controlaré…

El aroma del café regreso al presente a Brenda, que suspiró sonoramente recordando el vergón del pequeño Junior. Lisa ya había levantado la mesa y la esperaban todos los trastos para lavar. Se hallaban en la sala de estar, Jimmy con un brandy y ella con el pocillo en sus manos.
—Lisa, ve a revisar que tu hermanito esté durmiendo y bien tapado.
—No es mi hermanito, mamá. Todavía no lo adoptamos.
—¿Acaso la única de espíritu cristiano en esa casa soy yo?
—No, mami, yo quiero un hermanito. Y quiero a Junior, es negro y tiene una cosa muy pero muy grande entre las piernas, como el reverendo Cockwell, por eso me gusta…
—¿Qué? ¿Cómo sabes que…? ¿Qué estás diciendo, Lisa…?
Pero ya la hija estaba subiendo las escaleras. Brenda intervino rápidamente.
—Ha de haber visto al reverendo Cockwell en slip de baño, como lo vimos todos… en aquel picnic que organizó la iglesia…
Jimmy se tranquilizó un poco. Él también había notado el tamaño del reverendo; de hecho, había sido tema de conversación entre él y Brenda durante horas, incluso a la noche, justamente una de las pocas noches en que habían hecho algo, y lo recordaba porque esa noche su mujer había estado con inusuales ganas, como si estuviera por demás excitada, nunca supo bien por qué.
—De todos modos, Lisa tiene razón. Junior no es su hermano, así como tampoco es tu hijo.
—Creí que ibas a apoyarme.
—Y lo haré. Pero no quiero que te ilusiones y luego sufras. Lo más probable es que un juez nos lo saque hasta ver qué resuelven con él —explicó Jimmy sin poder imaginar que si un juez echaba mano del expediente de Junior, lo devolvería a la prisión de máxima seguridad de la que había escapado.
—¡Mamá! —se escuchó gritar a Lisa. Brenda y Jimmy saltaron de sus sillones—. ¡Mamá, ven aquí rápido, es Junior!
—¡Oh, Dios santo! ¿Qué le pasa a mi pequeño?
Brenda y Jimmy subieron escalones de tres en tres.
—¡Mamá, sube ahora…! ¡No, Junior! ¡Ju…mmmgggffffhhh…!
Entraron a la habitación y vieron que el pequeño Junior tenía tomada a su hermanita adoptiva de las dos colas del cabello, y procuraba empujarle la cabeza hacia sí. El pañal se le había corrido, como siempre, y el vergón grueso y venoso florecía entre sus piernas y se le acercaba peligrosamente a la cara de la niña. Lisa se resistía, tirándose hacia atrás. Para oponerse el acoso, la pequeña había tomado el monstruoso pijón con sus dos manos y lo empujaba al negro para atrás. El efecto era el inverso al buscado, porque ella empujaba para atrás y Junior para adelante, lo que resultaba un movimiento masturbatorio forzado.
—¡Junior, no! —gritó Jimmy.
—¡Lisa! —la retó la madre—. ¡No discrimines a tu hermanito, es solo un pequeño que quiere aliviarse.
Junior, en el aire, tironeaba con fuerza y brío el escote de Lisa. La pequeña aún conservaba la ropa de haber dormido, un camisolín transparente que le dejaba ver todo, muy muy corto y escotado, sin corpiño debajo, tan solo una tanguita bordó enterrada entre las nalgas de ese culazo perfecto. Uno de los pechos de la niña se había salido por la mitad y el negro se lo estrujaba inflándole el pezón gomoso.
—¡Es que yo no sé cómo hacerlo, mami! ¡Creo que quiere metérmelo en la boca!
Brenda recordó con nostalgia el incidente en el vestidor de Sears, esa mañana, dio un paso adelante y fue a auxiliar a su hija. Tomó a su bebé de la cintura con decisión y en seguida fue a agarrarlo de la verga. Se estremeció con el calor y el latir de esa pija que ya estaba totalmente empalmada.
—¡Brenda, quedamos en que te ibas a controlar!
—¡Lo haré, cariño, pero estoy ayudando a tu hija! ¡Ve abajo a lavar los platos, yo me encargo de esta pequeña emergencia inflamatoria!
—¿Pequeña? ¡Es casi tan grande y gruesa como mi brazo!
—Más grande, mi amor… —suspiró—. Más grande…
En medio del forcejeo, Brenda aprovechó un instante de distracción de su bebé y lo tomó de la verga, lo cargó sobre sí, y la otra mano fue a hacerle copa a los testículos. Junior se calmó un instante, pero enseguida comenzó a forcejear con ella, pero al menos su hija estaba ahora a salvo.
Junior buscó con la boca los pezones de su madre, como para alimentarse. Le recorrió el escote con su lengua hasta que uno de los pechos sobresalió un poco. Brenda continuaba tomándolo de la pija y suspirando.
“Vas a volver a tragar pija, putón”, pensó Junior metiéndose el pezón grande de Brenda en la boca.
—Lisa, quiero que veas cómo lo hago. Quizá algún día yo no esté en casa y deberás aliviar a tu hermanito.
—¡No quiero, mamá! ¡Esa cosa negra y gigante me da miedo! ¡Tiene muchas venas y late, no quiero!
Jimmy, que no terminaba de irse, terció:
—Lisa tiene razón. No creo aconsejable que nuestra hija…. Emmmm… alivie los dolores de ese terrible pedazo de verga negra…
—¡Debería darte vergüenza, Jimmy…! ¿Es eso lo que quieres enseñarle a nuestra hija? ¿A discriminar por el color? —Brenda ya había acomodado a Junior en sus brazos y el negro ahora le tomaba un pecho gigante y se llenaba la boca con él. Y ella, muy amorosamente, agitaba arriba y abajo el vergón grueso para aliviarlo—. Un hombre blanco o un hombre negro son iguales.

—Iguales… iguales… —rumiaba Jimmy bajando las escaleras—. ¡Qué iguales ni qué demonios, la tienen ocho veces más grande que nosotros!
Llegó a la cocina y comenzó a lavar la vajilla y a enchastrarse con el agua con detergente. “¡Mierda!”, exclamó, y se puso un delantal de Brenda, floreado, rosa y muy corto. Maldijo otra vez su suerte. Mientras él estaba allí haciendo el trabajo de una mujer, su esposa estaba arriba sobando y agitando el vergón de caballo de ese pequeño negro, y tal vez enseñándole a su hija a hacer lo mismo. Al menos, se consoló, lo estaría haciendo con guantes, como ella le había prometido.
Apuró la friega y en un rato dejó todo reluciente. No sabía por qué, pero no quería dejar a su esposa mucho tiempo a solas con aquel desconocido bebé.
Ni se acordó de quitarse el delantal floreado. Así como estaba subió y abrió la puerta de la habitación y casi se cae de bruces con lo que se encontró.
La buena noticia era que su mujer no estaba pajeando a Junior.
Las malas eran que Junior yacía sobre el piso, boca arriba, y con la formidable erección de siempre. Brenda estaba arrodillada en sentido contrario, a horcajadas sobre el torso del bebé, tragando verga como una puta de callejón. Estaban como en un 69, solo que Junior era tan pequeño que su cabeza quedaba a la altura de los gigantescos pechos de su esposa. Para chuparlo mejor, Brenda tenía apoyados los dos codos en el piso y tomaba el vergón con sus dos manos, masajeándolo abajo y arriba mientras la pija aparecía y desaparecía de su boca.
—¡Brenda, no! ¡No otra vez!
Y lo peor era que Lisa ayudaba. Las piernitas del prófugo de la cárcel del condado devenido bebé quedaban libres y la niña se había sumergido allí abajo y engullía los testículos con un hambre como si no hubiese almorzado nada.
—Mmmfffggghhh… —le respondieron sus mujeres a coro.
Jimmy se acercó tomándose los cabellos. Ahora veía mejor. Brenda tenía toda la cara enchastrada de saliva pegajosa y quién sabe qué más, que le goteaba por la barbilla. Lisa también tenía la cara transpirada y le chorreaba saliva de los labios, esos labios que tragaban los huevotes del bebé.
—¡Por amor de Dios, Brenda! Me dijiste que ibas a tratar de…
Brenda, agitada, jadeante, se quitó la gruesa verga de la boca, se corrió el cabello transpirado de los ojos y miró a su marido.
—Ya sé… Ya sé, mi amor… perdóname… Perdóname pero es que… el pobrecito… —Brenda miró el vergón con devoción y suspiró sonoramente—. Oh, Dios… qué pedazo de verg… —y abrió la boca bien grande y se lanzó otra vez a tragarse esa pija que la necesitaba.
Jimmy sintió la urgente necesidad de cambiar el tema
—¡Oh, Brenda, mira a tu hija! ¿Cómo permitiste que Lisa…?
—Quédate tranquilo, cariño, que no la dejé tragar verga como ella quería.
—¿Como ella quería…? ¡Brenda, eras tú la que quería!
Lisa se quitó los testículos gordos y rugosos de la boca con un sonido a corcho de botellón.
—Mami me dijo que tengo que aprender todo lo que ella sabe por si un día ella no está y Junior tiene… esa pequeñita inflamacioncita…
Y otra vez a la entrepierna y a seguir tragando los huevos del negro.
Mientras tanto Junior tenía tomada a su mami adoptiva de los pezones, los que estiraba y retorcía como si fuera con maldad, mientras le chupaba las ubres llenas. Brenda, a su vez, se estaba tragando media pija completa, lo que ya de por sí era mucho más que una pija grande normal. Jimmy se arrodilló junto a ella, la felación a veinte centímetros de sus ojos.
—Oh, por Dios, Brenda, no te puede entrar todo eso en la boca…
Pero le entraba. Jimmy vio la voluntad de su mujer. La cara roja. Las lágrimas que le saltaban por el esfuerzo. Calculó que el glande del negro le estaría tocando la campanilla y deseó que eso se terminara de una vez.
Junior retorció aun más los pezones de Brenda y gimió un muy sonoro “Oghhh…”, tan grave que pareció que el bebé se hubiera fumado una docena de habanos. Jimmy vio al niño tensarse, subir la pelvis y clavar aún más su verga en la garganta de su esposa. Vio los huevos duros, brillosos cada vez que su hija los liberaba para respirar, y vio la leche latiguear la pija que tragaba su mujer.
El lechazo llegó a la campanilla y atragantó a Brenda, que tosió y retiró su cabeza unos centímetros. “¡Tragá, puta, tragala toda!” Hubo un segundo lechazo y la guasca comenzó a salir a borbotones por la comisura de los labios. Brenda no dejaba de pajear extasiada esa verga de burro, y el tercer y cuarto lechazos se los tragó completos y con orgullo de madre.
—¡Oh, Brenda, por favor, no te la tragues toda!
Los ruegos de Jimmy se escucharon porque el quinto escupitajo de semen le dio a su esposa en pleno rostro.
—Lo siento, cariño, es que mi bebé estaba sufriendo —se lamentó Brenda quitándose el semen de los ojos y relamiéndose con la lengua todo el que tenía en los labios y trompa.
Lisa miraba atónita. Había dejado de chuparle los huevos y había puesto sin querer su mano toda alrededor de la base de la verga, sosteniéndose. Los chorros de leche que se le habían escapado a su mami caían sobre su mano y ahora ella estaba enchastrada también. Se llevó la mano a la boca, mientras el terrible vergón de Junior daba sus últimos estertores.
Jimmy no paraba de alarmarse.
—Lisa, hijita, no es necesario que hagas eso…
Lisa se limpió uno a uno sus dedos embadurnados del semen del negro y solo al terminar exclamó contenta.
—Quiero ser una buena hermanita cuando lo adopten, papi.
En un minuto no quedaba ni una gota de leche; del enchastre que había hecho ese pedazo de verga, las mujeres lo habían limpiado todo. Brenda, ya con las pulsaciones normalizadas, tomó a su bebé con una mano de los huevos y con la otra tomó y apretó desde la base y fue subiendo su presión hasta el glande, escurriendo el vergón por dentro. De la punta de la cabeza asomó un último borbotón que engulló con hambre, recorriendo con su lengua todo el glande.




Sábado 20. Noche.

Era ya de noche, y aunque la navidad llegaba en dos días, no hacía frio siquiera afuera. California, claro.
Las casas en ese barrio de clase media blanca eran todas iguales, calle tras calle. Se diferenciaban por las plantas al frente y por el color de los sillones en el porche de adelante. El de la casa de la familia de Jimmy estaba forrado con cuero blanco con una raya negra bien ancha que se metía en el medio como una cuña. Brandon y Lisa se mecían tontamente pues era de esos sillones hamaca. Brandon estaba nervioso, quizá por eso se mecía.
—Vamos, Lisa, nadie se enterará. Estarás de regreso en tu habitación antes de que tus padres despierten en la mañana.
Lisa se tomó el ruedo de su pollera amplia y tableada para disimular su incomodidad. Era corta la falda, y cuando se cruzaba de piernas, como ahora, se le veía la liga y el portaligas que se había puesto para ver cómo le quedaba. La blusa de arriba era color tiza con detalles violetas, y hacia juego con la lencería también violeta y con puntillitas que llevaba debajo.
—No voy a ir a esa fiesta. No voy a desobedecer a mis padres, ni escaparme de noche… ¡Y mucho menos voy a hacer eso que quieres que haga contigo!
—¿Qué cosa? ¡Yo sólo quiero ir a la fiesta!
—¡Como si no supiera cuáles son tus intenciones! Ya me lo advirtieron mamá y papá.
—Bueno, no estaría mal hacer algo más que unos simples besos, mi amor. Hace ya tres años que somos novios y…
—¡Brandon, no empieces otra vez! ¡Te dije mil veces que no voy a hacer nada hasta que me case! Ya me advirtió el reverendo Cockwell cómo son los chicos con estas cosas, una vez que yo te dé lo que quieres, ya no valdré nada para el casamiento.
—Pero mi amor, ¿cómo puedes pensar eso? Yo te amo, nunca te dejaría. Además, no digo que vayamos a hacer todo, pero al menos avanzar un poquito más, no sé… Mis amigos…
—No voy a tocarte o… besarte ahí donde tú quieres… ¡Por el Señor, en lo único que piensas es en esas asquerosidades! —Tomó aire como para increparlo severamente, pero ahogó el gesto y enseguida se encogió de hombros y escondió la vista— Oh, me haces sentir tan sucia a veces…
—Lisa, mi amor, no te sientas así. Es que hace mucho que salimos y apenas si me dejas tocarte los muslos y…
Brandon se estaba frustrando hasta el punto de impotencia. Fue un alivio que en ese momento interrumpiera su futura suegra Brenda, en delantal de cocina y espumadera en mano.
—¡Lisa! (Hola, Brandon) Hazme un favor y ayúdame con Junior, que yo estoy cocinando.
—Sí, mami.
—Ve arriba y báñalo, por favor, que ya casi está la cena.
—Sí, mami.
Brenda se fue y Lisa y Brandon se pusieron de pie.
—¿Junior? ¿Quién es Junior?
—Mi nuevo hermanito. Mamá lo adoptó ayer, es re lindo y buenito. ¿Quieres conocerlo?

Brandon juraría que allí había algo raro. Tenía el tamaño de un bebé, era calvo como un bebé. Iba desnudo como un bebé. Pero por Dios, el tamaño de sus huevos y esa gruesa lonja de carne oscura que pendulaba como una corbata de payaso… decididamente no parecían de bebé. Aunque podía ser también la sombra en el mentón, como si fuera una barba rasurada en la mañana.
No, lo que realmente inquietó al muchacho no fue todo aquello sino algo peor. Fue la mirada libidinosa, quizá una lujuria enferma, cuando Lisa lo tomó de la cintura y del vergón, como si tal cosa. Fue la mirada y fueron esos ojos andados, vividos, esos que más parecían los de un hombre que de un niño abandonado.
—¡Lisa! ¿Tienes que tomarlo de allí para cargarlo?
—Es lo que me enseñó mamá —Así de la verga como lo tenía tomado, Lisa llevó a su hermanito a la bañera rebosante de agua caliente, vapores y espuma. Y un patito de hule amarillo flotando en el medio—. Dice que es la parte más fuerte de Junior. Especialmente cuando se le endurece.
—Cuándo se le… ¿¿Qué??
Lisa metió a Junior al agua. ¡Splashhh…!
—A los bebés se les endurece el… pitito… cuando los amamantan o cuando los bañan… Pero Junior es especial: se le endurece todo el tiempo —Cuando Lisa depositó al pequeño dentro de la bañera, la inclinación de su cuerpo agrandaron el escote y los pechos de la niña se sobresalieron un poco. Junior, como siempre, manoteó sobre el escote con la lengua afuera y gimiendo con hambre. Y con la pija dura—. ¿Ves? Ya se le está endureciendo.
—¡Por Dios, no para de crecerle!
—Sí, cuando sea grande seguro será basquetbolista. Pero por ahora solo comenzó a crecer por acá.
—¿No puede….? ¿No puede… ¡glup! … bañarlo tu mamá…?
Junior ya forcejeaba como hacía siempre. Con las manitas ocupadas en la cintura y el vergón del negro, Lisa no tenía cómo defenderse del pequeño. Junior le manoteaba los pechos, y le acercaba la boca, queriendo amamantarse. Lisa se movía de un lado a otro pero las manos del negro eran veloces. En un instante, el primer botón de la camisola voló por el aire y el corpiño violeta oscuro con elegante puntilla quedo a la vista. Los pechos de Lisa no eran gordos y desbordados como los de su madre pero eran redondos, infladitos, duros y bien firmes. Junior se abalanzó sobre éstos como un enajenado.
—¡Junior, no! —gritó Lisa—. ¡Brandon, ayúdame!
Brandon estaba a su lado, inmóvil, todavía sorprendido por el tremendo tamaño del vergón negro, que por increíble que pareciera, seguía creciendo.
—¡No-no sé qué hacer! ¡Y no lo voy a agarrar de “ahí”!
Lisa no podía soltar a su hermanito de la cintura porque de ese modo se le caería al piso. Podía soltarlo de la verga, pero en el forcejeo, la verga se movía para arriba y abajo dentro de la piel que contenía. No podía soltarlo, era como una fascinación táctil. Junior ya hociqueaba dentro del corpiño y con la lengua le recorrió el borde de uno de los pezones. Una electricidad candente le estremeció todo el cuerpo a la niña.
—Ohhhhhhhhhhh… —jadeó Lisa.
—Mi amor, ¿qué te sucede?
Lisa alejó a Junior todo lo que pudo, mientras el pequeño pataleaba y tiraba manotazos hacia los pechos. Uno de los piecitos le rasgó la falda y se le enganchó en la bombachita, y el tironeo la estiró hacia abajo.
—¡Este chico está muerto de hambre! Ve a llamar a mamá, ¡rápido!

En la cocina, Brenda ya retiraba una fuente humeante del horno y la apoyaba sobre la mesada. Jimmy había corrido el pan para hacerle lugar.
—No lo estoy consintiendo demasiado. Es mi hijo. Y me necesita como madre.
—¡Es que ya es demasiado! Hoy ya los haz… aliviado cuatro veces: en la tienda de ropa para bebés, al mediodía después de comer, a la tarde mientras yo dormía la siesta y luego a la hora de la merienda… ¡Ese chico vive necesitando que lo descargues!
Brenda suspiró con el corazón acelerado y los pechos se le hincharon más.
—Ay, sí… No quiero pensar cuando sea grande…
—¿Y era necesario aliviarlo siempre con la boca? ¡Te tragaste hasta la última gota cada una de las veces! ¡No entiendo cómo no te da asco!
—Es nuestro hijo, por Dios santo! ¿Acaso te daba asco limpiarle la cola a Lisa cuando aún no sabía ir al baño sola?
—No, pero… pero es que… pero esto es… ¡Oh, diablos!
Brandon entró a la cocina como una tromba.
—¿Y ahora qué? —se fastidió Jimmy.
—Dice Lisa que Junior tiene hambre. ¡Y mucha!

Entraron al baño de arriba y Jimmy sintió como un deja-vu del medio día, solo que con su hijita Lisa.
Junior estaba sentado dentro de la bañera llena de agua, con su cofia puesta. Sus manitos sostenían la cabeza de Lisa, que se sumergía en su entrepierna, bajo el agua. Porque Lisa también estaba metida en la bañera, arrodillada, con toda su ropa empapada y su trasero en punta y la tanguita violeta oscuro con puntillas corrida, medio bajada, estirada entre sus muslos.
—¡Oh, por Cristo! —exclamó Brandon.
Junior tomó con fuerza los cabellos de Lisa y la sacó del agua, que le chorreó a la niña por toda la cara. Los cabellos le caían sobre la frente, las pestañas se le plancharon a los párpados como arañas aplastadas. Había algo lechoso fileteándole las mejillas, quizá jabón. Del agua asomaba una buena parte del vergón del negro. El glande, gordo como un puño, y el cuello arremangado de piel. Parecía una boya flotando en el agua. Los pechos de Lisa se le apoyaban, y el glande los aguijoneaba y los hundía como globos bien inflados. Los pezones rosados y gomosos como chupetones estaban a merced de ese glande, que los chocaba una y otra vez. La ropa se había transparentado, con lo que se veía todo, pero además, una de las copas del corpiño se había corrido y el pezón lucía duro y firme, jugueteando sin querer con el glande del negro.
Las mejillas de Lisa estaban rojas e hinchadas, dispuestas a tomar una desesperada bocanada de aire.
Junior sonrió, volvió a imprimirle fuerza a sus manitos y volvió a hundir la cabeza de la pequeña en su entrepierna.
Brandon notó, con un dejo de dolor, que su novia abrió bien grande la boca justo antes de sumergirse.
Jimmy reclamó:
—¡Brenda, haz algo!
Brenda se despertó de la ensoñación y fue junto a su hija, junto al trasero de su hija en realidad. En medio del chapoteo con el que Junior sometía a su princesita para que tragara verga gruesa y venosa, Brenda llevó sus manos a los muslos de Lisa y los recorrió hasta llegar a la tanguita. Y la recolocó, adecentándola.
—¡Listo! —dijo Brenda—. El pícaro de Brandon estaba espiando.
Brandon se coloreó cual brasa al viento porque, efectivamente, estaba mirando. Solo rogaba ahora que su suegra no notara su pequeña erección.
Junior volvió a sacar a Lisa de su entrepierna. La niña tomó aire otra vez, con un hipo de vida. Además del agua y el jabón, también le chorreaban lágrimas y un hilo de mucosa, porque Junior le hundía su cabeza más y más fuerte, y el glande del pequeño inocente se le incrustaba hasta el fondo de la garganta.
—¡Mamá, ayúdame por favor! —pidió Lisa con el poco aliento que le quedaba—. Junior es muy fuerte para sacármelo de encimagggghhhmmmffff…
La cabeza de Lisa volvió a sumergirse, con Junior tomándola siempre de los cabellos. Parecía que esta vez la hundía más que antes, y entonces Brenda, como madre, fue a poner orden entre hermanos.
Primero procuró liberar a su hija de aquel sometimiento, pero el pequeño Junior parecía tener la fuerza de un malviviente de 34 años, que hubiera caído preso, escapado de la cárcel y encontrado en esa casa y confundido por un bebé, y no había forma de arrancársela del vergón. Entonces fue y metió medio cuerpo en la bañera y fue a compartir la felación del mástil negro.
El agua se desbordó y los dos cornudos saltaron hacia atrás.
—Brenda, ¿qué estás haciendo?
—Estoy ayudando a Lisa. Quizá de esta forma Junior la suelte.
Pero la cosa no estaba tan fácil. Por más que Junior la tuviera tomada de los cabellos, lo cierto es que Lisa debía tomar el vergón con sus dos manitos para no irse de narices al fondo de la bañera. Cuando Brenda se sumó a la felación del machete de carne, metió una mano bajo el agua y comenzó a sobarle los testículos al pequeño. El agua había bajado por el desborde, y ya no había que sumergir la cabeza, así que Junior aflojó la presión. Pero Lisa igualmente no soltaba la pija, seguía tomándolo con su manos y llenándose el buche con toda la carne gomosa del negro. Brenda hacía lo propio y en un instante las dos mujeres lo felaban, una de cada lado, una hacia abajo y luego arriba mientras la otra paladeaba el camino inverso.
El agua seguía escurriendo y ya la orgía quedaba desnuda.
—¡Lisa, ya puedes soltar a tu hermanito! Ya mami te está ayudando.
Pero Lisa no oía, seguía pajeando con sus manos y chupando verga hasta la garganta.
—¡Lisa, mi amor, deja de chupar ese tremendo pedazo de pija, por el amor de Dios!
La invocación del Señor hizo que Lisa dejara de cabecear y levantara el rostro hacia su novio, jadeando. Un gotón de saliva y leche se le escurrió por la barbilla.
—¿Eh…? Oh, sí, sí, yo no quiero hacer esto, Brandon… —pero seguía pajeando, sobando arriba y abajo la negra verga—. Llama a mamá, dile que venga que Junior quiere aliviarse.
Y siguió mamando pija a cabezazos.
—¡Por Dios, Lisa, tu madre está a tu lado! ¡Sus pechos están atrapando uno de tus brazos!
Fue cuando el pequeño Junior gruñó como un oso y se arqueó sobre sí mismo. La pija se le puso más dura, como de piedra, y por una fracción de segundo todos vieron cómo la verga se le hinchó aun más. Y se soltó.
Mandó el lechazo directo a los dos rostros que competían por su verga. Regó sus bocas, sus labios, sus ojos y las dos hermosas mujeres cerraron los ojos en un reflejo. Pero para el segundo lechazo ya abrían sus bocas. El tercero y cuarto lechazos se repartieron entre rostro y garganta, entre madre e hija.
La leche chorreaba y enchastraba las mejillas y morros, y bajaba por las barbillas de las dos desesperadas hembras.
—¡Junior, me ensuciaste toda! —se quejó Lisa, casi en un llanto, pero Brenda la tomó de los cabellos de la nuca y la hundió contra la pija de Junior.
—Lisa, sé una buena hermana y alivia al pequeño.
Lisa tuvo que abrir grande la boca o la pija le sacaba un ojo.
—¡Mi amor, no hagas eso con nuestra hija!
—¡Señora Brenda, por favor!
Lisa tenía casi medio vergón enterrado hasta la garganta. Mientras el negro le seguía soltando la leche, las lágrimas se le saltaban de sus ojos y chapoteaba con sus manos, ahogada de verga y leche, pero la pija del negro se le enterraba más. Tuvo que tragar todo o de otro modo se hubiese ahogado.
—Buena niña… —festejó muy feliz Brenda, y siguió ejerciendo presión sobre la cabeza de su hija para que no dejara de tragar verga.
Junior se agitó más, en sus últimos estertores, y Lisa finalmente tragó hasta la última gota.
—No es justo… —lloriqueaba Brandon.
La madre lo reprobó con la mirada.
—No seas perverso, Brandon, solo está aprendiendo a aliviar a una criaturita inocente —E inmediatamente descubrió la pequeña hinchazón en el pantalón de su marido. Dejó de empujar la nuca de Lisa contra la entrepierna del negro y fue a ocuparse amorosamente de Junior: le tomó el vergón desde la base, con las dos manos porque con una no lo podía rodear, y lo apretó arriba y abajo un par de veces para sacar los últimos chorros de leche.
—No voy a hacerme cargo de eso, Jimmy —le dijo Brenda, con la verga de Junior todavía en sus manos, y señaló con la mirada el bultito del cuerno—. Haz algo con eso antes de irnos a dormir, ya te dije que no quiero saber nada de sucio sexo mientras tenga que criar a mi pequeño.
—Brenda, mi amor… —dijo Jimmy enrojeciendo—. Me avergüenzas ante Brandon…
Pero Brandon no dijo nada, solo tragó saliva sin poder quitar los ojos de su novia, que aun agitaba y le daba los últimos chupones al negro y brilloso glande de aquel extraño bebé.


FIN - (episodio completo)

—PACK 01—

Leche de Engorde (15)

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LECHE DE ENGORDE 15
(VERSIÓN 1.0)

por Rebelde Buey 


Paloma tomó la pistola para cargar nafta con una impronta sexual aprendida con los viejos. Paraba el culito, arriba de esas piernas largas y bien formadas, y se arqueaba sabiendo que todos en la estación de servicio [gasolinera]la miraban como para comérsela a mordiscones. La habían vestido con una calza y un top con los colores de la petrolera, y una visera y una camperita liviana con el logotipo. Parecía una modelo de las revistas, o una promotora de las carreras del TC 2000, pero más bonita. Sin embargo, había algo que no me terminaba de cerrar.
Bajé los binoculares para descansar un poco los ojos.
—Hija de puta… —murmuré al darme cuenta. Y me calcé otra vez los binoculares para comprobar.
Sí, era la calza. Paloma me había dicho —me había jurado— que usaba una calza común de gimnasia. Ajustada, por supuesto, que le marcaba un poco la cola y adelante, pero nada más. Ahora que paraba el culo los binoculares revelaban claramente una prenda ajustadísima, pintada sobre ella como una segunda piel, metiéndose entre las nalgas con tal osadía y profundidad que hacía parar la pija. Y cuando giraba, siempre sonriendo a los hombres a los que se la mostraba, se veía que también se le enterraba en la concha de una manera escandalosa, marcando con claridad el nacimiento de las piernas, como líneas que estuvieran ahí para guiar los ojos hacia su conchita exquisita.
—¿Qué estamos haciendo acá? —me preguntó Luni Tun, tirado en el piso junto a mí, escondido igual que yo tras la loma y unos arbustos petacones.
Estábamos parapetados en una loma frente a la estación de servicio donde trabajaba Paloma, al otro lado de la ruta.
—Viendo si mi novia me miente —respondí—. Por lo pronto, ya me mintió con lo de la calza. La tiene metida en el orto como una puta.
—Es mujer. Las mujeres son raras. Y es una chiquilla… —Ahí con lo de chiquilla se le patinó lo pajero—. Lo único que quiere es que la deseen un poco.
—Ya se la cogió medio pueblo. ¿Qué más puede querer?
—Ay, Pablito, me parece que de mujeres vos no entendés nada…
Paloma seguía sonriendo y parando el culo. Los autos entraban y salían, y no hubo un cliente que no la zalameara como para levantársela. Había también dos playeros con ella, y un negro feo y zaparrastroso, de mameluco, que no hacía otra cosa que fumar y mirarla con lujuria.
—Tomá —le dije a Luni Tun, y le alcancé los binoculares—. Decime qué ves.
Luni Tun masticó el tallo de un trébol y lo escupió. Miró detenidamente.
—¿Hace dos días que trabaja acá?
—Sí, le queda una semana más.
—¿Y dice que no se la cogió nadie?
—¿Cómo que “dice”? ¡No se la cogió a nadie!
En eso entró un auto a la estación de servicio y uno de los playeros fue a atender. Un tipo de unos 50 estaba en las escaleras que conducían a sus oficinas, en una construcción de dos pisos, y le avisó algo a Paloma
—Ya se cogió al playero ese. No sé a los otros, cuando los vea hablar con ella te digo.
—¿Qué decís? ¿Estás loco?
—Se lo cogió, ¿qué querés que te diga? Al gerente también se lo cogió.
—No, no, no, no... No puede ser. Paloma me dijo que el gerente era un viejo como de cien años…
—El gerente es ese que la llamó… Debe tener 50.
—P-pero… Paloma no me mencionó…
—Ahí viene otro, ¿lo ves? ¿A ver cómo se manejan con tu novia…? —El negro flaco, feo y sucio con mameluco de mecánico se acercó haciendo bromas y en un instante él y uno de los playeros comenzaron a tontear y jugar de manos con mi novia— El del mameluco ya se la cogió, seguro… El otro no. Pero se le va a entregar en cualquier momento, Pablito.
—No puede ser… No puede ser…
—Mirá —me interrumpió Luni Tun, y me dio los binoculares—. Uno se lleva a tu novia… allá, ¿ves?
Miré. Efectivamente el del mameluco la tenía tomada de la mano y se metía en el tallercito. El culazo encalzado y perfecto de mi amorcito cadereaba sensual y sumiso tras los pasos de ese negro desagradable.
—Quizá le va a decir que no quiere, que no es una puta…
Cerraron a medias una hoja del portón y se metieron detrás, y ya no se vio nada.
Me desinflé. Tenía que haber una explicación. Paloma no era ese tipo de chica. Nuestra relación era distinta a otras. Era especial.
—¡No soy un cornudo, Luni Tun! —le grité enfadado—. Por más que vos seas muy bueno semblanteando a la gente, yo conozco a mi novia mejor que vos. Yo sé lo que te digo. Vos ves putas y cogidas en todos lados… Sos un enfermo… Un enfermo de las cosas raras… ¡eso es lo que sos!
La sonrisa condescendiente de Luni Tun casi me suelta las lágrimas.


A la noche la fui a buscar, como había hecho las dos noches anteriores, y como se suponía haría el resto de la semana. Es que la estación de servicio quedaba en la ruta, lejos del pueblo, y yo no quería que volviera sola.
—No hace falta que vengas mañana si no querés, mi amor —me dijo Paloma—. Muchos clientes que cargan nafta se ofrecen a traerme.
—No lo dudo… —dije con amargura.
No me aguantaba más. Quería tomar a Paloma del cuello y obligarla a confesar, si había algo que confesar. Un rato antes, en la estación de servicio, había venido a mi encuentro con el uniforme de trabajo y su sonrisa enorme y fresca de nena buena. La sonrisa era la de siempre; la calza, no. Otra vez la que usaba conmigo, la que presentaba ante mí, parecía una calza común. Apenas sensual, no metida en el orto bien de puta, casi como si estuviera desnuda y pintada en tela.
Ahora volvíamos por el camino que unía la ruta con el pueblo, sin nadie alrededor, ni un alma, y mucho descampado y yuyerío a ambos lados.
—Paloma… ¿Seguro que el gerente tiene cien años…?
—Ay, ¿otra vez con eso? Ya te dije que es un viejo, ¡yo qué sé cuántos años tiene!
—Vos me dijiste cien.
—Nadie tiene cien años, amor. No sé cuántos tiene, no le voy a andar preguntando… No sé… 70… 60… 50… Yo qué sé…
—¿Cómo 50? Vos me habías dicho que tenía…
—Ay, no seas pesado, Pablito. También te dije que la tenía chiquita y la tiene grande.
—¿Cómo que la tiene grande? Paloma, ¿cómo sabés que…?
—Ay, Pablo, ¡sos un tonto! Yo qué sé si la tiene grande, gruesa y venosa. Es una forma de decir. Te dije que tenía cien años, y que seguro no se le paraba porque es un viejo, no porque sepa que se le re para.
Me estaba dando material para iniciar al menos cinco nuevas discusiones. Pero no quería eso ahora, solo quería la verdad.
—¿Y tus compañeros? ¿No te quieren coger tus compañeros?
—Sí, todos.
No me quiso herir. Pero la sinceridad simple y brutal, y sobretodo predecible, sí me hirió. Aunque me provocó un inexplicable respingo en la pija.
—¿Y el alto? El flaco alto ese, el morocho…. ¿Ya te cogió…?
Vi un destello de duda en sus ojos, un parpadeo. O el parpadeo fue mío, por mi morbo que comenzaba a aflorar.
—Ay, mi amor… —se relajó y me tomó del cuello y me besó—. El único que me va a coger acá sos vos… ¡y muy prontito…!
Supe que no me había respondido, y que me estaba manipulando. No me pregunten por qué, una oleada de calentura que no tenía un origen definido se apoderó de mí y la tomé de la mano y la llevé al descampado que había al costado del camino.
—¿Qué hacés, Pablito? —rió Paloma.
Nos detuvimos tras el yuyerío, en un claro, lejos de la mirada de algún curioso que pudiera hociquear desde la calle.
—Metete las calzas bien adentro. Quiero verte bien puta con esas calzas.
Paloma no me entendía, pero su expresión era divertida. Como se quedó sin hacer nada fui y le levanté la calza, y ahí sí me entendió y me dijo: “Dejame”, y se la acomodó solita.
Comenzó a ajustársela aquí y allá lentamente, sin mirarse, sin quitarme los ojos de encima a mí. Sorprendida. Curiosa. En un instante Paloma había hecho mutar su calza ordinaria en la que yo había visto con mis binoculares: la de una putita traga pijas.
—¿Así te gusta más, mi amor? —me preguntó con complicidad.
Tragué saliva. La concha le sobresalía, marcada y voluminosa, y cuando Paloma giró para que la viera a ella por completo, la cola perfecta pareció estar desnuda a la claridad de la luna. Mi erección fue instantánea.
—Quiero cogerte —rogué.
Paloma sonrió y dio un paso hacia mí.
—Arrodillate, hermoso...
Obedecí por puro amor. O pura fascinación a esas piernas largas y delgadas como estiletes.
—Por favor, Paloma… Vos me prometiste…
—¡Chst! —me puso un índice en los labios—. Ya te va a llegar el momento, Pablito… —Su tono y su mirada eran como la que se usa con un chico— ¿Te gusta?
Tenía su conchita forrada en tela sobre mi rostro y, cuando giraba, esa cola perfecta y ya probada por medio pueblo pero virgen para mí. Era mucho. Era demasiado. Me abalancé sobre su culazo, hundiendo mi rostro como un sediento hunde su cabeza en un ojo de agua en el desierto. Me aferraba a esos muslos y hurgaba en ella, comiéndola sin lograrlo porque estaba vestida, y porque su risa maldita, sádica en un punto, me decía que no, que no la estaba comiendo.
Paloma giró y me ofreció su concha, que fui a devorar, siempre sobre la calza, y me miró excitada y sorprendida. Sonreía fascinada, y en un momento me tomó de los cabellos, me sacó de su entrepierna y me obligó a mirarla arriba, a los ojos.
—¿Te gusta cómo me queda, mi amor?
—¡Me enloquece!
—¿Me vas a dejar usarla así en el trabajo todos los días?
El hecho de que me estuviera pidiendo permiso para hacer algo que ya estaba haciendo me enojó y me excitó a la vez.
—Sí, sí, te dejo… —y fui a hundir otra vez mi cabeza en su entrepierna, pero me retuvo de los pelos… y otra vez a mirarla a los ojos, siempre arrodillado.
—¿Me vas a dejar recibir leche del gerente, mi amor? Es para el tratamiento... Es para estar más linda para vos.
En un rincón de mi conciencia supe que ya el gerente le estaba volcando la leche, quizá en ese mismo momento tenía la leche del gerente adentro. Sin embargo otra parte de mí lo negaba ciegamente. Autorizarla a seguir con el tratamiento me aseguraba seguir creyendo en ella y en la farsa de que yo controlaba su descontrol.
—Es-está bien… —dije sin darme cuenta de cómo la dejaba manipularme… —pero sólo con el gerente…. —Paloma sonrió triunfal—. Y que nadie se entere… No quiero que los de la estación de servicio piensen que sos una puta.
Tuve que haberme revelado ante su risotada. Y darme cuenta que estaba disfrutando de mi debilidad, de mi voluntad demolida. Estaba demasiado caliente y desesperado de ella como para advertir nada.
—Ahora dejame cogerte, Paloma, por el amor de Dios, por lo que más quieras —rogué, patético.
Paloma me acarició los cabellos, así abajo como me tenía.
—Todavía no, Pablín… No estamos preparados para el sexo, no seas pajero…
—Pero mi amor, te estoy dejando con el gerente…
—Eso es otra cosa, Pablo. Eso es por vos. Es para estar más buena.
Se bajó la calza hasta la mitad de los muslos, giró en redondo y se ofreció.
—Ahora chupá, mi amor. Sé un buen novio y chúpame en los dos agujeritos que va a usar el gerente mañana.
La tomé de atrás, de los muslos, y me humillé en ella con una desesperación nueva en mí. Y carajo, a esta altura ya sabía por el olor y el gusto cuándo Paloma había recibido leche para engordarla. La tenía en los dos agujeritos, que adivinaba enrojecidos y comprobaba agrandados. El sabor era el de siempre: el de ella y el de la leche. Más que nada en la concha, que devoré desesperado. Paloma, arqueada y sacando cola, con las piernas abiertas en compás, comenzó a jadear más y más fuerte, y su excitación le hizo la conchita más acuosa y más lechosa. No me importaba nada. No le iba a decir nada. Lo único que yo quería era comerla por completo, hacerle el amor como me dejaba, poseerla de la única manera posible para mí. Tragué sus pliegues, sus jugos, su clítoris, y la leche del gerente, del playero flaco y vaya a saber de cuántos clientes. Y Paloma comenzó a acelerarse y morbosear.
—Chupame, mi amor. ¡Chúpame la cogida del gerente! —Hundí más mi rostro en ella, mi pija ya me dolía de la erección—. ¡Qué bien me estás cogiendo, Pablito! ¡Siempre te quiero así! ¡Siempre de rodillas y demostrándome cuánto me amás!
Mi calentura era tal que saqué mi pija y comencé a manosearme.
—Sí, cornudo, síhhh... Pajeate, cornudo, pajeate… ¡Ahhhh…!
Saqué mi morro embadurnado de ella y de machos, y me quejé.
—¡No me digas cornudo!
Paloma giró enfurecida ante mi interrupción.
—¡No me cortés ahora con esas boludeces, Pablo, o me cojo a toda la estación de servicio y no te cuento nunca más nada!
La sola posibilidad de quedarme afuera de su tratamiento me ubicó en mi lugar. Obediente, regresé a la conchita de mi novia y chupé como si de ello dependiera mi vida. Chupé, chupé y chupé hasta que las piernas de Paloma comenzaron a temblequear y se me vino en la cara con un grito sordo y profundo, surgido desde su alma.
—¡¡¡Ahhhhhhhhh… cornudo te amoooohhhhh…!!!
Mi pija había largado unas gotitas, pero aun no había acabado. Había dejado mi paja para tomarla a mi novia de sus muslos y hundirme en ella. Le pedí que me pajeara un poco, no necesitaba mucho para acabar.
Me miró, amagó moverse y se quedó. Fue como si mi pedido la sorprendiera, y finalmente, luego de un titubeo interminable y con un gesto como de estar aceptando algo malo, se inclinó para agarrarme la pija.
Entonces sonó una bocina y se oyó: “¿Paloma?”
Mi novia apenas se sobresaltó. Miró hacia el camino de tierra y es posible que haya suspirado de alivio. Se subió la calza y se la colocó bien enterrada en el culo, como en la estación de servicio.
—¡Es Diego! ¡Vestite que nos lleva!
—Paloma, no me dejes así. Haceme una pajita, por favor...
Pero ella ya me daba la espalda, gritando:
—¡Acá, Diego! ¡Esperame!
—Hola, hermosa —se escuchó.
—Paloma, por favor, volvé…
—Dale, Pablito, así no caminamos hasta el pueblo.
El llamado Diego tenía un auto nuevo y unos 30 años. La hizo sentar a ella adelante y a mí me tiraron atrás. Se los veía muy confianzudos a los dos, como si se conocieran desde siempre. La verdad es que hasta hacía dos días no lo teníamos ni de vista.
No hicimos dos cuadras que mi novia largó aquello, exaltada.
—Pablito me dejó recibir leche de nuevo. ¡A partir de mañana me la vas a poder echar como vos querías!
—¡Paloma! —grité abalanzándome desde el asiento de atrás.
—¿Qué, mi amor? Si me dijiste que desde mañana.
No podía creer lo que escuchaba. Sobre todo la naturalidad con que Paloma se refería a nuestra intimidad.
—¡Sólo te dejé con el gerente! Y además… —me temblaba el mentón por la humillación pública—. ¡Además no son cosas para comentar a un extraño!
—Ay, Pablín, no seas perseguido. Diego es un cliente de siempre, viene todos los días a cargar nafta y siempre me dice cosas lindas y queriendo algo conmigo… vos ya sabés.
—Te felicito, Pablo —me dijo el otro a través del espejo—. Tenés la novia más linda de todo el pago… Y la más gauchita.
En ese momento tuve la certeza de que ese hijo de puta ya se la había cogido.
—Desde mañana vas a poder hacerme eso que me prometiste. Diego.
—¡Paloma, no! ¡Yo solo te dejé con el gerente!
—¿Y qué cambia? El gerente… Diego… Es lo mismo. La leche de macho es la leche de macho.
—¡Paloma, pará de hablar como una puta! ¡Hablás como si estuvieras deseando que este tipo te coja!
—¡Ay, Pablo, cortala con tus celos!


Paloma entraba a trabajar a las 13. El gerente se retiraba a almorzar de 12 a 15, es decir que se iba sin haberla visto y regresaba con Paloma ya en plena labor. Yo me aposté con los binoculares en la lomita oculta de enfrente, desde las 13.
Por supuesto, otra vez sucedió lo del día anterior. Los playeros, el mecánico y los clientes baboseaban a mi novia todo el tiempo. El mecánico directamente la manoseaba con impudicia. Y la muy puta de mi novia se dejaba tocar sin más.
Lo que no entendía era por qué. Podía entender lo del doctor Ramiro, un tipo lindo, con buena posición económica. Pero los playeros eran dos negros feos y sosos, y el mecánico era lisa y llanamente un marginal. Le faltaban varios dientes y vivía sucio y desaliñado.
Por un buen rato me convencí de que era un simple histeriqueo, esa costumbre horrible que tienen muchas mujeres de sostener juegos de seducción para mantener eternamente el interés de los hombres. Hasta que a las 13:30 el mecánico tomó a mi novia de la mano, delante de los otros, y se la llevó con determinación al tallercito. Mi novia lo siguió feliz, muy sonriente y trotando a los saltitos, con su culazo repimporoteando.
—¡Hija de puta! —me salió del alma.
Comencé a transpirar. Estaba furioso, celoso, impotente. Y con una erección inexplicable que me crecía segundo a segundo. No supe qué hacer: por un lado quería ir y armar un escándalo de proporciones, por otro quería ver si ella sería capaz de mentirme. Pensé, en mi negación: quizá haya visto la oportunidad de incrementar su ración para el tratamiento. Podría disculparla de no avisarme antes porque le pudo surgir en el momento, de modo que quizá me lo blanquearía después, apenas me viera. O quizá no iba a hacer nada. Quizá el mecánico le iba a mostrar algo.
Sí que le mostró algo. Vi claramente —porque esta vez ni se molestaron en cerrar siquiera una hoja del portón— cómo el mecánico se bajó sus pantalones con elástico y exhibió una tranca notable, ancha, casi plana y muy larga. Pero eso no era lo peor. Lo peor era que Paloma, mi Paloma, que solo tenía permiso para enlecharse del gerente, no se sorprendió un ápice y se le acercó enseguida, festejándole la desfachatez.
Me desabroché el cuello de la remera piqué, el maldito sol me hacía transpirar. Volví a los binoculares justo para ver cómo Paloma se abalanzó sobre la tranca del mecánico, cayendo de rodillas ante él y comenzando a mamarlo.
—¡Hija de puta!
Los playeros tonteaban entre ellos y echaban miradas furtivas hacia el tallercito. Y reían. Era evidente que sabían lo que estaba pasando.
Regresé sobre mi novia. Aun conservaba las calzas puestas y bien enterradas entre las nalgas, pero el turro hijo de puta del mecánico le cogía las tetas y se las masajeaba con mayor lujuria que los viejos. A veces la tomaba de los pelos y le metía la pija en la boca y se hacía chupar, y Paloma siempre regalada.
Decidí que no me iba a deprimir como un cornudo. Al menos, no ese día. Tenía que averiguar algo, necesitaba saber si Paloma sería capaz de mentirme. Esperé a que ese flaco sin dientes se deslechara en la boquita de Paloma, tomándola de los cabellos para ejercer presión y que no derramara una sola gota, y recién entonces llamé por teléfono.
El teléfono sonó sin que nadie atendiera mientras yo veía cómo el mecánico se escurría la verga en los labios de mi novia y se subía los pantalones. Volví a llamar cuando Paloma quedó sola y recién ahí me atendió.
—Mi amor… —dije. Me temblaba la voz—. ¿Por qué no me atendías…?
—Hola, Pablito. Estaba dándole unos folletos a un cliente que cargó nafta.
¡Hija de puta!
—¿Ya… ya te surtieron de leche, mi amor…?
Paloma hizo un silencio. Con los binoculares en la mano la vi sentarse en un asiento viejo y mugriento de esos largos, como el de un Ford Falcon de los 70.
—No, el gerente recién viene a las tres. ¿Te estás arrepintiendo?
Vi que el mecánico, ya en la dársena, intercambió unas palabras con el playero flaco y alto. Y el playero inició su caminata hacia el tallercito.
—No, no… Pensé que quizá te gustaría que esté ahí… no sé, para empujarte la lechita para adentro, como a vos te gusta…
—¡Me encantaría! —celebró entusiasmada— Pero no sé… Por ahí al gerente le parece un poco raro… Él cree que vos sos un cornudo normal…
—¿Cómo que cree que soy un cornudo?
—No, que seguro va a creer eso. No lo veo tan zarpado como tus amigos los viejos, que no les importás un carajo...
—Paloma…
El playero ya estaba llegando al tallercito. Sonrió al ver a mi novia. Y mi novia le sonrió a él.
—Lo que podés hacer es venirte, esperarme abajo en el playón y apenas me termine de coger, yo bajo para que me limpies…
—Para que te empuje la leche.
—Sí, sí, eso. Para que me empujes la leche.
El playero ya había llegado a mi novia y se le había puesto de pie frente a su rostro. Le acarició los cabellos y ella lo miró a los ojos con una sonrisa, mientras sostenía el teléfono con el que me hablaba.
—Mi amor —me dijo—. Te tengo que dejar. Ahí viene otro auto a cargar nafta.
Mi indignación era casi tan grande como mi erección. El playero se abrió la bragueta y peló la verga sobre el rostro de mi amorcito, que se relamió.
—¡Esperá!
Quería retenerla, quería sostener esa charla hasta el infinito para que no se tragara esa pija infame.
—¿Qué, mi amor? —me preguntó con una vocecita de nena inocente, a la vez que ya masajeaba arriba y abajo el vergón oscuro.
—Solamente el gerente, ¿eh?
Paloma besó brevemente la cabeza hinchada y brillosa.
—Solamente el gerente, ¿qué?
—Que te llene solamente el gerente, mi amor —le aclaré, y vi que mientras le hablaba agachó la cabeza y tragó pija. Y comenzó a cabecear—. No quiero que esos hijos de puta de los playeros o el mecánico se aprovechen de vos y te quieran llenar de leche —La mamada era de las buenas porque el flaco ya tiraba la cabeza hacia el cielo.
Paloma se desprendió de la verga, le sonrió a su macho y me habló.
—No, mi amor, no te preocupes… solo con el gerente… Los chicos me tiran onda pero yo ya les dije que no soy de esas, que quiero respetarte. Y ellos también, mi amor, ellos también te respetan.
El playero la tomó de los cabellos con saña y comenzó a forzar un bombeo furibundo sobre su verga. Yo quise sostener la charla pero ya a Paloma no le importaba, y colgó y arrojó el celular a un costado. El playero se hizo mamar un buen rato más y mientras mi novia tragaba verga, yo tragaba bronca. En un momento se la sacó de la pija. Mi novia lo miró a los ojos con lujuria. El playero le dijo algo y la hizo girar hacia el otro lado, en cuatro patas. La calza enterradísima en el culo era un espectáculo. La noche anterior casi me hace acabar a mí, pero el playero no tenía por mi novia el mismo respeto que yo. Le bajó las calzas hasta la mitad de los muslos y ese culazo redondo, lleno, perfecto, le quedó regalado. La tomó de las nalgas y se las separó, escupió en el medio y en un segundo le arrimó la panza y la penetró sin miramientos.
Mis binoculares iban de la penetración al rostro de mi novia, emputecida de deseo y placer. La visión me calentaba y a la vez me contrariaba. Y mientras el playero se la seguía garchando a la cada vez más puta de mi novia, a veces llegaba un auto o un camión a cargar nafta y me daba cuenta que nadie se sorprendía demasiado con la escenita, incluso muchos hacían comentarios jocosos o consultaban su reloj.
Y sí, antes de las 15 horas vi cómo a Paloma se la fueron garchado el mecánico, los dos playeros y dos clientes. Y todos se le volcaron adentro.
A las 15 el gerente encontró a Paloma en la estación de servicio repartiendo folletos, embutida en sus calzas de putita, como si nada hubiera pasado. A las 15:05 yo me apersoné en la estación de servicio, como un macho que llega para marcar territorio sobre su hembra.
Los playeros me saludaron y se les escapaban algunas risitas mientras cargaban nafta. Yo los saludé y Paloma vino corriendo a verme, muy pero muy contenta.
—¡Hola, mi amor!
Me tomó de las manos y me besó en la boca delante de todos. Me sentí feliz porque amo ser el centro de su atención y de su amor, pero a la vez era consciente que estaba haciendo el papel del cornudo del pueblo.
El mecánico apareció viniendo desde los baños. Venía sobándose la verga por sobre el jogging suelto. Por Dios ¿qué hacía que mi Paloma se le hubiera entregado a este tipo? Era sucio, grasiento, le faltaban dos dientes… Entonces me acordé de su pija.
—Hola, Cornelio —me saludó y agarró a Paloma de la cintura, quizá un poco más abajo. Paloma se puso incómoda pero no le sacó la mano.
—¡Es Pablo! Mi novio se llama Pablo.
—Ah, perdón, pensé que te llamabas Cornelio…
—No hay problemas —dije, y me mordí la lengua porque ese hijo de puta estaba bajando imperceptiblemente su mano hacia la cola de Paloma. Paloma se lo quitó de encima y fue a entregarle un folleto a un cliente que cargaba nafta y había quedado dentro del auto.
—¡Qué hermosa novia tenés…! —y me la señaló con un cabeceo.
Para hablar con el cliente, Paloma se había inclinado hacia adelante y sacaba cola como hacen las promotoras, arqueándose. Le sonreía al cliente de una manera muy seductora y el cliente le hacía bromas y la zalameaba, y ella le respondía con el cuerpo como si el cliente le gustara. Parecía que se la estaban levantando.
—¿Siempre actúa así? —le pregunté al mecánico.
—Sí, pero hoy está más trola que de costumbre —me dijo sin anestesia. Y como si se hubiera dado cuenta de su involuntaria crueldad, propuso:— Ya te la saco de ahí, no te hagás problemas…
Me quedé quieto, de pie, pasivo por completo, viendo al mecánico ir hacia mi novia, ponerse a su lado e inclinarse sobre ella para murmurarle algo al oído. Apoyó una mano sobre el capot del auto y la otra fue sin escalas ni disimulo al trasero de mi novia. La mano comenzó arriba y fue bajando por la raya del culo forrado por la calza, y se hundió entre los cachetones. La mano siguió bajando y se enterró descaradamente en la conchita exquisita, y enseguida subió igual de rápido, otra vez manoseando el ojete y las nalgas, todo el culazo hermoso. Todo eso en un segundo. Paloma se removió poco y nada (más nada que poco) y abandonó la ventanilla del auto. El auto se fue y Paloma me vio viéndola, y advirtió que no había forma de que yo no hubiese visto la mano impune del mecánico enterrarse en su culo. Y su inacción.
Vino hacia mí, ni seria ni sonriendo, y yo me pregunté con qué cuento me querría manipular ahora. Su andar era muy sensual, había aprendido a caminar y lo hacía cada vez con mayor naturalidad. Se detuvo delante mío y me abrazó por el cuello.
—Mi amor… —me dijo, como si no debiera explicarme por qué el mecánico le metía mano de esa manera—. Voy a subir a la oficina para que el gerente me llene de leche para vos.
Para mí, claro.
—Paloma…
—Vení —dijo, y me tomó de la mano y me llevó al tallercito, el mismo donde la había visto mentirme y recibir leche.
Me hizo arrodillar en el suelo, se me puso adelante y su calza explosiva me quedó en la cara. Verle la conchita voluminosa embutida en esa tela, toda apretadita y marcada, me la hizo parar.
—Limpiame, mi amor…
En un solo movimiento se bajó la calza y la tanguita para exhibir su conchita lo mínimo indispensable. La parte superior de los muslos la mostraron dorada, tensa, suave como una virgen. Me zambullí desesperado.
—Quiero que el gerente me encuentre limpita… —El olor fuerte y espantoso de la guasca seca eran evidentes. De todos modos chupé como un cornudo enloquecido—. Bien adentro, mi amor… No quiero que sospeche nada.
Yo estaba tan desesperado de ella y confundido de mí, que chupé y chupé, por dentro y por fuera hasta dejarla sin restos de nada.
—Muy bien, mi amor —me dijo en un momento y me sacó de su entrepierna de un empujón en la cabeza, pretendidamente amable—. ¿Me vas a esperar acá mientras el gerente me surte de leche?
—Voy con vos, Paloma… Quiero decirle a tu jefe que esto es un tratamiento, no quiero que piense que soy un cornudo.
Paloma se echó a reír como uno se ríe ante un niño que acaba de decir una inocentada.
—Mi amor, ya te dije que mi jefe no es como tus amigos. Vos esperame acá que te traigo la leche del gerente para que me la empujes bien bien adentro.
Y me dejó solo y de rodillas, esperándola.
No sé cuánto estuve en el tallercito. No quería salir para no enfrentar las miradas de los playeros y el mecánico. Pero finalmente salí y los enfrenté. Los chicos en las dársenas no me dijeron nada, pero se cruzaban miradas y cada tanto comentaban algo por lo bajo. Para no mirarlos a los ojos alcé la vista y justo alcancé a notar cómo el gerente cerraba las cortinas de la ventana de su oficina de arriba.
—Ta linda la Paloma —se me acercó uno con tono entre amigable y expectante—. Ahora entiendo por qué salió elegida Reina del Choclo.
Lo miré con precaución. El otro playero cargaba nafta y el mecánico fumaba distraído, apoyado en un surtidor.
—S-sí… —dije, y volví a mirar hacia la ventana de la oficina donde se estaban cogiendo a mi novia. Quizá porque notó esto, el playero sacó el tema.
—Nos estuvo contando que se puso así de linda por un tratamiento especial o algo así —Por supuesto: otro hijo de puta más ofreciéndose desinteresadamente—. Que hoy la dejaste para que la llenen los gerentes… La verdad, admiro tu comprensión…
—Sí, bueno, yo solo…
—¿Cuál gerente?
—¿Cómo cuál gerente…?
—Son tres gerentes… ¿Dejaste que te la llenen los tres?
Un pánico instantáneo y total me sacudió el esqueleto. Paloma jamás me había hablado de tres. Solo de uno.
Salí disparado hacia la administración, entré a la boca de las escaleras y las subí en tramos de tres escalones. Arriba había una sala de recepción, dos baños y tres oficinas. Y solo una con la puerta cerrada. Y con jadeos claros que salían de adentro.
—¡Ah…! ¡Ah…! ¡Ah…!
—Putita, qué gauchita que sos…
—Qué buena pija, señor Ignacio…
—Y todavía no te entró toda, mi amor…
Si ahí había tres tipos garchándose a mi novia ya no me importaba cuidar mi imagen o la de ella. Entré de golpe.
—¡Pablito!
—¡Paloma!
—¡Cornudo!
Con la puerta abierta de par en par, mi expresión habrá sido tan de sorpresa como la de ellos. El viejo hijo de puta estaba casi en bolas, con los calzones por los tobillos y dándole bomba a mi amorcito, que estaba con el torso medio recostado sobre el escritorio para dejarle ofrecida la cola.
Paloma llevaba la calza estirada a la altura de las rodillas, y la tanguita blanca más estirada aun, apenas por encima, al punto que parecía que se le iba a romper. Pero no había nadie más. Ni más gerentes ni nada.
Me sentí confundido. Estúpido. Paloma, en cambio, se enojó.
—¡Pablo! ¿Qué hacés acá? ¡Te dije que esperaras abajo!
Me quedé callado, cohibido. Sentía como que estaba en falta. El señor Ignacio no entendía cómo la puta infiel que había sido pescada in fraganti reprendía al cornudo. De todos modos, no retiró su verga de adentro de la promotora.
—Pensé que te estaban cogiendo los tres… gerentes…
—¿Qué tres? —Paloma se compuso un poco la remera, pero no abandonó su posición en L, con su culito en punta. El señor Ignacio la tomó de las ancas, con la pija siempre adentro pero sin atreverse a bombearla en mi presencia.
—Los tres gerentes… —Me sentí tan estúpido…— ¡Ay, perdóname, mi amor…! No quise ser un desubicado…
El señor Ignacio se indignó.
—Yo no voy a cogerte con el cornudo de mirón —dijo— ¡No es decente!
Me ruboricé.
—Perdóneme, señor gerente… —No sabía cómo disculparme—. Espero que entienda que mi novia no tuvo nada que ver con mi irrupción acá…
—¡Pablito, andate de una vez! ¡El señor Ignacio ya te dijo que no le gustan los cornudos!
Pero el señor Ignacio la corrigió con algo de culpa en su voz:
—No, no, no… ¡Yo no tengo nada contra los cornudos! Si hasta me caen simpáticos… Pero no me gusta tenerlo mirando al lado… Que vaya a la salita de recepción hasta que termines acá.
—Yo solo quiero que esto no afecte su opinión sobre mi novia en lo laboral…
Paloma estalló en un grito.
—¡Cornudo, andate de una buena vez!


En el silencio de la tarde y la soledad de los ambientes, la sala de recepción donde yo aguardaba era una caja de resonancia de la garchada que le imprimían a Paloma. El viejo no se cuidaba de nada. Jadeaba y gemía como un toro malo, y trataba a mi novia como a una puta cualquiera. Y Paloma… Los jadeos la deschavaban. Y los gemidos, y sus palabras de puta calentona y morbosa. Se escuchaba tan claro cuando hablaba ella, cuando pedía más pija, cuando clamaba por Dios.
—¡Ahhhhh… por Diosssss…!
¿No les dije?
—¡Ahí te va toda, putita…!
—Sí, señor Ignacio… ¡¡Sííí…!!
—¡Tomá, putita!
—¡Ahhhhhhhhh…!
—¡Tomá…! ¡Tomá…! ¡Tomá…!
—Sí… sí… sí… ¡OhhhDiooosss..!
 Me acerqué a la puerta pero no había cerradura para espiar. Me conformé con pegar la oreja a las bisagras e imaginarme cómo se la estaban cogiendo. Me acomodé la pija en el pantalón, porque se me había endurecido toda doblada.
—¡Qué apretadita la tenés, Paloma…! ¡Uhhh…! ¡Te la voy a llenar de verga todos los días!
—¡Ay, sí, señor Ignacio! ¡De verga y de leche!
—Eso si el Pablito te deja.
Se escucharon risas.
Las risas de Paloma me hirieron más que los jadeos y el orgasmo al que ya estaba llegando. Así que era verdad que me manipulaba. Pero no alcancé siquiera a deprimirme cuando la puerta de recepción se abrió.
Un tipo alto y medio calvo, de unos 55 o 60 años, apareció desde la escalera que venía de afuera.
—¿Quién es usted? ¿Qué está haciendo?
Mi actitud era sospechosa por demás. Arrodillado y apoyado contra la puerta de la gerencia, parecía más un ladrón que un novio vigilando a una novia.
—¡Ahhhhhhhhh…! ¡Señor Ignacioooo…! —se escuchó de fondo, y los jadeos del viejo y los topetazos de penetración y bombeo.
—Estoy… Yo soy… —Era difícil explicar con ese concierto detrás— Mi novia está ahí adentro recibiendo verga, señor.
—¿Que qué? ¿¡Su novia!??
—Mi novia es Paloma, señor. La promotora que contrataron esta semana…
El calvo se tomó un segundo y por suerte se calmó.
—¡Te lleno, Paloma, te lleno de leche!!!
—¡¡Sí, sí, sí, sí, sííííí…!! ¡Ohhhh…!
El calvo sonrió ubicando los jadeos con un rostro.
—Ah, la Reina del Choclo…
Me sentí tonto ahí de pie, con los gemidos de mi novia detrás, así que dije lo primero que me salió.
—Es que le di permiso para que el gerente la llene de leche y...
—Ah, bueno… —el viejo reflexionó rápido—. Si usted autorizó a la gerencia a abusar de su novia, me temo que eso me incluye a mí y al ingeniero Dilken.
—No creo que…
Se abrió la puerta y apareció Paloma, ya sin calzas, desnuda a excepción de una casta tanguita blanca que le ocultaba su intimidad. No había abierto del todo y ella se ocultaba a medias.
—¿Usted es el otro gerente? —preguntó más animada de lo que correspondía.
Este segundo gerente casi se muere de un infarto al ver la piel morena y desnuda de mi hermosa Paloma. Y esa sonrisa de puta festiva que encandilaba.
—Paloma, quedamos en que solo te podía coger el gerente.
—¡Y yo soy gerente! —dijo el nuevo viejo, y se mandó para adentro.
Yo me quedé sin reacción. Paloma me sonrió con un destello de malicia en los ojos. Aun permanecía con medio cuerpo oculto por la puerta.
—Mejor, mi amor. Más lechita para el tratamiento.
No supe qué decir. La tanguita blanca embutiendo su conchita contrastaba con su piel morena en un espectáculo maravilloso. Y sus curvas… ¡Dios! La cintura breve y las caderas anchas le daban una silueta de guitarra criolla. Guitarra a la que en un minuto dos viejos hijos de puta le sacarían los sonidos más dulces.
—Si viene el otro gerente, hacelo pasar.
Sin esperar mi respuesta, giró para cerrar la puerta y en ese instante le vi la cola redonda, llena, perfecta, con la tanguita sexy enterrada entre los cachetes haciéndole explotar el culo de lujuria y carne. Y mientras la puerta se cerraba y mi novia meneaba sus caderas para volver al matadero, vi detrás de ella a los viejos, uno en bolas y masajeándose una pija respetable, y el otro desnudándose apresuradamente para echarse sobre ella cuanto antes.
Finalmente la puerta se cerró y enseguida el conocido concierto de jadeos.
¿Qué hacer?, me pregunté pegado a la puerta, escuchando a mi novia gemir, lo mismo que a los otros dos. Al principio eran desparejos, como fuera de sincronía, pero enseguida se ensamblaron en una armonía sexual y de buen ritmo.
—Paloma, qué pedazo de culo tenés, mi amor… Dejame que te lo emperne a pijazos…
—Mgmmggggfff… —se escuchaba a mi novia, con la boca llena.
—Seguí chupando, putita… seguí que la mamás muy bien…
Me sentía preso de mis propias palabras. ¿Por qué se me habría ocurrido darle permiso con el gerente? Debí haber dicho con el señor Ignacio.
Cuando llegó el tercer gerente, Paloma salió en cueros y lo saludó y lo hizo pasar amablemente.
—Vaya desnudándose que enseguida estoy con usted —le dijo, como una puta de burdel.
Cerró la puerta y quedó de este lado, conmigo, en el pasillito. Así desnuda como estaba se abrió las piernas en compás y me ordenó.
—¡Limpiá, mi amor!
Me arrodillé entre sus piernas y levanté el morro hacia Dios y chupé y chupé como un ternero en la teta de la vaca. Paloma me tomó de los cabellos y me acomodaba a su gusto, y jadeó y gimió, y en menos de un minuto comenzó a bufar y agarrarme de los pelos con fuerza.
—¡Ay, sí, Dios…! ¡Así, cornudo, asíiiihhh…!
—¡Mmmfffggghhh! —me indigné.
—Seguí, mi amor, así… Seguí, no pares…
Y seguí chupándola como un patético cornudo. Pero qué carajos, era la primera, la única y de seguro la conchita que más me gustaba en el planeta. La chupé con bronca y amor a la vez.
—¡Ah, por Diosss…! ¡Sí…! Así, Pablito, así…! ¡Qué rico me chupás, mi amor, cómo te amo…!
Y chupe más y chupé más y más y más.
—¡¡Así, mi amor, asíiiihhh…!! ¡Ahhhhhhhhh…!
—¡Mmmfggghhfffss..!!!
—¡Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh…!
Me tragué todo. Su acabada, la leche, mis lágrimas. Todo. El morro me quedó embadurnado de vaya a saber cuántas cosas. Pero seguí chupando hasta que Paloma se relajó, se le debilitaron las piernas y aflojó el tironeo sobre mis cabellos.
Se hizo un breve silencio, que rompí.
—¿Y la cola, mi amor? —rogué por un poco más.
—Todavía no me la llenaron, Pablín. Pero esperame acá que en un rato te la traigo rebalsando para vos.
Me acarició los cabellos con ternura y se metió en la oficina y cerró la puerta, dejándome solo y arrodillado. Con una erección formidable. Otra vez.
Me la estuvieron garchando durante dos horas, jadenado, gimiendo, tratándola de puta y acabándole entre orgasmos ruidosos. Cada tanto Paloma salía de la oficina, desnuda y enlechada, y me obligaba a limpiarla. La llenaron por adelante y por atrás un par de veces, y mi novia me hizo limpiarla cada vez, diciendo que a los viejos les daba asco meter la pija donde había semen de otros. Limpié. Tragué leche de sus machos como nunca ese día.
A las dos horas, cuando dos de los gerentes se estaban yendo, apareció otro viejo que vino a las apuradas, diciendo que también era gerente. Se notaba a las claras que no lo era, en el mejor de los casos sería el amigo de uno de los gerentes, pero igual pasó a la oficina donde mi novia lo acogió de piernas abiertas.
Protesté pero Paloma lo recibió igual, lo mismo que a otro viejo que apareció después y un tercero, más joven, que yo sabía era el dueño de una parrilla de la ruta, y que hasta hacía poco había regenteado a una gordita que hacía coger con los camioneros por cien pesos.
—¡Antonio! —le dije sorprendido frente a la puerta cerrada de la oficina. Desde adentro se oía el jadeo de Paloma y todo el concierto de la cogida—. ¡Pero vos no sos gerente! ¡Vos sos el dueño de la parrilla!
—Callate, cuerno. Yo también soy gerente. ¿O dónde te creés que come don Ignacio todos los días?
—P-pero…
Por toda respuesta me dio un empujón que me tiró al piso y abrió la puerta sin tocar.
En ese abrir y cerrar vi a Paloma doblada sobre el escritorio, inclinada sobre él, recibiendo verga desde atrás por uno de los nuevos, que la bombeaba como si esa fuera la última cogida de su vida. El hijo de puta que se la estaba beneficiando la sostenía desde la tanguita blanca que la estiraba por encima de su culo, carnoso y en punta. Paloma, con ojos abiertos, giró para mirarme. Llevaba en la boca la verga de otro viejo hijo de puta, que se había subido al escritorio y la tomaba de los cabellos para balancearle la cabeza.
—¡Cornudo, cerrá la puerta! —me gritó uno de los viejos.
No sabía qué hacer. Todo eso me parecía un abuso. Todavía me estaba incorporando del piso cuando Paloma se quitó la verga que le inflaba la boca y me pidió muy seria:
—Mi amor, dale, cerrá la puerta… ¡no seas pajero!
Cerré para no parecer un pajero, pero la verdad fue que, como estaba solo y nadie me veía, un poco me toqué.


A la noche, ya volviendo, Paloma estaba feliz, exultante. Me hizo chuparla nuevamente en el descampado, y volvió a manipularme para que al otro día nuevamente la deje llenarse “solo” por el gerente. No ofrecí resistencia, le dije que sí. Cuando en la misma manipulación me quiso incluir a los playeros y al mecánico, le dije no. Me insistió pero me planté. En realidad quería saber si me seguiría mintiendo, y cómo lo haría.
Al otro día me aparecí en la estación de servicio desde el inicio de su turno. Yo deambulaba por allí supuestamente esperando que a las 15 llegara el gerente para garcharse a Paloma. No me di cuenta hasta las 14:30 que me la estaban cogiendo a mis espaldas. Paloma se ausentó para ir al baño y yo no noté que el mecánico ya no estaba. Cada tanto miraba al taller, pensando que si me la iban a garchar, iba a ser de nuevo allí. Recién cuando desapareció el segundo playero y Paloma tampoco estaba a la vista me di cuenta. Se la estaban cogiendo en el baño a medio construir que había tras el edificio principal. Estaba hecho de paredes de ladrillo sin techo, así que el sonido de las cogidas salía por arriba y por la puerta improvisada con una lona. No dije nada, con mi pija dura fui a ocultarme tras un árbol y esperé.
Hasta las 15:30, que llegó el señor Ignacio, se hizo coger por el mecánico y por un cliente. La veía a Paloma entrar con su calza metida en el culo, llevando de la mano a su machito de turno, meneándole caderas para calentarlo, y mirando para uno y otro lado procurando no ser vista por mí. Luego veía caer la calza al piso, entre sus pies. La lona era corta y no llegaba al suelo y se veía claramente. Y luego los pies y el vaivén. Y el coro de jadeos y gemidos.
No dije nada y ella no dijo nada. Me hizo limpiarla sin darme explicaciones y a las 16 horas subimos a la gerencia donde se la enfiestaron los tres viejos. Cada media hora más o menos Paloma salía semidesnuda, se abría de piernas y me hacía limpiarla. Como el día anterior, cerca de las 18 y hasta la noche aparecieron por la oficina una serie de nuevos gerentes que tuve que aceptar como un irremediable cornudo.
Toda la semana fue un infierno. Con Paloma esquivándome para cogerse a los playeros a mis espaldas, aunque siempre pudiendo espiarla, y con los tres gerentes cogiéndosela bien cogida cada día de la semana. Los que siempre eran distintos eran los otros, los gerentes truchos o, como me explicaría Paloma cuando yo me quejé de ese abuso, los “adscriptos a gerencia”.
—¿Y qué querés que les diga, si son adscriptos a gerencia? —me había simplificado, y yo callaba.
Pero ya nada de eso importaba. No era la primera vez que abusaban de Paloma, ni iba a ser la última. En todo caso, sí fue la primera vez que ella me había mentido descaradamente para coger y yo había otorgado con mi silencio. Al final de la semana, sentí por primera vez que cuando me decían cornudo, tenían razón.


                                           *    *    *


Pablito se incorporó de un salto, agitado y de repente más despierto y lúcido que en toda su vida.
—Paloma… —murmuró—. ¡Hija de puta!
Paloma dormía a su lado en esa cama que era tan grande como París. Estaba envuelta en sábanas de mil hilos de algodón largo egipcio y almohadas de pluma, descansando como la realeza.
No supo si había sido un sueño o una premonición, pero el recuerdo vívido se lo había revelado.
—Paloma —le dijo a la más glamorosa mujer del mundo, sacudiéndola para que se despierte—. ¡Me mentiste!
—¿Eh? —Paloma no entendía nada. Se acomodó y siguió durmiendo.
—Me mentiste, hija de puta.
Paloma quería resistir el despertar, pero estaba perdiendo.
—¿Qué decís, mi amor…? ¿De qué estás hablando…?
Se removió fastidiada. Las palabras de Pablito aun le llegaban difusas.
—De El Víbora —Pablito la tenía de frente. Vio que ella comenzaba a entender—. Vos no me trajiste acá porque me extrañabas o querías reconciliarte. Me trajiste para que te ayude con lo de El Víbora… Vos ya sabías que él andaba detrás tuyo antes de que venga ese policía a decírtelo…
Paloma comenzó a darse cuenta que algo iba a estar mal. Muy mal.
—Yo… No, no es así, Pablito… Yo sí te extrañaba... Yo te amo, Pablito. ¡Yo siempre te amé!
Pero Pablito no la escuchaba. Su mente se aclaraba y de pronto todo el rompecabezas se le armó delante de sus ojos.
—El Víbora se contactó con vos, ¿no es cierto? Aun antes de que yo llegara. Por eso me trajiste… ¡El Víbora está acá en París y te está chantajeando!

*FIN

— Pack #2 

Andrea y Cornelio (03)

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ANDREA Y CORNELIO —03—

Lecciones de Canto Lírico con el Maestro Pedazzo

(VERSIÓN 1.5)

Por Rebelde Buey

NOTA: Este es el segundo o quizá el primer relato sobre cuernos que escribí en mi vida, hace mil años. Está basado en una historieta corta de una vieja revista de historietas cómicas española cuyo nombre no recuerdo.
Por eso el final no corresponde con la cronología ni la lógica de la serie. Pero preferí dejar ese final porque le queda bien al texto.
Este relato fue publicado aquí hace unos años y levantado enseguida. Ahora queda para siempre.


Lo reconozco, aquello fue culpa mía. Yo tenía el capricho que Andrea, mi fiel y abnegada novia, se empapara un poco más de mis gustos por la música culta. Ya saben: de cámara, ópera, orquestal, gregoriana, etc., y no la cumbia, la lambada o el regetón, que a ella tanto le gusta, y con la que sus amigos aprovechan para magrearla cuando la sacan a bailar. Y como tiene bonita voz, me pareció que una forma amable de acercarla más a mi paladar musical era que aprendiera técnicas de canto lírico.
Ella no quiso. Nunca le había interesado el tema y, siendo honestos, sé que no tenía mucho sentido, pero en aquel momento me pareció importante y entonces le insistí tanto que, para que deje de molestarla, accedió a mi pedido.
Por ese entonces en mi barrio había gente que enseñaba de lo que se le pudiera ocurrir a uno. Los cartelitos inundaban los negocios pero la mayoría de ellos no eran profesionales ni gente seria.
Buscando la excelencia di con el dato de un buen Maestro: Giuseppe Pedazzo, un italiano cincuentón que había estudiado en Europa con Pavarotti, o al menos eso decía su volante.  Las referencias eran buenas, todo el mundo decía que era el mejor, y lo mejor era lo que yo quería para mi Andre. Por eso la anoté para unas clases privadas. Había oído también algún tonto rumor sobre sus métodos de enseñanza, y me habían hecho alguna broma subida de tono cuando mencioné que estaba averiguando para mandarla a mi novia. Por supuesto, no le di importancia, semejante eminencia del canto lírico no podía no ser un tipo serio.
Llegamos a la casa de Giuseppe Pedazzo —donde también tenía su estudio— pasado el mediodía. Andre quería dar una buena primera impresión y por eso estaba elegante y moderna, con un liviano vestidito negro, ajustadísimo a sus curvas, que terminaba en minifalda, cubriéndole apenas el final de las nalgas y la tanguita. El escote era tan dadivoso que bordeaba los pezones rozados y ya erectos, supongo que por la brisa primaveral. También vestía botas negras hasta un poco más arriba de las rodillas.
A no confundirse, no es que mi novia fuera una exhibicionista o algo parecido. Era que simplemente acompañaba la moda, esas obsesiones de las mujeres que nunca entenderé.
El Maestro nos recibió. No conocía a Andre y, por lo que noté, quedó admirado. No dejaba de mirarle las piernas y los abultados pechos, y sus dedos le brincaban en las manos, como si se estuviera conteniendo de ir a pellizcarla. Es que mi novia causa una buena impresión a donde quiera que vaya.
—Maestro —lo saludé emocionado—. Le he traído a mi novia para que la inicie en el arte del canto y de la música docta.
Andre estaba de pie junto a mí, que la sostenía de la cintura, como entregándola. Ella se había erguido, sacando pecho y mirándolo como si esperara algún tipo de aprobación. Le sonrió un poco más que cordialmente. El italiano era grandote, bah, imponente, y su rostro emitía un brillo extraño, como lubricado.
—No se preocupe, Cornelio. Su novia aprenderá conmigo cosas que ni se imagina —me respondió sin que sus ojos dejaran de bailotear entre los pechos de ella, que el escote no quería ocultar.
Le apoyó una mano sobre la cintura y me despidió con un apretón de manos; ya me sacaba de la casa, cuando le dije:
—No, Maestro, yo quiero estar presente en la primera clase… Quiero atestiguar este momento histórico de mi pareja.
—Bueno, no sé si va a ser histórico pero haré mi mejor esfuerzo… —El Maestro se rascó la cabeza mientras esperaba que yo me fuera, pero no me moví—. Sucede algo, Cornelio… —me explicó—. A la gente le cuesta cantar y modular, no quiero que su novia se sienta cohibida por su presencia.
No lo había pensado de esa manera, sus precauciones parecían sensatas.
—Bueno, mi Andre es bastante tímida…
Giramos hacia ella, que se miraba frente a un espejo juntando sus senos con los brazos y parando la cola, ensayando poses, supongo que para cantar mejor.
—Está bien —concluyó el Maestro—. Quédese aquí, en esta sala, mientras yo voy con su novia a mi estudio para inocularla con mis técnicas y conocimientos.
—Confío en usted, Maestro —le dije, y lo vi tomar a mi Andre de la cintura, más bien de las caderas, y llevársela atrás.
Apenas cruzaron una puerta y desaparecí de su vista, el Maestro Pedazzo sonrió lobunamente, provocando un mohín de complicidad en mi novia. La llevó al estudio y la hizo sentarse en un sillón. Andre cruzó sus piernas formidables y el Maestro se paró a su lado, desde donde podía escudriñar dentro del escote.
El Maestro tuvo una pequeña erección. No por depravado, por supuesto, lo que sucede es que mi Andre tiene el cabello negro, largo y lacio que le cubre la espalda y termina sobre una cola redonda, y un rostro muy muy hermoso. Sí, también tiene una expresión de puta libidinosa que no corresponde con su personalidad, y que confunde un poquitín a los hombres. Pero buenonadie es perfecto.
Mientras tanto yo estaba aburrido en la sala de estar, y me moría de ganas de ver cómo mi novia se podía desempeñar en el canto lírico. Como soy muy pícaro, fui tras sus pasos. Pasé por una habitación, una cocina y di con una puerta cerrada, que hacías las veces de estudio del Maestro, y desde donde se oía:
—Comenzaremos con técnicas de respiración y de relajación muscular del cuello… A ver cómo lo hacés…
Adentro del estudio, Andre respiró e infló los pechos hasta un volumen que el Maestro mismo se sorprendió. El escote era tan abierto que los bordes de los pezones se asomaron también para inhalar.
—No, mi amor. Hay que respirar con el diafragma… Es una pena, pero desgraciadamente no es bueno que el aire vaya al pecho. Ahora voy a masajearte el cuello, las cuerdas vocales deben estar templadas…
El Maestro se le pegó a ella, literalmente, así de pie como estaba, y comenzó a masajearle suavemente el cuello con ambas manos. La pija la tenía dura desde hacía rato, y el roce con el brazo de ella —porque ella seguía sentada— lo excitó aun más. Andre ronroneó con el masaje y ladeó un poco la cabeza, sonriéndole y mirándole la entrepierna que le hacía una carpa grande en el pantalón.
—Vamos a seguir con algunos ejercicios de dicción, mi amor… —escuchaba yo desde mi lado de la puerta—. Si vas a cantar algo, primero debes pronunciar bien. Te haré una prueba… Di “cornudo”…
Yo había escuchado cornudo, pero imagino que habrá dicho Cornelio, por mí. Al fin y al cabo Cornelio era una palabra agradable para ella y Cornelio era el que estaba pagándole al Maestro esa clase. Así que aunque yo escuchara cornudo, seguro estarían diciendo Cornelio.
En el estudio, Andre levantó la cabeza y posó sus ojos en los del Maestro. Sonrió con esa sonrisa de mujer que sabe lo que está por venir, y lo espera con ganas.
—Cornudo —dijo muy tranquila.
—Bien, muy bien. Casi perfecto. ¡Es como si esa palabra la pronunciaras a diario! —se maravilló—. ¿Pero cómo la dirías en una situación más difícil? —El Maestro dejó de masajearle el cuello y los hombros desnudos de mi amorcito, y se bajó el cierre del pantalón—. Por ejemplo, ¿cómo dirías “cornudo”… —sacó su vergón, que hacía rato estaba grande y durísimo— ...con la boca…  —tomó la cabeza de mi novia y la giró hacia su pija— ...con la boca llena…?
Y la tomó de los cabellos y le hundió el vergón suavemente en la boca.
Mi novia trató de decir “cornudo” pero con la boca repleta de verga le fue imposible. Con sus manos tomó el miembro del Maestro y se lo introdujo una y otra vez en su boca húmeda y jugosa. Su lengua se movía con la habilidad que todos le conocen.
Aun así, pobrecita, no podía pronunciar bien.
—”Cogggnndd”… “cogggnnnddd”…
—¿Ves? —le enseñaba el Maestro, mientras sus manos empujaban, con violencia y sin cesar, la cabeza hacia él—. ¿Ves que… no es tan… fácil…?
También con sus manos procuraba de llegar al buen par de tetas de mi novia. Trataba de meter sus garras dentro del escote pero de seguro mi Andre no se lo permitía. Andre insistió un buen rato con la boca llena. Bien llena. Si algo tiene de bueno mi novia es que cuando comienza con una cosa, no para hasta acabar. De todos modos, no pudo.
Casi al borde del éxtasis, el Maestro le sacó la pija de la boca. Una gotita blanca quedó en los sonrientes labios rojos de mi Andre.
Él la levantó del sillón y la puso de pie. La tocó toda: los pechos, la cintura, la cola, las piernas. Sus manos eran rápidas.
—Quizá te esté poniendo demasiadas dificultades en la tarea, hermosa —le decía entre jadeos mientras la manoseaba—. Deberíamos comenzar con un ejercicio de dicción más sencillo.
Sonrió otra vez con gesto de hijo de mil putas, lo que excitó a mi novia, y la dio vuelta y admiró su culazo, la reclinó hacia adelante de modo que quedara con la espalda horizontal y la cola paradita y hacia afuera.
—Vamos a intentar algo más fácil, mi amor… —Le subió un poquito la cortísima falda del vestidito y ante él quedó un culazo hermoso y perfecto, lleno, rosado de excitación. La bombacha negra se le metía entre las nalgas haciendo sobresalir el bulto de la conchita—. A ver, decilo ahora… —Corrió con suavidad la tanga para un costado y abrió de a poco las nalgas de mi novia. El ano y la conchita quedaron expuestos y húmedos, y la pija gorda y poderosa del Maestro se ubicó a milímetros de ella, acercándose.
—”Corn…” —mi novia comenzó a decirlo cuando la batuta del Maestro se le estaba enterrando. Interrumpió con un gemido quedo de sorpresa y excitación, así que no pudo terminar la palabrita. Volvió a intentar. —”Cor… nu… uhhhhhhh…” —Era inútil, mi novia estaba como en otra cosa. Ya tenía adentro la cabeza de la vergota del Maestro, y sentía cómo se le seguía hundiendo. Entrecerró los ojitos—. ”Cor… nu… ahhh… pordiossss…”  —El Maestro ya se la había enterrado por la mitad. Andre se estremecía sintiendo cómo el arte la penetraba más y más. Hasta que la penetró hasta el fondo.
—“Cor… uhhhh… nu… cor… mmm…” —El Maestro le sacaba lentamente toda la pija y se la apoyaba otra vez en la puerta de la conchita. Y la volvía a clavar—. “Cor… nu… ahhhhhhh…. Síííííííííííí...” —Pronto el Maestro comenzó a bombear a mi novia con suavidad.
Entonces, para alegría de ella, que quería progresar, por fin pudo.
—”Cor… nu… do…” “Cor… nu… do…”
Conforme el bombeo del italiano se iba haciendo más rápido, también más rápido repetía mi novia la palabrita del ejercicio, sin perder en ningún momento el ritmo (lo que, dicho sea de paso, habla bien a las claras de la facilidad que ella tiene para la música).
—Cornudo… cornudo… cornudo…
El Maestro la tenía tomada de las nalgas y se las separaba en cada movimiento. Se la enterraba más y más profundo con cada sacudida. Cuando mi Andre se dio vuelta para avisarle que acababa, vio el rostro desencajado de lujuria del Maestro y comenzó a gemir y gritar sonoramente. Estaba acabando con aquella pija adentro y un hijo de putas cabalgándosela y sacudiéndola, y escuchándose los gritos de ella misma que repetían una y otra vez:
—Cornudo… cornudo… cornudo… ¡Cómo me cogen, cornudo! —Como si a mi novia le gustara acabar así—. ¡Cómo me llenan de verga y leche, cornudooooooo…!
Con toda esa alocución, el Maestro Pedazzo no pudo evitar acabar también y le echó tal polvón que pareció sacudir el saloncito.
Así que al otro lado de la puerta yo escuchaba los esfuerzos de mi novia por tratar de hacer bien los ejercicios. Al cabo, y aunque no los veía, me daba cuenta que sí había podido, el Maestro había logrado impregnarla con todo su saber.


Aquella fue la primera clase. Luego hubo muchas más. Andrea iba a su curso de canto lírico cada vez más contenta, aunque sinceramente yo no veía grandes progresos.
Un día apareció con el bombo. No, no el instrumento de percusión. Resulta que había quedado embarazada. Me puse muy contento porque todos los médicos me habían dicho que yo era estéril. Ya se ve que las ciencias no son tan exactas.


FIN - (relato completo)

La Marca en la Pared

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LA MARCA EN LA PARED
(VERSIÓN 1.0)

por Rebelde Buey


Cuando colgó el teléfono supe que tenía una oportunidad. Josefina estaba con el camisolín transparente y la tanguita color vino enterradísima en el culo, ese culo inflado, redondo, tirando a grandecito sin llegar a tanto. No llevaba corpiño, por lo que era seguro que esperaba a un macho. A mí no me dejaban verla en tetas, y era una de las cosas que más lamentaba de los cambios que se habían dado en nuestro matrimonio. Si algo me gustaba de Josefina, además de su carita hermosa y emputecida, eran las tetotas gordas de pezones enormes y color café.
—Cornudito… —me informó ella a pura sonrisa, girando hacia mí— hoy vas a probar suerte. Quién te dice estés inspirado y me termines cogiendo…
Nada más escuchar que existía la posibilidad, mi pija pegó un respingo, aunque sabía que mis chances reales eran pocas.
—¿Quién viene hoy?
—David —Me estremecí ante la imagen. De todos los hijos de puta que se cogían regularmente a mi mujer, el tal David era su ex novio y la tenía increíblemente gruesa. Por suerte para mí, no era de los más lecheros—. Bueno, quizá vos hagas que no venga —agregó, y me guiñó un ojo.
Algo con lo que no contaba mi mujer era que hacía como un mes que yo no me pajeaba. Solía suceder que cuando se la cogían fuera de casa, me llamaba y me contaba cómo estaba vestida, y cómo era la habitación donde se la iban a clavar. En ocasiones dejaba el celular encendido y yo podía escuchar todo el garche, cómo la usaban, cómo la trataban de puta y también cada orgasmo de ella y del macho de turno con el que estaba. Era imposible no pajearse.
Y si venían a cogérmela al departamento era peor. Sus machos hacían pie en nuestro hogar como si fueran los dueños de casa y yo un simple lacayo. No es que me basureaban ni me trataban de esclavo; era peor, porque apenas un macho entraba a casa, cada uno asumía su rol sin que nunca nadie dijera nada. Entonces yo le traía una cerveza fría o un vaso de whisky, les llevaba un almohadón cómodo para que se la clavara a mi mujer en el sillón con mayor confort, y el macho y Josefina me trataban con mucha condescendencia, como si fuera un empleado doméstico servil. Y terminaban cogiéndose a mi mujer allí mismo, en la habitación casi siempre, o en el living, o en la ducha. Y yo alrededor, levantando trastos o llevándoles cosas, asistiéndolos. ¿Cómo no clavarse una en esa situación, con los jadeos y orgasmos de ella como banda sonora? Yo me clavaba tres y a veces cuatro pajas.
Pero esta vez me había aguantado. Mi mujer no dejó de salir, me corneó todos los días, como a ella le gusta; incluso algunos días, más de una vez. Y yo —sin que ella lo supiera— a “paja cero”.
—Vení, cornudito… —me dijo amorosamente. Me tomó de la mano y me llevó caminando.
En los momentos que me trata tan dulcemente me pregunto si en el fondo no querrá que me la coja más seguido, porque una vez cada año y medio puede ser poco.
Me llevó por el pasillo hasta el cuartito de servicio y en el trayecto le espié de cerca los pechos. El escote era grande, podía disfrutar visualmente de su piel, y la transparencia me insinuaba toda la curva de sus pechos. Los pezones marrones que tanto me enloquecían estaban medio ocultos, medio visibles, gentileza del fruncido ancho del borde del escote.
Llegamos al cuartito. El aire al abrir la puerta me llenó con el perfume que ella llevaba puesto, el de guerra, el que usaba para coger. Entramos y prendió la luz.
—Sentate —me pidió como si yo fuera una criatura, y me besó en la frente.
En el cuartito había un camastro y un par de muebles en desuso. Había muchísimos VHSs y varias cajas de DVDs grabados, y fotos y portarretratos con imágenes de sus machos y de las pijas de sus machos. Cuando nos mudamos, lo primero que me dijo fue que ese cuartito no se iba a usar, que iba a ser el Santuario de los Cuernos, un relicario gigante de todos los cuernos que iba a ponerme. Le dije que estaba loca, que qué pasaría si un día la de la limpieza, o peor aun, sus padres o los míos, lo descubrieran. Me pegó un sopapo en pleno rostro y no volvimos a discutir nunca más sobre el asunto.
Me senté en la camita, mirando a la pared ahí nomás, a menos de medio metro. El espacio entre la cama y la pared era del ancho de una persona, ideal para la prueba.
—¿Estás listo? —me preguntó, y se sentó junto a mí—. ¿Estás listo para demostrarme qué tan hombre sos?
Miré la pared enfrente mío y un manto de duda me invadió de pronto. No había forma de ganarle a esos machos. La pared estaba marcada a distintas alturas con un fibrón de tinta indeleble azul. Cada marca tenía un nombre, y había varias marcas y nombres. Había también aquí y allá cascaritas amarillentas, casi transparentes, como piel muerta a punto de caer. Las marcas estaban a distintas alturas, y arrancaban desde el metro cincuenta: Pablo, David, Pancho, que jugaba conmigo al básquet en el predio donde ella hacía spinning, Marcos, Bujía, Sr. Gaspar y unos cuantos más. Todos machos de ella. Todos quienes se prestaron en uno u otro momento a su jueguito morboso. Porque las rayas azules no eran otra cosa que marcas de los lechazos de sus machos. Por eso las cascaritas, aunque por supuesto yo había limpiado, pero a veces algo se me escapaba, o mi lengua la desparramaba más lejos.
—¿Vas a necesitar motivación? —Josefina me sonrió como una gata y me desabrochó el pantalón. Yo ya estaba al palo: mirar las alturas a las que habían llegado los hombres que se la cogían regularmente me calentaba por sí solo.
Todos esos tipos habían estado una vez allí, en esa misma camita, se habían cogido a mi mujer por horas, y al momento de acabar, habían arrojado el lechazo sobre la pared, tirándola bien alta. Luego yo había intentado lo mismo varias veces, solo que a pura paja, sin que Josefina me dejara cogerla. Al contrario, ella decía que solo me la podría coger si superaba a alguno de sus machos. Con el tiempo, la competencia terminó siendo solo contra el tipo que venía ese día a cogerla. Ella decía que era injusto que uno de sus machos tuviera que resignar de garchársela si yo, por caso, superaba la marca de otro.
Pero la verdad es que nunca había superado marca alguna. Ni siquiera la más baja. Esta vez, sin embargo, hacía un mes que no me pajeaba, tenía mucha leche a flor de piel.
Josefina me abarcó el miembro con una mano y lo liberó del pantalón. La suavidad de su contacto y la tibieza me estremecieron al punto que casi me hace derramar allí mismo.
—Vamos a ver si hoy por fin me demostrás que sí sos un hombre.
Me soltó y se levantó felinamente, despacio, arqueando la espalda y sacando punta a su culazo tremendo, clavado por esa tanguita color vino que el mismo culo tragaba como si fuera una arena movediza. Así arqueada como estaba se trepó a la pared, junto a las marcas, dándome la espalda. El camisolín se le subió y le dejó ver los nalgones todavía más.
Giró para mirarme. Le gustaba mirarme cuando yo me pajeaba con ella, porque todo el showcito suyo, arqueada y sacando culo, era para mí. Para mí y mi pajota que ya comenzaba.
Tenía ese culo hermoso delante mío, casi en mi rostro, ese culo que se cogían regularmente una docena de tipos y yo había hecho mío solo una vez, unos meses después de nuestro casamiento.
Fap! Fap! Fap! Fap! En medio del silencio de la habitación, los sonidos de mi paja tintineaban como latigazos, y la muy hija de puta de mi esposa se me  reía en la cara al ver el esfuerzo que yo hacía por maximizarla.
—Ay, Gordi… —ronroneó— la pijita se te pierde en la mano…
Y se reía.
—¡Hija de puta! —le dije, y me seguí agitando a pura paja, con la transpiración sobre mi frente. Pero era verdad, la pija se me escurría entre las manos, un poco porque no soy muy dotado, otro poco porque tengo manos grandes.
Fap! Fap! Fap! Fap! Me la lustraba, y babeaba como un pajero con la vista agonizando en su culazo de puta, que se lo acariciaba y estiraba.
—Hoy tengo ganitas de que me lo hagan… —me provocó—. Pero no sé, viste que David la tiene re ancha…
Me humillaba sobremanera tener que pajearme en su presencia frente a viejos lechazos, pero más me humillaba que me hablara como si fuera una amiga. Quise reagrupar un poco de mi dignidad ninguneada.
—Yo… yo… —dije sin dejar de cascarme, agitado y desesperado—. Yo puedo hacértelo… Yo no la tengo ancha… Solo tengo que alcanzar la marca…
Mi mujer estalló en otra risa, y sacó más culo.
—¡Ay, mi amor! —me habló como a un retrasado mental— Ya sabés que mi culito y tu pijita… —Suspiró—. Por más que quieras nunca me van a dejar que te entregue la cola… Para pajas sí, mi amor, pero lo otro no sé… Es para hombres, ya te lo explicó una vez David —Su ex se había cansado de hacerle el culo, no solo cuando eran novios sino muy especialmente desde que se había casado conmigo, así que a veces me daba consejos de lo que nunca podría hacer—. Hay que tenerla bien bien dura, ya sabés, y por un buen rato… —Luego cambió de expresión y se entusiasmó como una nena— Pero igual me encanta que creas en vos… que te tengas esa fe y que estés lleno de ilusiones…
—Hoy llego, mi amor… —Fap! Fap! Fap! Fap!— ¡Hoy te juro que llego!
—Sí, Gor… Seguro que sí… —Era pura y maldita condescendencia— Como siempre…
—No, como siempre, no. ¡Hoy llego, mi amor! ¡Hoy lo paso al turro de tu ex!
—David ya está viniendo. Sería la primera vez que le tendría que llamar para que se vuelva. ¡Sería un milagro! ¿Vos creés en los milagros, cornudito?
—Hace mucho que no acabo. —Fap! Fap! Fap! Fap!
—Ya sé, mi amor. Hace casi un año… Igual no te preocupes, a los dieciocho meses te toca sí o sí… Y no voy a ser tan guacha de no cumplir con mi palabra. ¿Vos pensás que yo soy así de guacha?
—¡Una puta sos! ¡Eso es lo que sos!
Josefina sonrió halagada, como cuando recibe un piropo en la calle.
—Hace un mes que no acabo… —Fap! Fap! Fap! Fap!— Un mes que ni me pajeo…
—¿Querés que te ayude? —Josefina se arrodilló delante mío y se apoyó en mis rodillas. Como quedó un poco por debajo le pude ver otra vez las tetotas juntas, llenas, y a punto de explotar. Tuve la tentación de tocárselas, de mordérselas, de acabarle allí mismo en esas ubres de ensueño. Pero me contuve. El corazón igual se me aceleró, lo mismo que la paja.
—N-no, gracias… quiero aguantarla… Quiero aguantarla así me salta más fuerte…
Josefina sonrió y juntó aun más sus pechos con los brazos. Luego estiró un dedo. Lo apoyó sobre mi muslo.
—O sea que si no te podés contener ahora… ¿te va a saltar menos?
La muy hija de puta comenzó a recorrerme el muslo hacia adentro, con el filo de la uña. La piel se me puso de gallina.
—¡Josefina, no! ¡Te lo suplico!
—Pero si yo no te hago nada.
Los ojos le destellaron con picardía.
—No me aceleres, turra. ¡Yo sé que hoy puedo llegar!
—Sí, Gordo —me dijo, y el dedo comenzó a bajar—. Y yo quiero que llegues…
—No seas yegua, no me toques abajo.
—Ay, bueno, pero si no es nada… —siguió bajando y como yo tenía la pija cubierta por completo con mi mano, fue a buscarme más abajo—. Me gustan tus huevitos… Son tan chiquitos…
Y me los rozó con el filo de la uña, y un latigazo amagó despertarse. Dejé de pajearme porque si no me iba en leche.
—¡Josefina, no seas hija de puta!
Me sonrió con malicia y en vez de soltarme, abrió la mano y me tomó los dos testículos. Sentí el roce, la suavidad y el goce, y un calor que me subía desde el centro del universo.
—Ay, Gordi, un solo testículo de David es más grande que los dos huevitos tuyos juntos…
—Josefina, por favor…
—¿Eso significará que sos la mitad de hombre que él?
La hija de puta de mi mujer me removió suavemente los huevos, como si los sopesara, y con el dedo gordo fue a buscar el contacto con mi pijita.
—¡Mi amor, no! —grité. Pero no pude contenerme más. Me levanté de un brinco porque me venía la leche y mi mujer quedó allí arrodillada entre mis piernas, y como ya me venía, tuve el impulso, la debilidad, la osadía de acabarle allí, en la cara, y en una fracción de segundo un chispazo de lucidez me llegó de algún lado y supe que si le acababa en la cara me castigaría con otros dieciocho meses de abstinencia, y tres años sin cogerme a mi esposa no lo iba a soportar.
La leche me venía y solo atiné a manotearme la pija, no podía dejar que me saltara sola porque no iba a llegar a la marca de David. Así de pie como estaba sentí la leche y me agarré la pija y me quité de la línea de mi mujer, y comencé a pajearme fuerte, desesperado, no por placer, ni por descarga, sino para darle impulso a ese lechazo que ya me explotaba. Devolverle el impulso que la muy turra de Josefina me había querido quitar con su maniobra.
Me sacudí la pija con una fuerza y violencia desmedida, casi con brutalidad, con mi mente en el culazo de ella, y en su conchita abovedada que era mi premio. Mi premio y mi castigo.
Y la leche me vino. Me explotó entre los dedos y la largué. Y vi saltar por el aire ese millón de microscópicos cornuditos insignificantes volar y volar hacia la pared. Subiendo. Arriba. Bien alto. Y más arriba. Y vi el lechazo ir hacia las marcas en la pared. Pablo. David. Pancho. Todos los machos que para cogerse a mi esposa no debían pasar por pruebas, que para hacerle el culo solo debían pedirlo, o ni eso, solo puertearla.
La leche fue hacia la pared y mi corazón dio un salto. Allí iba el lechazo y la primera marca quedó atrás. Y siguió subiendo. Y pasó la segunda y también la tercera. Pablo, David y Pancho. Todos esos cogedores estaban quedando detrás mío. ¿Quién era el macho ahora, eh?
Hasta que mi lechazo dio contra la pintura y se abrió como una flor en medio de la nada.
Se quedó allí un segundo, como esperando que lo miren, y luego se hizo gota y se precipitó recorriendo la pared hacia abajo.
Lo vi caer y mi corazón dio un salto, el gotón cayó lentamente y un segundo después pasó por sobre una raya azul, una de las más bajas, a cuyo lado estaba escrito el nombre de David.
—¡Lo pasé! —grité. Y el tercer y cuarto lechazos me reventaron en la mano y me ensuciaron todo, hasta el pantalón—. ¡Lo pasé! ¡Lo pasé! —volví a gritar, feliz como un niño, emocionado no solo porque esa noche me iban a dejar cogerme a mi mujer sino porque esta nueva marca decía que yo también era un hombre. Un HOMBRE con mayúsculas.
Josefina también parecía contenta. Al menos sonreía.
—¡Lo logré, lo logré! ¡Yo sabía que hoy iba a poder! ¡Yo sabía! ¡Yo sabía!
Miré a mi mujer, que seguía sonriendo, pero esta vez vi mejor: su sonrisa no era de felicidad, era de sarcasmo.
—Mi amor, no sé cómo decirte esto, no quiero desilusionarte… —Pero se notaba que disfrutaba de desilusionarme —. Esa marca que acabás de hacer no es válida…
—¿Cómo que no es válida? ¡Lo pasé a David! Me eché un lechazo que…
Josefina estiró el centímetro y lo llevó desde el borde de la cama hasta la punta de mi pijita.
—Ya sabés, cornudito… el lechazo debe tomarse con el caballero sentado…
Me miré y me vi de pie. Era cierto, con toda la emoción no me había dado cuenta de ese no tan pequeño detalle.
—A esa marquita tan simpática que hiciste hay que descontarle… —Josefina desplegó el centímetro y midió la distancia total, y le restó la distancia entre la cama y mi pijita—. Cincuenta y cinco centímetros…
—¡Pero mi amor, no! ¡Es que vos me estabas pajeando los huevos!
—Lo siento, Gordo, me encantaría que por fin hubieses llegado, pero reglas son reglas…
—¡No, Josefina, por favor no me hagas esto!
—Gor, sin las reglas ésta o cualquier pareja se desmoronaría… y yo no quiero eso para nosotros…
—¡Josefina, no seas hija de puta!
Entonces sonó el timbre. Vi cómo el lechazo en la pared ya llegaba al sócalo y los tacos altos de mi mujer se movieron y comenzaron a andar, atentos y eléctricos.
—¡Ese debe ser David, mi amor! ¡Al fin un hombre de verdad!
—Josefina, por lo que más quieras…
Pero mi mujer ya salía del cuartito moviendo sus caderas, acomodándose las tetas y caminando bien bien puta, yendo a abrirle a su macho.
—Vamos a estar toda la noche en la habitación principal, cornudo, pero no te pongas mal… Vos seguí practicando acá que seguramente un día de estos…
Su voz se perdió llegando al living, y yo me quedé en el cuartito, solo, con mi pijita secándose y el gotón de la pared que ya tocaba el piso.
Más abajo no iba a poder ir.

FIN - Relato Unitario
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