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PRÓXIMO VIERNES - Preview + Info

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Desde el próximo viernes se inicia una miniserie de 6 capítulos sobre una manera de cornear muy particular. Serán capítulos no muy largos, pero se publicarán uno por semana, cada viernes, hasta el final.
Ojalá les guste y les dejo la primera página (de un total de 50)


JULI: Capítulo 1
-PREVIEW-

Por Rebelde Buey

Antes que nada deben saber que nunca hice cornudo a mi marido, y que nunca lo haré. Dicho esto, debo aclarar que tampoco soy la Madre Teresa, soy una mujer joven, sana, plena, con deseos y necesidades como cualquiera. No sé cómo funciona en los hombres, pero en nosotras no hay un patrón. Un tipo te puede gustar por cualquier cosa, la manera de hablar, la seguridad que muestra, el humor, la inteligencia, lo que sea. Si, también la facha, pero no es la facha lo que hace la diferencia, lo que te hace dudar de lo que nunca dudabas. No es la facha lo que hace que lo dejes al tipo meterte una mano furtiva a espaldas de tu marido. Es la masculinidad, sin dudas. Que puede estar en la voz, en el olor, en una mirada.
No sé cuándo comenzó esto que voy a contarles. Sin dudas aquel día de futbol en el parque, cuando Bencina por primera vez me metió una mano en los pechos, con mi marido en el auto. Pero por supuesto comenzó antes, mucho antes, con las miradas… Yo diría que comenzó el mismo día que Mateo me presentó a sus amigos.
No me malentiendan, yo amaba a mi novio, el que hoy es mi esposo, pero en el instante en que me presentó a “sus chicos”, como él los llamaba, me di cuenta que eran más hombres que él. No, Mateo no es poco hombre. Ni marica. Ni metro sexual, siquiera. Mateo es un tipo común y corriente. Tampoco es que sus amigos son unos machos de película porno, solo tienen un plus de masculinidad por sobre mi amorcito. Con esto no quiero decir que me eché a sus pies o me les insinué. No sean tontos, una mujer no hace eso. Tampoco me interesó ni me interesa hacer a mi marido cornudo. No lo necesito. Pero cuando los amigos de tu novio son más de ir al frente que él, más lanzados, más seguros, más masculinos… la cabeza te va trabajando de a poco y sin pausa. No es algo de lo que te des cuenta, y sucede a lo largo de los años. Recién caés el día que estás haciendo el amor con tu marido y tus pensamientos se te van a sus amigos. O cuando te preparás para ir a un cumpleaños al que sabés que van a ir uno de ellos y te ponés un poquito más sexy, con la excusa de estar linda para tu marido.

INICIA PRÓXIMO VIERNES Y SE PUBLICA TODOS LOS VIERNES



Juli (y el Cornudo de Tetas)

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JULI: Capítulo 1
(VERSIÓN 1.0)

Por Rebelde Buey


1.
Antes que nada deben saber que nunca hice cornudo a mi marido. Y que jamás lo haré.
Dicho esto, debo aclarar que tampoco soy la Madre Teresa. Soy una mujer joven, sana, plena, con deseos y necesidades como cualquiera. No sé cómo funciona en los hombres, pero en nosotras no hay un patrón; un tipo te puede gustar por cualquier cosa: la manera de hablar, la seguridad que muestra, el humor, la inteligencia, lo que sea. Sí, también la facha; pero no es la facha lo que hace la diferencia, lo que te hace dudar de lo que nunca dudabas. Es la masculinidad. Que puede estar en la voz, en el olor, en una mirada.
No sé cuándo comenzó esto que voy a contarles. Sin dudas comenzó aquel día de futbol en el parque, cuando Bencina por primera vez me metió una mano en los pechos, con mi marido en el baño. Pero por supuesto comenzó antes, mucho antes, con las miradas… Yo diría que comenzó de novios, el mismo día que Mateo me presentó a sus amigos.
No me malentiendan, yo amaba a mi novio, el que hoy es mi esposo y sigo amando, pero en el instante en que me presentó a “sus chicos”, como él los llamaba, me di cuenta que eran más hombres que él. No, Mateo no es poco hombre. Ni marica. Ni metro sexual, siquiera. Mateo es un tipo común y corriente. Tampoco es que sus amigos son unos machos de película porno, solo tienen un plus de masculinidad por sobre mi amorcito. Bastante por encima.
Con esto no quiero decir que me eché a sus pies o me les insinué. No sean tontos, una mujer no hace eso. Tampoco me interesó ni me interesa hacer a mi marido cornudo. No lo necesito. Pero cuando los amigos de tu novio son más de ir al frente que él, más lanzados, más seguros, más masculinos… la cabeza te va trabajando de a poco y sin pausa. No es algo de lo que te des cuenta, y sucede a lo largo de los años. Recién caés el día que estás haciendo el amor con tu marido y tus pensamientos se te van a sus amigos. O cuando te preparás para ir a un cumpleaños al que sabés que va a ir uno de ellos y te ponés un poquito más sexy, con la excusa de estar linda para tu marido.

Bencina —lo mismo que Adrián y Wate— me gustó desde el primer día que Mateo me lo presentó. El beso en la mejilla me acercó su aroma a colonia affter shave y un dejo muy suave a tabaco dulce. No hubo nada, por supuesto, no me interesaba nada de nada, mucho menos con amigos de mi novio. Los años siguientes fueron casi iguales, frecuentándonos seguido y jamás cruzando ningún límite. Hasta que en una salida grupal, donde corrió algo de alcohol, Bencina empezó a mirarme con otros ojos. O como dice él, yo vi con otros ojos cómo él me miraba, pues siempre me miró con deseo.
Como sea, desde ese día comencé a notar diferente su mirada, cada vez que nos juntábamos en grupo. Comencé a soñarlo. Comencé a evocarlo —a veces— en mi imaginación, cuando hacía el amor con Mateo. No había culpa porque yo no hacía nada malo. Todo quedaba en un plano de fantasía, en mi mente. Calculaba que no pasaría de eso, que ni siquiera Bencina se daría cuenta. Hasta que Adrián y Wate comenzaron también a mirarme distinto. No era tonta, me daba cuenta luego de un par de años de conocerlos que los tres amigos de mi novio me querían dar. Eso no significaba que alguna vez me insinuarían algo. Prefería que no, desde ya. Si me decían algo me iban a poner en la situación de mierda de tener que ver si se lo contaba a mi novio o no, y no iba a ser sencillo ni placentero decir que un amigo me había encarado.
En algún momento, ya casados hacía rato, comencé a vestirme siempre sexy cuando nos veíamos con ellos. No solo en los cumpleaños, sino en las cenas en casa o hasta una vez que me llevaron a la cancha. Sexy es sexy, no puta. Tengo buenos pechos —realmente muy buenos— producto de la genética. Sin ser gordita tengo carne por todos lados y entonces los escotes se hicieron habituales. A veces las remeras no eran escotadas pero sí muy ajustaditas, lo que hacía que mis pechos explotaran. Una mujer sabe. Pocas veces combinaba minifalda con escote, tampoco quería que mi Mateo pareciera un cornudo, solo en salidas y en alguna ocasión especial. Y en esas ocasiones la reacción de los amigos de mi marido era una fija. Solía darse una guerra de miradas y sonrisas de comisuras de labios muy sutil, de esas que una sabe que están sucediendo y que los tontos de los hombres nunca están seguros.
Entonces vino ese día del partido. Mateo, Bencina y los otros chicos —más un montón de otros tipos que yo no conocía— jugaban regularmente un campeonato. Cada sábado a la mañana un partido, en un parque municipal. Primero él iba solo mientras yo me quedaba en casa limpiando un poco y haciendo algunas compras, pero me aburría así que una vuelta me empezó a llevar. Hoy creo que inconscientemente quería ir a ver a sus amigos, porque ya el primer día me fui escotada. Les recuerdo: tengo unos pechos de esos que no se ven todos los días.
Yo los observaba jugar, festejaba goles y triunfos, y me solidarizaba en las derrotas. Luego Mateo, Bencina, Adri, Wate y yo nos quedábamos haciendo un asado en las parrillas, y almorzábamos.
Aquel sábado Wate y Adri se habían ido apenas terminamos de comer, y cuando mi marido comenzó a guardar las cosas en el auto, Bencina y yo quedamos solos.
—Juli, tengo que hablar con vos.
Lo dijo en un murmullo, como si estuviera conspirando. Mateo estaba lavando los cacharros en las piletas, a unos treinta metros.
—Sí… —dije con genuina inocencia.
—Acá no, Julieta. Quiero hablar con vos a solas, en la semana.
Les juro que en ese momento no lo entendí. A pesar de que ese día me había ido con una remera bien ajustada y un shortcito de jean bastante cavado que me resaltaba el culo redondo que tengo. Es que a esa altura ya era como una costumbre ponerme linda para ellos.
—¿En la semana? —Me estiré para tomar un pedazo de pan y jugar con la corteza. En el movimiento se me juntaron los pechos y el escote, aunque no era generoso, dejó entrever hasta la división de los pechos— Sí, pasá por casa cuando quie…
—No, no, sin Mateo —me cortó mirando en dirección a mi marido— ¿Podemos vernos en el centro o en algún lugar que vos quieras?
Recién ahí entendí.
—¿En el centro? ¿Para qué? ¿Estás loco, Bencina?
—Dale, Juli, ya somos grandes…
—Sí, por eso, porque somos grandes…
—Juli, no soy boludo, ¿te pensás que no me doy cuenta cómo me mirás?
Me corté en silencio un par de segundos. Fue como si recién entonces hubiera caído de todo el histeriqueo y la seducción que les dedicaba. Que le dedicaba. Y me sentí mal.
—¡Soy la mujer de tu amigo, Bencina!
—Y yo soy el amigo de tu marido… ¡Y mirá cómo te venís!
Ese día yo estaba más sexy que de costumbre. Tal vez incluso demasiado sexy. Y me di cuenta que, en el fondo, yo sabía que me vestía así para ellos.
—¡Lo único que falta es que me digas cómo me tengo que vestir!
Le vi el gesto de enojo, de impotencia. Se sentía burlado y la verdad es que no se lo merecía. Miró detrás de mí, buscando ver dónde estaba Mateo, que se había movido hacia un tacho de basura. En ese momento cayó una hojita de árbol sobre uno de mis pechos.
Fue inmediato. Repentino. Casi un acto reflejo de venganza infantil.
—Yo te la saco —dijo, y estiró su mano y me quitó la hojita con la mano abierta, tomándome un pecho completo por sobre la remera y manoseándome de una manera vil, asquerosa, con la mano colmada de lascivia. Me quedé muda, sin reacción. El manoseo se demoró unos segundos en los que él me miraba a los ojos, con una intensidad que me aceleró el corazón. También me lo aceleró que sus dedos, en ese momento, casi imperceptiblemente me masajearan el pezón.
Se escuchó el cierre de la canilla y el chorro de agua que se cortó. Y Bencina retiró su mano.
—¡Sos una histérica de mierda! —me reprendió en un murmullo—. Nos conocemos hace años, me podías haber dado mil razones para no hacer nada, pero que me quieras hacer quedar como un pajero… no me lo merezco.
En ese momento llegó Mateo. Bencina bromeó con algo y se levantó sonriendo. Yo no sonreía. Pensaba que había recibido una lección, perdido un amigo, y que tendría que inventarle una excusa a Mateo para no regresar otra vez a los partiditos y los asados en el parque.


2.
Pero al sábado siguiente regresé. Es que con el transcurso de la semana todo se fue disolviendo, y decidí no darle al asunto más importancia de la que tenía. Por otro lado, no pude sacarme a Bencina de la cabeza. Incluso lo soñé en varias oportunidades. Sin dudas había sido el manoseo. Desde que me pusiera de novia con Mateo, ningún oro hombre me había puesto la mano encima. Su manera de apretarme el pecho fue… novedoso. Por lo lascivo. Por lo impúdico. Porque mi marido estaba a treinta metros… Me recordó a algunos amantes ocasionales que tuve en mi noviazgo anterior. Tipos que me levantaba en los boliches mientras el cornudo se quedaba en casa viendo una maratón de Lost.
Al sábado siguiente no solo fui a ver el partido sino que —por razones que desconozco— redoblé la apuesta. La mañana estaba linda, con mucho sol. Me puse un vestidito bien de verano, liviano, de florcitas pequeñas, bastante escotado y muy corto. Antes de salir me miré al espejo y supe que estaba ultra cogible. Bueno, es lo que me dijo Mateo cuando me vio. Me besó, me metió manos bajo la falda y me dijo que le parecía que estaba un poco zafada, que el parque estaba lleno de tipos, por el campeonato. Me hice la reflexiva, la que no me di cuenta y le di la razón. Pero también le puse carita de cansada y como estábamos con el tiempo justo lo convencí de que no pasaba nada, de que con ese calor todas iban a andar así en el parque.
Vi el partido al costado de la cancha, como siempre. No debía sentarme en el piso pero luego de un momento no me importó y lo hice. Tuve que hacer malabares para que la falda del vestidito cubriera mi decencia. Y no lo logré del todo. Estaba segura que se me vería la bombachita blanca que no sé por qué había demorado tanto en elegir, así que puse un saquito de Mateo entre mis piernas para taparme.
En el entretiempo los chicos se reunieron cerca de mí, así que cuando vinieron hacia mí me puse de pie para ir con mi maridito. Para ponerme de pie me tuve que quitar el saquito y elegí —no estoy segura si sin querer— el momento en que Bencina, Wate y Adri venían de frente.
Estoy segura que me vieron hasta el apellido. Bencina me puso cara de culo. Ya me había puesto cara de culo cuando me vio llegar con esa ropa. En ese momento me clavó los ojos en el escote sin importarle nada, lo que medio me hizo mojar. ¡Qué complicadas somos las mujeres!
Más tarde, luego del asado, volvimos a quedar solos. Bencina, mi marido y yo. Charlábamos lo más bien, bromeábamos como amigos. Nadie hubiera sospechado que una semana antes el amigo de mi marido me hubiera manoseado una teta y me hubiera dicho histérica de mierda.
En un momento Mateo se fue a los baños, que estaban medio lejos. Yo fui a la pileta a lavar los platos y vasos. Bencina se me vino atrás.
—¡Sos una hija de puta! ¿Por qué te viniste vestida así?
—Bencina, me parece que tenés un problema con las chicas que se visten lindas.
Lo quise decir ofendida pero terminé sonriendo. Bencina siguió enojado.
—¿Pensaste en lo que te dije la semana pasada?
—Ya te dije que eso no va a pasar. No me voy a encontrar con vos ni con nadie a espaldas de mi marido. Yo no hago esas cosas.
—Es para charlar, nada más…
—Sí, claro. Mateo no se merece que le hagamos eso.
—¿Hacerle qué?
—Hacerlo cornudo —No sé por qué lo dije. No es que hubiera dicho algo que no venía a cuento de nada, pero la elección de la palabra cornudo, dicha en su cara (me doy cuenta hoy) era para ver su reacción—. ¿A vos te parece bien hacerlo cornudo?
Por primera vez en el día Bencina me sonrió.
—Te queda bien decir esa palabrita…
—¿Qué palabrita…?
—Cornudo…
—No seas tonto —le dije. Pero la verdad es que apenas la había pronunciado me había gustado su sonido. Era raro, porque esa palabra siempre me había parecido horrible. Quizá como mi Mateo no era un cornudo ni corría riesgo de serlo, la palabrita, como decía Bencina, tenía otra sonoridad.
—La semana pasada no te pareció tan mal…
Yo lavaba los platos con fuerza. Con cada movimiento de brazos mis tetotas se movían como el cono de un parlante. Bencina estaba de frente pero un poco de costado. Cualquier tetona conoce esa posición: es la que usan los tipos para entrever bajo el escote. Sentí que me corría algo por adentro.
—Lo que hicimos la semana pasada no son cuernos —No me daba cuenta por qué lado me estaba manipulando, pero lo hacía. Y no sé por qué me aflojé y me ganó la debilidad, y dije—: Así que a Mate no lo hice cornudo.
Fue innecesaria esa última frase. Fue innecesario decir cornudo. Fue como retomar el mismo camino que yo ya había cerrado. Bencina lo supo. Se acercó un cuarto de paso para quedar pegado y cruzó su mano derecha a mi pecho izquierdo, metiéndola por el escote.
—¿Qué hacés, Bencina? ¡Dejate de joder! —me quejé, pero como tenía las manos ocupadas con un plato y una esponja espumosa no pude quitármelo de encima.
—Tranqui, Julieta. Desde acá puedo ver cuando viene el cornudo.
Recién ahí caí en que se había colocado sobre mi derecha para observar la vuelta de Mateo. Con tal distancia jamás notaría que me estaba metiendo mano. El hijo de puta ni siquiera necesitaría quitarla rápido, podría seguir manoseándome incluso mientras mi marido estuviese caminando un buen rato hacia nosotros.
—No le digas cornudo…
Dejé de lavar sin darme cuenta. La mano se me metía con lentitud por dentro del escote y comenzó a acariciar mi pecho, piel y corpiño. Bencina sonrió y hurgó un poco más. Se llenó la mano con mi pecho y apretó suavemente. Sentí un hormigueo furioso, intenso y repentino, y me humedecí como no lo hacía en muchísimos años. Mateo estaría a cincuenta metros con el pito en la mano haciendo pis y su amigo me buscaba ahora por debajo del corpiño. Me empapé.
—¡Qué hermosos pechos tenés, Juli…! —jadeó.
—No lo estamos haciendo cornudo…
Me seguía masajeando una teta, ya había metido media mano bajo el corpiño y buscaba mi pezón, que estaba hecho un pedazo de caucho. Lo encontró.
—¡Ahhhhhhhhh…! —no pude evitar.
—Mmm… —gimió él, con ese ronroneo tan masculino.
Él jugó con la punta del pezón con una delicadeza inesperada, como si liara un cigarrillo.
—No lo estamos haciendo cornudo… —repetí yo, en un rezo.
—¡Qué lindo lo decís…! —y me seguía manoseando.
—¿Qué cosa? —dije yo, haciéndome la tonta, más mojada que mis manos que sostenían plato y espuma, y ya entrecerrando mis ojitos.
—La palabrita…
—Cornudo… —le di el gusto. Creo que era su mano viciosa la que me hacía decir esas cosas.
—De nuevo, a ver…
Dudé. Me sentía una estúpida. Manipulada de una manera barata y cediendo con todo mi cuerpo a esa manipulación.
—Cornudo… Cornudo…
—¿Quién?
—No seas hijo de puta… —murmuré en un suspiro de excitación.
—¿Quién, Juli?
—Mi marido… mi marido es un cornudo… Mateo… Mateo es un cornudo… —Y me di cuenta—. ¡Que no es un cornudo, quise decir!
—¡Justo, mirá! —dijo de repente—. Lo llamaste y viene caminando para acá…
Lo dijo sin que se le moviera un pelo, sin retirar la mano de inmediato. Me dio una masajeada final a mi excitado pecho izquierdo y cuando pasó por sobre el pezón lo tomó con dos dedos y lo apretó con más fuerza, provocándome una descarga que me vino de la entrepierna. Me volví a mojar de inmediato y jadeé como cuando le metía los cuernos a mi novio anterior.
—¡Ahhhhhh…! Hijo de putaaahhh…
Recién ahí quitó su mano y retrocedió el cuarto de paso que nos pegaba. Retomé la friega de platos con un temblor en los dedos que odié.
—El próximo sábado venite sin corpiño —me susurró. Mateo estaba ya cerca.
—¡No! —le respondí mordiéndome los dientes.
—Te las voy a chupar hasta hacerte acabar.
—No, no vamos a hacer nada más. No voy a volver a venir nunca más.
—Venite sin corpiño —insistió, y comenzó a hablar de la operación de su padre, como si estuviéramos hablando de eso.
Mateo llegó y me besó en el hombro. Me estremecí, y estoy segura que creyó que fue por él. Me tomó de la cintura —yo seguía fregando— y se me pegó desde atrás, su cabeza en mi hombro.
—Ah, ¿le estás contando lo de tu viejo?
Me di cuenta que desde esa posición, mi marido me estaba espiando las tetas por entre el escote. Pobre Mateo, espiándole las tetas a su mujer mientras su amigo ahí al lado, un rato antes, se las había manoseado piel contra piel hasta exprimirle uno de los pezones.
Bencina siguió hablando de su padre, Mateo me besó otra vez el hombro y fue como si jamás hubiese pasado nada. Excepto por una gota que me bajaba el muslo por el lado de adentro.


Fin - EL VIERNES QUE VIENE EL CAPÍTULO 2



** SE PUEDE COMENTAR. NO LE COBRAMOS NADA. =)


Los Embaucadores I, Cap.3

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LOS EMBAUCADORES I
El Pueblo Mínimo, Capítulo 3
(VERSIÓN 1.1)  -  11/10/2015

Por Rebelde Buey



10.

Pocas cosas me maravillaron tanto de ese pueblito como la velocidad a la que corrían las noticias secretas. El procedimiento de encargar una empanada o menú “especial”, como clave para pedir a mi novia una cogida rápida, creció veloz y exponencialmente entre los hombres del pueblo, en lo que Nati y yo llamamos Primera Oleada.
Tanto los muchachos del almacén, como también Ángel y Pergamino, les contaron a sus amigos cercanos y solteros (que vivían solos, en realidad) de las bondades de la porteñita, de lo fácil que se dejaba, de lo estrechita que era, y de que lo quería rápido para que el cornudo no sospeche. También les informaron que la cosa era así: Había que hacer un pedido de empanadas, cualquier gusto, cualquier cantidad, y agregar la palabra “especial” en medio del mensaje. Con eso la porteñita sabía que el que pedía quería joda, y si a ella le gustaba, seguro que se dejaba. Aclaraban de inmediato que no era muy pretenciosa y que iba a los bifes enseguida.
Fue divertido, extraño, excitante y finalmente problemático ver cómo desde la noche siguiente en el que se la cogieran Ángel y Pergamino, Nati comenzó a recibir cada día más y más pedidos especiales, al punto de duplicar cada dos días. Antes de las dos semanas Nati me mostraba orgullosa el wasap con dieciséis pedidos de dieciséis nuevos machos. Me encantaba que las cosas se dieran así, me hacía sentir orgulloso de mi novia. Pero semejante cantidad, sumado  a los que ya se la estaban cogiendo regularmente, representó un problema. Nati simplemente no podía cumplir con dieciséis pedidos especiales sin descubrir que yo estaba al tanto de todo.
—Mi amor, ¿qué hacemos? —pregunté.
—No sé, Marce. Eso es tarea tuya, para algo sos el cuerno, ¿no? —Me lo decía en la cama, semidesnuda y pintándose las uñas de los pies—. Yo lo único que tengo que hacer es cogérmelos a todos en forma regular hasta convertirte en El Cornudo del Pueblo.
Era un comentario malintencionado para calentarme y que pensara más rápido.
—Está bien, está bien… Dejame ver… ¿Cuántos te podrías coger en una noche sin que afecte nuestra fachada…? De verdad, no delires…
—No sé… ¿Ocho? —Ni me miró. Se secaba las uñas haciéndose vientito con el sobre de la luz.
—Ocho me parece demasiado…
—Nadie va a saber cuánto me demoro en total. Todos van a tener su propio parcial de diez o quince minutos.
—Pero cualquiera que ande dando vueltas va a ver la camioneta estacionada por todos lados y siempre quedándose de más.
—No sé, cuerni. Me voy a duchar y ponerme ropita linda.
—Hace dos noches te cogiste a siete y apenas si lo pudimos manejar.
—Sí, y quiero que me pases a Pereyra a la hora de la siesta. Ese pedazo de verga se merece más de diez minutos…
—Amor, esto se nos está yendo de las manos, también está el tema de la camioneta…
—Son todos problemas tuyo, cornudo. Yo lo único que sé es que esta noche te hago dieciséis cuernitos más.
Me lo dijo moviendo el culo perfecto y desnudo, cortado por la mitad con una remera larga. Se me paró la pija más de lo que ya la tenía parada.
Esa noche me la cogieron doce. Tuve que rechazar cuatro pedidos y pasarlos para el día siguiente. Mientras Nati se duchaba yo iba respondiendo los wasaps simulando ser ella. Y agregaba varios corazoncitos y caritas con besitos, para no dejar dudas sobre lo puta que era. Y mientras mi novia estuvo repartiendo empanadas que no tenía (se nos acabaron y terminó entregando una por persona) y garchando toda la noche, yo trabajé arreglando el siguiente sistema:
1. Debíamos comprar una bicicleta de modo que nadie viera la camioneta en ninguna casa por más de cinco minutos. Con la bici guardada en la casa de cada macho, se podrían garchar a mi novia por mucho más que diez minutos.
2. Nati atendería ocho pedidos por noche, todas las noches. Cada macho podría repetir el encuentro a la semana siguiente, el mismo día. De ese modo, en cuanto se fuera llenando la agenda, me la terminarían cogiendo regularmente cincuenta y seis tipos por semana, todas las semanas. Estos encuentros debían ser los que a Nati menos le gustaran, sea por pijita chica, baja performance (de esto había mucho, no se crean que todo era color de rosa) o poca química.
3. Siestas: de lunes a lunes había que armar hasta dos encuentros con machos que se la cogieran bien. Eran los momentos de mayor impunidad, y de sesiones más largas (dos o tres horas). Los miércoles, la siesta era para don Rogelio y don Ignacio, a los que enseguida sumaron otro viejo, amigo de ellos, y luego otro más. Para el segundo mes, cuando Nati llegaba a la casa de don Rogelio, la esperaban doce viejos, que se la garchaban en fila en pequeños polvos de diez minutos.
Este mínimo esquema mejoró y ordenó mi cornamenta. Nati se cogía entre nueve y diez tipos  por día (los miércoles, veinte tipos aunque, como decía ella, ninguno que realmente valiera la pena).
Para el final del segundo mes, en el pueblo se sabía, se comentaba entre los hombres, se palpitaba en el aire, que yo era el cornudo del pueblo. Me la cogían a mi novia poco más de sesenta tipos por semana de forma regular. Pero como bien me decía mi Nati, aún no era, técnicamente, verdaderamente, el cornudo del pueblo. Faltaban los hombres de las Cuadrillas y la plana mayor del astillero, entre otros. A eso le llamamos la Segunda Oleada.



11.

Durante esos dos primeros meses sucedieron, además, otros hechos que engrosaron primero mi cornamenta y luego la agenda de machos regulares, como le carnicero y algunos otros vecinos. No voy a explayarme demasiado en estos cuernos porque son muy parecidos a los anteriores. El caso de Caracú, el carnicero, fue prácticamente calcado de lo del Tune. Íbamos a comprar los dos, más que nada porque a Nati le encanta dejarme parado como a un cornudo. En esas compras mi novia se mantenía decente hasta que yo me distraía o salía a atender un llamado al celular. En ese momento ella miraba al carnicero más intensamente, o le sonreía mirándolo a los ojos. Esto sucedió dos o tres veces en los primeros quince días en el pueblo. Para la tercera semana, Nati me dijo:
—Cuerni, hoy voy a la carnicería sola.
Y supe que otro hijo de puta suertudo me la iba a coger muy pero muy pronto.
Bueno, me la cogió media hora después. Nati fue al mediodía, sobre la hora del cierre. Hizo lo mismo que con el Tune, y todo funcionó de igual manera. En el medio de la cogida me mandó un par de wasaps, y luego me terminaría de explicar en casa.
Mientras compraba carne “para mi novio”, Nati se hacía la linda y le daba charla a Caracú (Nati cree que el tipo ya sabía que a ella se la venían garchando varios, posiblemente el Tune o alguno de los otros vagos le habría ido con el chisme, porque el carnicero se mostró muy simpático y lanzado apenas la vio sola). En un momento Caracú le pidió permiso y fue y cerró la carnicería, con Nati adentro, mientras seguían charlando, y en el ir y venir le rozó la cola como casualmente. Mi novia no solo no retiró el culo sino que lo paró más.
—¿La carne es para su novio? —le preguntó Caracú, señalando las bolsitas de las milanesas y bifes—. Si quiere se la guardo en la heladera para que no pierda frío.
Eso le dijo, en vez de hacerle la cuenta y cobrarle.
—Yo la guardo —dijo Nati—. Usted siga cerrando, que ya es la hora de la siesta…
—Claro, yo siempre me tiro un rato acá atrás, a esta hora…
Caracú dio media vuelta a la llave y mi novia guardó la carne en la heladera, en un anaquel de abajo, al solo efecto de exhibir su culo paradito.
—¿No va a acostarse a su casa? —se hizo la inocente, ella.
—No, en eso soy como el Tune —dijo, y se le acercó a mi novia por detrás y la tomó de la cintura. Imagino le habrá mirado y admirado el culo perfecto y trabajado de gimnasio, y no habrá podido creer el pedazo de pendeja que se iba a coger—. Tengo un catrecito atrás…  
Nati se incorporó, y Caracú no retiró sus manos de la cintura, así que quedaron pegados él detrás de ella, apoyándole el bulto en la cola.
—Muéstreme el catrecito ese —pidió Nati—. No quiero estar cerca de la puerta y que me vean, se van a pensar cualquier cosa…
Y se la llevó nomás para atrás, a un cuarto que era un lavadero, un depósito junta porquerías y un especie de dormitorio, todo en uno. Había bastante mugre y poca luz, al revés que en lo del Tune. Pero apenas llegaron y quedaron frente a frente, Caracú se abrió el pantalón y sacó una pija ya totalmente empalmada.
Nati me la describió como de tamaño normal pero inusualmente curva. No curva como una sonrisa o una banana, sino curva para el costado. Torcida, bah. Me la cogió toda la tarde, y me la cogió muy bien. La cabeza de la pija era inflada y de cuello apretado, y eso sumado a la curva y a la destreza del carnicero hizo que mi Nati se la pasara acabando a cada rato durante toda la siesta. Entre lechazo y lechazo (el carnicero me la llenó tres veces, ese primer encuentro), Nati me hacía comentarios por wasap.
“Otro que me está llenando el culo de leche, Cuerni.”
“Ya te llevo dos leches pero parece que me va a echar otra.”
Así que Caracú pasó a integrar la plantilla de los siesteros. Tres encuentros después, el carnicero  le confirmaría que también se cogía a Elizabeth, la chica de la parejita con el crío, y a doña Sofía, una vieja de como sesenta años, vecina bonachona, gorda y nada sexy, de quien jamás se podría sospechar  que hacía cornudo a su marido. De Elizabeth también contó otras cosas, que pude escuchar porque Nati grababa en audio las encamadas.
—Y… no sé si es muy putita, pero le gusta la pija —dijo Caracú— Se la coge el Tune, se la coge Gardelito… Y creo que el Chicho también… ¿Lo conocés al Chicho? Tiene una fama, ese…
Nada más que saber que el Tune y Chicho se cogían a la otra única mujer potable del pueblo los puso automáticamente en el lugar de “machos del pueblo”, y eso me excitó. Igual que a Nati.
—Debe tener el mismo problema que yo, que a mi novio no se le para…
—No, no… Al marido le funciona, y es un buen tipo. Pero bueno, también le gustamos el Tune, yo y otros muchachos…
Y se ve que eso los calentó porque enseguida se escucharon besos, jadeos y luego el concierto inequívoco de mi Nati penetrada hasta los huevos.



12.

Con lo que no supimos qué hacer fue con “los foráneos”. Ni los habíamos contemplado, pero además de los residentes había toda una fauna de hombres que venían regularmente al pueblo pero no eran de allí: el cartero, los proveedores del almacén (más que nada los dos morochos que traían las bebidas alcohólicas), el matarife que le llevaba la media res al Caracú, el controlador de la empresa de electricidad, el que venía a levantar quiniela y algunos otros más.
—¿Qué hacemos con éstos, bebucha? —le pregunté un día que vimos al de la quiniela levantando apuestas en lo del Tune.
—A los dos morochos del camión de Brahama me los voy a garchar.
Fue rotunda. Tan rotunda que se me paró la pija.
—¿Y los otros? No sé si valen la pena…
—Los que vengan seguido al pueblo, me los bajo —propuso— El de la luz, que viene cada dos mes, no tiene sentido.
—Y que además es un viejo feo sin dientes. Si fuera un negro musculoso también te lo cogerías.
Nati me pegó en el brazo.
—¿Qué te pensás, que soy una puta? —y se echó a reír— Lo que tienen de bueno es que me pueden coger en casa, bien cerquita tuyo…
En el almacén le dijo al quinielero que pasara después por casa, que quería jugar a unos numeritos pero que no tenía ahí mismo la plata. De paso le pidió al Tune, delante mío, el teléfono del repartidor de cerveza.
—Quiero hablar con los chicos para ver si ellos me pueden proveer —explicó, y vi que el Tune estaba entendiendo más de lo que decían las palabras—. A Marce se le ocurrió que con las empanadas podía ofrecer latitas de cerveza…
Sonreí. Traté de poner mi mejor cara de cornudo. El Tune le dio los teléfonos, que mi novia guardó en el escote.
Una hora más tarde cayó el quinielero a casa. Nati, en calzas y remerita ajustada que le marcaba los pechitos, le dijo que quería jugar dos veces por semana, pero que no quería ir al almacén, que si él podía pasar por allí. Como le sonreía y le ponía vocecita mimosa, el quinielero aceptó con gusto.
A la segunda semana que vino, Nati lo recibió en musculosa bien cortita y minifalda más corta aún, y lo hizo pasar para buscar plata. Le comentó que yo no estaba en casa, y que me había llevado el dinero, pero que deudas eran deudas.
Me la cogió en el sillón del living durante una hora, mientras yo esperaba encerrado en la otra piecita con la pija en la mano, entreabriendo la puerta para escuchar mejor, y tratando de asomarme, pero sin demasiado éxito. Me gustaría decir que el quinielero fue un súper macho que la dio vuelta, pero la verdad es que fue mi novia la que le puso onda al encuentro. Con el tiempo mejoraría un poco, pero un poco nada más, y Nati achicaría las cogidas a tan solo media hora. A ella igual le alcanzaba. El morbo de tenerme a cinco metros, encerrado y escuchando, sabiendo que me estaba pajeando con sus gemidos sobre una verga le levantaba la calentura a límites increíbles.
Nati le dijo que pasara los viernes a las 17:30, que el cornudo nunca estaba, y el quinielero pasó a cogérmela los viernes a esa hora.
Con los morochos del camión de cerveza fue parecido pero distinto. Parecido porque arreglamos que pasaran por casa una vez por semana, y porque enseguida armamos la misma pantomima de que no estaba y ella los recibía sola. Pero distinto porque ni el Oruga ni Cardozo eran como el quinielero.
Ya en la primera reunión en casa, en la que se suponía era para ver si nos vendían packs de latas, se mostraron con mucha seguridad y suficiencia, sin que les importara realmente el negocio. Me di cuenta por qué estaban allí en un momento en que Nati se alejó dos pasos y giró para tomar su celular. Las calzas de mi novia no estaban como cuando salíamos por el pueblo. Las tenía tan metidas en el orto, le marcaban las curvas tan apretadas que era como si estuviera desnuda y forrada. La remerita era ajustada, le marcaba la figurita, pero las calzas eran una invitación a cogérsela. A los dos morochos se les fueron los ojos hacia el culo de mi novia, sin importarles realmente demasiado que yo estuviera hablando y mirándolos.
—Me comentaron en el pueblo que el negocio de ustedes anda muy bien —dijo el Oruga, tirado en el sillón. Fue tan evidente que ese extraño sabía que ya varios se estaban cogiendo a mi novia, que tuve que hacer un esfuerzo enorme para no bajarle la mirada.
Puse mi mejor cara de cornudo, tomé la mano de Nati y contesté:
—El negocio es de ella. Esto lo maneja solo ella y lo hace para que no se desgane, pobre… Vino acá, por mí, a este pueblo donde no pasa nada y se aburre como un hongo…
Nati también sonrió y me dio un besito en la frente.
—No me aburro, mi amor, siempre estoy haciendo algo.
El Oruga asintió.
—¿Y cuántas latitas vas a necesitar?
Se dirigió a ella y desde ahí el Oruga no me pasó mucha más bola.
—Entrego ocho veces por día —respondió Nati, y comencé a transpirar. No me gustaba cuando ponía el juego en evidencia—. Pero no todos quieren cerveza.
—Pensamos en un pedido chico, quizá ni quieran hacerlo —secundé como para volver a la onda profesional.
—Sí, sí queremos hacerlo —dijo el Oruga y me dio la sensación que  en ese momento miró a Nati a los ojos tratando de transmitir algo.
Ella aprovechó y tiró lo suyo:
—Marce prefiere que me den la cerveza acá en casa, no en lo del Tune —El Oruga nos miró sin entender—. El tonto cree que el Tune me mira mucho.
Yo le seguí la corriente de inmediato, no de morboso sino para ocultar mi vergüenza.
—No es eso —Nati se reía a mis cosas, como bromeando—. Es que no me gusta que pase tanto tiempo en el almacén. (No me gustaba, ¡me encantaba!)
Cerramos el trato y comenzaron a pasar una vez por semana. Ya a la segunda vez Nati les pidó ayuda para que lleven las dos cajas hasta la casa, porque yo no estaba (lo que no era cierto). Ese día la muy turra se había puesto más que sexy, casi puta, y los morochos se la comieron con los ojos.
—Disculpen que encima les haga traer las cajas hasta acá —decía mi novia, y acomodaba las latas en la heladera, abajo, buscando pararles el culo. La mini se le subía y la mostraba al límite.
—No hay problemas, Nati. Para servirla. Cuando tu marido no esté, nos avisás y te la bajamos nosotros.
—Mi marido no está en casa los martes de 17 a 19. Nunca. Si ustedes cambian el reparto para ese día tendrían que entrar siempre a darme una mano.
Se lo dijo mirándolo a los ojos al Oruga, con un dedo en el labio y una mano empujando su minifalda para meterla entre los muslos, como una bimbo tonta de los 60. El Oruga se le fue encima y le metió un beso allí mismo y llevó una mano a los pechos y otra bajo la falda, al culito perfecto. Cardozo —rápido pa los mandados— fue a la puerta y le dio media llave.
—¡Paren! ¡Paren! —los frenó mi novia— El camión en la puerta es un farol. Si queda ahí media hora todo el pueblo va a decir que mi novio es un cornudo.
El Oruga sonrió y le apretó una nalga con una de sus manazas.
—Todo el pueblo ya lo está diciendo, mi amor…
La carita de Nati se iluminó por un micro segundo, y enseguida se dio cuenta y la cambió el gesto por algo mínimamente compungido.
—Igual son rumores. El cornudo no sabe nada y no quiero que le vengan con ningún cuento. Mejor lo hacemos el martes que viene. Dejan el camión en lo del Tune y…
El Oruga dejó de manosearla y bufó fastidioso, pero no con ella. Era su manera de lidiar con un problema y pensar. Se alejó dos metros y le habló a Cardozo, con la autoridad que evidenciaba que, de los dos, él era el jefe.
—Te llevás el camión a lo del Tune ahora mientras yo me la cojo —no hablaba en voz baja, Nati lo escuchaba perfectamente. Que ese tipo rudo hablara de ella como una cosa para usar sin que le importara su presencia la empapó—. Te venís caminando y después yo me voy para que te la cojas vos.
Se me paró la pija como nunca al escuchar esto. Porque yo estaba en la casa, en el cuartito de atrás, como corresponde. No estaba en el placar, no estaba planeado que se la cogieran ese día. Escuché las llaves, la puerta y unos pasos yendo al dormitorio principal. ¡Me la iban a coger ahora mismo! Escuché el arranque del camión, el irse por el camino de piedra molida, y en cuanto el camión se alejó, el gemir de la cama matrimonial.
Me fui acercando a la habitación. Mientras estuvieran cogiendo, yo podía moverme con impunidad. Llegué hasta la puerta, que estaba apenitas entreabierta. Esto era algo que ya teníamos claro con mi novia, por experiencia propia. Si la hubiera cerrado, me habría imposibilitado de escuchar y ver todos los detalles, las respiraciones, los murmullos dichos al oído y los jadeos más sutiles, o ver una mano de Nati estrujando una sábana; y si la hubiese dejado un poquito más abierta no habría podido asomarme por riesgo a quedar demasiado expuesto.
Los jadeítos quedos de mi Nati siempre me enamoraron. Luego vendrían los gemidos, las puteadas, los gritos, los reclamos de más pija, de más fuerte, las explosiones… pero estos jadeítos  eran igual de excitantes. Me asomé despacio, rogando que el Oruga estuviera de espaldas a la puerta. Lo estaba, parcialmente. Se clavaba a mi novia en perrito a lo largo de la cama. Ustedes no tienen idea del buenísimo y perfecto culo que tiene Nati, y ver ese culo así, desnudo y en punta, clavado por un hijo de puta que apenas vio tres veces en su vida por no más de cinco minutos, cuando a mí solo me deja manosearlo para mis pajas…
De pronto Nati dijo bien alto, como para mí:
—¡Ay, si me viera el cornudo…! ¡Ahhhhh…!
El Oruga echó una carcajada y nalgeó a mi novia.
—Si nos viera el cornudo se daría cuenta que sos una flor de puta…
Eso encendió a Nati, que comenzó a gemir más fuerte.
—Si nos viera el cornudo se pondría a llorar al ver que sos un flor de macho… —y volvió a jadear casi en un grito—. ¡Ahhhhh…! ¡Qué buena pija, por favor…!
Quizá por estas palabas, el Oruga ya imprimía fuerza y velocidad al bombeo. Tenía las manazas clavadas en las nalgas de mi novia, con los dedos hundidos en la carne delicada y blanca. Y la verga —el vergón, porque era muy grueso— lo enterraba hasta ocultarlo todo y lo sacaba casi íntegro, para volverlo a enterrar.
Esto era mejor que escucharlo en el audio de los videos que apuntaban al techo. Si este tipo me la cogía en casa todas las semanas, íbamos a tener grandes martes de calentura, Nati y yo: ella bien cogida por un macho y yo a pura paja sobre su cola.
Los estuve espiando con la pija que me reventaba en el pantalón hasta que cambiaron de posición. Antes del movimiento me oculté y luego me volví a asomar. El corazón casi se me sale por la boca cuando vi que el Oruga estaba muy de frente, pero la hendija era bien estrecha, ideal para ver con el ojo pegado, pero lo suficientemente breve para que de lejos no se me viera.
El turro había puesto a mi novia en diagonal a la cama, boca abajo, y él se la cogía al revés, sobre ella y también boca abajo, pero en la dirección contraria. Era una posición rara, y la penetración resultaba novedosa. Y Nati, que siempre aprovechaba cualquier excusa para nombrarme:
—¡Ahhhhh…! Sí, Oruga, sí… El cuerno nunca me cogió de esta manera… Sí…
El hijo de puta abusador seguiría bombeando lindo porque los gemidos no aflojaban.
—El cuerno… —jadeó él— no sé cómo pasa por la puerta… dicen que te cogés a medio pueblo…
Ese comentario revolucionó a mi novia, que redobló sus gemidos y bufó sonoramente.
—¡Síííí…! ¡A medio pueblo me cojo!! ¡Ahhhh…!! ¿Cómo…? ¿Cómo sabés, hijo de puta…? ¿Quién te dijo? ¿Quién sabe…?
—Lo saben todos, putita… Ahhhhh… En el pueblo no se habla de otra cosa... Ahhh… ¡¡por Dios, no podés ser tan estrecha, mi amor!!
—¿Qué más…? Ahhhh… ¿Qué más te dicen…?
El bombeo infame seguía vigente. El tipo hacia flexiones de brazo y la verga le entraba y salía a mi novia como una bomba de petróleo.
—Que sos un putón… Ahhhhh… Que te hacés la decente pero te perdés por la pija… Ahhh… ¡Que te dejás por cualquiera!
—Y del cuerno…Ohhhhh… Hablame del cuerno…
Hubo un segundo de ruido de cama, de jadeos solamente.
—Del cuerno, que es un imbécil… Que no se da cuenta de nada…
—¡¡Sííííí…!! —gritó mi angelito.
Ahora estaba sentada sobre el Oruga, montada frente a él, cabalgándoselo y tapándole el rostro con sus pechos y cabeza.
—¿Y qué más…? Ahhhhh… ¿Qué más dicen del cuerno…? Hablame… Hablame del cornudo…
Deberían conocer el sonido blando y dulce del colchón cuando me la cogen… por Dios, qué sonido.
—Que es el cornudo del pueblo… Ahhh… Que le cogen a la mujer en la cara y que no se da cuenta…
—¡Más! ¡Más! ¡¡Hablame del cuerno! ¡Hablame más!
—Que le van a hacer un hijo… y se lo van a encajar a é!
—¡¡¡AHHHHHHHHH…! —comenzó a acabar mi novia—¡¡Ahhhhhhhhhhh…!!
Como cada vez que acababa cabalgando arriba de un macho, mi novia lo tomaba con los brazos y lo hundía en su pecho, usándolo de soporte para clavarse la verga más y más profundo.
—¡¡¡Ahhhhhhhhhhhh…!!!
Del Oruga lo único que se veía eran sus piernas y sus manos tomando el culo de Nati para sostenerla y acompañarla en la clavada. Vi claramente su pelvis elevarse en estocadas cortas y fuertes, que le estiraban la acabada a mi amorcito.
—¡Puta, qué buena que estás! —le gritaba entre las tetas— ¡Qué suerte tiene el cornudo!
Y ya Nati se aflojaba, pero no le aflojaba al morbo.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Qué suerte tiene el cornudo de tener una mujercita tan linda!
—Sí, putón, sí… ¡Tan linda que se la garchan todos!
—¡Cogeme, Oruga! ¡Cogeme y llename de leche! ¡Hacé lo que el cuerno no me hace desde el año pasado!
Me pregunté si tanto morbo de parte de ella no sería sospechoso. Se ve que no porque:
—¡Te lleno, mi amor! ¡Me viene!
Eso calentó más a Nati.
—¡Sí, sí, lléname de leche, hijo de puta!
—¡Te lleno, mi amor, te lleno, te lleno, te lleno!!
—¡Dámela, dámela, dámela…!
—¡Te lleno! ¡Te lle…! ¡¡¡Ahhhhhhhhhhhhhh…!!!
—¡Ahhhhhhhhhh…!! ¡¡¡Ssssíííííí…!!!
—¡¡¡Putaaaaahhh…!!!
—¡¡¡Cornudoooohhh…!!! —me dedicó mi novia, a la distancia.
El Oruga le empezó a acabar adentro y pude ver cómo la cintura y la pelvis bombeaban hacia arriba para llenármela de leche. Siguieron acabando, también Nati, otra vez, y luego poco a poco se fueron aflojando. Por las dudas que el Oruga quisiera ir al baño, me alejé del pasillito al que comunicaba la puerta y regresé al cuartito del fondo, con la erección más grande de los últimos años.
Dos minutos después se escuchó la puerta de casa: ¡toc! ¡toc! Nati, así en bolas como estaba, fue a abrir y se trajo a Cadozo de la mano. Entró con él a la habitación pero el Oruga no salió. Casi no pude ver esta cogida, por más que me asomé cuando ya estaban surtiéndosela entre los dos. Pero ella me contó que lo que el nuevo tenía de callado, lo tenía de fogoso. Se bajó los calzoncillos apenas cruzaron la puerta y me la llenó de besos y manos. Nati no estaba para romances: le agarró la pija, una pija interesante, en palabras de ella, y se arrodilló a chuparla. El Oruga se le paró detrás y le acarició los cabellos, mientras le apoyaba la poronga sobre la espalda.
En cinco minutos la tenían en cuatro sobre la cama, con Cardozo bombeándomela desde atrás y con el Oruga tomándola de la cabeza para guiar la mamada de verga. Pude escuchar a tres metros toda la cogida, en la que Cardozo parecía incansable. Pude ver poco porque, aunque la puerta seguía estratégicamente entreabierta, cuando dos machos se cogen a tu mujer, uno de los dos siempre queda mirando para tu lado. Igual, pude ver bastante bien un buen rato en la que me la cogieron los dos a la vez, el Oruga por adelante y Cardozo llenándole de verga el culito redondo y perfecto.
Le estuvieron dando un tiempo largo, y le dieron ese y todos los martes que estuvimos en el pueblo. A veces al otro lado de la puerta, a veces dentro del placar. La cantidad de orgasmos que le provocaron estos dos turros a Nati fue incontable, el Oruga se prendía en el morbo que le proponía mi novia. Encuentro tras encuentro se soltaban y hablaban más, al punto que ya al entrar saludaban a viva voz:
—Hola, putita, ¿hoy tampoco está el cuerno?
Y luego, ya envergada por uno o por los dos a la vez, la volcada de leche siempre me la dedicaban a mí, lo mismo que en medio de la cogida alguna frase:
—¡Te estoy estirando el cuerito, pedazo de puta! ¡Pedile al cornudo que te lo mida y decile que me perdone! —y le enterraban verga hasta que los huevos chocaban contra la cola de ella.
Los martes eran el mejor día de la semana para mí. Para Nati, en cambio, los mejores días de la semana eran todos.



13.

Hacia el final del segundo mes ya se la cogían a mi novia más de la mitad del pueblo. Era un secreto a voces que Nati se dejaba por cualquiera. Así lo decían: “por cualquiera”, con esas palabras. Que yo era un cornudo de campeonato, uno de esos típicos maridos confiados hasta la imbecilidad que hay en todo pueblo. Fue en ese tiempo que nació —todavía incipiente— mi cambio de apodo, que hasta entonces era “el escritor”, porque seguían creyendo que estaba escribiendo una novela. Comenzaron a nombrarme, cuando alguien quería hacer referencia a mí, como “el cornudo”. En esos días nació el apodo y poco a poco la costumbre hizo que se transformara en mi apodo natural. Siempre a mis espaldas, claro.
Todos sabían que mi amorcito era la mujer más puta del mundo pero nadie tenía exacta dimensión de cuánto, de a qué cantidad de tipos se cogía. Sí se sabía que pidiendo un “especial” mi novia se abría fácil de piernas, pero de ninguna manera alguien sospechaba del cuadro completo. Por ejemplo, el Tune, uno de los más informados, sabía que se la cogían él, sus cuatro amigos y Caracú. Quizá el carnicero podría haberle comentado que también se la habían cogido los muchachos del reparto de cerveza, y quizá Ángel y Pergamino se habrían ido de boca en algún momento. Pongamos que el Tune sabía seguro que a mi novia se la cogían diez. Pongamos que imaginaba que hubiera un par más del que él no supiera. Doce. Seamos generosos y digamos ¿quince? Aun así, la persona más informada estaba lejos de los sesenta que me la cogían por semana. Sí, todo el mundo sabía todo. Pero nadie sabía nada.
Lo bueno, lo divertido, era que aunque el pueblo entero conocía que yo era un tremendo pedazo de cornudo, nadie —absolutamente nadie— jamás me advirtió de nada. Ni siquiera las mujeres.
Tampoco me comentaron ni ésto cuando me ausenté del pueblo un par de días y nuestra imagen se desmadró. Por supuesto fue calculado, provocado para que Nati tuviera aún más libertad y yo pudiera tener más presencias. Sucedía que lo que más nos calentaba eran los encuentros en casa. Los del Oruga y Cardozo. Y que necesitábamos más empanadas hechas para seguir con la farsa del delivery (aunque más de una vez Nati fue a la casa de sus cogedores con las manos vacías). Así que un día dije:
—Tenemos que ir a la ciudad a comprar más empanadas, amor.
Y Nati, recién duchada, corriendo de un lado a otro en ropa interior para arreglarse, maquillarse un poco y ponerse ropita linda, me respondió toda dulzura y empatía:
—Ay, cuerni, no puedo… me cogen en un ratito y después a las seis tengo otro encuentro con dos machos más. Y a las ocho empiezo con los pedidos… ¡no me alcanza el tiempo para hacerte más cornudo, mi amor!
Su manera de hacerme el reporte me calentó, pero darme cuenta de lo que esto significaba, me encendió aún más.
—¡Si te quedás vos sola en este pueblo un día entero esto va a ser un descontrol!
Eso nos dio la idea.
—Cornudín, tenemos que inventarte un viaje a Buenos Aires por varios días. Quiero ver qué hacen los hombres del pueblo en tu ausencia.
—Van a venir a hacer cola para cogerte. ¡Esto va a parecer un burdel!
Y Nati, como siempre, pragmática:
—¿Y qué te importa, cuerni? Vinimos a convertirte en el cornudo del pueblo; al final de todo, lo va a saber el ciento por ciento de la gente. Decimos que te vas por tres o cuatro días y te escondés acá en casa. Vas a poder ver todos y cada uno de las vergas que me entren.
Dijimos en el almacén del Tune que me iba por cuatro días. Nati, por su lado, hizo correr la misma información por wasap a sus contactos. En casa hicimos unos cambios. Preparamos una camita en el cuarto de atrás, porque seguro algún macho se iba a quedar a dormir en la matrimonial, y desarmamos unos listones de la persiana de la habitación principal, de modo que yo pudiera espiar por allí, si se me complicaba por la puerta. Pusimos la filmadora oculta en un rincón, aunque la mayoría de las veces Nati no la encendió, y metimos en el placar alimentos blandos envueltos en tela y agua y un recipiente para orinar. Sí, sé que no es muy glamoroso pero les recomiendo a los cornudos que leen esto que si alguna vez piensan espiar en un placar a su mujer con un macho potente, lleven sí o sí un par de snacks blandos y —más importante aún— algo para orinar. Me lo van a agradecer.
Hicimos la pantomima completa. Subí a la camioneta con un bolso, asegurándome que don Rogelio me viera. Nati condujo hasta la ruta, algún otro vecinos nos saludó en el camino. Esperamos a que pasara el autobús, me oculté en la camioneta y regresamos a casa.
Ese día y hasta la noche, el cronograma sexual de mi novia se mantuvo sin alteraciones: cogió a la hora de la siesta, luego a la tarde, y a la noche se fue a hacer los pedidos especiales. La diferencia fue que se tomó otros tiempos para los encuentros y volvió a casa como a las 4 de la mañana.
Vino exultante, no sólo porque se la habían cogido más, sino porque ya le habían avisado un par de machos que pasarían por casa, “a darte, ahora que el cornudo no está”.
Y fue entonces, a partir del segundo día, que la población masculina del pueblo se revolucionó.
Empezaron a caer hombres por casa desde la mañana. Primero, los vecinos más viejos, uno que le daba los lunes a la noche cayó ese viernes, y Nati se lo montó en los sillones del living. Espié desde la puerta del cuartito, se veía bastante bien. A partir del mediodía comenzaron a caer viejos que no se la habían cogido nunca: tipos casados a quienes otros amigos le habían contado de Nati pero que sus esposas los tenían bien marcados, y que por esa misma razón no podían hacer el pedido “especial”.
A estos viejos Nati se los cogió con ganas. No solo porque eran cuernos nuevos, sino porque con el paso de las semanas comenzaban a ser cabos sueltos, misiones (cuernos) imposibles, y la idea siempre era que TODOS los hombres del pueblo se la cogieran. Así que aceptó lo que viniera, incluidos los sin dientes, gordos y uno sin un ojo (¿ustedes creían que cogerse a todo un pueblo siempre era excitante y perfecto? Piénsenlo bien antes de hacerlo). Los hacía pasar y se los cogía en el living, decía que en el dormitorio se iban a quedar más tiempo y ella quería bajárselos y pasar rápido al siguiente, para convertirme en el cornudo del pueblo de verdad. Llegaban con el dato. Ya la habían visto por ahí, como se veía todo el mundo, así que ya sabían que era hermosa. Llegaban con el dato pero nunca se la habían cogido, de modo que no tenían muy claro cómo encarar, especialmente porque la situación era de lo más extraña. Entonces golpeaban a la puerta y se daban aproximaciones como esta:
—Señorita Nati… ¿No está su marido, no? Querría… querría… (tartamudeando y mirando a izquierda y derecha) …querría un menú especial…
Otro:
—Señorita Nati, me dijeron que usted vendía unas empanadas especiales donde aceptaba que le hicieran íntimamente lo que yo quisiera…
Y otro más:
—Señorita Nati… quería un de esas empanadas para hacer cornudo a su marido.
Mientras me la cogía uno solo, yo siempre podía espiar. Pero a veces llamaban tan seguido a la puerta que mi novia tenía que hacer pasar a un viejo mientras todavía se estaba garchando al anterior. Se dio también en esos días de mi presunta ausencia, que me la cogieron de a dos y de a tres, cuando ellos se animaban (no todos, más bien pocos, eran tan turros y desinhibidos como el Tune, el Oruga y ese tipo de machos). Por supuesto, si yo no estaba en el placar, entre cogida y cogida Nati me venía a visitar al cuartito:
—Tu turno, cornudo… ¡limpiá! —me ordenaba, y se abría de piernas bajándose la bombachita hasta las rodillas y me hacía chuparla. Si no había acabado en la cogida, de seguro lo hacía allí. Siempre que viene de coger, la como con una voracidad solo comparable con la voracidad de ella por la pija de un buen macho.
Otro efecto inesperado de mi ausencia fue el comportamiento del pueblo cuando mi Nati andaba por las calles. Los que ya se la habían cogido y estaban solos la trataban con mucha más confianza. La zalameaban, la toqueteaban todo el tiempo, como inocentemente, y siempre que podían le hacían bromas y le hablaban con doble sentido, tratándola y haciéndola quedar como una puta. A Nati le encantaba, especialmente si eran dos o más machos y sabían del otro, como cuando entraba al almacén. Lo raro —o no tanto— era que estaban más zafados que de costumbre, como si el hecho de que yo estuviera en Buenos Aires los envalentonara más. Y era raro porque cuando ella había ido sola al almacén en otras oportunidades y yo me quedaba en casa no pasaban de insinuaciones leves y alguna tontería con doble sentido. Pero ahora que ellos creían que yo me había ido, se daban diálogos como este:
—Hola, Nati… ¿Así que te dejaron solita?
—Sí, cuatro días sin mi amorcito…
—¿El Marce se fue a Buenos Aires a hacerse una rectificación de cuernos?
Jajaja. Mucha risa. Nati festejando y sacando tetitas. Otro se sumó:
—¡Menos mal que en el pueblo está prohibida la caza de venados porque sino te quedabas viuda al primer día!
Jajaja. Cagones, ¿por qué no me lo decían en la cara?
También sucedió una cosa curiosa que nos desconcertó un poco y que nos obligó a tomar una decisión que nunca imaginamos. A casa vino a golpear la puerta Pedro, el marido de Elizabeth, el padre de esa familia de tres con la que nos cruzamos el primer día. Elizabeth era la otra putita del pueblo, como dije alguna vez, ni muy bonita ni de gran cuerpo pero sí muy cogible, que se la garchaban a espaldas de su marido al menos el Tune, Caracú y uno o dos chicos del almacén. Pedro golpeó a la puerta como habían hecho los otros viejos que tenían una esposa: con el dato y dispuesto a coger. Nati fue a abrir y se sorprendió. El hombre invocó la palabra mágica, “especial” —aunque a esta altura ya no hacía falta— y Nati no supo qué hacer. Como ella se quedó muda, el pobre pedro repitió su petición.
—Esperame un minuto —resolvió Nati, y le cerró la puerta en la cara, dejándolo afuera.
Vino corriendo al cuartito, con sus calzas metidísimas en el orto, que la desnudaban vestida.
—¡Cuerni, está Pedro! —Yo la miré sin entender—. ¡Quiere coger!
—¿Y qué?
—Es el cornudo… de Elizabeth…
—¿No te lo vas a coger…? —me sorprendí.
—No sé qué hacer, ¡es un cornudo como vos!
—No creo que tan cornudo como yo.
—En serio, tonto, ¿qué hago?
—Para vos es un macho.
—No, no. No es un tipo al que le metieron alguna vez los cuernos. ¡Es un cornudo! No creo que deba cogérmelo.
—¿Querés ser solidaria con tu “colega”?
—No, tontín… ¡es que no corresponde que los cornudos cojan fuera del matrimonio! ¿Estamos todos locos?
—Vos querías que todo el pueblo me guampeara, ¿no?
—Sí… todos los hombres… ¡pero éste no es un hombre, es un cornudo!
Gran definición de una verdadera mujer de cornudo.
—¿Lo vas a rechazar?
—Tengo que hacerlo, amor, aunque no quiera. Los cornudos no deben ni siquiera coquetear con otras… Gracias que les permitimos cogernos una vez cada tanto…
Se alejó en silencio, cabizbaja y arrastrando los pies, con sus convicciones y su sorpresa por tener que rechazar un asta para mi frente. Pobre cornudo, se habrá sentido terrible, vacío, quizá idiota. Iba a ser el único imbécil en todo el pueblo que no iba a cogerse a la porteñita fácil. Lo entendí a la distancia, y comprendí su humillación, que de seguro sentía como una segunda piel.
Lo de Nati no era solidaridad entre putitas, o entre mujeres. Era —y esto me emocionó y enamoró aún más— solidaridad hacia mí, hacia su propio cornudo.
Es por estas cosas que está conmigo.


— FIN — Parte 3 (de 4)


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Juli (y el Cornudo de Tetas) II

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JULI: Capítulo 2
(VERSIÓN 1.0)

Por Rebelde Buey


3.
—¿Y? ¿Qué vas a hacer?
El lunes le había dicho a Mateo que no iba a acompañarlo más a sus partidos de fútbol. Se desanimó un poco, le gustaba que lo viera y que lo acompañara. Y a mí también me gustaba. Me sentía más su mujer, allí metida en ese ámbito tan de él. Claro que desde que su amigo Bencina me manoseara los pechos a sus espaldas, ya no podía pensar en otra cosa. Pasaba con él toda la mañana del sábado, el medio día y buena parte de la tarde. En cambio el manoseo furtivo de su amigo solo habían sido unos pocos segundos en solo dos oportunidades. Entonces ¿por qué le daba tanta importancia? Supe que la pregunta no era esa.
La pregunta era por qué se lo había permitido. No son cuernos, me repetí durante toda la semana. Y no lo eran. Solo me había dejado tocar uno de mis pechos mientras Mateo no estaba, no era que me había dejado coger. Durante la semana siguiente Mateo me insistió que vaya, y yo, que había arrancado muy firme el lunes, el viernes ya le decía que iba a ver. Mi excusa era la limpieza de la casa. Pero el mismo sábado rogaba que me insistiera para ir.
—Bueno, voy —resolví—. Pero mañana ayudame a limpiar.
Decidí ir para frenarlo a Bencina. La última vez me había pedido que vaya sin corpiño. ¡Qué desfachatez! Tenía que decirle que ya cortara con el jueguito.
—Dale, vamos —me apuró Mateo con el bolso en la mano.
—¿Ahora? Dame quince minutos, no voy a ir así, ¡estoy re crota!
Estaba vestida como me había levantado. Un short de algodón y una remera de dormir.
—Vamos a un parque a comer un asado, después de un partido de futbol. ¿me estás jodiendo, amor?
No me dejó maquillarme, apenas si pude ponerme una pollera larga —como para mostrarle a Bencina que iba en plan decente— y un cepillo para arreglarme el cabello en el auto. A medio camino me di cuenta que de la cintura para arriba esta igual que como había dormido: con una camisetita de algodón sin mangas y sin corpiño. ¡Mierda!

Vi el partido (aunque mi cabeza estaba en otro lado). Participé de los festejos (porque ganaron). Fueron a las duchas. Hicieron el fuego. Hicieron el asado.
En la comida me di cuenta que Bencina me miraba mucho los pechos. Un poco porque son grandes y llamativos, y otro poco porque se dio cuenta que no llevaba corpiño. Wate y Adrián también se dieron cuenta. Ahí caí por primera vez en los peligros en los que me había metido: ¿Bencina les habría ido con el chisme a los otros dos? Me agarró como una desesperación. No me hacía gracia ese panorama, no quería que Mateo quedara como un cornudo ante sus amigos o que le llegara el chisme y él creyese que lo engañaba.
Así que además de frenarlo, iba a tener que preguntarle si había estado hablando con Wate y Adri. Cuando después del asado, éstos dos se fueron, me sonó a complicidad.
—¡Te viniste sin corpiño! —me festejó Bencina en un momento en que quedamos solos—. ¡Sos re gauchita!
—No me vine así por vos, Mateo casi me arrancó de la cama.
—Te quiero manosear, Juli… Te las quiero estrujar hasta que grites.
Me estremecí por la manera bestial que me lo dijo. Igual disimulé:
—Vine a decirte que basta, que lo que sucedió la semana pasada nunca pasó.
—Pero pasó.
—¡No, no pasó!
Estábamos murmurando mientras levantábamos la mesa. Mateo limpiaba la parrilla.
—Pero pasó, Juli…
Esa determinación, esa insistencia me hizo humedecer.
Más tarde, cuando Mateo comenzó a llevar cosas al auto, Bencina estiró una mano y me sobó un pecho por encima de la camisetita, ignorando por completo el pedido de cortarla.
—¡Bencina, que está Mateo!
—Está en el auto. Desde ahí no puede ver lo que te hago, vos misma le tapás la visión con tu cuerpo.
No solo yo lo cubría de su manoseo, él lo tenía de frente a mi marido y podía ver cuándo debía soltarme. Me manoseó sobre la tela pero ya conocen esas camisetitas escotadas. Las manos tocaron piel enseguida, mis pezones se pusieron duros y se marcaron a fuego sobre la tela. Comencé a respirar distinto.
—Juli, qué buenas gomas que tenés, ¡la puta madre! Dejame meterte mano por debajo de la remera…
—¡Ni se te ocurra, Bencina, que está Mateo a veinte metros…! Ahhhhh…
Terminé mi reprimenda con un gemido y el turro aprovechó y se metió por debajo de la remera y se llenó las manos con mis pechos.
—Tranquila… —me dijo—. El cuerno sigue acomodando cosas en el baúl.
Esta vez no le pedí que ya no le diga cornudo. Me manoseaba las dos tetas con una sola mano. Iba y venía de una a otra y a veces agarraba las dos juntas y las estrujaba. Yo me mojaba como una quinceañera. Lo que más me calentaba era que me manoseaba a mí pero sus ojos no abandonaban a mi marido, detrás mío a treinta metros.
Estaba bastante a punto cuando escuché el baúl cerrase. El sonido del baúl fue el sonido de Mateo, y como la mano de su amigo me estaba mangoneando un pezón, creo que en ese momento tuve un mini orgasmo.
Bencina me soltó y el cornudo, perdón, mi marido, comenzó a venir.
—Voy a decir que me voy pero me escondo en los baños. Quiero chuparte esos pechos, Juli. Te los voy a chupar como nunca te los chuparon en tu vida.
—Estás loco, Bencina. No puedo hacerle eso a Mateo.
Terminamos de acomodar cosas. Yo no sabía qué hacer, o qué decir. Por un lado me quería ir rápido con mi Mateo, llegar  a casa y mirar una película romántica y besarlo, y por otro quería…
Enseguida Bencina hizo la pantomima de que se iba y, apenas cinco minutos después, Mateo y yo nos subimos a nuestro auto para irnos nosotros también. Si Bencina se había ido a los baños, yo no me di cuenta.
Y tampoco tenía por qué darme cuenta, ni que estuviera pendiente de la locura que estaba planeando. Porque era eso una locura. Además como si yo estuviera de acuerdo en propiciar un encuentro donde me fuera a estrujar los pechos. Está loco, qué se piensa… Cerré la puerta mirando hacia los baños. ¿Estaría realmente ahí? Que se joda, que se termine haciendo una paja.
No supe qué, hasta que Mateo puso primera y movió el auto.
—¡Mi amor, frená, tengo que ir al baño!
—¿Ahora?
Sentí que me abrasó el calor, de vergüenza. Como cuando te ponés colorada.
—Creo que me está bajando —Tomé el bolsito de mano—. Esperame, voy a tardar un rato —y fui corriendo a los baños. Bencina estaba en el de hombres, tuve que entrar ahí, con el riesgo de que alguno me viera.
Lo encontré, sonriendo como si me conociera. Lo odié.
—No voy a hacerlo cornudo a mi marido —dije, de pie ante él.
Me arrinconó contra una pared y me levantó la remerita de algodón. Mis pechos quedaron libres, sueltos, llenos, cayendo con gracia. Agachó la cabeza y se zambulló en ellos como un hambriento terminal.
—Ahhhhhhh… por Dios, Bencina, no… Ahhhh… No podemos…
Se apoyaba con un brazo extendido sobre la pared. Con la otra mano me acomodaba las tetas para llevarlas mejor a su boca o bajaba y me fregaba la cintura. Era difícil resistirse a esa boca, chupaba muy bien, pero lo que más me calentaba era el hambre que le ponía. Le tomé la cabeza por arriba, de los cabellos, no para guiarlo, sino para acompañarlo. Su boca me comía los pezones, los mordía sin morder, jugaba con la tetina, la apresaba con los labios, la removía con la lengua.
Me entró a subir mucho calor.
—¡Ahhhhh…! No podemos hacerle esto a Mateo… —murmuré con los ojos cerrados—. No se lo merece…
Era un recitado incesante el mío: “No se lo merece… No se lo merece…”. Pensé que era mi manera de buscar mi eximición, hasta que me di cuenta que lo que quería era que él me hablara, que me dijera que no era culpa mía, que Mateo sí se lo merecía, o que eso no era hacerlo cornudo.
El solo asociar a mi marido con la palabra cornudo me aceleró el pulso. Bencina no iba a hablar. Me di cuenta que algo extrañamente malvado se había metido en mí cuando yo solita comencé a decir:
—Ahhhhhhh… No se merece que lo hagamos cornudo… Tu amigo no se merece que lo hagamos así de cornudo… Ahhhh… cornudo… Cor… nu… Ahhhh…
Yo ya gemía como una puta, jadeaba fuerte y con los ojos cerrados tenía en mi mente la rostro de mi marido y me escuchaba decir cornudo… cornudo… Sentí que me empezaba a nacer el orgasmo.
Bencina se desprendió de mis tetas de repente.
—¡No! ¿Qué hacés? —grité desesperada.
Me tomó del cuello, se puso detrás de mí con su boca en mi oreja. Me estrujó un pecho con fuerza, incluso más fuerza de la que jamás nadie me había apretado, y mandó la otra mano a mi entrepierna, bajo la pollera.
—Putita hermosa, te voy a arrancar un polvo con el cornudo de tu marido esperándote en el auto.
La imagen me levantó el mini bajón de calentura. Deshizo el nudo de la cintura y la falda cayó al piso, dejándome regalada a lo que él quisiera. Metió mano por adelante, sobre mi bombacha, y empezó a fregarme la concha, sin dejar de jugar con mis pezones.
—Abajo no… Abajo no… —le supliqué con tal poca convicción que yo misma me desprecié por ser tan débil.
Como si mi voz temblorosa lo animara, los dedos de abajo hurgaron y combatieron con la telita ya empapada de mi tanga. Un dedo llegó. Dos. Otro quedó frustrado por la tela. Pero la fricción era buena, y la voz de un macho respirándote sexo en el oído resultó demasiado.
—Sos una putita de verdad… —me murmuraba— Te perdés por la pija de cualquiera que no sea el cornudo…
Los dedos me estaban levantando la temperatura.
—No… No… Ahhh… —Yo no podía ni hablar—. No es una pija… Ahhh… No lo hacemos cornudo… Ahhh… Seguí… Seguíii… —Y él seguía y a mí me venía—. No lo hacemos cornudo… Ahhhh… no lo hacemos… Uhhhh… sí… así… cornudo… síiii… cornudo… Ahhhh…
—¡Seguí, seguí! —me espoleó Bencina, que aceleró la paja en concha y se las arregló para empezar a chuparme uno de mis pechos.
—Cornudo… Cornudo… Ahhhh… —empecé a gemir fuerte. Me venía—. Cornudo… ¡Cornudo! —me venía, y me venía como una ola.
—¡Gritalo, puta!
—¡Cornudo! ¡Cornudo! ¡Cornudo! —me explotó—. ¡Cornudoooaaahhhhh…!
Bencina seguía con todo. Paja y tetas. Me chupaba como nunca nadie.
—¡Ahhhhhhhhhhhhhhhh… por Diooooosssssss…!!!
Y seguía más.
—¡Cornudooooohhhhh…!
Tenía la sensibilidad tan a flor de piel cuando me bajó el orgasmo que el manoseo lo sentí demasiado fuerte. Me lo leyó en los ojos y cedió el ritmo y la intensidad. Me aflojé. Él sonrió. La respiración se me encausaba y finalmente Bencina quitó sus manos. Llevó los dedos que me había metido abajo, a su boca, y me degustó mirándome a los ojos.
—Andá con tu marido —me dijo—. No quiero que sospeche.
Recogí la falda y me la acomodé sin decir nada. De pronto me sentí ofuscada.
—No voy a compensarte —le dije— No voy a chupártela o dejarme coger.
—Está bien.
—No voy a hacerlo cornudo a tu amigo.
—No quiero cogerte, Juli. Solo quiero tus tetas.
Me adecenté un poco, até la pollera y me acomodé mejor el cabello
—¿Cómo que no me querés coger?
—La semana que viene, sin corpiño y con minifalda.
Me encaminé hacia la salida. No me respondió lo que le había preguntado. Afuera se escuchó un bocinazo corto.
—No me digas cómo me tengo que vestir. ¡Voy a venir como yo quiera!
—Sin corpiño y con minifalda, putita hermosa…
Me mordí los labios de la bronca. Me di media vuelta y salí del baño, de regreso a mi marido
Y con un orgasmo encima.


Fin - EL VIERNES QUE VIENE EL CAPÍTULO 3



** SE PUEDE COMENTAR. NO LE COBRAMOS NADA. =)


Juli (y el Cornudo de Tetas) III

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JULI: Capítulo 3
(VERSIÓN 1.0)

Por Rebelde Buey

NOTA: En la foto, Juli, en el parque. tomando mate luego del asado.

4.
El encuentro en el baño con Bencina pudo generarme alguna duda pero me disipó muchas otras. Que me manosearan las tetas no eran cuernos. A Bencina le gustaba y a mí, bueno, quizá también. Que mi marido estuviera siempre cerca de la vejación parecía sumar excitación, lo mismo que nombrarlo en voz alta con el apodo de cornudo. No podía negarlo.
Traté de llevar algo de esos encuentros bizarros a la cama, con Mateo. Fuera de aquel contexto tan particular, considerar a Mateo como cornudo no me gustaba, todo lo contrario. Que me manosearan fuerte, tampoco. Cogíamos normal, cogíamos bien.
Lo que sucedió la semana anterior iba a ser una excepción, no podía inventarle a Mateo una excusa semanal para irme diez minutos al baño, justo al salir. Me dejaría manosear por Bencina durante todo el campeonato, a espaldas de mi marido, y cuando el campeonato finalizara, él y yo haríamos como si nada hubiera pasado nunca, por el bien de él, del mío, y el de su amigo.
Fue la primera semana que estuve ansiosa por que llegara el sábado. No voy a mentirles: me pregunté y re pregunté muchas veces si estaba bien lo que sucedía, no tanto por una cuestión moral, pues no me sentía demasiado culpable por el hecho de que me manoseen, sino porque sus amigos se aprovechaban de él a sus espaldas y yo los ayudaba, y eso me ponía mal. Pero en cada oportunidad me decía lo mismo: que no era para tanto, que no eran cuernos, y que no se iba a enterar nunca porque las tetas me las tocaban cuando él estaba lejos.
El sábado me fui como me había pedido Bencina: sin corpiño y con minifalda. Para que Mate no se diera cuenta la remera era a rayas finitas  horizontales, blancas y azules, y la pollera era blanca y algo corta, bastante acampanada, ideal para que Bencina me metiera manos furtivas. Por supuesto le dije a Mateo que me puse linda para él (lo que decimos siempre las mujeres cuando queremos llamar la atención a pesar de nuestros maridos) y, para darle verosimilitud a mi excusa, antes de salir lo toqueteé un poco, le di unos besos y me le hice la seductora, como si le tuviera ganas. Hacerle ese jueguito y saber que en unas pocas horas su amigo me estaría manoseando los pechos a sus espaldas me re calentó.
Sin embargo pasó otra cosa. Durante la mañana y luego en el asado, Wate y Adrián se me mostraron un poco más pícaros que de costumbre. Yo me había ido muy sexy, es cierto, por eso no le di importancia a los primeros piropos, pero pronto me di cuenta que me hacían bromas con doble intención cada vez que Mateo estaba en otra. Y en el asado se terminó improvisando una ronda de chistes de cornudos. De seguro el pelotudo de Bencina les habría contado. En ese caso lo tenía decidido: cortaba todo y me replegaba a mi lugar de esposa. No me interesaba dejar parado a mi marido como un cornudo de verdad. Que supieran que uno de ellos me había tocado las tetas era una cagada, pero los daños no iban a ser peores.
Después del asado, Wate y Adrián no se fueron. Se sumaron a la sobremesa. No había tensión, solo hablábamos tonterías, y ellos, como siempre, terminaban hablando de fútbol o de algún amigo en común.
Estábamos a la mesa, yo en el extremo, cuando Wate le dijo a Mateo si lo acompañaba a la administración del parque, para averiguar unas tarifas. La administración quedaba como a cien metros; desde nuestro lugar se podía ver la casuchita, y como mi marido y su amigo iban hacia allí charlando, Bencina, que estaba sentado junto a mí sobre un lado de la mesa, se acercó más, casi pegándose a mí.
—Juli, hoy la que puede ver sos vos. Yo estoy medio de espaldas a Mateo.
Me tomó desprevenida y me desconcertó. Adrián estaba sobre mi otro brazo de la mesa, frente a Bencina, aunque parecía distraído.
De pronto Adri se levantó un poco, dijo “permiso” y fue con un vaso —rebalsando de hielo hasta el borde— a agarrar la Coca Cola. Cuando el brazo pasó delante de mí, lo rozó sobre mis pechos. Yo me corrí instintivamente, y unos hielos cayeron sobre mi falda.
Lo que siguió fue rápido. Mucho más rápido que lo que tardaré en contarlo.
—Disculpame —me dijo Adrián, y me dio el vaso y tomó unas servilletas.
—¿Me servís, Juli? —pidió Bencina, y me dio la botella de Coca.
Adrián seguía disculpándose y comenzó a pasarme una servilleta sobre los muslos, pero la servilleta se mojó y se desintegró, y en un segundo ya no me secaba, me manoseaba las piernas.
—¡Está bien, está bien! —traté de que se dé cuenta que prefería limpiarme sola.
Un gesto de Bencina me llevó a servirle la Coca, y mientras yo hacía equilibrio con botella y vaso, y Adrián me manoseaba las piernas, Bencina llevó una mano a mis pechos.
—¿Qué hacés? —le increpé, porque estaba Adrián.
—Toda la semana esperando tocar estas tetas, Juli…
Adrián ni se mosqueó, era obvio que estaba al tanto de todo. Pero igual me parecía inapropiado. Con las dos manos ocupadas no pude detenerlos esos dos primeros segundos, y entonces ya fue tarde. Bencina estrujó mis pechos por sobre la remera, como para que viera Adrián. Adrián dejó mis muslos y llevó ambas manos a mis pechos.
—¡Por Dios qué buenas tetas, Juli!
Me calentó tanto hombre. Sonaba como si hubiera deseado mis tetas desde el día en que me conoció. Igual no me hacía mucha gracia lo que estaba sucediendo. Pero mis pezones se endurecieron por completo.
—¡Ey, se están zarpando para la mierda! Está Mateo ahí nomás.
Bencina comenzó a manosearme los muslos y las ancas, y lo que podía de mi culazo que, al estar yo sentada, se ponía ancho y tenso como el parche de un tambor.
—¡No pasa nada, Ju! Wate lo va a entretener por un buen rato.
Van a pensar que soy una hija de puta, pero oír cómo lo burlaban a mi marido, los mismos que ponían sus manos en mis pechos y muslos me cayó por un lado pésimo y me re calentó a un mismo tiempo. Me estaban diciendo que los tres lo consideraban un cornudo, y aunque no lo fuera, el hormigueo me vino igual.
Adrián no era tan bueno con las manos como Bencina, pero la novedad de otro tipo zarpándoseme me hizo subir la temperatura. Sentía su piel estrujando mi piel. Me miraba a los ojos mientras me masajeaba los pechos. Adrián me tenía más ganas que Bencina.
—No vamos a hacerlo cornudo a Mateo… No hacemos nada malo así, ¿no?
—Obvio, Juli. Es solo una caricita tonta para conocernos mejor…
Adrián iba de una teta a la otra. Me agarraba los pezones y me los retorcía con suavidad. Yo miraba para la casita de Administración, a la espera de que se abriera la puerta. Y Bencina me metía un dedo en la conchita, aunque la posición era incómoda y no lograba grandes avances.
—¡Quiero manosearte mejor ese culazo que tenés, mi amor! —me jadeó Bencina—. ¡Quiero verte la bombachita enterrada y arrancártela con mis manos!
—¡No! —lo corté—. ¡Las tetas, nada más! No quiero que el cornu… no quiero que… ¡Ay, carajo, se está abriendo la puerta de la casita!
—¡Mierda, el cornudo! —alertó Bencina, que lo dijo para mí. Estaba lejos, no podría ver ni sospechar nada, así que no era para tanto. Pero me soltaron y me adecenté un poco la remera y la faldita.
Cuando llegaron Mateo y Wate, yo estaba roja. Saber que Wate sabía que los otros dos me habían estado metiendo mano un segundo antes, y que mi marido parado de pie a su lado seguía ignorante de lo que le hacían a su mujer, me hizo subir el calor. Seguimos compartiendo el final de mesa, tonteando y hablando de bueyes perdidos. Yo me sentía cada vez menos indignada y más caliente: los tres amigos estaban al tanto de que era una puta, al menos una puta de tetas, que cualquiera me las podía manosear. Y allí estaba mi marido, sin enterarse de nada, burlado como los cornudos, haciendo bromas con los mismos tres que me metían mano donde querían y riendo con ellos.
Media hora después Mateo comenzó a llevar las cosas al auto y organizar el baúl. Yo supe lo que iba a suceder. Sé ahora que ustedes saben lo que sucedió. Y sin embargo, les digo, es difícil de explicar.
Cubiertas por mi propio cuerpo, Bencina y Adrián me manosearon los pechos con una impunidad brutal. Wate observaba todo de pie, y aunque ya sabía todo, no dejaba de asombrarse por lo que veía. Ahí, casi debajo suyo, dos amigos estaban manoseándole la mujer a otro amigo, que acomodaba cosas en su auto, treinta metros más allá. Noté la incertidumbre en sus ojos. Él veía las manos masajeándome las dos tetas, por encima de la remera, una teta masajeada por Adrián, la otra por Bencina. Y mi impasividad. Mi falta de reacción. Mi dejar hacer de mí lo que se les antojara.
—¿El cornudo sigue en el auto…? —pregunté con premeditación, pues lo tenía a mis espaldas. Esta vez los que vigilaban eran ellos.
—Ya está por cargar lo último… —mascullo Bencina—. Voy a entretenerlo un poco más —Se puso de pie—. Waté, aprovechá vos un rato.
Fue la primera vez que hablaron de mí como si fuera una cosa. Me calentó de tal manera que me mojé sin remedio.
Bencina fue hacia el auto, con mi marido. Wate, medio indeciso, o incrédulo tal vez, se sentó en el lugar que dejó tibio su amigo, pegado a mí, casi de frente. Estiró tímidamente una mano hacia mi pecho, mirando alternadamente al auto y a mí.
—¿Seguro que no ve…?
—Está lejos y yo tapo todo. Desde allá parece que estuviéramos hablando.
La mano por fin llegó a mi pecho y vi en su rostro que Wate disfrutó el contacto como un niño. Presionó el pecho con la punta de sus primeros tres dedos haciéndome estremecer, y enseguida abrió la palma y se llenó la mano de mí, de mis tetas, de las tetas del cornudo de su amigo.
—Mmmmm… —jadeé.
—¿Te gusta?
—Síiihhh… —y cerré los ojos.
—Mateo sigue en el auto, Bencina le está dando charla.
—Ohhh… Meté mano por debajo de la remera… Quiero que me manosees las tetas al natural, como hace Adrián…
Wate metió mano por debajo de la tela de algodón y manoteó pecho y pezón.
—¡Por Dios, qué buena que estás, hija de puta! Qué pedazo de gomas que tenés…
—No dejes de mirar al cornudo… —me salió. Ya no me importaba nada.
—Por favor… Qué rico se siente… Qué rico es tocarte así las tetas… Ufff…
—Voy a bajar, Juli… Quiero tocarte la conchita…
—¡No, no! Va a verse muy raro… Tiene que parecer que estamos charlando… —Sentía la mano de Wate manosearme suavemente. Con delicadeza; y al confundido Adrián quieto sobre el otro pecho—. Otro día… otro día… —les prometí para sacármelos de encima. Por supuesto no iba a cumplirles.
Adrián retomó el manoseo y por un buen rato tuve a los dos amigos de mi marido manoseándome las tetas. Uno la izquierda, y el otro la derecha, casi como dos adolescentes, cada uno con su juguete. Me estuvieron masajeando un buen rato hasta que en un momento Wate dijo:
—La seña.
—¿Qué seña? —pregunté.
Y tanto Adrian como Wate retiraron las manos con tranquilidad. Tiraron los torsos un poco hacia atrás, pero con movimientos suaves, como si hubieran estado aleccionados, y comenzaron a hablar del partido que habían empatado a la mañana.
Medio minuto después llegaron mi marido y Bencina hablando de otra cosa. Mateo me tomó de los hombros y me besó en la cabeza.
—Me aburro —dije en referencia a la hipotética charla de la mesa.
—¿Siguen con lo del partido, ustedes? Hasta que no consigamos un arquero como la gente nos van a seguir haciendo esos goles boludos.
—Yo tengo un amigo que es arquero —dijo Bencina con entusiasmo —Tiene unas manos así de grandes —agregó y, a la pasada, me miró a los ojos y a las tetas. Me mojé otra vez.
Quedaron en que quizá lo llamarían. Juntamos algunas cosas más y nos separamos cada uno para su auto. Yo me fui tomada de la cintura por mi Mateo, riéndome con él y besándolo por una cosa dulce que me dijo. A la noche vimos una peli e hicimos el amor. Éramos una pareja estándar, y yo una esposa de lo más ordinaria.
Solo que con las tetas más manoseadas que cualquiera.


Fin - 
EL VIERNES QUE VIENE EN EL CAPÍTULO 4, LA COSA SE EMPIEZA A CALENTAR


** SE PUEDE COMENTAR. NO LE COBRAMOS NADA. =)


Juli (y el Cornudo de Tetas) IV

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JULI: Capítulo 4
(VERSIÓN 1.0)

Por Rebelde Buey


5.
Los siguientes tres sábados el jueguito de manosearme las tetas a espaldas de mi marido se convirtió en una rutina. Cada vez que él iba al auto, o al baño, o si iba a lavar los cacharros, Bencina, Wate o Adrián (y en ocasiones dos a la vez) me manoseaban las tetas con una impunidad de comedia italiana. Había decidido ir siempre sin corpiño y remeritas sueltas, para que no se note tanto el relieve de los pezones. Ya no me engañaba: quería el contacto de sus manos sobre mi piel. Abajo alterné minifalda con dos shorts, pero me tomé la precaución de comprarme unos pantaloncitos cortos no muy sexys pero sí sueltitos que permitieron varias veces meterme mano ahí abajo como si no llevara nada. Era casi ridículo, de lo palpable, que tanto los chicos como yo estábamos ansiosos y pendientes de cada movimiento de Mateo para aprovechar y comenzar con el manoseo furtivo. ¡Parecíamos pre adolescentes!
Pero no todo se dio en la sobremesa. Entre los tres sábados hubo dos momentos donde el jueguito se fue un poco de cause. Un día yo no me sentí bien, me bajó la presión y me la pasé un rato largo en el auto, con el aire acondicionado. Mateo me atendió al principio llevándome un vaso de 7up, pero en cuanto se puso a hacer el asado comenzaron a venir los chicos. Con más 7up, o un poco de asado. Se sentaban del lado del quincho, como para cubrir con su cuerpo, el mío. Y mientras hacían como que me atendían, me manoseaban.
—¿Te sentís mejor, Juli? —Bencina se colocaba de costado y me metía la mano bajo la remera. Enseguida encontraba mis pechos, que son grandes, y los pezones, que esta vez no estaban duros.
—No, Bencina…
—Mirá que no venga el cornudo.
—Por favor, me siento mal…
Pero a Bencina no le importaba. Se llenaba las manos con mis pechos y los amasaba como un bollo de pan.
—Qué buenas gomas tenés… no me voy a cansar de tocártelas…
—Bencina, hoy no…
—¡Shhht! ¡Vos mirá que no venga!
Y me agarraba las dos tetas con la misma mano, y bajaba con la otra. Como me había puesto la minifalda por orden suya, me llegó fácil adentro.
—Dale, si esto no te jode, Ju… Es solo un poquito de toqueteo inocente… ni que estuviéramos cogiendo…
Me manoseó un rato más, me levantó la remera y expuso mis tetas libres al aire. Bajó un segundo y me mordisqueó apenas un pezón. Yo no lo disfrutaba. No me sentía bien y, además, estaba muy pendiente de mirar hacia dónde estaba Mateo. Finalmente me bajó la remera y abrió la puerta del auto.
—Ahora te mando a Adrián.
—No, Bencina, que no me siento bien…
Me lo mandaron a Adrián, y también me manoseó. Cuando le hubiese tocado el turno a Wate, ya la presión me tenía mejor y fui a la mesa y besé a mi marido como si nada. Así que Wate me tocó los pechos más tarde, igual que siempre, cuando Mateo fue a aguardar las cosas al auto.
La segunda ocasión fue mucho más extrema y, al cabo, la que desató la siguiente etapa. Los chicos se olvidaron el vino y yo me ofrecí a ir a comprar, mientras ellos hacían el asado y seguían hablando de su bendito partido. Resulta que sí habían llevado el vino. Me pidieron que fuera para los baños. Fui. Y Adrián vino atrás mío llevándome las botellas a escondidas.
—Te volvés en un rato con esto —me dijo, y se me tiró con todo a chuparme las tetas, así sin más, sin ningún preámbulo.
Me levantó la remera y mis pechos cayeron con su peso y gracia natural. Yo iba sin corpiño por ellos, deseaba su manoseo enfermo y si eran sus bocas, bueno… mejor. Me tragó las tetas. Se devoró mis pezones, los que masticaba con hambre y dulzura. Comencé a jadear, a tomarlo de los cabellos mientras él iba de un pecho al otro y murmuraba elogios indecentes.
—¡Por Dios, qué tetas! Siempre quise chupar estas tetas, hija de puta!
Fue abajo si dejar de chupar arriba. Metió mano en mi conchita y encontró el clítoris enseguida. Mi temperatura subía y subía en ese baño abandonado. Estuvo un rato y me largó. Me dejó arriba, con una necesidad asesina de bajar.
—Ahora te mando a otro —dijo, y supe que me estaban usando, y yo a ellos. Se fue y quedé re caliente.
Un minuto después vinieron Bencina y Wate. Me vieron regalada, sonrieron, me metieron en un cubículo y ya con la remera levantada comenzaron a chuparme las tetas, una cada uno, como dos bebés depravados. Yo pensaba en Mateo haciendo el asado, inocente, ignorante de que a pocos metros le mancillaban a su mujer… y más me calentaba. Me chuparon, me manoseaban abajo. Bencina se fue por detrás de mío y se arrodilló.
—¡Qué pedazo de culo, Juli! ¡Decime que el cornudo no te lo hace!
Me tenía tomada de los muslos, el shortcito ya bajado y el rostro sobre mi culazo entangado bien metido, bien de puta. Recordé las veces que Mateo había querido hacérmelo y yo siempre le daba vueltas sin darle el gusto jamás. Me empapé abajo.
—N-no… no me lo hace… ¡Y vos tampoco me lo vas a hacer!
Era demasiado. Wate adelante agarrándome los dos pechos con ambas manos y comenzando a llevárselos a la boca, y abajo Bencina metiéndome su lengua en mi culito y bajando a veces a explorar mi concha.
—¿Estará bien esto, chicos…? Ahhhh… —jadeé, un poco por morbo pero también porque las chupadas eran ricas. Esto era sin dudas mucho más íntimo que un toqueteo—. No son cuernos, ¿no…?
—No, Juli, no… Si no te estamos cogiendo…
—Por eso, por eso, no son cuernos… Todavía lo respetamos…
Wate me succionaba el pezón y me lo mordisqueaba con los labios.
 —Sí, sí… —dijo—. Todavía lo respetamos al cornudo…
Era una burla, y era su amigo. No sé por qué eso me calentó tanto. Me revolucioné.
—Sí… Sí… Ahhhhh… Lo respetamos al cornudo… —comencé a gemir—. Al cornudo siempre lo respetamos…
Bencina apoyó un dedo medio en el agujerito de mi culo y presionó. Comenzó a penetrarme lentamente, disfrutando y viendo cómo el dedo iba avanzando lentamente y hundiéndose y despareciendo de a poco.
—¿A quién hay que respetar, Juli…?
—Al cornudo… Al cornudo hay que respetar… —El dedo ya estaba por la mitad y seguía avanzando muy despacito. Pero siempre más adentro. Arriba, Wate no paraba de chuparme las tetas, ahora devorándomelas con desesperación—. Hay que respetarlo al cornudo… ¡Ahhhhhhh…! ¡Cómo lo respeto! ¡Cómo lo respeto al cornudo de mi marido!
—Sí, sí, cómo los respetás al cornudo de nuestro amigo… —comenzó a meter y sacar el dedo en mi culito. La fricción no me calentaba, pero el abuso en manos de dos amigos de Mateo, sí.
—Por favor… —respondí entre jadeos. Me estaba subiendo un remolino de calentura que ya conocía. La boca de Wate saltando de pezón en pezón solo me aceleraba— Dejen de decirle cornudo… Ahhhh… al cornudo… Ahhhh… cornu… Uhhh… Ahhh…
Mi orgasmo sacudió a los chicos. Wate me estrujó más las tetas y comenzó a chuparme con violencia, a jadear también él, a morderme ya no con los labios sino con los dientes, aunque suave. Abajo, Bencina trataba de meterme un segundo dedo en mi culito apretado, y no dejaba de comerme la concha y lengüetearme el clítoris.
¿Dónde estaría mi Mateo ahora? ¿Qué estaría haciendo?
—¡Ahhhhhhhhhhhh…! —grité. Sí, grité, y por un segundo pensé en si mi marido me habría escuchado, pero enseguida me olvidé de él y me abandoné al placer—. ¡Ahhhhhhhhhh…!
Regresé con mi cornudito diez minutos después. Lo besé amorosamente con una sonrisa y me puse a su lado a hacer la ensalada, hablando de un aromatizador muy bonito que había visto en una casa de regalos y que vendría bien para el cumpleaños de su madre.


6.
—No voy a coger, Bencina, ya te lo dije. A mí también me calienta el jueguito y en otras circunstancias lo haríamos, pero no quiero hacer cornudo a Mateo… Cornudo de verdad, me refiero…
—No seas boluda, no digo que cojamos, no vamos a coger… Ahora, no me vas a negar que los manoseos en el asado ya no dan para más… y que también vos estás necesitando otra cosa.
Estábamos hablando por teléfono. Por segunda vez esa semana. Bencina tenía razón. Él lo sabía. Yo lo sabía. El manoseo furtivo podía ser excitante pero era riesgoso, incómodo, insuficiente. Y la mayoría de las veces solo servía para dejarme más caliente. Ahora me proponía cambiar los encuentros a los jueves, en su departamento, con los otros dos, sin maridos molestando alrededor (él dijo “sin cornudos”), sin nervios, con todo el tiempo del mundo, y con garantía de que en cada encuentro me podrían chupar las tetas y la concha a gusto para arrancarme uno o más orgasmos cada vez.
—Cuando me tengan medio en bolas en tu departamento me van a querer coger, les voy a decir que no, vamos a estar discutiendo media hora y se va a pudrir todo…
—Te juro que no, Juli —me prometió—. Te doy mi palabra que no te vamos a pedir nada. Y si te insinuamos algo, agarrás tus cosas y te vas.
Fui ese jueves. Estaba nerviosa como si fuera a encontrarme con un tipo por primera vez, no sé por qué. Me fui vestida como ellos me pidieron, a esa altura era parte indiscutible del juego, aunque tampoco me iba a vestir de puta para andar por la calle. Jean muy muy ajustado, botitas de cuero y remera liviana sin corpiño. Me puse, además, una tanguita bien linda, bien puta, que no me pidieron, pero que me dieron ganas de usar con ellos, y que compré para la ocasión. Ya que me iban a poder desvestir con mayor tranquilidad.
Bencina bajó a abrirme. Vi en su rostro la sorpresa de verme así vestida. No es que estuviera puta, pero como dije, aunque tengo buenas formas soy rellenita, y un jean ajustado me hace un culo explosivo. En el ascensor me dijo que estaba linda, nada más. Él también estaba un poco nervioso.
En su departamento nos esperaba solo Wate; Adrián trabajaba y vendría más tarde, si es que llegaba. Tomamos un café, hablamos tonterías, ellos expectantes, yo, nerviosa.
—¡Qué linda que estás, Juli! —rompió inesperadamente Wate—. Con los shortcitos y las minis estás cogible, pero con este jean… —y dejó colgada la frase— A ver, parate, danos una vueltita… —Me puse de pie, les sonreí. Y comencé a girar lentamente. Cuando mi cola les quedó apuntando a ellos, Wate aulló—. ¡Waw, Juli! ¡Qué pedazo de culo, hermosa!
—¡Dan ganas de clavarlo! —aventuró Bencina.
—¡Dijimos que nada de coger! —me mantuve firme.
—No, no, quiero decir que así… con jean y botas… estás más perrona… más puta. Aunque estés más vestida, estás más puta, ¡no sé por qué!
Sonreí. Qué tontos los hombres, nunca saben por qué. Y por eso los dominamos. Así de pie como estaba, de espaldas a ellos, Wate se me vino por detrás y me abrazó por la cintura y panza y pecho, y con la mano libre me la pasó por la cola, me manoseó con muchas ganas una nalga y luego me frotó la raya del culo, tomándome parte de cada nalga. La mano bajó y llegó a tomarme la concha, siempre por sobre el jean. Cerré los ojos, jadeé, tiré mi cabeza hacia atrás. Dios, ¿qué estaba haciendo? De incógnito en el departamento de un hombre, sin que Mateo supiera nada, entregada como una puta a dos turros que solo querían manosearme y vejarme como a un pedazo de carne. Y mi pobre Mateo que en ese momento estaría matándose en el trabajo, tratando de vender un tomógrafo o no sé qué. En cuanto las manos me volvieron a magrear el culazo, volví a jadear sin que me importara nada.
Bencina se me vino por adelante y me besó el cuello y me manoteó los pechos, primero por arriba de la remera, luego por debajo, piel con piel. No podía creerlo. De verdad, ¿qué estaba haciendo en ese departamento, jugándome el matrimonio por una tontería?
—Qué suerte tiene el cornudo —tiró Wate—. Mirá el cuerpazo que se disfruta todas las noches…
Lo decía de morboso, metiéndome manos por todos lados, tanto él como Bencina. Y era más perverso aun porque todos sabíamos que más tarde me tendrían semi desnuda para ellos. Como siempre, que sus amigos se refirieran a mi esposo como el cornudo, me encendía. Los besos en el cuello pronto bajaron a las tetas. Y a los pezones. Mi fiebre me hacía volar. Wate buscó el cierre de mi jean, y luego el botón. Metió mano. Lo llevaba tan ajustado que fue incómodo y en un segundo éramos socios en el intento de vencer al pantalón. Tuvimos que detenernos, coloqué a mis dos machitos detrás, y entre risas, aliento y alusiones al cornudo, saqué culo y comencé a bajarme el jean en sus narices, como una porn star de sitio web. Aullaron cuando el culazo entangado les quedó libre y sobre su rostro. El jean en mis rodillas, ya flojo. Se abalanzaron sobre mi culo con gula. Lo lamieron, lo mordieron, jugaban con el elástico de la tanguita, y enseguida se repartieron conchita y ano para comer. Volé.
—No paren… —gemí—. No paren por favor…
Pensé en Mateo. En que, por increíble y tonto que sonara, nunca le había hecho ese mínimo showcito tonto de bajarme así un jean. Y explotó mi primer orgasmo.
—¡Ahhhhhhhhhhhh…!!! ¡Sigan! ¡No paren, turrrros! ¡Ahhhhhhhh…!!!
Me siguieron chupando durante la tarde, me chuparon toda. Todo el cuerpo, toda la piel. Y acabé tres veces más antes de irme, en uno de los cuales ya estaba Adrián, que había llegado.


7.
Volvimos a encontrarnos al otro jueves, y luego todos los jueves. Y se dieron dos cosas inevitables: Uno, los sábados después de fútbol pasaron a no tener sentido. Dejamos de tomar riesgos, aunque siempre alguno me manoseaba cuando Mateo iba al auto. Dos, los chicos comenzaron a sentir la necesidad de cogerme. O que al menos les chupara la pija. Era esperable. Yo me volvía a casa cada jueves con tres o cuatro orgasmo encima y ellos con nada.
No acepté coger. Tampoco chupárselas. Eso originó lo que yo siempre temí que fuera a suceder: enojos y reclamos.
—¡Es injusto, Julieta! —me decían—. Vos te vas satisfecha y nosotros nos vamos con los huevos que explotan.
—No se las voy a chupar. Se los dije desde el primer día, no voy a hacerle eso a Mateo.
—¡Te dejás chupar toda por tres tipos de punta a punta! ¿Qué cambia?
Era cierto y no. Para mí, al menos, era distinto. Pero los entendía.
Me quedé callada y por unos segundos no dije nada. Me di cuenta que la única que podía negociar era yo, a ellos no les quedaba nada por ceder. Era negociar o perder ese escape de la rutina que me calentaba cada vez más, incluso más que las cogidas con mi marido.
—No voy a hacer cornudo a Mateo, ya se los dije, pero podemos encontrar otra forma de que se desahoguen.
Estábamos en la cama, yo en medio y solo en tanguita y tetas, y rodeada de los amigos de mi marido, y ellos vestidos. Me habían chupado toda: las tetas, el culo, la conchita. Me habían regalado dos orgasmos de los buenos. Me incorporé y busqué a Adrián, que estaba más cerca. Fui con mis manos a su cinturón y lo desabroché. Abrí el botón de su jean. Fui consciente de la expectativa de los tres, que se asomaron a mi maniobra como quien se asoma desde un balcón. Descorrí el cierre, Adrián desplegó una sonrisa de niño desempacando un regalo. Nunca los había tocado, solo por arriba de sus pantalones, para medirlos, para excitarlos. Bajé un poco el calzoncillo y con mis propias manitos hurgué ahí abajo y lo encontré. Primero, el contacto con el vello púbico, igual y distinto a otros, y luego la textura de la piel de su pija. ¡Dios! ¡Cuántos años hacía que no tocaba otra pija que no fuera la de mi marido! Sentí mi sangre bullir. No por la pija, que era normal, sino por lo que yo estaba haciendo. Tuve de inmediato un golpe de memoria, un shock de recuerdos de viejos novios, de viejos amantes, de viejos encuentros de una noche: todas las pijas en esa pija. Todas las texturas, todas las temperaturas y humedades. Se la tomé con ganas, con muchas más ganas de las que hubiera imaginado. Toda. Se la rodeé con toda mi mano. Y comencé a pajearla.
—Uhhhh… Sí, Juli, sí… —gimió Adrián.
Sabía cómo hacerlo. Años atrás, con un novio debilucho que supe tener a mis 19, se la hacía tres o cuatro veces por semana, cada vez que nos veíamos. Ahora que lo recordaba, a ese novio lo dejaba cogerme poco y en cambio yo cogía seguido con desconocidos, tipos que me levantaba en la calle o flacos del boliche de cuando me iba a bailar con mis amigas. No había asociado hasta ese momento —ni siquiera me había dado cuenta— la perversión que ataba a los dos hechos, el de antes y el actual. La paja al cornudo de mi novio, que en la práctica lo castraba, porque la mayoría de las veces era paja y gracias, y la libertad sexual absoluta que yo me regalaba para mí, cada viernes aquella vez, y cada jueves ahora.
—Seguí… Seguí, Juli…
Adrián ya estaba a punto, lo iba a hacer acabar. Me pareció que faltaba mi Mateo en esa ecuación.
—¡Dedicáselo a tu amigo, Adri!
Eso lo aceleró.
—¡¡Síiii…! ¡Sí, hija de puta, sí…! Para tu marido… Ahí va la leche para tu marido…
—¡Para el cornudo! —lo corregí—. ¡Acabame para el cornudo!
Dios, ¿qué me estaba pasando?
—Sí, Juli, sí… —jadeó ya muy fuerte—. ¡Pajeá más fuerte! ¡Pajeá más fuerte que te la suelto para el cornudo!
—¡Acabame, Adrián! ¡Dámela toda que se la llevo a tu amigo!
—¡Sí, sí, sí, hija de puta! Síiiihhh... ¡¡Ahhhhhhhhhhhhh…!
La pija estaba durísima y latía. Sentí el latigazo de leche recorrerme la palma de la mano en un segundo y el lechazo saltó con la velocidad de un fogonazo.
—¡¡¡Aaahhhhhhhhhhhhhhhhh…!!!
Yo estaba su lado, en bombachita y tetas, arrodillada. El segundo lechazo me dio en el brazo y algo cayó sobre mi muslo.
—¡Para el cornudo, Adri!
—Sí, puta, sí, ¡para el cornudo…!
Me limpié en la sábana mientras la agitación y los jadeos de Adrián se normalizaban. Bencina, que estaba sobre mi otro lado, se recostó y se aflojó el pantalón.
—¡Mi turno! —dijo, y reí.
Y fui sobre él con más entusiasmo, con una decisión y vocación que no me conocía. Lo pajeé con muchísimo gusto, su pija era más grande y linda que la de Adrián, me llenaba la mano, y eso me colmaba por dentro. Lo pajeé y lo pajeé, y lo hice acabar entre gritos y dedicatorias al cornudo, y luego fue el turno de Wate y ya desde esa tarde se agregó sus descargas en mis manitos, como parte del encuentro. Bueno, no solo en mis manitos, claro. Fue inevitable —algo obvio— que prefirieran mis tetas como destino de los lechazos. A veces lo hacían también sobre mis muslos. Adrián un par de veces lo hizo sobre mis pies. Y sobre mi cola, todos, al menos una vez.


8.
Este nuevo esquema funcionó muy bien los primeros dos meses, incluso me sumó morbo porque tocar otras pijas que no fueran las de mi marido era excitante, y la leche siempre se terminaba derramando en mi cuerpo.
Igual, no duró. A mitad de año Wate y Adrián se fueron abriendo. Primero fue Adrián, que simplemente dejó de venir corriendo del trabajo, y luego ya ni corriendo ni caminando. Wate fue por un camino parecido: una semana se ausentó. A la siguiente vino y luego otra vez no. Por último conoció a una chica y ya no vino más. Solo quedó Bencina, fiel a mis tetas, enamorado de mis tetas. En fin, justo antes de que Wate dejara de venir —hoy me doy cuenta que fue una estratega de Bencina— un jueves frio de agosto, Bencina me hizo ir especialmente vestida ultra puta. “Botas bien altas”, me dijo, “y minifalda bien perra”. Además me puse una remera de modal súper ajustada que me hacía explotar los pechos y me remarcaba los pezones.
—No sé qué le voy a inventar al cornudo cuando vuelva a casa —le dije entre risas a Bencina en el ascensor. Es que me vio tan puta que me empezó a meter mano y lengua allí mismo.
Estaba recaliente esa tarde, seguro que por cómo me habían hecho vestir.
Pero cuando entré al departamento me congelé. Además de Bencina y Wate había otro hombre que yo no conocía. Era un tipo grande, mínimo quince años mayor que los chicos, y parecía rústico, como un tipo bruto de campo. Me cerré de inmediato, nadie me había dicho nada y esa intromisión me resultó violenta. El tipo me perforaba con la mirada, tenía cara de malo. Intimidaba por completo, así que solo atiné a cerrarme el sobretodo.
—Él es Tutuca… Es un buen amigo… —lo presentó Bencina—. Desde hoy va a venir todos los jueves… —Me miró, tomó por detrás las solapas de mi abrigo— para meterte mano y seguir dejando parado a tu marido como un cornudo.
Me quitó el sobretodo y quedé expuesta como la puta que era. Las botas. La mini. La remerita… Wate, que me había visto prácticamente desnuda una docena de veces casi se cae de traste. El nuevo, Tutuca, abandonó su expresión neutra y se le leyó en los ojos, con la claridad que se lee un titular, que me quería coger toda y allí mismo.
—No me dijiste que iba a haber alguien nuevo… —me quejé débilmente cruzando mis brazos. Bencina se me acercó por un lado y Wate por otro, como cada jueves.
—Estás tremenda, hija de puta… ¡Estás hecha una perra infernal!
Para qué mentirles, el elogio me aflojó un poco. Mientras comenzaron a meterme mano en las tetas y bajo la minifalda, yo no quitaba mi vista de Tutuca, que permanecía inmóvil.
—Me parece que no está bien… No conozco al señor. Mateo…
—Mateo va a tener la mujer más manoseada del país, putita… —me cortó Bencina, murmurándome al oído—. Cada jueves voy a traer a un tipo distinto para que te meta mano en las tetas, para que te chupe toda, para que les agarres las pijas hasta deslecharlos…
—¡No! —me resistí, porque no me parecía bien hacer eso. Me daba la sensación que si me salía de ese círculo íntimo, si cualquiera podía meterme mano, estaba siendo infiel un poco más en serio—. No le puedo hacer eso a Mateo…
—¡Al cornudo! —me corrigieron.
—Sí, al cornudo… —claudiqué. Dios, los besos de Bencina en el cuello y el mineteo al que me estaba sometiendo Wate me estaban levantando temperatura y me aflojaban las piernas—. No podés traer tipos a tu departamento para que… Ahhh… para que me… —Cerré los ojos—. Uhhh…
Wate me estaba chupando la conchita mejor que nunca, y Bencina ya me masajeaba un pecho y se llevaba el otro a la boca. Me abandoné al placer. Ya habría tiempo para decirle al nuevo que no. Ya habría tiempo para frenar esa locura de traer un tipo nuevo cada jueves. El calor me subía. Las lenguas me llevaban lejos. Los dedos me hacían delirar. Me venía. Me venía rápido, como siempre. Comencé a jadear. Comencé a gemir. Comencé a nombrar a mi marido, como cada vez que me venía.
—Cornudo cornudo cornudo cornudo cornudooohhhhh…
Abrí los ojos para ver a Wate entre mis piernas, devorándome tan bien. Pero para mi sorpresa, era Tutuca. Ver a un desconocido comerme así, saberme usada por cualquiera, en vez de inhibirme, me calentó más. El orgasmo se me intensificó.
—¡¡¡Cornudooooooaaaaaaahhhhhh…!!!
Acabé con el tipo abajo haciéndome delirar, y Bencina y Wate prendidos cada uno a un pecho mío. Cuando terminé de explotar, cuando me calmé, me vi de pie en el espejo, en el otro extremo. Estaba vestida como había llegado de la calle.
Acepté a Tutuca con resignación. No una resignación contrariada, sino la resignación de una tragedia. Desde esa tarde me dejaría manosear por cualquier desconocido que me trajera Bencina. Y la prueba vino un par de horas después. Ya pajeando a Wate, que se tenía que ir, yo en lencería fina, y arrodillada en la cama, con la pija de Wate agitándola en una mano y los huevos en la otra, pajeándolo, poniéndole la sonrisa de puta mientras Tutuca me sobaba los pechos, tocaron timbre y Bencina se apareció con otro tipo.
—Yoto, esta es la putita que se deja manosear por cualquiera…
Era un negro-negro, de mediana edad, y ancho, cara de turro y ropa barata.
—¡Qué buena que está! —dio, y comenzó a sacarse los pantalones.
No dije nada. Seguí pajeando a Wate, que ya estaba a punto.
—Bencina —dije lo más tranquila—, me está esperando el cornudo…
—No aflojes, Juli, no aflojes… —me pidió Wate, y aceleré la paja.
—¡El cornudo que espere!
El negro se sentó a mi lado y comenzó a manosearme la cintura, las ancas y las nalgas. Le miré el calzoncillo: no sé si estaba al palo o no pero se adivinaba un miembro importante.
Wate comenzó a gemir más y más fuerte. Se le endurecieron los huevos y le reclamé:
—¿Qué se dice? ¿Qué se dice?
Y a Wate se le endureció la pija también, se tensó, gimió casi en un grito y comenzó a soltarme la leche.
—¡Ahí va, putón! ¡Ahí tenés la leche para el cuerno! ¡Aaahhhhhhhhhh…!
—¡Sí, sí! —festejé—. ¡Para tu amiguito, Wate, para tu amiguito del alma!
—Ahhhhhhh…!! Sí, puta, sí! ¡¡Ahhhhhh…! ¡Tenela para el cornudo! ¡Llevásela en la mano!
Me llenó de leche la mano, la panza, y me cayó un poco sobre los muslos. Tutuca y el negro nos miraban sorprendidos. Y sonrientes.

Ese jueves llegué tardísimo a casa. Tutuca y el negro me estuvieron manoseando y chupando un buen rato más, supongo que porque yo era nueva para ellos. Bencina más que nada observaba, y sonreía enigmáticamente, como si estuviera sacando cuentas. Lo pajeé, por supuesto, y tuve, por primera vez, la tentación real, concreta, de chuparle la pija para llevársela al cuerno en mi pancita. Me cambié antes de volver: podía llegar a casa más tarde con una excusa pero no vestida de puta.
Al jueves siguiente ya no vino más Wate y sí Tutuca y el negro. Y dos tipos nuevos más. Todos me usaron. Todos me chuparon y me sacaron algún orgasmo. Y a todos ordeñé con una dedicatoria para el cuerno. Por varios jueves Bencina me recibió con nuevos tipos desconocidos, que más parecían sacados del puerto o de una villa narco que de su trabajo o algún lugar normal. Para noviembre me habían manoseado y chupado toda más de veinte desconocidos, que me habían derramado su leche en las manos, tetas piernas o incluso en el rostro, más de una vez.
Un jueves Bencina se despidió así:
—La semana que viene no nos encontramos acá. Te voy a llamar para darte una esquina y un horario, ¿sí? —Asentí como una nena buena. A esa altura si Bencina me decía que tenía que pajear a cien tipos en una tarde, lo hacía— El jueves comienza una nueva etapa, así que vení con la cabeza abierta porque te van a pasar cosas que nunca soñaste.
Quise saber y no me dijo nada.
Le insistí, no hubo caso.
—Tené paciencia, en una semana te enterás.


Fin - EL VIERNES QUE VIENE EL CAPÍTULO 5




** SE PUEDE COMENTAR. NO LE COBRAMOS NADA. =)

Juli (y el Cornudo de Tetas) V

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JULI: Capítulo 5
(VERSIÓN 1.0)

Por Rebelde Buey


9.
—Te venís con el vestidito gris que te trajiste hace quince días… el que tiene esas cosas negras.
Las “cosas negras” eran costuras y detalles gris topo, y el vestido en cuestión era una prenda breve de modal gris claro muy delgado, súper ajustado, que terminaba en una falda cortísima. Arriba no tenía mangas, solo dos tiritas y escote interesante, que con mis pechos se convertía en escandaloso. Ya saben que tengo tremendas tetas y culazo, soy apenas rellenita y con forma de guitarra, así que esa prenda se convertía automáticamente en algo muy muy sensual y provocativo. La tela era tan delgada que se marcaban los bordes de la tanguita, prácticamente como si no tuviera nada, y como la tanga era de esas bien chiquitas que se me entierran entre las nalgas, el relieve terminaba de exponer lo puta que era: hacia afuera por la falda, y hacia adentro por la ropa interior que se veía sin mostrarse. Ir con eso por la calle era una invitación a que todos los hombres me miren y me griten groserías.
—No puedo salir de acá con eso puesto. Me va a ver el portero, los vecinos…
—No sé, bebé, arréglate —me cerró Bencina por teléfono.
—Además, a la vuelta me va a ver Mateo, ¿qué le voy a decir?
—A las seis en punto en la estación de Caballito, en el andén que va para Provincia.
Llegué diez minutos antes y busqué un baño para cambiarme de ropa y ponerme el vestidito gris. Ya antes de entrar a la estación los tipos me miraban mucho, incluso un par me dijeron cosas, que ni escuché ni quise entender. Al entrar fue lo mismo. Es que estaba con un pantalón muy ajustado que me quedaba bárbaro y una remera blanca con una frase gigante, “It’s Not Cheating”, y unos íconos de cornamentas de animales en azul petróleo. Era amplia y a pesar de eso, la caída me marcaba los pechos. Aunque quizá me miraban porque las sandalias, que eran muy muy empinadas, me paraban el culo y me lo dejaban en punta y listo para un mordiscón.
Para entrar al baño tuve que preguntar en la vieja boletería, y el muchacho que me indicó no dejó de mirar a mis pechos y sonreírme cuando hablaba, y estoy segura que me escaneó el culo cuando le di la espalda para ir a cambiarme. A las seis en punto estaba lista, de pie en el andén, puro teta, culo y muslo, metida en un vestidito tan breve que me hacía ver como una puta fina. El andén estaba lleno de gente. Era la hora pico de regreso del trabajo. Dos millones de personas abandonando la ciudad más o menos a la misma hora. ¿Qué quería Bencina? Seguramente un manoseo en el baño público, aunque no adivinaba si querría con él o algún amigo desconocido. O ambos. Entonces lo vi. A Bencina acercarse con una sonrisa de triunfo.
—¡Uffff…! —me aprobó al llegar—. ¡Qué pedazo de putón se pierde el cornudo de Mateo…! —y me dio un beso.
—¿Hoy es con vos solito? —dije con carita de nena y juntando hombros y brazos. Mis pechos se hicieron dos melones jugando a escaparse del escote.
—No, con algunos más.
“Algunos” me sonó a tres o cuatro. Definitivamente terminaríamos en el baño público. Asqueroso, pero con cierto morbo.
—¿Están en los baños?
—No —y sus ojos se hicieron enigmáticos. En el andén había de todo: mujeres, chicos, viejos, y hombres de todo tipo. ¡Dios, estaba lleno de hombres! Escuché una sirena y vi a lo lejos venir al tren.
—Vení —me ordenó—. Vamos un poco más al medio que sube más gente.
—¿Vamos a subir?
Solo la gente que vive en Buenos Aires y toma el tren del oeste en la hora pico sabe lo que puede ser eso. Ya desde que sale, en la terminal de Once, no hay más lugar. La gente no solo viaja de pie, ni siquiera necesita tomarse de los pasamanos porque el pasaje completo conforma un bloque sólido. Algunos aprovechan para manosear disimuladamente a alguna mujer. Otros, a algún hombre. Y muchos, más cerca de la puerta, para robar. Lo loco es que cuando el tren llega a la primera estación, a Caballito, nadie baja, y en cambio sube mucha gente más. No se sabe cómo suben, porque ya en el inicio no había espacio. Pero suben.
—¡No vamos a poder entrar! —le dije casi en un grito, por el ruido del tren que ya estaba con nosotros.
—Oh, sí que vamos a entrar. ¿Trajiste el celular?
—En la cartera, con la ropa.
—Dámela.
La forma de entrar es empujando. Como los subtes japoneses, pero sin gordos contratados. Bencina y otros tipos comenzaron a empujar. Supuse que serían los desconocidos que trajera, pero no.
—Quedate conmigo —me dijo Bencina. Yo estaba al lado, pegada a él, y me uní más cuando más gente —la mayoría tipos de diferentes calañas— se pusieron detrás nuestro y se sumaron a hacer fuerza. Entramos, pero ahora los empujados éramos nosotros. No sé si fue mi vestidito, no sé si fueron mis curvas, pero de pronto unos brazos fornidos me rodearon la cintura como quien va a hacer un scrum. Y empujaron. No pude evitar ir hacia adelante y pegarme a otro tipo, un morocho bajito de unos cincuenta años o más, y cara aindiada. El brazo en mi cintura pronto pasó a ser una mano abierta sobre mis ancas, y unos segundos después me empujaron directamente metiéndome mano en la cola. Busqué a Bencina con la mirada.
—Me están mandando saludos para Mateo, ahora mismo.
Le sonreí. Me sonrió. La mano que tenía en el culo no se retiró, los empujones seguían. Y de pronto sentí otra mano más, en la otra nalga. Ésta ya no me empujaba, solo se apoyaba en mi nalga y aprovechaba la friega de los empujones.
—Otro saludo para mi marido —le dije bajito a Bencina.
—Te van a llenar de saludos en este viaje.
La puerta se cerró y quedamos todos apiñados como sardinas, apretados, rostro contra rostro, con los brazos bajos, sin espacio entre los cuerpos siquiera para mirar la hora. Bencina seguía a mi lado, casi besándome. El viejo aindiado seguía en mi frente, y sus ojitos iban de mis tetas a la cara de Bencina. Creería que era mi novio. Como era bajito, su rostro daba sobre mis pechos. Me reí por dentro. Podría volver loco a ese viejo. Con el arranque fuerte del tren, nos movimos mucho y fuerte y mis pechos se fueron contra la cara del viejo, llenándosela con mi escote. Sentí su calor y el sudor de su rostro en mis pechos, y me estremecí.
—Disculpe —nos dijimos mutuamente, y le sonreí con picardía, como para que supiera que ante otro contacto no iba a hacerle lío.
Atrás mío, supongo que ante mi pasividad —porque ni siquiera giré mi rostro como para poner fea cara— las dos manos comenzaron a tomar confianza. Primero fue algo muy tímido, como sin querer. Las manos solo acompañaban el vaivén del tren, es decir que el manoseo era muy leve. Luego comenzaron a moverse más que el vaivén.
—¿Son tus amigos los que me están metiendo mano? —le pregunté al oído a Bencina. En esa mínima inclinación para hablarle, una de las manos rodeó subrepticiamente mi glúteo.
—No traje a nadie —me sonrió.
Eso en vez de escandalizarme me encendió. Dos desconocidos de verdad me estaban metiendo mano con mi vestidito de puta elegante. Me pregunté si se atreverían a tocarme bajo la falda.
—¡Me están manoseando como a una cualquiera!
Y Bencina, siempre al oído:
—Tenés veinte minutos hasta Liniers para que te manoseen como a una puta. Depende de vos, Juli. No me vas a fallar, ¿no?
No le iba a fallar, no señor. ¿En qué momento me había convertido en su puta sumisa? Lo primero que hice, en el acto, incluso sonriéndole a Bencina a los ojos, fue sacar culo groseramente, como para que los que estaban manoseando se dieran cuenta que tenían pista libre. ¡Y vaya que se dieron cuenta! Hubo un segundo de nada, supongo que de sorpresa, y enseguida una de las manos comenzó a manosearme con decisión. Me acarició de arriba a abajo, y arriba otra vez, recorriendo una de las nalgas. ¡Era increíble! Era un abuso en toda regla y yo estaba volando de calentura. Bencina me señaló con los ojos al indio cincuentón. Me incliné un poco hacia adelante, y en un movimiento del tren le puse las tetas en la cara, literalmente. Perdón, le dije, pero le dejé los pechos sobre el rostro. El indio dijo “está bien”, y la boca se movió sobre mi piel. Me recorrió una electricidad cuando movió los labios. Estábamos tan pero tan apretados que nadie podía ver que el viejo tenía la cara en mis tetas, salvo Bencina y un muchacho con auriculares, sobre mi otro costado.
Atrás —o abajo, según se mire— el que me venía sobando una nalga se tomó confianza y ya me manoseaba el culo completo con toda la mano, recorriéndome la cola de manera descarada. El manoseo era tan impune que varias veces se chocó con la mano del otro tipo que todavía me rozaba de manera disimulada usando como excusa el movimiento del tren. Esto avivó al tímido, que se dio cuenta que la mujer a la que estaban magreando no iba a decir nada, así que se puso osado también. Yo no solo los dejaba hacer, cuando podía sacaba culo o me tiraba para atrás para que el apoyo fuera más fuerte. El que me venía toqueteando todo el culo comenzó a bajar lentamente por el costado de mis caderas. Llegó a la costura que marcaba el límite de la faldita.
—Te llaman… —me dijo de golpe Bencina, con una sonrisa de hijo de puta.
Me alcanzó el celular, que sonaba en silencio y en la pantalla decía Mateo.
—Es el cornudo —dije, y le sonreí. El viejito y los que estaban pegados a nosotros me tuvieron que escuchar.
Atendí. No sé por qué de pronto me dio pudor haber nombrado a Mateo como cornudo, en medio de toda esa gente que no era nadie.
—H-hola, mi amor —saludé sorprendida.
Tuve que colocar el brazo por sobre la cabeza del aindiado, que seguía zambullido en mis tetas. El vaivén lo chocaba y lo chocaba contra mis pechos.
—Hola, Ju… ¿qué pasó?
—¿Cómo qué paso?
—Me llamaste…
—¿Yo?
El más hijo de puta de los dos de atrás comenzó a tocar algo de piel de mis muslos. El que arrancó más tímido ya me manoseaba el culo como si yo fuera su puta.
Y el cornudo me hablaba:
—Sí, mi vida, me apareció una llamada perdida… —Lo miré a Bencina con furia sobreactuada. Intencionalmente, el turro había disparado la llamada desde mi celular—. ¿Estás en un tren?
Se dio cuenta por el sonido. De lo que no se podía dar cuenta era de que su amigo me había metido en ese vagón para que tres extraños le manosearan a su mujercita. De pronto esa idea me revolucionó.
—Sí… Sí, amor, voy a ver a Pachi.
Bencina me hizo señas que no entendía. Yo divagaba, no sabía qué inventarle a mi marido, pero Mateo sabía que mi amiga Pachi vivía en el Oeste. Para colmo el indio comenzaba a darme besitos microscópicos con cada vaivén, supongo que midiendo mi reacción, y atrás el más cretino comenzó a meterme mano bajo la falda y a recorrer el borde de mi bombachita metida en el orto. Fue imposible que no me suba el fuego.
—¿Qué pasó? ¿Está bien?
—Sí, sí… Uhhhhh… —El de atrás ya comenzaba a hacer cuchara con su mano sobre mis cachetitos. El contacto de esa piel y el ultraje me hizo jadear—. Es que voy a verlas a ella y a las chicas… me olvidé de decirte… —no sabía qué decirle, no estaba preparada para esa llamada. Me acordé que en algún momento yo había dicho que quería estudiar filosofía y letras al año siguiente—. Quedé con las chicas en que me iban a dar una mano… con el examen de ingreso...
Mateo se quedó. Faltaba medio año para la época de exámenes. Igual me creyó.
El viejo aindiado no paraba de aprovecharse de que tenía su rostro entre mis tetas y me seguía dando besitos. Como yo no decía nada, él no aflojaba. Pero tampoco avanzaba. Bencina me tomó el costado del vestidito y lo estiró para abajo, mucho. El escote se agrandó en el acto, y como yo no llevaba corpiño, se me notó el borde de las aureolas de los pezones, más que nada el del lado de Bencina. Al viejo se le fueron los ojos y buscó mi mirada, como pidiendo permiso. Yo estaba hablando con mi amorcito, no tenía tiempo para perderlo con un viejo que me estaba chupando las tetas.
—¿Estás bien? Sonás un poquito agitada.
—Estoy bien, mi amor —dije mirando al viejo, que ya se animaba a besar el borde de los pezones—. Lo que pasa es que hay mucha gente… estoy muy apretada… —y le sonreí a mi abusador.
Además del indio pegado adelante y Bencina al costado, tenía a alguien más al otro lado, y a los que me metían mano por detrás —al menos a uno lo tenía pegado atrás, respirándome sobre el cuello. Tienen que entender que estábamos todos en el vagón pegados sin espacios intermedios. Nunca había viajado así, sabía por supuesto que esto sucedía pero igual me resultaba inverosímil. De todos modos lo que más me sorprendía era la barbarie de la situación. Tipos metiendo manos a mujeres que no eran de ellos, desconocidas, de espaldas, solo autorizados por la oportunidad y por la no reacción de ellas. Me pregunté cuántas mujeres en ese tren estarían siendo manoseadas con la misma impunidad con la que me manoseaban a mí.
—Me hubieras esperado e íbamos juntos a lo de tus amigas. Yo estoy saliendo para allá.
—Ya sé, mi amor, es que me están esperando, ya estoy llegando tarde… Además, necesito que me den una mano cuanto antes. Ahora mismo.
Los dos de atrás intensificaron el manoseo, ya por debajo de la falda, tocando carne sobre carne haciendo uso de mi culo como si fuera una cosa hecha para su entero placer. El primero tenía la mano abierta tomándome las dos nalgas desde el centro, con el dedo medio hurgando para encontrar un agujero, concha o culito. La tanguita le complicaba la maniobra, pero ya estaba cerca de su objetivo. Yo movía las caderas tratando de hacerle lugar. La segunda mano, la tímida, solo podía regodearse con mis nalgas, con lo que le dejaba el otro. Lo mejor estaba ocupado, así que en un momento, siempre por debajo de la falda del vestidito, la mano me fue recorriendo por debajo hacia adelante y con ayuda del vaivén llegó a mi concha, protegida por la tanga.
—Bueno, otro día te venís y volvemos juntos… pero organizalo mejor, a veces parece que pensaras con la cola en vez de con la cabeza, jajaja…
—Sí, otro día te paso a buscar… —Vi a Bencina de pronto desesperado, haciéndome muecas como un mimo. Me dijo con los labios: “mañana”, y a mí se me escapó, por lo sorprendente— ¿Mañana?
—Bueno, amor, mañana.
Bencina parecía feliz, y yo corté porque el hijo de puta de atrás me estaba hundiendo el dedo medio en el orificio del culito, y me pareció una falta de respeto hablarle a mi marido con el dedo de un extraño medito en el culo hasta la segunda falange. Pero enseguida me arrepentí y volví a llamar a marido.
Con el culo bombeado por el dedo de quién sabe quién, le dije al cornudo:
—Amor, se cortó… Uhhh… Solo te llamé para decirte que te… ahhhmo…
Mateo se puso re feliz, y no preguntó por mi jadeo. Me dijo que también me amaba, justo cuando el tímido lograba entrar por adelante.
Llegamos a Liniers a los diez minutos. En ese tiempo me vejaron los dos agujeritos, me manosearon las tetas (uno de los de atrás, no el viejo indio) y se sumaron un par de manos más, siempre anónimas. Como en el trayecto el tren paró en dos estaciones intermedias, la masa de gente se movió un poco, y el tímido en algún momento fue desplazado y reemplazado por otro hijo de puta pajero y desesperado que me manoseó toda en apenas segundos. Terminé ultrajada por una cantidad indeterminada de tipos, porque además, para bajar, Bencina y yo nos tuvimos que movernos entre la gente buscando la puerta y ahí el manoseo es más impune.
Llegué a casa justo antes que mi marido, con la bombachita rota y un sudor y manoseo que necesité quitarme con una ducha. Cuando salí y lo encontré en el living le di una excusa boba por la cual me volví a casa en vez de ir con mis amigas. Comimos algo, fuimos a hacer unas compras por el barrio, abrazados como dos enamorados. No había razón ninguna, pero mostrarme enamorada y de él a la vista de la gente, y saberme manoseada por desconocidos un rato antes, me elevó la temperatura como pocas cosas, y al llegar a casa casi violé a mi Mateo.
Mejor que a Bencina se le ocurriera algo rápido, pues al otro día iba a ir a buscar al cornudo a su trabajo.


Fin - EL VIERNES QUE VIENE EL CAPÍTULO 6


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Juli (y el Cornudo de Tetas) VI (Final)

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JULI: Capítulo 6
(VERSIÓN 1.0)

Por Rebelde Buey


10.
Otra vez en la estación Caballito. Otra vez en la hora pico. Bencina me había dado instrucciones precisas: “cuando yo te mande un mensaje de texto vos lo llamás al cuerno y le decís que te sentís mal, que necesitás que te pase a buscar por la estación. Y cuando llegue, le decís que ya estás mejor y se toman el tren para volver.”
No crean que me dio más detalles, solo eso, y que confíe en él. Ah, y que sí o sí vaya con minifalda.
Por suerte tengo un montón de minis que no son de puta. Aunque el último año solo me había comprado ropa bien perra (buena parte de la cual se la oculté a mi marido), me quedaba un montón de cuando era una esposa decente. Bueno, lo sigo siendo porque a Mateo no lo hago cornudo. Y nunca lo haré.
Como el día anterior, entré a la estación y me miraron todos. Esta vez había ido vestida con una calza demasiado metida en el culo, la verdad que, para como me vestía yo, era bastante zafada. Ya al salir de casa el portero se sorprendió, no dijo nada pero me cogió con la mirada, y yo haciéndome la tonta, la que iba al gimnasio o algo así. No estaba acostumbrada, me sentía radiografiada por todos los hombres, especialmente por los del barrio que me conocían y que siempre me veían ir y venir de la mano con mi marido. Pero no les voy a mentir, en un punto me calentaba de una manera nueva. En la estación fui al baño público y me cambié. Conservé la remerita corta y sin mangas y cambié la calza por la minifalda exigida. No había espejo en ese baño mugriento, pero sabía que con mis tetas y mi culo estaba para matar. Me paré en el andén, esperando como una tonta; parecía una puta, o una de esas mujeres exuberantes que les encanta vestirse y lucirse para llamar la atención de todo el mundo.
Recibí el mensaje y lo llamé a Mateo. Le hice el acting de que me sentía mal, que estaba yendo para su encuentro y me había bajado la presión. Una mujer sabe mentir, y mi amorcito salió desesperado a mi encuentro, en el acto. Pobre, me dio un poquito de lástima mentirle así por orden de otro hombre, como si fuera un cornudo de verdad.
Lo esperé sentada en uno de los bancos, dejando pasar trenes. Cinco tipos quisieron levantarme en distintos momentos. Es que estaba a puro muslo y la remerita liviana y escotada me hacía unas tetas tremendas (bueno, las tengo tremendas —gracias, naturaleza). El quinto fue un muchacho de unos 30 años, ojos claros, re buen mozo, un bombón de cine. No pude evitar sonreírle y eso lo animó, y tuve que decirle que estaba esperando a mi marido, y él no me creía; y que sí y que no, y en un momento me puse firme y me dijo que sólo  se iba si le daba mi teléfono. Le dije que no, pero que le aceptaba el suyo.
Así que me lo dio y se fue. Y me quedé pensando qué iba a hacer de mi vida. De esa parte de mi vida. Si tipos varoniles y lindos como ése me tenían en cuenta, ¿cuánto podría durar mi fidelidad? En la calle había tipos mucho más potables que los amigos que traía Bencina, claro que no se conformarían con un manoseo y una paja.
Llegó Mateo, y no lo hizo solo.
—Hola, mi amor —me saludó con un beso y algo de preocupación.
—Hola, Puchi —lo saludé. Y miré sorprendida a Bencina, a su lado.
—Me pasó a saludar por la oficina justo cuando llamaste. ¿Estás bien?
Miré alrededor, el buen mozo de ojos claros se subía al tren mirándonos desde el estribo.
—Sí, sí… Me bajó un poquito la presión, pero ya estoy bien, como si nada… Te llamé al pedo y no pude ir a verte.
Mateo se sentó conmigo y me tomó de una mano.
—Es lo de menos, Ju. Me preocupé cuando te escuché por el teléfono.
Ay, cómo amaba a mi Mateo, hermoso y siempre pendiente de mí. Me sentía un poco culpable, con él sentado a mi lado y su amigo —el que cada jueves me manoseaba con impunidad, me comía la concha y se vaciaba la leche en mis tetas— de pie junto a nosotros. Mateo me miró la ropa, desubicada para ese lugar y horario, por lo sexy. Le hice una mueca de falsa disculpa y le susurré, como apenada:
—Era para vos, amor, no sabía que venías con tu amigo.
Me besó en la frente a modo de perdón. Tampoco podía decir mucho, lo conocía y me di cuenta que me comía con los ojos, cosa que me calentó.
—No pasa nada…
Apreté en el puño libre el papelito con el teléfono del de ojos claros, que aún no había escondido.
—Al menos vamos a poder volver a casa juntitos —le sonreí como una nena.
—¿Querés que nos volvamos en taxi, mi amor?
—¿Estás loco? Hasta casa nos va a salir una fortuna, y yo ya me siento re bien, en serio.
Matu volvió a observar mi ropa. Yo ya había interceptado varias veces a Bencina mirándome el escote.
—Es que a esta hora hay mucha gente —dudó mi marido—. Y vos estás demasiado linda.
—No pasa nada, Mateo —lo tranquilizó su amigo—. Entre los dos la cubrimos, nadie la va a poner incómoda.
¿Bencina me querría manosear frente a mi marido? Si uno me protegía por delante y otro por detrás, podría meterme mano con impunidad total. Sería como hacerlo más cornudo que nunca, porque sería casi en su rostro.
—Además hay mucho mito con estos viajes, mi amor, ayer viajé sola y nadie me metió mano —mentí sin una sombra de culpa—. La gente es muy respetuosa.
Se escuchó la alarma intermitente de la barrera, el tren venía. En el andén ya había mucha gente, casi todos hombres que me miraban con deseo y mucho descaro, teniendo en cuenta que estaba acompañada de mi evidente marido. Me puse de pie con la excusa de prepararme para el ascenso. Apenas me paré y me alisé la minifalda me di cuenta que solo lo había hecho por dos razones: para que Bencina me viera bien, para gustarle y que fuera saboreando lo que iba a manosear, y para hacer sufrir un poquito a mi Mateo al ver que mi cuerpito, así vestido y sexy, así mío y de él, iba a entrar a un vagón que reventaba de tipos de toda edad y calaña. Me excité cuando la brisa que provocó la formación al entrar en el andén me levantó la faldita y por una fracción de segundo todos me vieron la tanga enterradísima entre mis nalgas.
Un montón de gente se arremolinó cerca de las puertas. La tensión palpable de mi marido me dio ternura. La expectativa de Bencina, en cambio, me excitó. Parecía un lobo en celo arrinconando a su presa, mirando para todos lados, calculando vaya a saber qué cosa. Mateo se me puso atrás, para protegerme, porque ya abrían la puerta y comenzaban los empujones. Bencina se mantenía bien pegado a nosotros. La puerta se abrió y de pronto se desencadenó una escena similar a la del día anterior.
Pero con un cambio.
Salidos de no sé dónde, de pronto al lado nuestro estaban Tutuca y el negro Yoto, los dos sátrapas que me había traído aquella tarde Bencina —y muchas otras tardes— y que me manoseaban, los pajeaba y me enlechaban las tetas cuanto querían.
El tumulto se hizo fuerte. La gente empujaba, casi todos hombres, y en dos segundos ya estábamos adentro, en un vagón repleto de tipos que me miraron el escote, las tetas, la cara de puta, como si yo fuera un postre. La violencia cordial con la que entramos no se privó de manoseos furtivos. No sé quién ni cuántos, pero mientras íbamos ingresando sentí varias manos metiéndose bajo mi minifalda, algunas buscando quedarse, otras más cobardes, tocando y huyendo, todas en mi colita apenas entangada y también, aunque mucho menos, algunas manos temerarias me magrearon los pechos. Busqué a Mateo con la vista, que quedó adelante mío pero con un desconocido en el medio. Miré al desconocido: era Tutuca, que quedó de frente a mí y me miró con una sonrisa perversa. Bencina estaba a mi lado, y también al lado de Tutuca. No veía al negro Yoto, pero por el manoseo descarado y completo que ya en ese momento recibía en mi trasero (y no los inicios tímidos del día anterior), apostaba a que era el tipo que tenía atrás.
—Mi amor —dijo mi cornudito hermoso, más que para saludarme, fue para decirle al “desconocido” que estaba en medio de una pareja y que podría correrse o darle el lugar.
Tutuca difícilmente habría podido cambiar de sitio aún si hubiese querido hacerlo, de tan apretados que íbamos. Miré por sobre su hombro a mi Mateo y pasé un brazo por el costado. Junté mis manos con la de mi marido y las entrelazamos como enamorados. Tutuca, en el medio, metió una mano por debajo del ruedo de la pollera y me cuchareó la concha, por sobre la tanga. Así de simple y directo como lo leen.
El tren arrancó.
Es imposible explicar lo que sentí en esos primeros instantes. Si con los jueguitos histéricos en casa de Bencina ya me morboseaba y me excitaba, tener ahí al lado al cornudo —perdón, a Mateo— multiplicó todo por mil.
La mano de Tutuca en mi entrepierna, aun con la tanguita puesta, me excitó como una penetración. El corazón se me aceleró, la piel se me puso de gallina y los pezones se puntearon en el acto. Tenía los dedos de Mateo entre los míos, y los de un sórdido hijo de puta entre mis piernas. Cuando el tren arrancó, el movimiento me tiró para atrás. Las manos del negro Yoto me tomaron las nalgas. Así como lo digo: una mano en cada nalga, una todavía sobre la falda, la otra, que había podido colar por debajo, sobre la piel, a medio culo y a media pierna. Menos mal que estábamos tan apretados que no se veía nada, porque tenía la pollerita prácticamente toda subida hasta la cintura. La mano sobre la tela se corrió, me sobó la nalga completa y me estremecí. Sentí la mano recorrerme, luego no la sentí más. Estaría buscándome por debajo de la minifalda. Adelante, Tutuca dejó de fregarme la conchita por sobre la bombacha y llevó su mano izquierda hacia mis pechos, sabiendo que su propio cuerpo tapaba la vista del cuerno, que seguía a sus espaldas. Estábamos tan juntos que podía besar a Tutuca con un vaivén apenas más fuerte. No lo iba a hacer, obvio, yo no iba a besar a nadie. Además, Tutuca era muy feo. No como el chico que me dio su teléfono.
El manoseo descarado no me dejó soñar más. Tutuca se engolosinó con mis tetas como si estuviéramos en un cine. Se llenó la mano con mi seno derecho y lo estrujó y masajeó con una impunidad que hizo que mirara a mi Mateo por sobre su hombro. Es que él mismo ocultaba la vejación con su propio torso. Me pregunté si estaba bien dejar parado a mi marido como un completo cornudo delante de todo el pasaje.
No llegué a responderme. Atrás mío, el negro apartó mi tanguita a un lado e hizo unos movimientos, amparados en el vaivén del vagón. Sentí una cosa abajo empujándome suavemente, una punta roma y gomosa, como un bastón de policía. La cosa estaba tibia y me chocó una nalga y enseguida se metió en el canal que divide los dos cachetones. ¡Era una pija! ¡Era el pijón del negro Yoto, carajo!
Mi primera reacción fue moverme hacia adelante para impedirlo. Casi ni me moví, no se podía. No quería la pija del negro ahí, no en un tren, no con mi marido al lado. No me malentiendan, no era una cuestión moral a esa altura, pero de verdad no quería hacer cornudo al cornudo, no sin haberlo consentido, ¡no con ese negro feo!
Tan manifiesta habrá sido mi expresión de disgusto que Mateo me vio a los ojos y me preguntó:
—¿Estás bien, mi amor?
Se le notaba preocupado por algún posible toqueteo, sin dudas, y me gustó ese gesto dulce. Pero qué iba a decirle, ¿que me estaban queriendo puertear? Le hice señas de que sí, mientras sentía la verga de Yoto procurando encontrar mi agujerito. La pija se había metido en la raya, a la altura del culito. Para una penetración rápida debía bajar un poco y el apretujamiento y las posturas no ayudaban. Sentí al negro bajar los dedos hasta mi conchita y ahí volver a correrme la tanga. Quedé vulnerable por completo y la punta de la verga del negro comenzó el descenso por la raya. En mi vida me sentí más nerviosa. Tenía la sensación de que todo el pasaje nos estaba viendo, lo que era imposible, ya lo sé, y que mi marido se iba a dar cuenta y me dejaría, sin más.
Mi única opción era terminar con eso lo antes posible. Me incliné hacia adelante como para hablar con mi marido y saqué culo, con lo que le facilité la faena al negro. La verga bajó de golpe y enseguida encontró pista. Como venía empujando con fuerza fue solo cuestión de hallar el hueco, y la verga se acomodó y horadó fácil.
—Mi amor, mejor nos bajamos en la próximaaaahhhh…
La tremenda verga del negro, que mis manos y tetas ya conocían tan bien, perforó mi inocencia y se enterró fuerte y profundo.
—Juli, ¿te sentís bien?
Me quería bajar del tren, no podía estar haciéndole eso a mi marido. Aunque se sentía tan rico… la verga del negro era varias veces más grande que la de Mateo, y hacía tantos años que no probaba algo de verdad grande…
—Estás colorada… Te habrá subido la presión otra vez.
No podía decirle que estaba colorada por la vergüenza de hacerlo tan cornudo delante de cien personas. La verga del negro se enterró más. Hijo de puta, con cada movimiento del vaivén mandaba un tramo de pija más adentro.
—Debo estar empachada… —dije.
—¿Empachada?
Yoto me tomó la cintura con una mano y con la otra una nalga. Y empujó. Esta vez sí me la enterró hasta los huevos.
—¡¡Aaahhhhhhhhh…!!!
—¡Mi amor
—Te dije que me sentía mal, Puchi…
Yoto retiró buena parte de la verga, podía sentir su carne recorrerme el interior, cada uno de los veintipico de centímetros que tenía... luego volvió a enterrar. Bencina —hijo de puta— habló por primera vez.
—¿Te sentís como llena? ¿Tenés esa sensación de estar llena aunque no hayas comido?
Miré al amigo del cornudo, perdón, de mi marido, con furia asesina.
Yoto comenzó a bombearme suave y lentamente por lo apretados que estábamos. La escena era irreal. Me estaba cogiendo de parada y nadie en todo el vagón se daba cuenta. Imagino que tal vez solo el que estuviera a su lado. El bombeo acompañaba el movimiento del tren, que ahora que tomaba velocidad, se aceleraba.
—Todo el tiempo no sé —y busqué a mi marido en sus ojos—. Pero me siento llena ahora mismo.
—¿Ahora…? —el maldito Bencina.
—Sí, ahora mis… mo… uhhhhh…
—Está bien, amor —mi Mateo—, en Liniers bajamos.
En el medio había dos estaciones más, pero esa formación se las salteaba y recién levantaba gente justo antes de entrar a provincia.
El negro me siguió dando bomba. Hijo de puta, sabía que yo nunca le hubiera dado mi consentimiento. Tutuca, adelante, me seguía metiendo mano izquierda en mis pechos, para que Mateo no lo viera. La había metido por debajo de la remera y el corpiño, y se solazaba con mi pezón gordo y gomoso. Toda la situación era bizarra por demás, y el cornudo de Mateo —bueno, hay que decirlo, ¡estaba haciendo el papel de cornudo!— no veía nada. No lo culpen, la densidad de gente era tal que ustedes tampoco se hubiesen dado cuenta. Permanecimos todos callados unos minutos, con el negro agarrado de mi cintura y bombeándome verga con disimulo. En un momento se me acercó al oído y me murmuró, hecho un animal herido de muerte.
—Te vuelco la leche adentro, pedazo de putaaahhh…
Me dio asco y a la vez me calentó. Tenía tomado al cornudo de la mano, los dedos entrelazados como dos enamorados, cuando el negro comenzó a volcarme toda su leche adentro. Le sentí el orgasmo llegar. Me clavó los dedos en las nalgas, le escuché el jadeo por encima del traqueteo del tren, y el acelere bestial del bombeo. Finalmente sentí la verga más dura que nunca y el latigazo de un líquido tibio y espeso directo a mi interior. Le apreté la mano a Mateo, que me miró sorprendido.
—Ya llega… —me dijo refiriéndose al tren.
Bencina, al lado, sonreía como un villano, Tutuca me retorcía el pezón y el negro se seguía vaciando adentro mío como si yo fuera su puta.
—Sí, está llegando… está llegando ahora mismo… Ohhhh…
—No, todavía falta –dijo el cornudo—.
Y Yoto, en mi oído:
—Sí, todavía falta un poquito… —y continuó bombeándome y surtiéndome leche, dos o tres chorros más, hasta saciarse, hasta dejarme adentro las últimas gotitas.
No voy a mentir. A pesar del abuso, a pesar del asco, estaba más caliente que nunca. Me hubiera dado vuelta para que me garchara Tutuca, si no fuera que mi marido podría sospechar. El negro esperó unos segundos y retiró el vergón con reluctancia, como si no quisiera sacarla nunca. Sentí vaciarme, sentí la tanguita meterse desprolijamente entre mis pliegues. Sentí la leche escurrirse y recorrer el lado interno de mis mulsos como una hilera de hormigas.
Ya llegando a Liniers pude darme vuelta como para bajar y ofrecerle el culo a Tutuca, que me lo magreó y abusó como si fuera un preso, metiéndome primero un dedo en la concha enlechada y luego entrando en el ano y dejándolo ahí, cogiéndome el culito con el dedo medio. Con Mateo detrás suyo. Desde que me di vuelta hasta que la gente comenzó a moverse para buscar posición de salida más o menos pasó un minuto, tiempo en que Tutuca me estuvo bombeando el culito, sacando y enterrando por completo su dedo medio. Me quedó Yoto de frente, que sonreía. Le agarré la verga como si estuviéramos solos, con tanta impunidad que volví a calentarme más, especialmente porque el cornudo seguía sin moverse detrás de Tutuca, que seguía serruchándome el agujerito con el dedo.
Nos bajamos en Liniers, entre una marea de hombres que aprovecharon para manosearme, en las narices del cuerno.
Cuerno que nunca se enteró de nada.



                                          * * *



Juli (y el cornudo de tetas) — Epílogo

11.
Mi historia ya terminó, es la que conté. Solo quiero agregar, porque es justo que lo sepan, que desde esa tarde ya nada fue lo mismo.
En cuanto a los viajes en tren que siguieron, y que fueron muchos, creo que podría escribir un pequeño libro. Bencina volvió a llevarme, sola, sin mi marido. Lo hacía una o dos veces al mes, y siempre era parecido: terminaba magreada por un número indeterminado de desconocidos, que se atrevían en mayor o menor medida dependiendo de mi ropa y sus actitudes. Cuando llevaba minifaldas bien cortitas la cosa podía ponerse pesada, brusca. Mi pasividad ante el manoseo los envalentonaba y si los que me metían mano eran más de tres, el asunto se ponía violento —se peleaban— y temía terminar lastimada. Las calzas enterradas permitían manoseos agradables pero superficiales. Terminamos dándonos cuenta que lo mejor era ir con un shortcito breve, de algodón o alguna tela delgada. Así, el manoseo era vil y lascivo, excitante como si estuviera en ropa interior, pero resguardándome de cualquier salvajada.
En paralelo, Yoto y Tutuca pasaron a cogerme todos los jueves en casa de Bencina. De arranque me hice la ofendida, despotricando contra el abuso no consentido al que me sometiera el negro en el tren. Pero no los engañaba, estaba allí, sola y con ellos, en ese departamento, en minifalda, botitas y una remera ajustada que me destacaba las tetas como dos trofeos. Terminé cogida minutos después, con Bencina dirigiendo la función. Tutuca me bombeaba por la concha, Yoto me hacía chuparle la pija, y Bencina filmaba; y luego de un rato intercambiaban posiciones.
No quería coger con más tipos. Ya tres era suficiente cornamenta para el pobre Mateo, que no se lo merecía, pero Bencina cada dos por tres traía tipos nuevos y aunque yo siempre me negaba, los nuevos también terminaban usándome y llenándome de leche. En un momento Bencina me propuso traer a Adrián y Wate, los amigos de Mateo que inicialmente me manoseaban las tetas a sus espaldas; pero le dije que no y me puse firme de verdad: no me interesaba que los amigos de mi marido lo consideraran el cornudo del grupo. Mateo no lo es (si nadie lo sabe, no lo es).
Desgraciadamente dos años después, por otras razones y bajo otras circunstancias, terminé cogiendo también con esos dos, primero con Wate y luego con Adrián. Y luego con algunos otros amigos de mi marido. Pero a cada uno por su lado, sin que uno supiera del otro. Y les hice prometer que si querían seguir cogiéndome, que más vale no se lo comentaran a ninguno de los otros. Hasta hoy nadie sabe que me cojo a cinco, además de a Bencina y los tipos que me trae cada jueves. Todos creen que lo hago solo con cada uno de ellos. Lo prefiero así porque siento que de esa manera lo hago menos cornudo a mi Mateo. Porque es un amor de marido y seguramente será un amor de padre, y no se lo merece.
Mucho menos se lo merece ahora que está tan contento con mi embarazo. Aunque él no sepa que es de Bencina.


Fin de la Miniserie – PRONTO el ANEXO y/o el ANECDOTARIO



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Notas sobre el relato PRE-AVISO

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Hola, gente, tanto tiempo.
La semna que viene subo un nuevo relato. Se trata de un texto que tengo escrito desde hace bastante (recién lo estoy tipeando), y del que acabo de subir el teaser.
Es un unitario que a su vez usaré como piloto de una serie, o si prefieren, haré una serie completa usando la misma idea (pero mucho más desarrollada) que todavía no empecé a escribir (la serie sí será porno y bastante morbosa).

LO QUE VIENE:
- aunque sea de a poco se vienen los últimos tres capítulos de LA TURCA, dos de los cuales los estuve escribiendo estos días, y el tercero y último comenzaré esta semana.
- una nueva entrega de ELIZABETH.
- una nueva mini serie que ya está escrita por completo (son varios capítulos) y que presumiblemente se llamaría LA CHICA DE LA LIMPIEZA. No tengo título definitivo pero sí la modelo porno en la que está inspirada la protagonista, y de la que haré algunos teasers: Verónica Rodriguez (foto).
- también hay un par de unitarios más (uno muy muuy morboso y divertido), aunque la mayoría todavía no está siquiera escaneado.
Ténganme paciencia, por favor.
Un abrazo a todos y gracias.

Pre Aviso

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PREAVISO
(VERSIÓN 1.0)

Por Rebelde Buey


1.
Estaban echando gente a lo pavote así que entré medio temblequeando al despacho del señor Gaber, mi jefe. Me di cuenta cuando agarré el picaporte de la puerta: entre la agitación y el sudor, la mano se me patinó dos veces.
—¿Querés que te ayude? —me preguntó Érika, la secretaria, con gesto de suficiencia. Era una morocha escultural, una belleza de ojazos y pechos italianos que podría estar trabajando perfectamente en la tele o el cine. Era sin lugar a dudas la mujer más sexy de toda la empresa, la que todos se querían coger, y la que —se sabía— únicamente se cogía mi jefe. Bueno, mi jefe y por supuesto René Muni, su marido y compañero mío en el departamento de Crédito.
—N-no, está bien —dije, me sequé la mano y abrí. Érika me intimidaba. No tenía el rango de mi jefe pero era conocida por su malicia, amén de ser su mano derecha, lo que le daba un poder residual que metía todavía más miedo.
Adentro, mi jefe practicaba golf contra un vaso acostado sobre la alfombra.
—¡Cirilo, qué bueno que viniste!
Se me acercó y me dio la mano. Mi jefe era de esos tipos que nada lo afecta, te trata como si no fueras su subordinado, pero te deja en claro que tenés que hacer lo que te pida. "Qué bueno que viniste", dijo, como si yo hubiera pasado a visitarlo en lugar de haber acudido a su llamado.
—¿Quería verme, señor?
—Cirilo, ¿cuánto hace que trabajás acá? Seis años, ¿no? Si habrás visto cosas... Ya conocés cómo funciona esto, viste que la mano no viene bien... Pateame la pelotita... Gracias... Cirilo, no te la voy a caretear: está sobrando gente por todos lados y ya sabés que Crédito viene para abajo desde hace dos años...
Me asusté. Si me echaban en medio de esa coyuntura económica iba a terminar durmiendo en la calle.
—¡Señor, no me eche por favor!
—Cirilo, solamente en este edificio trabajan 180 personas... y el recorte que tiraron es del 30% para la primera etapa. Vos estás en números, decime cómo hago...
Venía transpirando y de pronto el sudor se me hizo helado.
—Señor, hace seis años que trabajo para usted. En el sector hay gente con menos antigüedad... López, Aguirre, Muni...
Mi jefe me miró como si estuviera loco.
—No voy a echar a Muni. Me cojo a la perra bestial que tiene de esposa.
Lo dijo con una falta absoluta de reserva, como si estuviera hablando del clima.
—¿Y López? ¿Y Aguirre?
—¿No conocés a la novia de Aguirre? A esa bomboncita la veo en su casa. ¿O por qué te pensás que desaparezco todos los miércoles de 14 a 17? Y antes que me insistas por Aguirre, me pidió el gerente de logística que no lo eche, él y un amigo le cogen a la mujer una o dos veces por semana. ¡Qué desvergonzados!
Estaba perdido. La fatalidad de la situación me ahogó el pecho y la garganta. Quedé en silencio, imposibilitado de hablar.
—¿Me pateás la pelotita?
Le pateé la pelotita. Dios, ¿qué iba a hacer? ¿Cómo se lo diría a Eugenia? Ella vivía en su mundo, estudiando para veterinaria y sin la mínima intención de buscar trabajo en el mientras tanto. Al menos le ponía ganas al hogar y con sus 26 años procuraba convertirse en una buena ama de casa, lo que no siempre sucedía y yo utilizaba para mofarme de ella y reírnos juntos. Esta vez no nos íbamos a reír. Ella era una adulta-niña y yo, en mis 46, ya comenzaba a quedar fuera de las búsquedas de personal de las empresas. ¡Mierda!
—Pero acordándome de las viejas épocas —siguió mi jefe—, de las buenas, de cuando andábamos bien y hacíamos dos fiestas por año, ¿te acordás?, se me ocurrió que en una de esas habría una solución.

El alma me volvió al cuerpo. Quizá Eugenia podría seguir estudiando sin tener que trabajar.
—¿De verdad? —pregunté ansioso.
—Me acordé de la última fiesta, hace dos años. A la que fuiste muy bien acompañado por una chica delgada, de cabello castaño claro, medio rubia, muy bonita... de cola perfecta. Una hermosura...
—¿E-Eu... Eugenia?
—¡Eugenia, eso es!
—S-señor, es que... Eugenia... es mi esposa... Me casé con ella el año pasado...
—¿En serio? ¡Te felicito, Cirilo! Una chica mucho más joven que vos, y tan hermosa... En fin, se me ocurrió meterlos a vos y a Eugenia en el mismo programa que están Érika y Muni, o Aguirre y ese bomboncito de 17 años...
—¿Pro...grama...?
—Bueno, programa, sistema... No sé cómo llamarlo...
Me asustó. Esto era peor que lo otro. Bueno, quizá no por el lado económico. O social. O profesional. Pero sí por el lado de mi amor propio, de nuestra comunión como pareja, de nuestra sexualidad... Bueno, quizá no de nuestra sexualidad, quizá solo de la mía. Es decir, Eugenia y yo no teníamos mala cama, aunque yo me daba cuenta que para ella no era suficiente. No, no soy un desastre o la tengo chiquita. Es que en estos años hemos hablado alguna vez de nuestras relaciones anteriores, y solo verle los ojos al recordar ciertos amantes o novios me doy cuenta que tuvo más de lo que le puedo dar.
—No creo... no creo que pueda... No puedo proponerle algo así a mi mujer...
Dije "mi mujer" para marcarle que estábamos hablando de alguien con amor comprometido, con un corazón con dueño, y de esa manera desalentarlo. En cambio sonrió, me miró, y se inclinó para golpear la pelotita con el putt.
—No te preocupes, vos no vas a tener que decir ni hacer nada. Eso dejalo por mi cuenta.
—Pero...
—Lo importante es que vos estés dispuesto a conservar tu trabajo —lanzó la pelotita y embocó en el vaso—. Eso siempre se aprecia en una compañía como ésta... y en especial los gerentes como yo, o Hamilton, o Riglos... En fin, "los muchachos".
—No sé, yo...
Me tomó del hombro y me acompañó hasta la puerta.
—Pasale los datos de tu mujer a mi secretaria. Celular, mail... Así yo la contacto y arreglo con ella.
—Pero es que no sé, señor, ella no es...
Abrió la puerta y me sacó.
—Te felicito por el trabajo, Cirilo. Ahora te dejo que tengo que armar una lista de sesenta tipos a los que tengo que rajar.
Me fui hecho un zombi. Sabía lo que estaba haciendo. O lo que estaba dejando hacer. Mi miedo por perder el trabajo a esta edad era tan fuerte que me recosté en ese lugar cómodo donde yo no debía hacer nada. Si Eugenia se enfurecía con la propuesta de mi jefe, yo me haría el desentendido y pasaría a ser uno más en las filas de gente buscando trabajo. Si aceptaba, ella era la puta, yo no tendría nada que ver. Sí, era una postura cobarde y miserable, ero en verdad yo estaba muy confundido y con sentimientos contradictorios, no sabía qué hacer, ni siquiera qué pensar. Decidí dejarlo librado al destino y que sea lo que Dios quiera.
Desde mi cubículo marqué el interno de Érika. Miré a mi alrededor. A un lado estaba Muni, el cornudo de la empresa. Todos sabían que nuestro jefe le cogía a la mujer. Absolutamente todos. Pero nunca nadie le dijo nada. A veces veía pasar a algún que otro gerente y saludarlo. Gerente que poco antes había viajado a Brasil o Estado Unidos con su mujer, en viaje de trabajo, y que todos sabíamos que se la llevaba para garchársela. Venían los tipos y lo saludaban, y Muni debía sonreírles y aceptar los comentarios, que en general eran sobre lo hermosa que era su mujer o lo solícita que era con todo lo que le pedían. Sin hablar nada explícito, le decían todo. Era en extremo humillante, porque encima esto sucedía con la oficina llena de compañeros. Me dije que yo no iba a vivir eso, si mi jefe lograba convencer a Euge. Nadie sabría. Nadie debía saber. Mi mujer no trabajaba en la empresa, yo terminaría siendo un cornudo de bajo impacto, como Aguirre o como López, que recién ahora y bajo estas circunstancias yo me enteraba que les cogían a las mujeres.
De todos modos decidí achicar el riesgo. Por eso llamé a Érika.
—Decime, Cirilo... —me rumió con desprecio y poca paciencia.
—Necesito ver al señor Gaber, es un minuto nada más.
—Está en una reunión. ¿Tenés los datos de tu mujer, para que se la coja?
Me lo dijo así, a lo bestia. Seguro estaba sonriendo.
—Hay que ver si acepta. Mi mujer no...
—Te la va a coger, Cirilo. Antes de que termine la semana vas a ser un nuevo cornudo en este mundo... Si es que ya no lo venís siendo de antes...
Me tragué la respuesta, yo estaba ahí por otro asunto.
—Aunque sea pasame por acá. Es para decirle una cosita.
—Decimela a mí, cornudo. Para eso soy su secretaria.
—¡No me digas cor...! —miré a mi alrededor. Había levantado la voz y mis compañeros me miraban. Cubrí el auricular y dije en un murmullo—. Decile al señor Gaber que llame a mi mujer, pero que no le diga que me habló. No quiero que ella se la agarre conmigo cuando lo rechace.
Érika largó una carcajada franca, espontánea.
—No te preocupes, cuerno. El señor Gaber sabe perfectamente lo que debe hacer en este tipo de situaciones. Mandame los datos de tu mujer antes del mediodía porque va a hablarle hoy mismo.
Y, sin esperar respuesta, cortó.

Dos horas después sonó mi interno. Era mi jefe.
—Cirilo, ya está. Ya hablé con tu mujer.
—¿Qué…? 
—Es una dulzura, y muy divertida. Se ríe de todo y se la pasa provocando... Me gusta.
—¿Ya... ya se la cogió, señor...? —pregunté incrédulo, asustado.
—¡Ja ja ja! No, Cirilo, solo hablamos por teléfono. Nos encontramos mañana para un café informal, aunque ya sabemos cómo terminan estas cosas, ¿no?
La verdad es que no lo sabía, nunca había estado en situaciones semejantes.
—Señor, yo... No creo que ella... Sé que mi trabajo está en juego pero no creo que vaya a suceder nada, señor. Con todo respeto, Eugenia no es de ese tipo de mujeres...
—Tranquilo, Cirilo, tu trabajo ya está a resguardo. Si yo te digo que tu mujer se me va a abrir de piernas, podés apostar tu sueldo a que así va a ser.
—Señor, no le habrá comentado que yo... No quisiera que ella...
—Cirilo, no me subestimes. Por algo soy el jefe, ¿no?



2.
Llegué a casa antes de las siete. Fui en taxi en lugar de colectivo, solo para llegar veinte minutos más temprano. La ansiedad me había retorcido las tripas. Desde que mi jefe me contara que estuvo hablando con Eugenia, esperé el llamado de mi esposa. Desconcertada, risueña o indignada. Contándome la charla. Diciéndome que la había llamado el señor Gaber y que le había seguido la corriente para que no se la agarrara conmigo. Esperé esa llamada toda la tarde. Nunca llegó.
En casa encontré a Euge en la habitación. Había libros y cuadernos sobre la cama, como si hubiera estudiado, pero ahora mi mujer estaba frente al espejo probándose ropa que ponía por delante de su cuerpo, con perchas y todo.
—Hola, mi amor —me saludó muy alegre y amorosa. Me dio un beso y volvió al espejo—. Qué temprano viniste, ¿te echaron del trabajo?
Y volvió a reír. ¿Era una broma tonta o sabía más? Pensé que si sabía algo no iba a hacer un chiste que me pudiera mortificar. Miré las prendas que se estaba midiendo: un conjuntito de camisa y minifalda, un vestidito muy corto lleno de florcitas de colores que le quedaba bien bien sexy. Una remera blanca sin mangas para mostrar la pancita. Más faldas. Entre la cama y la silla no había ni un solo pantalón.
—¿Vamos a salir? —pregunté, sospechoso.
—No, amor, hoy te cocino rico como a vos te gusta. Hice estofado al medio día, está tomando sabor... Y te compré el vinito que te gusta.
Tanto mimo culinario me dijo que estaba culposa. Luego vería el ticket del almacén en la cocina: el vino y la carne los había comprado a la mañana, así que no. De seguro en la cena me contaría sobre la insultante llamada de mi jefe.
—¿Y entonces para qué te preparás ropa tan… linda?
—Mañana me veo con Elizabeth. Vino de Ensanche para el finde y nos vamos a poner al día.
Elizabeth era una amiga lo suficientemente lejana para no poder rastrearla o constatar que estuviera en Buenos Aires. Era la mujer de un tal Pedro, que había trabajado en ventas en mi empresa y que se había ido a trabajar repentinamente y sin explicaciones a las oficinas del astillero, en Corrientes. Eugenia y Elizabeth se habían conocido en una de las fiestas de la empresa, se entendieron de inmediato y se hicieron buenas amigas. Hasta que Pedro pidió el traslado al astillero por un "problema familiar", poco después de que naciera su hijo.
—Vas a estar muy sexy —me quejé.
Ella lo tomó como un cumplido.
—¿En serio? —se entusiasmó—. ¿Cuál te parece más?
Era un terreno que no quería atravesar, demasiado pantanoso para mi baja moral. Decidí huir hacia adelante.
—A vos todo te queda sexy.
La tomé de la cintura y la besé. De pronto tuve una erección. El beso, su perfume, su cintura en mis manos y la proximidad de la cama lo ameritaban. Claro que existía la posibilidad de que esa ropa fuera a lucirse para mi jefe, y eso debía bajármela.
Terminamos echándonos un polvazo como cuando éramos novios.
—¡Mi amor , estás hecho un toro! Voy a tener que decirles a mis compañeros de facultad que ya no los necesito.
Era un chiste clásico de nuestra intimidad que ella —por la diferencia entre su edad y la mía— me hacía cornudo con sus compañeritos de facultad.
En la cena no mencionó palabra sobre el llamado de mi jefe. A tal punto fue todo tan normal que me pregunté si el señor Gaber habría hecho el llamado, o si acaso no sería todo una broma de pésimo gusto. La otra opción era que Eugenia lo hubiera rechazado y decidiera no decirme nunca jamás nada, para no preocuparme o amargarme en vano. Sí, ya sé que había una tercera opción, pero no quería ni pensar en ella. Eugenia no era la clase de chica que hacía lo de la tercera opción.
Antes de dormir volví a hacerle el amor. Estaba más caliente que nunca.



3.
Al día siguiente mi jefe me llamó a su oficina.
—¿Señor?
Se ponía el saco del traje.
—Cirilo, estoy yendo a verme con tu mujer. Deseame suerte.
—Señor, no creo que vaya a lograr nada con Eugenia. Ayer hablé con ella y no mencionó palabra.
—Es porque ya calcula que vas a ser su cornudo.
—¿Señor...?
—Si no te dijo nada de mi llamado es porque ya te hace cornudo o porque evaluaba hacer algo conmigo esta tarde. Como sea, para ella ya lo sos... Y para mí también, Cirilo.
—Señor, con todo respeto, usted no la conoce. Y yo no quiero perder mi trabajo.
—Cirilo, parecés tonto, che. Ya te dije que te la voy a coger, eso es un hecho. Si no es en un rato cuando la vea, será en el próximo encuentro, eso depende de lo putita que sea tu esposa, pero ya está. Yo sé de estas cosas.
Me sacó de su oficina y pasamos frente al escritorio de su secretaria.
—Si regreso a las dos es porque solo charlamos. Si estoy de vuelta a las cuatro es porque te la cogí bien cogida; en ese caso alegrate, tu trabajo está a salvo.
Érika me sonrió con desprecio, como si los cuernos que ella le ponía a mi compañero fueran éticos y los míos no.
Por suerte mi jefe no regresó a las 16. Por desgracia, lo hizo a las 18. Aesa altura yo estaba desesperado. A las 17 le mandé un mensaje a Eugenia, y como no me contestaba, unos cuantos más. Y chequeaba constantemente si estaba online o no. Su última conexión seguía siendo a las 14, aproximadamente el horario en el que presumiblemente habrían entrado al hotel ella y mi jefe.
Recibí sus respuestas al mismo tiempo que el señor Gaber entró a la oficina. Yo estaba juntando mis cosas para irme, cuando pasó frente a mí como una tromba.
—Cirilo, a mi despacho —dijo con tono duro, como si una reunión de negocios hubiera salido mal. No supe si alegrarme o preocuparme. Por otro lado, si se había cogido a Euge y no le había gustado, yo seguía siendo igual de cornudo. Lo pensé un segundo: no había forma de que Eugenia no le gustara. Era joven, muy bonita y tenía un cuerpazo, una cintura y una cola espectacular, y cuando el cabello largo y claro le caía por la espalda no había manera de que no se te parara.
Entramos a su oficina y, detrás nuestro, su secretaria.
—Sentate, Cirilo.
Me senté.
—Gaber, estos son los llamados principales, y estos documentos los mandó el señor Burdelo para que los firme.
Mi jefe comenzó a ver los papelitos con llamados.
—Tu mujer es un putón de campeonato, Cirilo. Tanto, que tuvimos que sacar un segundo turno. Le acabé como cuatro veces, hacía años que eso no me pasaba.
—¡Señor! —me sobresalté, y señalé a Érika con los ojos. Mi jefe siguió con los papelitos sin dame importancia.
—Lo bueno es que ya es oficial: conservaste el trabajo.
—También es oficial que sos un cornudo —terció Érika.
El señor Gaber festejó la humorada y le extendió unas fojas.
—Tenés que perdonarla —me dijo—. Le encanta hacer bromas con estas cosas... —Y a ella—: Llamame a estos tres. ¿Esto otro lo tengo que firmar ahora?
—Está el de la moto esperando que lo firmes para llevarlo al estudio.
Mi jefe resopló. Haberse quedado en un telo dos horas más con mi mujer tenía sus costos.
—Ok. Sacale fotocopias antes de mandarlo. Aunque sea quiero ver mañana qué carajos firmé... —y se puso a garabatear su firma en los documentos—. Y vos, Cirilo... quedate un rato acá y después andá para tu casa... Dale un poco de tiempo a bañarse y acomodar la casa... Y hoy a la noche no la busques, le va a doler todo.
Érika echó una risita por lo bajo.
—Señor, ¿está seguro...? ¿Le dijo algo de mí...?
—No, Cirilo, de vos nada... Pedía por más pija, y pedía por Dios —le dio las carpetas y papeles a Érika que, con una sonrisa, comenzó a irse—. Bah... al principio sí, en el bar... En la cama no.
—¿En el bar...? ¿Qué dijo en el bar...?
—Cuando estaba pagando la cuenta para ya irnos al telo... dijo algo así como "ay, señor Gaber, no sé si el cornudo se lo merece"—se escuchó otra vez la risita de Érika antes de salir definitivamente—. Pero lo dijo mientras se levantaba para ir al hotel conmigo, así que tranquilo, Cirilo, tu trabajo está a salvo. Te la voy a seguir cogiendo sin inconvenientes.
Por alguna razón, muy tranquilo no me pude quedar.



4.
Cuando llegué a casa, el corazón se me salía por la boca. Estaba ansioso y tenía los nervios de punta, como si el infiel hubiera sido yo. Euge me recibió en pantalón pijama y una remera vieja, revolviendo una olla en la que hervía algo.
—Hooola, mi puchi hermoso —me saludó llena de alegría y (les digo, porque la conozco) amor.
—Ho-hola, Euge —dije sin saber qué decir.
Ella me movió el culito ostensiblemente, mientras revolvía.
—¿"Hola, Euge"? ¿Y ni me tocás la cola?
Siempre le tocaba la cola cuando la saludaba. Era mi debilidad y mi fetiche esa cola perfecta. Se la toqué de compromiso.
—¿Qué pasa, amor? Estás como triste...
—N-no, puchi, pasa que... están echando mucha gente en la oficina...
Euge vino y me abrazó por el cuello. Sentí sus tetas sobre mi pecho.
—Mi amor, no te preocupes. A vos no te van a echar, sos el más viejo de la oficina, y el que más trabaja.
—El más viejo, no, ¡el más antiguo!
Era un chiste clásico de nuestra intimidad que ella —por la diferencia entre su edad y la mía— hiciera chistes conque yo era viejo y que por eso se acostaba a escondidas con jóvenes de su edad.
Se rió por la complicidad velada, me dio otro beso y volvió a la olla.
—¿Y vos, mi vida? ¿Cómo te fue con Elizabeth?
Observé específicamente sus reacciones: no movió un músculo.
—Me fue fantástico. Hacía tiempo que no la pasaba tan bien —Se puso a cortar unas lonjas de una pechuga de pollo—. La pasamos tan bien que se nos pasó volando y estuvimos como dos horas más.
—¿Le gustó tu ropa? —pregunté, morboso y peleador.
—Le encantó. Pero más les gustó a los tipos, que me propusieron de todo por la calle.
—Cómo te gusta ponerme celoso con eso de que te quieren coger, ¿eh?
—Ay, mi amor, te hago cornudo todos los días y nunca te enterás, ¿para qué te voy a querer celoso?
Era un chiste clásico de nuestra intimidad que ella —por las razones que fueran, y a veces sin motivo— dijera que me hacía cornudo todos los días mientras yo trabajaba en la oficina.
En la cena, en la sobremesa y al acostarnos, Euge se comportó de la manera más natural del mundo. No hubo nada sospechoso, ni un comentario fuera de lugar. Nada. Era extraño, parecía que yo estaba viviendo dos realidades opuestas.
Así que no pude dormir. Ni esa noche, ni la siguiente.



5.
—¡Necesito una prueba!
El señor Gaber me miró confundido. Hacía ya tres semanas que me cogía a Euge. Casi un mes en el que se encontraron seis veces, siempre por las tardes, para terminar en un hotel. Seis veces en las que llegué a casa esperando en el fondo de mi corazón que Euge me llamara acongojada y me confesara que el hijo de puta de mi jefe la obligaba a acostarse con él. Nunca sucedía. Mi mujer me recibía en casa y me trataba como si nada, como si lo más destacable del día hubiese sido ir a la verdulería. Y yo simplemente no podía con eso, no lograba manejarlo. O no quería. Conocía muy bien a mi mujer y no podía creer que fuera tan buena actriz o tan cínica. Desconocerla tanto me estaba deprimiendo y no me dejaba dormir.
—Te la estoy garchando, Cirilo. ¿Qué más pruebas querés?
—Ella me dice que no. Es decir, no me dice que no. Pero la veo a todos los días, la conozco bien, no puede ser que se la esté cogiendo. Señor, ¿no será que se este cogiendo a otra?
—Cirilo, no te entiendo y no sé a dónde querés llegar. Y estoy con mucho trabajo...
—¿Cuándo me la vuelve a coger?
—Eso que es privado, Cirilo. Vos sos solamente el cornudo.
—Señor, por lo que más quiera, necesito estar seguro, no puedo dormir...
—Andá a trabajar, Cirilo. No abuses de nuestra amistad.

A las 18:00 horas en punto se asomó Érika a mi escritorio. López, Aguirre y Muni, su marido, ya estaban juntando sus cosas para irse. Muni saludo a su mujer, que no abandonó mi escritorio.
—¿Ya salís, mi amor? ¿Te espero en el barcito?
Como cualquier secretaría ejecutiva, era habitual que Érika saliera después de hora. Si se retrasaba solo un poco su marido la esperaba en un pub a mitad de cuadra. Otras veces su mujer se quedaba con los jefes hasta las once o doce de la noche. Muni sabía lo que significaba eso. Que algún gerente le estaba cogiendo a su esposa. Lo sabría Muni y lo sabíamos todos. Y generalmente sucedía unas tres veces por semana.
—No, mi amor —le dijo con inédita dulzura—. Hoy me pidió Riglos —era el gerente de marketing— Necesita que le... Me va a tener haciendo dictados toda la noche... Llegaré a casa a las once, tené la cena lista.
Yo los escuchaba y me preguntaba si en breve no estaría teniendo con Euge un diálogo similar. Al menos Érika trataba tan dulcemente a su cornudo como mi mujer a mí.
—¡Ey, cuerno! —me murmuró Érika, sacándome de mi ensoñación. Me mostró un pendrive sin que los demás lo vieran—. Acá tenés tu prueba.

Cuando mis compañeros se fueron y quede sólo, puse el pendrive en mi PC. Había una sola foto. La abrí.
¡Y carajo!
Era mi mujer. No se le veía la cara, pero era mi mujer. Estaba recostada boca abajo, en bombachita y ramera, en un momento de intimidad. La foto estaba hecha desde su colita perfecta, y quien la tomara hundía un dedo en la entrepierna, por sobre la tela de la tanguita, dejando claro que aquella cola —al menos en ese instante— era por completo de su propiedad.
Tragué saliva. Me volvió el sudor. Una cosa era decirlo o escucharlo. Otra cosa era verlo. Es cierto, el rostro no se veía, pero la tanguita era reconocible, lo mismo que la cola y el cabello sobre la espalda. Miré la fecha y hora de la foto: la habían tomado unas horas antes, mientras yo cotejaba los datos de una línea de crédito para un club náutico canadiense.
Me deprimí.



6.
Es una experiencia intensa —no digo buena ni mala— llegar a tu casa ya no con la sospecha sino con la certeza absoluta que tu mujer estuvo un par de horas antes llena de pija de otro tipo. Y que te de un besito inocente y te hable como si tal cosa. Yo permanecía mudo. La veía ir y venir y no lograba emitir palabra, estaba como en shock. Por suerte Eugenia no se dio cuenta, tenía la cabeza en unos libros y apuntes para un parcial. Supongo habrá pensado que vine muerto por el trabajo.
—Mi amor, ¿no te encargás de la comida? Estuve clavada toda la tarde con esto y me falta.
Hija de puta, seguro que estuvo clavada toda la tarde. Le miré la bombacha: estaba en la cama, en bombacha y remera vieja. No era la de la foto.
—Sí, mi amor —respondí como un autómata.
El lavadero está al fondo de la cocina. Hice ruido con unos cacharros y abrí el lavarropas. Allí estaba la tanguita multicolor y la remera de la foto, con otras prendas que le hacían de coartada. Así que mi jefe efectivamente se la estaba garchando. ¡Y esta turra no me decía nada! Me deprimí de nuevo. Quise consolarme con la confirmación —ahora— de que conservaba mi trabajo. No me alcanzó. Parte de la idea de no quedar desempleado era darle una mejor vida a Eugenia, consentirla en todos sus gustos. Pero de esta manera los gustos se los sacaba con otro.
Cociné. Comimos. Culpé de mi ánimo al trabajo. Esa noche me fue imposible buscarla para el sexo. Ella tampoco me buscó.



7.
Si le preguntaba a Muni cómo soportaba que el señor Gaber le cogiera a su mujer, iba a deschavarse que yo me encontraba en idéntica situación. Y no quería. Bajo ningún concepto, quería.
—Sí, ¿qué pasa?
—¿Eh?
Era Muni. Yo simplemente me desperté de mi ensueño.
—Te me quedaste mirando durante un minuto.
—Ah, no... Me colgué, perdoná.
Estaba condenadamente solo.



8.
Lo primero que hice esa tarde al llegar a casa fue revisar el lavarropas: no había nada. Bien, mi jefe no me la había cogido. Euge vino a mí, más mimosa que nunca. Puso mi mano en su culo, me rodeó el cuello con sus brazos y comenzó a besarme la boca, la cara, el cuello, y a sonreír.
—Puchi, necesito mimitos... Ayer no te di bola, pero hoy estoy re enamorada...
—Sí, ayer no parecías muy enamorada.
No quise que fuera un reclamo, pero me salió un reclamo.
—Ayer estuve... estudiando. Estuve confundida, no pude pensar mucho en vos.
¿Qué me estaba queriendo decir su subconsciente? La noche anterior se me había hecho evidente que lo de sus libros y apuntes era su excusa para no estar conmigo después de coger con mi jefe.
—¿Y hoy me querés de nuevo?
Su cara fue de sorpresa.
—Siempre te quiero, bobo. Ayer te quise más que nunca, aunque  estuve rara... No sé, me debe estar por venir. Quero que hagamos el amor. Quiero compensarte lo de ayer.
Me lo dijo por el hecho de no haberme dado casi bola a la noche. Yo supe que en verdad me quería compensar por haberse cogido a mi jefe. Se me paró la pija.
Esa noche hicimos el amor. Y por hacer el amor digo amor: muchos besos, muchas caricias, muchos roces y palabras románticas. Y poca —muy poca— penetración. No crean que estuvo malo, al contrario. Fue distinto y fabuloso.



9.
Al otro día mi humor estaba inmejorable. En la oficina conocí a la novia de Aguirre, Daniela, el bomboncito al que se había referido mi jefe. Y vaya que era un bombón. La verdad, desentonaba con Aguirre, que parecía un nerd de 30 años pero con cerebro promedio. Daniela era una chiquilla hermosa y simpatiquísima, sociable hasta lo correcto, de esas mocosas con carácter sin estridencias, que van estudiando el terreno entre broma y comentarios jamás desubicados.
Me cayó bien Danielita, y creo que yo también a ella. Estaba con un shortcito de jean bien corto que le dibujaba una cola exquisita. Varios en la oficina la miraron, con bastante disimulo, debido a Aguirre. Los que no disimularon fueron los gerentes. Pasaron tres, en distintos momentos, y se la comieron con los ojos. Me impresionó su desfachatez, pues el novio estaba junto a ella. La miraron sin el menos disimulo, la evaluaron y evidentemente la aprobaron.
Lo más extraño, al borde de lo bochornoso —aunque solo yo me di cuenta— fue que Daniela también los evaluó. ¿Qué estaba evaluando? Yo sabía ahora que el señor Riglos se la cogía. ¿Estarían por cogérsela otros gerentes? Me estremecí.
—Mi vida, estoy retrasado con una documentación... —Aguirre a Daniela—. ¿No me esperás una hora?
—¡Ay, no, me súper aburro! ¿Qué hago una hora acá adentro?
Apareció Érika de la nada, como aparece un Drácula en un dibujito animado.
—Yo te puedo llevar a conocer la empresa... Hay un par de gerencias que no nunca viste...
Miré a Aguirre. Su rostro reflejó una angustia ancestral, como si todos sus antepasados, incluso los que vivían en las cavernas, también hubiesen sido cornudos como él.
—P-pero... no, Danielita, voy a tratar de hacerlo más rápido. Seguro que en media hora...
—Volvemos en una hora y media, Aguirre —dijo Érika, innegociable, y se llevó a la pequeña Danielita por el pasillo, hacia el matadero, es decir, a las gerencias.



10.
El jueves a la noche la busqué a mi Euge, que no me correspondió al sexo-sexo. Se mostró otra vez romántica, con ganas de amor y no de pija. Con una excusa tonta fui a la cocina y revisé el lavadero. No había ropa lavándose ni lavada. Fui al canasto y lo encontré: un conjuntito de guerra color rojo sangre que yo le había comprado para un aniversario. Olí la tanga. El tufo a cogida fue irrefutable. Así que me la habían estado cogiendo otra vez.
Volví a la cama con sentimientos contradictorios: por un lado dolido por su engaño, por otro, con un amor renovado porque Euge estaba más romántica que nunca. ¿Sería la culpa? Elegí no pensar y hacerle el amor, como ella quería.

Me di cuenta que mi jefe me la cogía martes y jueves porque en casa Euge me buscaba martes y jueves. Para hacerle el amor, no para cogerla. Se podía decir que las cogidas se reservaban para los sábados, aunque era evidente que ella prefería el romance de entre semana.
Paralelamente comencé a recibir fotos y videos de los encuentros de Eugenia y mi jefe. Al principio fotos donde no se veía bien la cara, pero enseguida la cosa se relajó y el nuevo material la mostró completa. Lo mismo con los videos. Era aún más extraño que saberme cornudo. Sonreía a cámara con una sonrisa que no le conocía. Sus ojos tenían un halo de culpa, esa mirada previa a la tristeza. Dirán que son ideas mías, puede ser, porque en otras fotos aparecía chupándole el vergón a mi jefe con tremenda cara de puta, o recibiendo feliz un lechazo en pleno rostro. En los videos se la veía mucho más ella, sin esa melancolía de las primeras fotos. La veía y era ella y no lo era. Tenía como una impronta emputecida que jamás le había visto, una respiración bien arriba, de manera constante, como un escalador llegando a la cima del Everest. Y se lo montaba a mi jefe con una agresividad que conmigo jamás había tenido.
Un día comenzó a salir con sus amigas los viernes. A bailar. Salida de chicas, dijo. A mí me dio sospecha, pero callé. Llegaba muy tarde, amaneciendo, con la ropa sexy oliendo a cigarrillo, los pelos despeinados, un poquito ebria, el maquillaje corrido y... muy romántica.
Comenzamos a hacer el amor todos los sábados porque ella comenzó a ir a "bailar" todos los viernes por la noche. Hija de puta. Mi jefe había abierto una puerta que yo ni siquiera sabía que existía.
Hacia mitad de año hacíamos el amor martes, jueves y sábados, y eventualmente algún otro día de la semana, después que se juntaba para estudiar con sus compañeritos de facultad. Prácticamente no cogíamos. El "hacer el amor", el que le gustaba a ella, era casi tántrico, lleno de besos, caricias, mimos... La mayoría de las veces, cuando yo me ponía pesado con mi manía de penetrarla, ella se las ingeniaba para tomarme la pija y comenzar una paja que nunca era muy duradera, pues me encontraba tan caliente y sus manos eran tan suavecitas y hermosas, que terminaba acabándole entre los dedos.
Hacia el final de ese año ya había perdido el control de cuándo y con quién me hacía cornudo. Hacíamos el amor casi todos los días, y ella se ausentaba de casa a diario con excusas cada vez menos serias.



11.
Para fin de año me llamó mi jefe a su oficina y me dijo:
—Cirilo, los videos de tu mujer se están haciendo muy populares entre los gerentes... Y hay varios que la quieren conocer...
—Señor, no me haga esto. El único que me la puede coger es usted.
—Cirilo, esto es dinámico. Es como el capitalismo, hay que abrirse, adaptarse.
—Señor, usted no me entiende, ya casi no me cojo a mi mujer, la última vez fue hace como cuatro meses.
—Cirilo, no me vas a culpar por eso, yo sólo te la cojo dos veces por semana.
—Pero ella se desbocó, ahora coge todos los días. Dice que sale con amigas viernes y sábados, y yo sé que se va a garchar. Y se los baja también a sus compañeros de facultad.
—Y a un profesor —me dijo distraído mientras miraba un documento. Lo miré con tal desconcierto que agregó—. Ella me cuenta todas sus andanzas. Es normal, soy su macho principal.
—¿Usted sabe de todos los que...? —tragué saliva— ¿A quién más se coge?
—Los compañeros de facultad son tres. Se los coge por separado y ya están empezando a tentarla con una partuza.
—¡No, carajo, no!
—Tranquilo, Cirilo, ya se lo prohibí. La primera partuza tiene que ser con los muchachos de gerencia...
—G-gracias... —me encontré diciendo.
—Se está cogiendo también a su profe de yoga, a uno que conoció en un boliche y desde hace un mes se ve todos los lunes con un ex que parece que la hacía volar.
—No puede ser...
—Cirilo, que te la cojan los otros gerentes va a ser lo mejor...
—¡Pero me la voy a coger menos que ahora!
—Cirilo, pensá en la empresa.
—Señor, no es que no aprecio su ayuda —me sentía un pelotudo excusándome con el cretino que me había puesto en esta situación—, es que si me la cogen todos los gerentes voy a ser el cornudo de la empresa.
—Cirilo, yo te la estoy cogiendo desde hace meses... ¿Alguien se enteró?
—N-no... Aunque lo de López lo sabe todo el mundo...
—Eso fue porque él se manejó mal. Se enteró que me cogía a Érika, hizo un escándalo acá en la oficina delante de todos... y después no toleró la separación, así que tuvo que resignarse a ser el cornudo de la oficina, porque para ese entonces ya todos sabían. Vos sos más inteligente.
Apreté mis puños. Por más que sonara demencial, y que odiara todo lo que escuchaba, el señor Gaber me estaba dando el mejor consejo posible. Quizá ni siquiera debiera confesarle a Eugenia que sabía que me hacía cornudo, quién sabe las consecuencias que eso tendría. Quizá lo mejor era hacerme el tonto para siempre y soportar los cuernos como un buen esposo.
—Señor, ¿de cuántos gerentes estamos hablando?
—Los muchachos de siempre, Cirilo. Los mismos que le cogemos la mujer a López o la novia a Aguirre —El señor Gaber estaba entusiasmado. Siempre estaba entusiasmado, en realidad. Presionó un botón del intercomunicador—. Riglos, vení que te quiero presentar al cornudo de Eugenia —Hizo una pausa y me sonrió—. Decimos "cornudo" porque es más simpático, no lo decimos para ofender, ¿eh?
Del intercomunicador salió una voz áspera.
—Ah, ya voy, ya voy... Quiero conocer al afortunado dueño de esa mujer exquisita...
No me daban tiempo para nada.
—Señor, no sé si quiero conocer a Riglos.
—Ya lo conocés, Cirilo. Es el gerente de marketing.
—Sí, pero no en mi rol de cornudo.
Mi jefe se me acercó y palmeó mi espalda.
—Al contrario, Cirilo, cuantos más gerentes te hagan el favor, mejor.
Amagué irme, sin lograrlo a tiempo. Entró Riglos con un entusiasmo de chiquilín.
—¡Hola, hola, hola! ¿Dónde está el cornudo? —Me vio, sonrió con todos sus dientes y me señaló sin recordar mi nombre—. Usted...
—Cirilo —lo ayudé.
—¡Cirilo, claro! ¡Por poco lo olvido!
El cinismo y desparpajo de Riglos era aún superior al del señor Gaber. Era un rubión canoso, tostado y de cara ancha, como un Jimmy Carter menos norteamericano.
—Señor Riglos, le pido discreción. No quiero que nadie de la empresa se entere que usted también se va a coger a mi mujer...
Riglos se sorprendió.
—Los muchachos lo saben. Todos.
Mi jefe intercedió:
—Ya hablé con la mujer de Cirilo. Le comenté que hay varios gerentes que vieron sus videos garchando como una perra en celo y se la quieren coger también. Me dijo que no tiene problemas, siempre y cuando sean tipos que le gusten.
—¿Cómo que le gusten? Somos siete, y si uno no es pelado, es gordo, y...
—¿¡Siete!? ¿¡Me la van a coger los siete!?
—Tranquilo, Riglos —Mi jefe me ignoró por completo—. Le dije que se la van a coger todos. Los siete. Un día cada uno. Que aunque no le guste un gerente, se lo tiene que bajar igual. Que si aceptaba iba a haber beneficios para el cuerno.
—¡Por supuesto! —acordó Riglos— En esta empresa cuidamos de nuestros mejores empleados.
—Pero señor Gaber, si me la cogen todos los días, no me la voy a poder coger nunca más…
—Podemos grabarte las cogidas en video, Cirilo —me propuso con tono de solución—. No creo que los muchachos tengan problema.
Riglos levantó la palma de sus manos y frunció la trompa como diciendo: "por mí, ningún problema".
Me quedé cabizbajo, gris, acongojado. No me la iba a coger nunca más, eso era seguro.
—Están los feriados —dijo de pronto Riglos, como para consolarme.
—Sí —secundó mi jefe— Hay varios feriados que no vamos a cogértela.
—A López le pasa lo mismo. Navidad, año nuevo, esas fechas te van a quedar libres.
—¡Y las vacaciones!
—¡Ah, claro, las vacaciones! —se entusiasmó Riglos, y me dio una palmada en el brazo— No sé de qué te quejás, Cirilo, te la vas a coger más que nosotros.
 Lo arreglarían con Eugenia el lunes. Eso me dijeron. Lo que significaba que desde el lunes me la iban a garchar todos los días. Tenía solo este fin de semana para cogérmela bien. Después de eso, mi vida sexual iba a ser similar a la de un agua viva. Ese sábado Eugenia salió con sus amigas a bailar. Sí, claro, a coger. Y ese domingo fue la última vez que lo hicimos durante mucho, muchísimo, tiempo.



12.
Ese lunes me la cogió Riglos, que era el más ansioso. Supe la hora exacta en que mi mujer me estaba corneando, y hasta el telo. La filmación la tuve a las 15, y la vi en la PC apenas quedé solo en la oficina. Pasó Érika, en medio de la función.
—¡Qué bien coge Riglos, ¿eh? —me humilló, y siguió de largo con unas carpetas.
En casa, todo cambió. No en la superficie, allí todo seguía igual, yo trabajaba y Euge estudiaba o hacía de ama de casa. Pero por debajo nuestra relación se estaba transformando: ya era un hecho que no cogíamos, solo mimos y una paja en sus manos, no más. Yo dejé de reclamarle, ella dejó de excusarse, y pronto todo se naturalizó. Una tarde llegué 18 horas y monedas, apenas unos minutos después de que ella llegara de coger vaya saber con cuál gerente. No le di opciones, iba con la idea de encararla, de terminar con sus mentiras, putearla, perdonarla y cogerla como Dios manda. En cambio, sin saber por qué, le comí la conchita recién cogida con una gula y desesperación que no había experimentado jamás. Euge acabó dos veces, más sorprendida que yo. Por más que se duchó en el hotel hasta un novato se hubiera dado cuenta que por dentro estaba sucia de leche de otro. Desde entonces, cada vez que yo llegaba de la oficina y ella había estado cogiendo un rato antes, le comía la concha. A a pesar de esto Eugenia siguió como si nada. Amorosa conmigo, enamorada, y muy huidiza en la cama. Tontamente, yo seguía esperando su confesión, especialmente ahora que se dejaba por toda la gerencia. No hubo nada. Sí se hizo costumbre lo del sexo oral. No fue que me condicionó, nunca lo hablamos. Simplemente se negaba a coger, me decía que estaba demasiado enamorada y romántica para hacerlo, que lo dejáramos para mañana. Pero al otro día sucedía lo mismo. Terminé comiéndole la conchita todos los días, rubricando el garche de cada gerente con mi limpieza. Con el tiempo ya ni le pedí nada, y ella tampoco. Nos acostábamos y yo me zambullía en su entrepierna sin ninguna instrucción. Fue extraño no decir nada y verla abrirse y saber que era mi deber ir allí y darle mi placer. Me tomaba de los cabellos, cerraba los ojos y murmuraba:
—¡Ahhh...! Sí, amor, sí... Esto sí que lo hacés bien...
Lo bueno, lo inexplicable, es que de esa manera sí acababa conmigo.
En la oficina hubo cambios buenos y malos. Los gerentes de todas las áreas comenzaron a detenerse en mi escritorio y a tratarme con condescendencia. Eso generó la sorpresa y envidia de buena parte de mis compañeros. Y una observación más crítica de parte de un pequeño grupo. Me miraban y hablaban como a Aguirre y López. Me hablaban como a un par, como si perteneciéramos a algún tipo de cofradía secreta. No sólo López y Aguirre, una media docena de compañeros más, de otras secciones, todos casados, todos visitados por gerentes distintos, en encuentros casuales, iguales a los míos, y de los que nunca antes me habría percatado: los cornudos éramos muchos, y nos reconocíamos entre nosotros.
Para el año y medio de que todos mis jefes se cogieran a mi mujer, hacía ya doce meses que mi Euge y yo literalmente no cogíamos. Yo había dejado de reclamar, y ella de excusarse. Con el paso del tiempo simplemente se había dejado de hablar del tema, solo actuábamos: nos acostábamos, y yo a chupar. Un año sin coger, con los gerentes garchándosela todos los días, hasta que un día ella me recibió —felicísima— con la noticia.
—¡Mi amor, estoy embarazada! —Me quedé mudo— ¡Vamos a tener un bebé!
Nos fundimos en un abrazo lleno de amor y felicidad, como si el hijo que estuviera concibiendo hubiese sido sin dudas engendrado por mí. Aún en ese momento ni ella ni yo dijimos nada de que hacía mucho más de nueve meses que no cogíamos, solo nos besamos —ella entre lágrimas más enamorados y felices que nunca.
Que me la cogieran siete gerentes trajo muchos beneficios. No solo por el bebé y el resguardo de mi trabajo sino también por algún que otro bono. Pero la crisis siguió arrasando y, por más que yo fuera un empelado ejemplar, el desmantelamiento de buena parte de la empresa me alcanzó.
Con la pancita de cinco meses, más hermosa y radiante que nunca —y más cogida que nunca, porque con el embarazo los gerentes estaban peor, se la enfiestaban de a varios, invitaban a amigos de otras empresas, etc.— Euge se sentó en la cama para escuchar esta vez mi anuncio de "una noticia importante".
—Amor, ya sabés que las cosas están mal en la empresa y que van a cerrar todas las oficinas, incluida la de Buenos Aires. Pero como tu maridito es uno de los mejores empleados, y tengo a la mejor esposa del mundo, voy a ser uno de los pocos que va a poder conservar el trabajo...
Eugenia pegó un saltito de felicidad.
—Yo sabía que a vos te iban a valorar.
Lo que mis gerentes valoraban era que podían penetrar analmente a mi mujer y ella no decía nunca que no. Lo dejé pasar.
—Solo vamos a quedar la mayoría de los gerentes, y un puñado de empleados: Muni, Aguirre, López, yo y unos diez más como nosotros.
—Me imaginé, mi amor. Son los mejores empelados, lo que se rompen los cuernos trabajando.
—Sí, los cuernos... Escuchame, hay un problema: las oficinas de acá se cierran, nos trasladan al astillero, en Corrientes.
—Sí, sí, ya sé... —me dijo. Se suponía que no debía saberlo.
—Es Ensanche, un pueblito de...
—Ya sé, amor. Elizabeth me habla siempre de Ensanche. Está muy contenta con el lugar.
—No tenemos muchas opciones... Si a vos no te gusta...
—Mi amor, no te preocupes. Además, van a ir tus jefes, te vas a sentir acompañado, va a ser igual que vivir acá.
Con eso me estaba diciendo que íbamos a seguir sin coger por varios años más y, quien sabe, concebir y criar más hijos. Quise alertarla sobre ese lugar tan pequeño y aburrido.
—No sé, no conozco Ensanche, pero me dijeron que no hay nada y que la población es de poco más de cien habitantes, la mayoría hombres. Te vas a embolar todo el día sola...
—No te preocupes por los cien hombres, Elizabeth dice que son todos muy acogedores.
Recién ahí me di cuenta de mi error de percepción. Yo me preocupaba por si los gerentes se la iban a seguir cogiendo, y ella ya sabía que los que se la iban a coger eran los cien tipos de Ensanche.
Me abrazó emocionada y feliz, con su panzota en el medio, que le de dio un tironcito.
—Sentí, mi amor —me dijo, y puso mi mano sobre su vientre— nuestro hijo patea de felicidad. Él también quiere que vayamos a Ensanche…
Sí, sin dudas iba a tener que criar más hijos. Muchos más.

FIN

Se puede comentar. No le cobramos nada.

Bombeando: Tamy: Diez Años Después (Parte I)

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BOMBEANDO: TAMY: DIEZ AÑOS DESPUÉS (PARTE I)
(VERSIÓN 1.0)

Por Rebelde Buey


[ ¡Carajo! Por una vez que no íbamos a la quinta de Lobos de vacaciones. Por una vez que convencí a mi mujer de no ir a ese lugar infernal donde siempre terminaban garchándomela... y yo como un cornudo haciendo el trabajo de los caseros, en vez de descansar como corresponde a un buen esposo y padre de familia… ]


Se acomodó la verga por sobre el mugroso pantalón con un gesto despreocupado, sin que le importara mi hijo ahí delante, o mi mujer. Aunque seguro hizo aquello justamente por ella, para que lo viera bien, para que lo midiera. ¡Y por Dios que le medía como un burro!
—Tengo de todo en el camión, menos nafta —dijo don Roque, mirando solo a Tamy e ignorándome por completo—. Todo el mundo sabe que no se puede cruzar esta ruta sin el tanque cargado hasta rebalsar —ahora sí me habló a mí, para juzgarme por mi imbecilidad.
No supe qué decir, solo me puse rojo como una señal de PARE. Botellita corría alrededor nuestro levantando polvo, y yo estaba con la cabeza puesta en la ropa que llevaba mi mujer: una minifalda tejida color salmón que le hacía ver más largas sus piernas bronceadas, y una remera top blanca con letras grandes que decía “Used Bitch”, descotada de hombro a hombro. Parecía una modelo, no la madre de un crío de ocho años. Tamy le sonreía al de la grúa de una manera que me recordaba a otros tiempos.
No estaba la cosa como para sonreírle a nadie. Nos habíamos quedado en medio del desierto, en una ruta abandonada, y este tipo, don Roque, fue el único que milagrosamente pasó en las últimas seis horas. El pobre Botellita ya estaba insoportable de aburrimiento, y yo comenzaba a temer la todavía lejana llegada de la noche, por los coyotes y otras alimañas.
—Y bueno, ¡remólquenos! —me impacienté, más que nada porque don Roque se estaba comiendo con la mirada a mi esposa y quería romper esa magia… Es que Tamy seguía sonriente y ahora levantaba el piecito derecho y juntaba un poco los brazos, inflando sus pechos, que le habían crecido desde que incrementara su actividad sexual—. ¡Le pago lo que quiera!
—No es tan sencillo, porteñito...
Me lo dijo mal, con desprecio. El tipo ya no me gustaba, ahora me empezaba a dar miedo.
—¿Qué tiene de complicado remolcar un auto?
—Son doscientos kilómetros al pueblo, y tengo nafta solo para volver. Si lo remolco, con el peso extra de su auto, el tanque no me aguanta y nos quedamos los dos.
—No quiero quedarme acá toda la noche —puchereó Tamy, de pronto miedosa—. ¿Y si vienen los coyotes?
—No se preocupe, señorita —le dijo don Roque, y le apoyó una mano sobre el hombre desnudo—. Si tengo que quedarme acá hasta el amanecer para que ustedes estén más seguros, puedo sacrificarme.
Se me encendieron todas las alarmas. Conocía de sobra este tipo de sacrificios que los hombres ofrecían cada vez que estaba con Tamy. Así que puse las cosas en su lugar.
—“Señora” —lo corregí.

En ese momento Botellita me tironeó del pantalón.
—Pa, quiero manejar la grúa.
La camioneta de don Roque ere una Dodge 950 de las viejas, verde oscuro y destartalada, con un gancho que se levantaba desde una aguja instalada en la caja de atrás. Daba toda la sensación que si enganchaba mi auto ahí, la camioneta se desarmaría.
—No se puede, hijo, la grúa no es para jugar.
—Dale, pa, quiero manejar la grúa.
—La grúa es del señor, Botellita, y el señor...
—Dale, pa, dale, dale daaaaaaaleeeee...
Comencé una discusión absurda con mi hijo sobre la maldita grúa y perdí el hilo de lo que hablaba mi mujer con don Roque. Solo vi que el manoseo cordial no aflojaba, y pronto nacieron las risitas y los cuchicheos. Cuando por fin pude calmar a mi hijo, Tamy giró hacia mí:
—Don Roque va a llamar a un colega que me va a llenar el tanque… Tiene un camioncito cisterna justamente para estas emergencias.
—Yo no dije eso. Dije que lo conozco, no que le iba a llamar.
Me sentí desconcertado, no acababa a entender. Y creo que Tamy tampoco.
—¿Quiere dinero? —aventuré— Está bien, puedo darle algo por su molestia.
—No, no, porteñito, usted parece que es de los que arreglan todo con plata…
—No, yo...
—No necesito su propina, me gano lo mío con mi trabajo... Además, vivo en un pueblo chico, allí las necesidades son otras...
No entendía, ¿quería drogas?
—¿Qué necesidades? —le preguntó Tamy, apoyando una mano en el brazo fornido del camionero.
—Ya saben... necesidades bien básicas...
Yo seguía sin entender. Tamy no.
—¿U-una mujer...?
—Es que en el pueblo uno se siente solo, a veces...
—Papá, el señor quiere que le consigas una novia.
¿Cómo explicarle al inocente de mi hijo que lo que quería don Roque era una puta?
—Está bien, cuando lleguemos al pueblo le pago la chica más cara del burdel más lujoso.
—No hay putas en el pueblo, y además no quiero que gasten plata...
—Papá, ¿qué es una puta?
—¡Madre Santa! —dije cuando entendí.
—¿Está usted loco? —lo increpó Tamy, con tal falta de convicción que rehuyó la mirada cuando se cruzó con mis ojos.
—No puede estar hablando en serio... —Yo no me lo podía creer.
—Papá, ¿qué es una puta?
—Botellita, ahora no, mi amor...
—No es tan difícil ni tan grave. Ustedes tienen una necesidad y yo tengo otra. Hago el llamado y en dos horas mi colega está acá con la nafta. Si no, yo sigo viaje y ustedes se las arreglan solos.
—Cretino… ¡Eso es chantaje!
—En realidad es calentura, pero comprendo su confusión.
Comencé a brotarme, a enojarme, a enfurecerme. Un calor rojo indignación me subía como una espiral desde el centro del estómago.
—Usted es un cretino malnacido, un hijo de una gran....
—¡Mi amor! —me cortó Tamy, espantada— ¡Que está Botellita!
En el ataque de crispación me había olvidado de mi pequeño, que estaba callado, de pie entre mi mujer y yo.
—¡Váyase! —le pedí indignado— Mi mujer preferiría quedarse a morir aquí antes que...
Tamy se me acercó un paso, dubitativa.
—Mi amor... —Se me acercó más, agachó un poco la cabeza y me tomó del cinturón. Nuestro hijo quedó junto a nosotros—. Quizá tengamos que pensarlo…
Ahora la miré a ella como si estuviera loca.
—¿Qué? ¿Estás diciendo que esa idea te parece razonable?
—No, la idea me parece terrible. El solo imaginar a ese viejo grandote entre mis piernas bombeándome con lo que tiene en ese bulto enorme me da náuseas... Pero es más terrible que nos quedemos acá toda la noche.
—Papá, ¿qué es náusea?, ¿no es lo que tiene mamá cada vez que queda embarazada?
—Ahora no, Botellita. Escuchame, no podés estar considerando que ese tipo te… que te… Botellita, andá a jugar con la grúa.
—No quiero, papi. ¿Qué le va a hacer el señor a mamá?
—Nada, Botellita, el señor no le va a hacer nada. Mamá es una señora decente, digan lo que digan tus amiguitos del cole, y no va a hacer nada.
—¡No voy a dejar que mi hijo muera comido por los coyotes!
Tamy había levantado la voz, y a esta altura ya me daba cuenta cuando me manipulaba para conseguir de mí lo que quería.
—¡Y yo no voy a dejar que este viejo hijo de puta te coja, Tamy!
Botellita me tironeó del pantalón, con la boca quebrada para llorar.
—Papá, no quiero que me coman los coyotes…
Tamy volvió a ser conciliadora. Se me pegó, puso cara de gatita y la voz mimosa. Jugó con la solapa de mi camisa.
—Mi amor, es solo una vez… Aunque me coja no voy a volver a las andadas, te lo prometo... Aunque me haga ver las estrellas...
—No, no vas a ver las estrellas. ¡Te prohíbo que veas ninguna estrella con ese viejo!
—Mi amor, en serio, no quiero quedarme acá. Además, ya no puede ser más grave. Ya te hice cornudo una vez…
—¿Una vez?
—Bueno, ¿vamos a volver a tener esa discusión? Hacé de cuenta que estamos en Lobos, como todos los veranos. Hacé de cuenta que es don José, o Botellón…
—Es que no quiero... Me prometiste que cuando naciera Botellita ibas a respetarme. Que nunca más te ibas a dejar por cualquiera.
—Y te cumplí, mi amor.
—¿Me cumpliste? ¡El mes pasado te fuiste un fin de semana largo para estar con el Indio, Botellón y don José!
—Bueno, pero esos no son cualquiera, y además es porque este año no estamos yendo a la quinta... ¡Tampoco seas injusto!
Botellita otra vez me tironeó del pantalón.
—Papá, ¿el señor de la grúa se va a coger a mamá?
Tamy me suplicó con la mirada.
—Está bien —claudiqué—. ¡Pero nada de que te coja! Que se conforme con una buena mamada —no quise decir eso—. Y si la mamada es mala, mejor.
—Ufa...
—Es mi última palabra.
—Botellita —Tamy se agachó y lo tomó de los brazos, cariñosamente. La minifalda se le estiró hasta casi romperse, las pantorrillas se le tensaron y me imagino que el viejo hijo de puta, atrás, le miraría el culazo perfecto y dibujado como por Rafael— Mami va a tratar de convencer al señor de que llame a un amigo que nos traiga nafta y salgamos de acá… —Tamy miró alrededor— Lo va a tratar de convencer en el auto de papi, ¿sí?
Don Roque esperaba nuestro veredicto a menos de diez metros, apoyado en el capó de su camioneta. Tamy me seguía cuchicheando sin parar, se ve que tenía mucho miedo a los coyotes. La verdad es que yo también, aunque no lo quería admitir para que no se desdibujara la imagen de macho que mi mujer tenía de mí. Por otro lado, Tamy me había hecho cornudo aquel verano, estando de vacaciones en Lobos, y desde entonces todas las vacaciones, siempre en esa maldita quinta. Como insinuó ella, no es que yo iba a ser más cornudo porque me la cogieran otra vez. Además, ese viejo grasoso y patético no iba a aguantar mucho, seguro se corría antes de ponérsela.
—De premio te dejo penetrarme otra vez, como hacíamos antes.
—Oíme, no quiero que lo disfrutes, ¿entendés?
Tamy cabeceó una aceptación.
—No, mi amor, obvio que no —me dijo, y no aguantó y echó una mirada al bulto de don Roque.
—Quiero que no pierdas mi respeto.
—Claro, tu respeto, tu respeto…
Caminamos hacia la camioneta.
—¡Y que respetes a mi hijo!
—Claro, tu hijo, tu hijo...
Tamy se plantó frente al viejo con las piernas abiertas en compás. Inspiraba cierto poder. La minifalda se estiró de pierna a pierna y cortó sus muslos bronceados justo donde asomaba la tanguita abultando abajo. Tragué saliva.
—Don Roque —resolvió mi mujer—, puede llamar a su colega, mi marido aceptó que usted me llene de verga hasta vaciarse.
—Sí, pero solo sexo oral, ¿entendió? ¡Nada de penetrar a mi esposa!
Don Roque sonrió como uno de esos coyotes que estábamos tratando de evitar y tomó a mi mujer de la cintura.
—Seguro, no se la voy a coger. Yo respeto a los cornudos…
—¿De verdad?
—Le doy mi palabra —Hacía calorcito y una brisa que daba gusto. La brisa despeinó un poco a Tamy, y los cabellos se le fueron al torso. Don Roque los quitó de inmediato manoseando impunemente las tetas de mi mujer—. Ahora quédese con el crio en la camioneta, mientras ella me la chupa en su auto.
Tamy no dejó pasar un detalle.
—Mi amor, te dijo cornudo, igual que don José.
Quizás por eso me rebelé un poco más y fui a encarar al viejo.
—De ninguna manera, yo voy a controlar que usted...
Don Roque me atajó al vuelo y me tomó del hombro y apretó fuerte. Tenía unas manazas grandes y metió tanta presión que me hizo doler todo el cuello y las piernas se me aflojaron.
—En la camioneta puede distraer mejor a su hijo, imbécil.
Yo ya estaba cayendo de rodillas, el dolor era insoportable. Vi a Tamy mirarme con curiosidad, magreada en el culazo con la otra mano del viejo hijo de puta. No parecía afectada por lo que me sucedía.
—Está bien, está bien, tiene razón —cedí.
Y así, de rodillas y con una mano apoyada en el polvo, vi a don Roque llevarse al auto a mi Tamy, ya no de la cintura sino directamente del culo.
El viejo abrió la puerta de atrás del auto, como si fuera un caballero. Para entrar, Tamy debió agacharse un poco y meter cabeza y torso, con lo que dejó en punta y regalado su culazo perfecto. La minifalda se le levantó y otra vez se vio el bulto de la conchita de mi mujer empotrada en la tanga blanca. Don Roque dejó de ser el caballero del instante anterior y le metió una tremenda y muy profunda mano, que bajó por la conchita para explorarla completa.
—¡Ay, don Roque! —le reclamó Tamy, medio riendo, como si festejara una travesura.
—Papá, ¿por qué el señor se mete en nuestro auto con mama?
No supe qué decirle en el primer instante. El golpe grave de la puerta al cerrarse con mi mujer y el viejo adentro me ahogó la boca. Al final tuve que decir algo, Botellita me miraba pidiendo una explicación.
—Mamá va a pedirle al señor que nos ayude, y ahí van a hablar más tranquilos.
Nunca me habían gustado los vidrios polarizados, y había discutido con Tamy más de una vez porque ella sí los quería. En ese momento hubiese preferido haberle hecho caso. Vi claramente, porque los tenía a dos metros, cómo el viejo se desabrochó los pantalones y mi mujer se quitó la remera, quedando en falda y corpiño.
—Vení, Botellita —quise retirar a mi hijo de allí—. Vamos a jugar con la grúa.
Se le iluminó la cara a mi pequeño, que trepó a la caja con la agilidad de un mono. Lo acompañé con algo de dificultad y en un minuto estaba tratando de bajar el gancho hacia mi hijo.
—Papá, ¿qué le está haciendo mamá al señor?
No me había dado cuenta, pero al subir a la caja de la camioneta la vista era mejor y más completa. Tamy estaba doblada sobre el viejo, medio arrodillada y cabeceando con ganas sobre su ingle.
—Lo está... lo está tratando de convencer... —Botellita miraba la escena tan sorprendido como yo—. Mejor vamos abajo, hijo. Este lugar...
—¡Nooo! —chilló—. Quiero jugar con la grúa.
No hubo forma de convencerlo, así que lo puse a jugar de espaldas al auto. Lástima que la brisa traía las voces, y en ese silencio total, que iba de horizonte a horizonte, era como si gimieron y murmuraran a nuestro lado.
—¡Qué bien que la chupás, putón! ¡Cómo te gusta la pija!
"Chup, chup, chup", se escuchaba. La hija de puta de Tamy le sostenía la verga con una mano, en la base, y se la agitaba arriba y abajo a la vez que lo felaba con unas ganas que solo le había visto con don José, el Indio y Botellón. Me puse en medio como para taparle la visión a mi hijo, que por suerte se distraía jugando.
—¡Y usted, qué pedazo de pija, don Roque! —le escuché a Tamy en un jadeo. La vi suspender el cabeceo, acomodarse los cabellos, mirar con gula ese tremendo y gruesísimo pijón, y volver a cabecear sobre la verga.
Las voces se escuchaban así de claras porque habían abierto las ventanillas. Eso me pareció una canallada, el auto era nuevo, tenía aire acondicionado.
—Chupá, putón, chupá... Ohhh... Síííííí...
Bajé muy enojado, como para reclamarles recato. No para mirar más de cerca, ojo. Es cierto que me paré junto al auto y con la ventanilla abierta era casi como si mi mujer lo estuviera felando al lado mío.
—Uy, sí, putita, sí, me vas a hacer acabar rápido... Sííí… Uhhh...
Junto a la ventanilla abierta se podía escuchar claramente el chapoteo dulce de los labios sobre la pija ensalivada. Y el ronroneo del viejo murmurando "así… así…", tan grave que casi no se oía. El hijo de puta tenía una manaza sobre la cabeza de mi esposa como para guiarle la mamada a su ritmo.
—¿Se puede saber qué hacen con la ventanilla abierta?
El viejo me miró sorprendido y Tamy se quitó el vergón de la boca.
—Seguí chupando, putón… —le ordenó, y mi mujer, como si el viejo fuera su dueño, lo obedeció sin un chisteo. Luego el viejo sacó una mano por la ventanilla, me tomó de la corbata y jaló hacia él, con fuerza y de manera repentina. Mi cabeza dio contra el borde de la puerta, justo sobre la ventanilla. Me dolió muy fuerte. La sorpresa fue total, y el dolor, indescriptible. Tamy dejó de mamar nuevamente, se asustó. Don Roque señaló con los ojos su verga gruesa y erecta y ella volvió a tragar carne.
El shock, el golpe y la actitud del viejo me atemorizaron. Sentí algo caliente en mi rostro, me toqué y descubrí la sangre.
—No puedo prender el aire, imbécil. Sin nafta ¿y encima sin batería? ¡Te vas a quedar a vivir acá, pelotudo!
Tamy seguía cabeceando sobre el regazo del viejo, tomando la pija en la base, que era tan gruesa que no podía rodearla con los dedos.
—T... tiene razón, señor.
—Claro que tengo razón —dijo, y me sonrió—. Y también tengo razón en que sos un imbécil.
No supe qué decirle, me miraba a los ojos como si esperara una respuesta mía. Yo solo tenía en mi mente un zumbido por el golpe y el “chup chup” de Tamy tragándole la verga.
—S-sí… —dije por decir algo.
—¿Sí qué, cuerno?
¿Qué quería que le dijera? Tamy levantó los ojos, sin desprenderse de la verga y me miró mientras seguía mamando. Traté de adivinar.
—S-sí, soy un imbécil... —probé. Tenía mucho miedo.
—¡Señor! —me corrigió don Roque, prepotente.
—Soy un imbécil, señor —repetí, y más fuerte para que no se enoje.
Mientras mi mujer seguía en lo suyo, don Roque me dio su Nextel.
—Buscá a Machete.
Miré el teléfono sin entender.
—¿Hay señal?
—¡Es un radio, imbécil! Uy, sí, putita, volvé a hacer eso...
Abrí el aparato. No lo entendía. Parecía un celular viejo, analógico. No tenía pantallita táctil para navegar. Miré hacia mi hijo, que seguía entretenido con el gancho. Adentro de mi auto, el viejo acomodó a mi mujer en otra posición. En el aparato encontré una lista no muy larga de contactos. Ese hombre no tenía vida social. Pobrecito…
—¿Cómo era el nombre que tenía que buscar...? —dije, temblando mi voz.
—Machete —dijo, y puso a mi novia en perrito, delante de él y le subió la minifalda tejida hasta la mitad de la cola. La tanguita blanca se enterraba arriba entre las nalgas, desapareciendo, y abajo reaparecía cubriendo justo justo la conchita aconcavada.
—Don Roque, ¿qué hace? —El viejo sostenía a mi mujer de una nalga, con su mano derecha. Un dedo de esa misma mano había enganchado la tanguita y la estiraba para un costado. Con la otra mano, se apretaba el pijón grueso y hacía que la cabezota enrojecida se asomara por arriba, como un topo—. ¿Qué hace? ¡Quedamos en que no se la cogía!
—Callate, cuerno, y llamá a Machete, que yo sé lo que hay que hacer acá.
Me dio cierta zozobra. El viejo estaba de este lado, mi mujer del otro, lo mismo que la mano que se la trabajaba. Si yo intentaba algo, podría pegarme.
—Tamy, volvé a chuparle la pija al señor, no te zarpes.
Fui a marcar cuando vi que el viejo hijo de puta comenzó a sobar a mi mujer y a masajearle la rayita.
Don Roque metió dos dedos en la conchita de mi esposa.
—Ahhhhhh —jadeó ella, palpitando lo que venía.
—¡Don Roque, me dijo que no me la iba a coger!
—Tranquilo, cuerno, soy hombre de palabra y muy respetuoso... Estás hecha sopa ahí abajo, putón...
Me quedé tranquilo cuando el viejo comprometió su palabra, pero que se dirigiera a mi mujer de esa manera me hizo dudar. Igual, los dedos del viejo seguían masajeándola abajo. Tamy seguía culito en punta con la minifalda subida por la mitad, manoseada sin pausa y con una lujuria sólo parecida a la mía cuando Tamy me dejaba tocarla para una paja. Llamé rápido al tal Machete y cuando comencé a explicarle, don Roque me quitó el teléfono y cuchicheó unos segundos. Arrojó el celular y vi con horror que se colocaba detrás de Tamy. El viejo turro se agarró la verga —el vergón—, se lo agitó un poco para darle mayor rigidez, fue hacia Tamy y con un dedo le corrió la tanga ahí donde le protegía la conchita. Mi mujer suspiró en un jadeo cargado de deseo.
Por menos de un segundo yo giré mirando alrededor, a Dios, o a mi eterno maldito destino. Y volví a mirar dentro del auto.
—Don Roque, por favor, usted me  lo prometió… me dijo que no me la iba a coger... ¡Tamy, decile algo!
—Ay, cornudo, no me va a hacer nada… —Tamy no me decía cornudo desde que regresó aquel fin de semana que fue a Lobos a ver don José, Indio y Botellón.
El viejo convirtió su verga en una brocha de carne y pinceló la conchita apretadita de mi mujer. Me di cuenta que el viejo no se iba a conformar con una mamada, así que fui a impedirlo. Metí la cabeza por la ventanilla para que me escuchara bien, apoyándome en el vidrio.
—Don Roque, no me la coja. ¡Me dio su palabra!
Al viejo mi interrupción no le gustó ni medio.
—¡Cornudo de mierda! —gritó enojado. Apretó el interruptor de la ventanilla y ésta subió sin detenerse hasta aprisionar mi cabeza—. ¡Aaaahhhhhhh! —grité.
Tamy giró su rostro.
—Siempre el mismo escandaloso vos.
La cabeza me había quedado prensada de costado y me apretaba fuerte una oreja, mandíbula y cráneo. Me partía de dolor.
—Tamy —dije, y en el hablar me empezó a caer la baba—. Me pgometigste que no tse ibas a dejag cogeggg...
—Y no me dejo, paranoico. Pero tiene más fuerza que yo...
¿Qué fuerza, si no se había resistido ni un poco?
—Don Goque, baje la ventanilla pov favoggg....
Don Roque simplemente me ignoró. Tomó a mi mujer de las nalgas, volvió a correr la bombachita para un costado y la puerteó con el vergón hinchado y durísimo.
—Don Goque, pov favog, no me la coja...
—No, cuerno, no te preocupes que no te la voy a coger... —y la cabeza de la verga avanzó unos milímetros y se mezcló entre los primeros pliegues de la concha de mi amorcito.
—¡Don Goque, le va a entgag la cabeza!
El dolor me estaba anestesiando la cara, no los ojos, aunque los lagrimales me nublaban la poca vista que tenía. Pude mover el cuello y liberarlo un poco, con lo que pasé a ver menos pero al menos no babeaba y podría hablar mejor. El viejo crápula, arrodillado detrás de Tamy —que a su vez estaba arrodillada ofreciéndole el culo—, movió su pelvis levemente hacia adelante. O eso creo, porque entre la posición de mi cabeza y las lágrimas ya no pude ver bien.
—Ahhhhh —gimió mi mujer. Como tenía una oreja adentro pude escuchar muy bien su respiración grave.
—Tamy, ¿te está cogiendo? ¿Te está cogiendo, mi amor?
Tenía la cara casi horizontal, y encima la espalda y el culo del viejo me interrumpían la mínima visión periférica. Me pareció ver a don Roque moverse un poquito hacia atrás.
—Uhhhh... —volvió a gemir mi mujer, grave, casi inaudible—. N-no mi amor, nada más se la estoy chupando.
Hija de puta, ¿me estaba cargando? Por más que no viera bien, sabía que ella estaba de espaldas al macho con la cara sobre la otra ventanilla.
—Tamy, ¡no me mientas! ¡No se la estás chupando! Decime si te está penetrando.
Don Roque otra vez llevó su pelvis adelante, siempre tomado de las ancas de mi novia.
—N-no, cuerno, nada que ver... ya te dio su palabra de que no me va a hacer na… aaaaaahhhhhh… por Diossss…
Se la estaba cogiendo. No veía bien, pero seguro se la estaba cogiendo.
—¿Sentís la cabeza, putón?
—¡¡Ahhhh…!!
—Don Roque, ¿qué cabeza? ¿Le está metiendo la cabeza? ¡Me dio su palabra! ¡¡No me la coja, por favor, no me la coja!!
Don Roque volvió a moverse hacia atrás.
—¡Dejá de quejarte, cornudo! La cabeza de ella, no quiero que le duela por el cabeceo de la mamada.
—Si la tiene de espaldas, viejo mentiroso, se la está cogiendo.
Y otra vez para adelante, ahora más fuerte. Y mi Tamy:
—Ahhhhhhhhh…
—No te la estoy cogiendo, cuerno. Me la está chupado, vos desde ahí no ves nada…
—¡Veo que la tiene agarrada del culo! Pare de cogérmela, don Roque, por favor… no me la coja más...
—Vos confía en mí, cuerno…
Pero no confiaba. Solo veía el culo del viejo moviéndose hacia adelante y atrás con ritmo cadencioso, y un pie de mi mujer, hamacándose al mismo ritmo.
—Tamy, ¿te está cogiendo?
—No, mi amor... Ahhhh... Solo se la estoy chupan... ¡¡Ahhhhhh, por Dios, cómo me llena esta pija…!
—¡Tamy, te está cogiendo!
—No, cuer... mi amor, no.
El dolor que ya estaba llegando a mi cuello no se comparaba con el dolor en mi corazón. No tanto porque me la estaría cogiendo, pues no era la primera vez en vacaciones; lo que de verdad me mortificaba era que me podría estar mintiendo. Porque el viejo hijo de puta seguía moviéndose adelante y atrás, y ya no tan imperceptiblemente, más bien con cierta incipiente violencia. Y cuando la pelvis del viejo iba hacia adentro, quiero decir hacía adelante, la respiración de mi mujer cambiaba y le nacía un gemido grave.
—¡Ohhhhh...!
—Así, putón, así… Qué estrechita sos, hija de puta…
¡Me la estaba cogiendo! ¡Me la estaba cogiendo! ¡De seguro me la estaba cogiendo!
—¡Ahhhh…! Se la siento hasta el fondo, don Roque…
—¿Hasta el fondo? ¿Cómo hasta el fondo?
—De la boca, cornudo... Ohhhh... Ahí va más pija, putita...
El viejo continuaba bailando adelante y atrás ya bastante rápido.
—¡¡¡Ahhhhhhh…!!!
Por ser que le estaba solo chupando la pija, mi mujer hablaba demasiado bien, como con la boca vacía. Encima dentro de mi auto se escuchaba claramente el choque de cuerpos y el chapoteo de humedades: ¡flop!, ¡flop!, ¡flop!
—Tamy, si estás chupando pija ¿cómo es que hablás tan clarito?
Hubo un segundo de suspenso en el jadeo de mi mujer. El viejo seguía bombeando, el flop-flop no se interrumpió jamás. Entonces Tamy volvió a hablarme.
—Estág logo, mi amog... siempge tuve la boga llena....
¿Era una broma? Era Tamy simplemente hablando con la letra “g” en el medio. Era evidente la pantomima barata, tenía la boca desocupada y solo hablaba gangoso para conformarme.
—Tamy, ¡me estás mintiendo!
Don Roque se impacientó:
—Cornudo ¡dejá coger en paz! —y siguió bombeando.
El flop-flop era intolerable, pero peor eran los jadeos emputecidos de mi esposa.
—Don Roque, me mintió, ¡al final me la estaba cogiendo!
—Es que no quería que pienses que no te respeto, cornudo —Me lo decía apretándole las nalgas a mi mujer, apretando hacía adentro para estrecharla aún más—. Muy bien, putita, bajá un poquito así va más adentro.
Todo ese tiempo había sostenido la cabeza de costado y soportando el apriete del vidrio contra el marco de la puerta. A esta altura no podía decir qué cosa dolía más, si el dolor o la humillación.
—Don Roque, por favor, ya no siento las orejas...
O no me escuchó, o a nadie le importó. El viejo seguía bombeando, y  mi mujer, gimiendo como una puta.
—Tamy, decime que no te la está metiendo hasta el fondo —dije en un hilo de voz.
—No me la está metiendo hasta el fondo...
—¡Tamy, decime la verdad!
—Decidite, mi amor…
El viejo me la siguió cogiendo no sé por cuanto tiempo, como si yo no estuviera ahí. Por suerte Botellita seguía jugando con la grúa, no se daba cuenta de nada. Los jadeos de Tamy eran escandalosos, estaba gozando como cuando se la cogen en la quinta de Lobos, en cada verano. No sé cómo lo hice pero logré enderezar la cabeza dentro del cepo y logré ver mejor. Ahora tenía claro lo que sucedía. El bombeo de don Roque era rápido, furibundo y cada tanto se estiraba en una clavada profunda dejando la verga bien adentro por un rato.
—Ahhhhhhh... —gemía entonces con fuerza mi mujer.
Hasta que de pronto escuché lo que no quería:
—Me viene la leche, preciosa. ¡Te lleno! ¡Te lleno!
Mi mujer pegó un gemido de aprobación que más bien pareció un rugido. Yo me opuse.
—¡Adentro no, don Roque! ¡No sea hijo de puta!
—Tranquilo, cuerno, le va a gustar...
—No es por eso, ¡no quiero tener más hijos!
Don Roque tenía a mi mujer tomada del culo y clavaba mirando su propia faena. Cada vez que empujaba le abría las nalgas para entrarle más a fondo.
—No pasa nada, cuerno, si me la estoy cogiendo por la boca...
Viejo hijo de puta, me mentía como a una criatura. Ahora tenía la cabeza enderezada, veía perfecto que me la estaba cogiendo, como hacían don José o el Indio o Botellón.
—¡Lo estoy viendo, don Roque!
Entonces giró y me vio la cabeza acomodada y mirando.
—No jodas, cuerno, que estoy por acabar...
Me desesperé. La iba a inundar de leche.
—Mi amor, decirle que no te llene, por favor.
—No te pgeocupeg, mi amog... no me hace nadag...
Otra vez la pedorrada de hablarme con la “g”, puta de mierda.
—¡Tamy, por nuestro hijo!
—Bueno, si me hace un hijo vemos...
—No aguanto más, putón. ¡Te la suelto, te la suelto en serio!
—Sí, don Roque, lléneme de leche.
—¡Tamy, comportate! ¡Don Roque, contrólese! ¡Botellita, atate los cordones de las zapatillas!
El viejo de pronto comenzó a serruchar como un poseso, y a jadear y pegarle nalgadas a mi mujer.
—Tomá verga, putón, te acaboooooo...
Y Tamy comenzó a orgasmar involuntariamente.
—Ahhhhhhhhhhhhhh… sí, sííííí, don Roque, sííí… ¡Lléneme! ¡Lléneme de leche para el cornudo! ¡Ahhhh...!
Y don Roque, que cada vez que retiraba la verga de adentro de mi esposa me apoyaba el culo cerca de mi cara, redobló las nalgadas y se soltó,
—¡Tomá, hija de re mil putas! ¡Hasta los huevos, tomá...! ¡Ahhhhh!
—Sí, don Roque, síííí…
—¡No, don Roque, nooo!
—Ahhhhhhhhhhhhh… va para tu marido toda la leche, putón… Toda la leche para el cornudo.
—Ahhhhhh, mi amor, ¡me está llenando! ¡Me está llenando para vos!
No sé cuánto duró ese polvazo. Le habrá volcado un litro porque no terminaban más de gritar. Tamy estaba desconocida, acabando con ese extraño como si le gustara la infidelidad. Tanto escándalo hicieron, que Botellita empezó a preguntar:
—¿Qué le pasa a mami? ¿Qué le hace el señor?
Jadeando sonoramente, ya recuperando un poco el aliento y con la verga embadurnada y aún latiendo de satisfacción, don Roque abrió por fin la ventanilla y me liberó.
—Andá a atender a tu crio, imbécil.
Si me dolía cuando tenía la cabeza aprisionada, no quieran saber lo que me dolió zafarme de esa posición. Pero no me detuvo el dolor, giré y llegué a alcanzar a Botellita que venía a ver qué pasaba. Lo tranquilicé y lo regresé de nuevo a la grúa. Y aunque no lo crean, subido de vuelta con mi hijo y con el guinche, vi resignado como el viejo hijo de puta volvía a garcharse a Tamy.
Una hora más me la estuvo cogiendo. Una hora complicada, porque Botellita se entretuvo con la grúa hasta que en un momento dejó de ser novedad y quería ir a ver a su madre. Me costó retenerlo. Y me costó responder a sus inocentes preguntas, porque veía dentro del auto y escuchaba todo.
Cuando Tamy, montada arriba del viejo, comenzó a cabalgar con violentos sacudones hacía abajo, tuve que decirle:
—Mamá está probando la calidad del asiento de atrás, Botellita.
—¿Y por qué el señor tiene el culo desnudo?
—Porque tiene calor, Botellita.
—¿Y por qué mamá tiene la piel de gallina cuando grita?
—Porque tiene frio, Botellita.
—¿Y por qué mamá grita “para el cornudo, para el cornudo”?
—Bueno, basta de preguntas, Botellita, vamos a jugar.
Cuando por fin me la terminó de coger, cuando la pesadilla hubo terminado, me consolé con que por fin iba a ser mi momento. Estaba muy molesto con Tamy y pensé en aprovechar ese enojo para manipularla un poco y que me dejara cogerla aunque sea un ratito. Es que en los últimos meses, por H o por B, no tuve oportunidades.
—No sé, mi amor, estoy muy cansada… —trató de evadirse—, chuparle la pija a ese viejo asqueroso me dejó de cama.
—Tamy, vi cómo te cogió dos veces.
—Bueno, ¿vas a empezar de nuevo con tus celos enfermizos? Acá lo importante es el bienestar de nuestro hijo y que nunca le falte nada.
—¿Qué tiene que ver eso con lo que estamos hablando? —La conversación parecía ir hacia una pelea, y con una pelea no iba a conseguir nada de ella—. Está bien, olvidate de eso. Yo lo único que quiero es que estemos un ratito juntos en el auto. Vi un par de cositas que le hiciste al viejo y me gustaría que...
—Ay, mi amor... está Botellita… ¿Qué va a pensar si nos ve por la ventanilla haciendo eso...?
—Ya te vio subir y bajar encima del viejo.
—Eso es distinto, está más acostumbrado.
Entonces me indigné.
—Tamy, dejate de joder. Te estuvo cogiendo ese viejo durante una hora y media, ¡creo que tu marido tiene derecho a algo de su mujer!
Tamy dudó, la vi cavilar para sí, y finalmente se le aflojaron los hombros.
—Está bien —cedió— pero coger no. No me gusta estar haciendo esas cosas con Botellita dando vueltas por ahí. No es un buen ejemplo —y entonces me sonrió tan enamorada como cuando éramos novios—. Mejor te hago una pajita, que a vos te encanta.
Dije sí, desesperado, en el auto vería la manera de ir más allá. La tomé de la mano y comencé a llevármela al auto cuando don Roque dijo:
—Ahí viene Machete.
Miramos en dirección hacia donde él nos señalaba y vimos unas nubes de polvo nacer en el horizonte, y elevarse gordas y estiradas como los testículos del viejo. Tironeé de Tamy apurando el paso.
—¡Vamos, vamos!
—Mi amor, no seas desubicado. Ya está llegando, mirá si nos ve ahí adentro, ¿qué va a pensar de nosotros?
Lo que iba a pensar en cuanto hablara con don Roque era que ella se dejaba fácil y que yo era una flor de cornudo. Volvía a tironear de mi esposa hacia el auto, pero ya no hubo forma: estaba muy concentrada en el camioncito cisterna que estaba llegando a nosotros.
Vi a Tamy ajustarse la minifalda salmón y la remera blanca, y retocarse un poco el cabello y pararse erguida sacando el culito y las tetas. La misma actitud que tenía cada vez que íbamos a Lobos.
—Tamy, ¿qué haces?
—Me dijo don Roque, en el auto, que a Machete le gustan las chicas delgaditas como yo.
—¿Que te dijo qué? ¿Te va a entregar ese viejo turro?
—No, tonto, pero si le embellecemos un poquito la vista a lo mejor nos cobra algo menos.
Con una mujer común, en una situación común, ese comentario sería inofensivo. Solo que era Tamy. Mi Tamy. Y estábamos en el medio de la nada. Se la habían estado cogiendo durante toda la tarde, y ahora me daba cuenta que la tarde recién empezaba.


FIN DE BOMBEANDO: TAMY: DIEZ AÑOS DESPUÉS, PARTE I

Agradecimiento especial a Mikel, por el tipeo :D



** SE PUEDE COMENTAR. NO LE COBRAMOS NADA. =)

Noticias

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1— Debido a que los relatos pornográficos de este blog son más inmorales de lo que los mismos lectores pueden soportar, voy a abrir un blog paralelo (o una sección, aún no lo sé), cifrada con contraseña o con invitación. Es para proteger a esos lectores que —la verdad, tienen razón— no se merecen encontrarse con cosas que exceden un relato de cuernos.
De esta manera, todos contentos y nadie se ofende.
El blog seguirá igual, en la práctica no va a cambiar nada (solo poner una clave para ingresar a los relatos nuevos, que te va a llegar por mail).
Todo esto sucederá antes de la publicación de la continuación de BOMBEANDO, que iba a publicarse este viernes, pero ahora quizá se atrase unos días para re programar el blog.
(las "instrucciones" serán muy muy simples y se publicarán en su momento acá mismo)

2— Se está escribiendo la segunda parte de LA PROFECÍA.

3— Ya están escritas (pero no tipeadas) los siguientes tres episodios de la mini serie LA TURCA, que como recordarán se dan por noches (se relatan la cuarta noche, en la casa del jefe de Poroto, las noches de la semana en curso, las noches de la semana subsiguiente, en las casas de otros gerentes, y finalmente la noche en la casilla que están construyendo dentro de Las Cuadrillas).

4— Ya está escrito y a punto de tipearse el Anexo de la segunda parte de NI GORDA NI FLACA, en el que BRUNI es sometida a una doble penetración anal por parte de Mario Falcón y su amigo, en presencia del cornudo, que no sabe que la víctima es su novia. Este hecho quedó pendiente de contarse en el relato principal, pero como es todo un suceso en sí mismo, se relatará con detalles en un relato aparte.

Helina y su BenjamínAnexo: El Cuartito de Benji

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Helina y su Benjamín – Anexo 2
El Cuartito de Benji

Por Rebelde Buey

Voy a tratar de contar —si puedo— lo que sucedió en casa el día que mi Heli me mostró por primera vez mi piecita. Sí, la tarde en que la encontré en bombacha y tetas con los tres morochos de la construcción. Si elegí no explayarme en ese momento es porque aun hoy siento la humillación calentarme las mejillas como aquel día. Si elegí contarlo ahora... bueno, no es que yo lo eligiera. Es que tío Ricardo me ordenó que lo contara.

Cuando Helina giró muy contenta entre los tres obreros para irse, cuando le vi el culazo desnudo, protegido malamente por una bombachita breve y metidísima entre las nalgas, cuando las manos del paraguayo y los correntinos la tanteaban groseramente sin importarles que yo estuviera ahí; en fin, cuando la vi irse y desaparecer por el pasillo entre risitas y gorgoteos lascivos de esos tres machos que se la iban a coger… quedé solo.

Quedé solo y en mi nuevo cuartito, que me miraba burlón desde cada rincón, desde cada pared, desde cada juguete, cortina y lámpara. Y desde cada mueble colorinche.
¡Los muebles!
Fui desesperado hasta los primeros cajones que tenía a mano. En el escritorio había lápices, anotadores, una calculadora de Pokemon y útiles escolares... ¡Carajo, no! Giré al armario, con terror. No me terminaba a atrever a abrir las dos puertas. No, no, no, no, por Dios, no. Las abrí de golpe y de par en par, y fui a la cajonera abriendo la gaveta de arriba. ¡Carajo, noooo!
Estaba lleno de medias y calzoncillos con estampados colorinches de los más variado: Batman, Superman, Pokemon, DBZ... Había también unos genéricos de animalitos y otros de Hello Kitty.
¿Qué era todo eso? ¿Qué hacía en mi nuevo cuarto? Fui como una tromba hacía la habitación matrimonial, donde seguro estaría mi Helina.
Y vaya si estaba. Sobre la cama, arrodillada en el borde, con su culazo pendiente en el aire, a tiro del paraguayo que ya le estaba dando bomba desde atrás con una poronga que metía miedo.
—¿Qué es esto? —pregunté, esgrimiendo un calzoncillito de Hello Kitty y con intención de reclamo. Pero ver a mi novia así, con un tipo surtiéndole pija desde atrás y otros dos al lado esperando su turno me confundió, me hizo colocar sin querer en el lugar que ya me había acostumbrado tío Ricardo, y la pregunta quedó sin cuajar.
Helina me vio junto a ella con el calzoncillo breve de Hello Kitty en la mano. El torso y la cabeza se le movían por los empujones, que no se habían detenido, y me sonrió.
—Es tu nueva ropita interior, mi amor.
Yo no sabía cómo reaccionar. Estaba indignado y quería estallar, pero el paraguayo, que seguía bombeando a mi novia, me miró con gesto de ira, en una amenaza para que no le estropee el momento.
—¡Es de Hello Kitty! —me quejé al fin—. ¡Es para nenas!
A mi novia se le escapó una risita.
—Tenés razón mi amor, no me di cuenta... Ahhh… —se disculpó, siempre hamacada desde atrás. El paraguayo bufaba con cada vergazo que le enterraba, parecía que lo tenía todo controlado. Uno de los correntinos se sobó la pija y se puso, muy tranquilo, al frente de mi Heli—. Y ahora que lo veo bien… —Heli tocó la prenda de algodón estampado con dos de sus dedos— creo que en realidad… Ahhh… es una bombachita…
Me quedé perplejo. Parecía que a ella no le importaba. El morocho le flameó la verga sobre la cara a mi novia y ella se la tomó con una mano, con tanta naturalidad que me asustó.
—¡No quiero ponerme eso! —me rebelé.
—Pero mi vida, es relindo… Ahhh… Te lo compré porque a mí siempre… Uhhh… me gustó Hello Kitty...
—¡No quiero! —me empaqué.
Mi novia quitó con delicadeza un cabello púbico de la cabezota del morocho. Miró esa verga con gula y rodeó el tronco con su manita. Levantó la vista al correntino, sonrió y agitó su mano un par de veces concientizándose del tamaño y consistencia.
Luego giró hacia mí:
—Sé bueno, hacelo por mí.
Y abrió la boca y deglutió de un bocado el glande y un poco más del morocho, con el deseo a flor de piel.
—¡Uhhhhhhh...! —gimió el correntino tirando su cabeza hacia atrás.
No lo soporté y escapé de una corrida.
—¡Benjamín! —alcancé a escuchar antes de encerrarme en mi cuarto.


Helina será lo que será pero también es una buena novia. Vino de inmediato tras de mí, porque, como dijo ella, me ama y no le gusta verme sufrir.
Yo estaba en mi camita, casi llorando y mi media naranja sentada a mi lado, acariciando mi cabeza con una mano y sosteniendo la bombachita de Hello Kitty con la otra. No sé cómo lo hizo, quizá porque yo la amaba demasiado, quizá porque estábamos los dos solos en mi cuarto, pero me convenció de que me la pusiera. Para ella. Solo esa vez.
—Te va a quedar linda —me dijo ofreciéndomela con su mano extendida hacia mí.
No supe qué decir. Mucho menos qué hacer. De modo que la buena de mi novia , que estaba sentada, me puso de pie frente a ella, me desabrochó lentamente el botón del pantalón, me desenganchó el cinturón y, muy concentrada en lo que hacía y tarareando una cancioncita y echándome una sonrisa cada tanto, me fue bajando el pantalón.
—Levantá una piernita, mi amor… así… Muuuy bien… ¿La otra…? ¡¡Muy Bieeen!!
Quedé desnudo de la cintura a los tobillos, con mis medias puestas. Me quitó dulcemente la bombachita de Hllo Kitty de mis manos y otra vez:
—Levantá un piecito, mi amor… Vas a ver que te va a gustar… La otra…
Me la fue subiendo, con cierta dificultad, como si no fuera mi talle, hasta que la subió del todo, me la calzó hasta el fondo, me acomodó los huevitos y mi pitito para atrás, para que no me hiciera ni un poquito de bulto adelante, me hizo alejar un paso y me miró, felicísima.
—¡Te queda hermosa!—me dijo completamente extasiada—. ¡Estás hermosa! —concluyó, y me dio un besito ruidoso en la mejilla.
La verdad es que yo no me veía nada hermoso. La bombachita de Hello Kitty era muy chiquita para mí, y de la manera en que ella me la calzó, se me metió sola entre las nalguitas, aún más que cuando tío Ricardo me obligaba a usar la ropa de mamá. La bombachita era tan pequeña que me apretaba los huevitos y me hacía doler abajo y en la raya de la cola.
Pero por otro lado nunca había visto a mi novia tan feliz.
—¡Me encanta, mi amor! ¡No quiero que te la saques nunca!
Yo me sentía confundido. Pese a la humillación, sentía una gran satisfacción por hacerla feliz, un sentimiento que tenía medio olvidado, pues las satisfacciones se las daban siempre tío Ricardo, el Rulo y los otros machos.
—¡Señoraaaa…! —se escuchó en el pasillo.
—Mi amor, tengo que terminar de pagarles tu cuarto a los señores.
Bajé la cabeza, asistiendo, y ella se levantó para salir, cuando la puerta se abrió. Eran los tres obreros, en camisetas sin mangas y abajo en bolas, esgrimiendo sus vergones desnudos y semi erectos.
—Putón, vamos a hacer esto rápido —dijo el paraguayo.
Helina amagó detenerlos, pero en un punto le gustó tanta decisión. Se acomodó las tetas y miró alrededor, sin saber dónde se la iban a coger, pues en mi piecita no había mucho espacio.
—Cuerno, rajá de la camita que nos tenemos que coger a tu mujer —El paraguayo habló tan prepotente que me dio miedo.
—¡Es mi cama! —dije, y me acosté a lo largo.
—Cuerno, salí de ahí o te rompo la cara a trompadas.
La amenaza era en serio. No había juego ninguno en sus palabras; era un tipo rudo, rústico, con una necesidad primaria de coger, de desahogarse sexualmente, y nadie lo iba a detener. Sentí miedo real, y sorpresa al ver a Helina sonriendo y sobándole la verga a uno de los otros dos morochos.
Quise salirme despacio, en un acto de rebeldía que me otorgara cierta dignidad. Pero el paraguayo quería coger ya. Era un macho con una necesidad básica, no iba a perder el tiempo. Me tomó de los cabellos y me sacó de la cama de un tirón.
—¡Ahhh...! —grité de dolor.
—¡No seas bruto con mi novio! —me defendió Helina.
El paraguayo se le plantó delante, la tomó con fuerza de la cintura y le magreó las nalgas.
—¡Tirate en la cama, putón! Te vamos a dar tanta pija que vas a vomitar leche.
Helina se mordió un labio y obedeció callada, pasando sobre mi cuerpo, que estaba tirado en el piso. Uno de los correntinos ya la esperaba arrodillado con la pija dura. Los tres estaban al palo. Helina comenzó a chupar pija de inmediato, golosa, y el paraguayo casi me pisa para acomodarse y ponerse a tiro desde fuera de la cama.
El otro correntino también fue adelante y cuando el paraguayo se la clavó, ahí casi en mis narices, Helina ya estaba chupando dos pijas a la vez.
—¡Ahhhh… putita, qué buena estás…! —jadeaba el paraguayo, que le daba bomba desde el piso y me miraba burlón. Yo seguía tirado, así que estaba a sus pies. Desde ahí abajo veía su verga, larga y gruesa, perforar y taladrar la conchita estrecha de mi novia, entrando y saliendo, entrando y saliendo—. ¿Te gusta, cuerno, te gusta? —se reía, y me la seguía cogiendo.
Adelante, mi Heli sostenía una verga con cada mano, y tragaba una y otra intercaladamente, y a veces las dos juntas, cuando alguno le tomaba la cabeza y la sometía contra ellos.
—¡Gggggfffgg...!
Pobre mi novia. No podía con dos vergas a la vez. Una sola le entraba hasta la mitad; las dos, imposible. Lo intentaba, pero no era sencillo. Por suerte los dos machos se distraían con sus pechos enormes, y los manoseaban y le retorcían los pezones.
El paraguayo me la seguía cogiendo por la concha pero, con horror, vi que en el movimiento le masajeaba el ano con su pulgar. El horror no era porque le rompieran el culo, esa inocencia murió en cuanto mi tío se hizo dueño de su cuerpo. Mi temor —me di cuenta— era porque yo sabía que tío Ricardo era muy celoso de ese agujerito. Solo él se lo hacía. Bueno, él y los amigos con quienes mi novia estaba obligada a dejarse hacer cualquier cosa, con la autorización de tío. Mi angustia estaba dada por el sentimiento inexplicable de lealtad hacia mi victimario. No solo ya era el cornudo de mi novia, además pretendía que ella no le fuera infiel a él.
Cuando el paraguayo le enterró un dedo, y luego dos, no pude aguantarme:
—¡Mi amor, el señor no puede hacerte la cola! —me escandalicé.
Helina se quitó la verga de la boca con un "flop". La otra pija se la estaban fregando por el rostro.
—Ay, Benji... El tío ya arregló todo con los señores. El trabajo se lo cobran con "acceso total"—De modo que era en serio lo de pagar mi cuartito con un buen polvo. Bueno, con tres (y si sumaba los de la tarde, con no menos de seis)—. ¿Por qué no vas a living a ver los dibujitos? Yo sé que no te gusta ver cómo me rompen el culo, mi amor.
Claro que no me gustaba. Me había acostumbrado pero no me gustaba. Tío Ricardo, el Rulo y varios de sus amigos le metían la verga en el orto y hasta la base, pero siempre que lo hacían me traían un regalito: una revista, un DVD, un autito... Estos tres no me habían regalado nada.
El paraguayo le dio una nalgada a mi novia.
—Bueno, putón, llegó la hora de llenarte de verga por cada agujero.
Puso a uno de los correntinos boca arriba, a mi novia sobre él y al otro frente a ella, como para cogerle la boca. Mi novia se montó sobre el morocho de abajo y se ensartó sola. “Uhhh", gimió. El paraguayo siguió detrás, ensalivó agujerito y glande y puerteó el ano de mi dulce angelito. Y empujó. "Uhhhh", volvió a gemir mi novia. Y él empujó con más fuerza. "Ahhh…", cambió de gemido ella.
No era difícil penetrar el cuerito de mi novia. Se lo partían casi a diario, la mayoría de las veces con pijas de buen porte. Pero Heli tiene la concha bien estrechita (según me dicen todos), y ya estaba llena de verga, así que el tronco del paraguayo avanzó, pero con cierta dificultad. Penetraba centímetro a centímetro, lentamente, mientras el morocho, abajo, me la bombeaba con fuerza y ganas.
Mi novia ya estaba en un grito. Cuanta más pija le entraba por el culo, más gritaba:
—¡Ay Benji, me duele Benji! —me decía.
—¡Callate, puta! —le gritaba el paraguayo, que se aferraba a las nalgas y me la clavaba con mayor fuerza.
La verga del sodomizador hizo falso tope. Ya saben, el primer tope antes de reacomodar. El morocho de adelante había respetado el dolor de mi Heli dejándola gritar, tomar aire con la boca y agitarse, pero ya la agarraba del cabello para llevarla a su pija. El paraguayo dejó de empujar, relajó, tomó impulso y abrió las nalgas llenitas como si fuera un libro. Y volvió a empujar, para enterrar los tres centímetros de verga que le faltaban.
—¡Ahhhhhhhhh…! —gritó mi novia, y enseguida el correntino la acalló llenándole la boca de verga.
—Uffff, putón, qué buen orto que tenés. ¡Qué rico aprieta!
El paraguayo comenzó a bombearle el culo a mi Heli todavía lentamente, en parte por la sequedad inicial, en parte porque abajo el compa se la estaba cogiendo a conciencia. El bombeo se intensificó en cuanto las dos vergas dentro de mi novia se sincronizaron.
—Mirá, cuerno, mirá cómo le rompo el culo a tu novia.
El paraguayo le bombeaba la verga dentro del culo a mi novia y me sonreía y me miraba a los ojos. Como si disfrutara. Yo no quería ver, aunque mis ojos estaban agrandados y abiertos como el cuerito de mi Heli.
—¡Qué pedazo de puta tenés, cuerno! —me desafiaba— ¡Qué suerte que tu tío se la presta a todo el mundo!
Se me reía en la cara, el hijo de puta, y la verga le salía casi hasta la cabecita y volvía a perforar hasta que los huevos chocaban sobre las nalgas. Heli se quitó la verga de la boca por un segundo.
—No le hagas caso al señor, Benji… Ahhhhh… esto lo hago para que tengas tu cuartito... Ahhhhh…
Y el paraguayo, más sádico que nunca, lanzó una risotada sin dejar de penetrarle el orto.
—Sí, "Benji", mirá cómo te estrenamos el cuartito…
Recién ahí me di cuenta que era cierto. Esos tres hijos de puta estaban mancillando mi cuarto. Mi novia no, ya estaba mancillada y me la seguían mancillando al menos seis por semana.
En fin, no quiero aburrirlos con los detalles sórdidos. Sé que las escaramuzas sexuales no les interesan, sino solo las cuestiones emocionales y psicológicas que nos ayudan a comprender la esencia humana. Pero le rompieron el culo los tres, a mi novia, eso debo decirlo, aunque de esencia humana no tenga nada. Primero el paraguayo, que me la estuvo bombeando como por veinte minutos. Acabó en medio de un escándalo, a gritos, nalgueando a mi novia y gritándole "¡puta, puta, puta!” y dedicándome la volcada: "Te la estoy llenando de leche, cornudo", y pistoneaba el orto con ese tronco de carne que parecía que nunca iba a detenerse. "¡Te la voy a dejar embarazada por el culo, inútil de mierda!". Y mi novia se reía. Total, ya había acabado un par de veces. Después que el paraguayo se vació dentro del culito de mi novia, cambiaron posiciones y me la enculó otro. Fue una tortura. No tanto por tener que soportar cómo esos tres tipos se empernaban a mi Helina una y otra vez, sino porque yo seguía con la bombachita de Hello Kitty puesta, y me seguía apretando y doliendo, especialmente cuando el pitito se me agrandaba o los huevitos se me endurecían.
Cuando los tres obreros terminaron con mi novia, ya eran las doce de la noche. Me la dejaron destruida, más muerta que viva, con todos sus agujeritos detonados y enrojecidos, embadurnada de leche por todo el cuerpo y la ropa rota y el cabello revuelto. No podía ni levantarse sola, así que la llevé hasta el cuarto principal y la acosté en la cama matrimonial. Se quedó dormida de inmediato, y justo en ese momento llegó mi tío Ricardo. Me vio yendo a mi habitación, en medias blancas y bombachita de Hello Kitty.
—¿Y Heli…? —se sorprendió.
—Está dormida, no creo que esta noche...
—Estás muy linda con esa bombachita...
Me estremecí. Otra vez aquellos recuerdos.
—A ver, date vuelta...
Giré lentamente, no por seducción sino por miedo. Cuando tío Ricardo me vio la bombachita enterrada entre mis nalgas, silbó su aprobación.
—Andá para la pieza y esperame boca abajo... Voy a estrenar ese cuartito como corresponde.
Y cabizbajo y con mis manitas adelante, fui.

FIN —


¡¡Gracias Mikel por ayudarme con el tipeo!!

El Pueblo Mínimo: Elizabeth 3:El Camino de Elizabeth

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La camioneta con el logo del astillero salió del camino de tierra y punteó en la ruta como yendo para Ensanche. Ruta mala, de esas provinciales, llenas de agujeros y asfalto escalpado como piel de víbora. Adentro iban Pedro y el Baturro, un ropero moreno y aindiado de dos metros de alto, y ancho como una heladera. Era de esos tipos tan grandotes que perdían la cintura, el cogote, todo, asemejándose a un muñequito Lego. Era tranquilo y reservado, con carácter firme, el necesario para ser un buen capataz. No era el jefe de Pedro, porque trabajaban en distintas secciones, pero en este encargo que los había sacado del astillero, el que entendía del asunto que fueron a tratar era Baturro, así que Pedro, sin realmente serlo, se puso en la posición de subordinado, en este caso, de acompañante en el auto. Por conocimientos y porque el moreno inspiraba respeto con sus dos metros de masa muscular.

Iban no muy fuerte por la ruta, pues esquivaban pozos como chají esquiva al coyote. Y callados. Siempre callados. A lo lejos vieron el colectivo tirado sobre un costado, pegado a la cuneta. Rojo, viejo, corroído.
—¿Qué carajo…?
—Debe ser el Juan —aventuró Baturro. Los choferes de la única línea de autobuses que unía a Ensanche con Alce Viejo (el pueblo más cercano), eran solo dos.
Se acercaban metro a metro. Era el colectivo de Juan, en efecto, tenía una visera metálica, como en los años 60, y estaba detenido sobre la banquina.
—¿Habrá pinchado una goma?
Baturro se rio por primera vez en el día.
—Habrá pinchado, pero no una goma —Seguían acercándose, estarían a treinta metros, y entonces pudieron ver que, al otro lado del colectivo, había alguien—. Es el Juan, siempre que puede hace una paradita rápida en el camino.
—¿Q-qué quiere decir…?
—Si se fueron bajando todos los pasajeros, si solo queda arriba alguna mujer que le guste, alguna con la que haya hablado… Usted me entiende…
—¿¡Se las coge!?
—Claro. Casi todas mujeres casadas de Alce Viejo. Están aburridas y muchas veces quedan solos en el viaje y se ponen a hablar. Y una cosa lleva a la otra y al tercer o cuarto encuentro se las baja.
Pedro se quedó mudo. Un poco por lo que le contaba su compañero, pero más que nada por la naturalidad con que lo hacía. Baturro daba por sentado que era normal que las casadas cogieran con desconocidos al costado de la ruta. Se acercaron más y entonces los dos hombres vieron claramente que sobre el otro lado del colectivo, el lado que no daba a la ruta, un hombre estaba matraqueándose a una mujer. Se notó por las sombras y por los pies. Pedro vio —y esa imagen se le quedaría grabada para siempre— una de las piernas abiertas de una mujer, evidentemente apoyada sobre el micro, y las piernas del tal Juan en el medio, de frente a ella, con movimientos claros de penetración y bombeo.
—Siempre se coge a las más putitas, ese guacho…
Para Pedro fue la imagen más sensual que hubiese visto jamás. Hasta que vio lo otro. El viento habría barrido la ropa porque en el guardabarros trasero quedó enganchado un vestidito liviano y naranja, casi ocre, con flores grandes estampadas, igual —o muy parecido— a un vestidito que solía usar Elizabeth para andar por Ensanche o ir al pueblo a buscar a Damiancito.
El auto siguió de largo y Pedro giró la cabeza, con la vista clavada en el vestido.
—¿Pudiste verla…? ¿Estaba buena…? —Baturro.
—N-no, solo… —Pedro tuvo un ramalazo de aquella tarde en Buenos Aires, cuando él encarara a su mujer con las fotos de ella recibiendo tipos en el departamento, y las posteriores confesiones de todos los cuernos que le había puesto. Se estremeció, aunque no hacía frío—. ¿Estás seguro que se las coge? No creo que una mujer casada…
—Son las peores… Vamos, cualquiera lo sabe. Y más en estos pueblitos donde no hay nada que hacer.
—S-sí… cualquiera lo sabe, claro…
Pedro miró la hora. Era la hora en que Elizabeth iba a buscar a Damiancito. Una desazón más grande que el horizonte le tomó el pecho. ¿Otra vez lo estaban haciendo cornudo? No podía ser, lo habían hablado, ella había entendido. ¿No era suficiente tener un hijo producto de su época de infidelidad a mansalva? Seguramente esa que se cogían no era ella. El vestidito sería de otra. Un vestido parecido. Cuando llegara del trabajo ella lo recibiría con una pollera de jean o un short y una remera. Entonces todo aquello no sería más que un gran malentendido. Sí, esa tarde ella iba a estar vestida de otra manera, esa no era su mujer.
—¡Frená! —le pidió a Baturro.
—¿Qué?
—Frená, me quiero bajar acá.
—Estás loco. Estamos en el medio del campo.
El auto seguía avanzando y el colectivo rojo se alejaba más y más. La expresión de Pedro hizo que Baturro se detuviera.
—Te pegó el chupi del almuerzo. ¿Qué digo en el astillero?
Pedro bajó del auto.
—Deciles lo que quieras —gritó Pedro, y comenzó a caminar hacia atrás, ya dándole la espalda. Baturro puso primera y siguió camino, esquivando pozos otra vez.
Pedro avanzó primero con paso firme pero la ansiedad lo llevó a correr. El vestido, el horario, lo puta que había que ser para dejarse coger al costado de la ruta por un colectivero... Todo coincidía con su mujer. Y sin embargo, en el fondo de su alma guardaba la esperanza de equivocarse. De que sea otra la mujer. De que sea otro el cornudo. De que sea otra vida y no la suya la que fuera a estrellarse. Porque la suya ya había sido estrellada en Buenos Aires, con el descubrimiento de la emputecida vida de su mujer. Otra vez no iba a soportarlo.
Cuando estaba a veinte metros del colectivo escuchó los jadeos y voces, traídos por la brisa.
—Ahhh… Ahhh… Más fuerte… Dame más… así… Ahhh…
—¡Cómo te gusta la pija, putita! Ahhh…
—¡Más! ¡Más adentro, más adentro! ¡Por favor, mándamela más adentro que ya estoy…!
—¡Más adentro no puedo, putón! Vos necesitás más pija, la próxima voy a tener que llamar a mi primo…
La mujer se revolucionó con la mención del tercero.
—¡Síííí…! ¡Con tu primito sí! ¡Me gusta tu primito!
—¡Te vamos a llenar de leche, pedazo de puta, para que se le lleves calentita al cornudo!
—¡Ahhhh…! ¡Sí, sí, sí…! Ahhhhh… ¡Para el cuerno! ¡¡¡Ahhhhhh por Diossss…!!! ¡¡¡Ahhhhhhhhhhhh…!!
Pedro reconoció a su mujer no por el orgasmo, porque no le conocía ningún orgasmo, sino por la voz. La escuchó jadear, gemir, y gritarle a la inmensidad del campo toda su explosión. De fondo se escuchaba el bombeo violento del que se la estaba cogiendo. El fap fap de la verga entrando y la pelvis chocando contra la cola, y la cabeza de la víctima golpeando suavemente sobre la chapa. Cuando Pedro se asomó descubrió una imagen que nunca hubiera imaginado. Elizabeth, su mujer, estaba suspendida en el aire por un joven desconocido y de buen cuerpo, con el torso desnudo. Se la estaban cogiendo en el aire, sostenida con los brazos de él y apoyada por la espalda contra el costado del colectivo. Ni ella ni el desconocido notaron la presencia de Pedro: Elizabeth estaba teniendo un orgasmo —un orgasmo de verdad—, y el chofer estaba demasiado concentrado en dárselo. Pedro encontró el vestido de su mujer aun enganchado en el guardabarros y lo tomó con delicadeza, apretándolo en un puño. Dio otro paso. La imagen lo impactaba, pero más lo impactaban los gemidos y gritos, y el rostro emputecido de ella, y el sudor, y esa abstracción tan absoluta producto de un goce igual de absoluto.
Elizabeth llevaba el corpiño corrido, con un pecho afuera, rojo y parado, y su tanguita colgando de un tobillo. Seguía bombeada por el muchacho, que la clavaba contra el colectivo con violencia animal.
Recién luego de acabar, cuando Elizabeth abrió los ojos, lo vio a Pedro y se espantó.
—¡Ay, carajo!
El desconocido también se asustó y detuvo el bombeo. Por un segundo todos quedaron congelados como una ilustración de Norman Rockwell, con la perversión explícita en vez de implícita. La primera en hablar fue la mujer.
—Mi amor… no es lo que… parece…
Estaba ensartada en el aire, con una verga adentro tocándole un pulmón, y sus piernas abrazando a su desconocido desnudo. Pedro estaba demasiado abrumado por la imagen y la sorpresa como para discutir sutilezas. Estuvo a punto de preguntar por qué. Y supo que no tenía sentido, que la razón sería la misma que la de Buenos Aires, es decir, ninguna razón. Solo pensó por qué a él, y qué iba a hacer con ella y con esa situación. Quedaron así, en silencio y quietos los tres, como medio minuto.
—Te juro que es la primera vez, Pedro… nunca hago esto, no sé qué me pasó…
Pedro achinó los ojos como para callarla.
—No te creo... No me importa…
Entonces al muchacho se le aflojaron o cansaron un poco las piernas y para recomponerse empujó a Elizabeth hacia arriba, con su pélvis.
—¡Ahhh!
—¡Elizabeth!
—Ay, disculpame, él es Juan, el chofer. Él es Pedro, mi marido.
Los dos hombres se miraron en otro segundo de silencio.
—Perdonemé —dijo entonces Juan—, tengo que moverme… si no me muevo se me va a caer su mujer… Además, ella acabó pero yo no…
Pedro abrió grande los ojos cuando el chofer recomenzó el bombeo con lentitud.
—¡Elizabeth, no podés hacer esto! ¡Debería darte vergüenza!
Juan la sostenía de los muslos y las nalgas, y acomodó su rostro entre los pechos de la mujer para mejorar su movimiento y penetración.
—¡Claro que me da vergüenza! Pero es que de verdad no acabó…
Juan comenzó a acelerar el bombeo de a poco. Pedro lo tomó de un brazo.
—¡Deje de cogerse a mi esposa, es una mujer casada!
El chofer se quitó la mano.
—¡Ahora no, cuerno! —respondió, y siguió bombeando dentro de Elizabeth.
Pedro se quedó sin reacción. El tipo ese, casi desnudo, le estaba cogiendo a su mujer en sus narices y a nadie parecía importarle nada.
—Esto no queda acá, Elizabeth. Cuando lleguemos a casa vamos a hablar, no creo que este matrimonio siga así…
—No digas eso, Pedro… Ahhh… Pensá en Damiancito… Ahhh… No podemos… Ahhh… No podemos hacerle eso a nuestro hijo… Ahhhhh… por  Diossssss cómo te la siento…
—”nuestro hijo”… ¡Hija de puta, es el hijo de mi amigo!
—No seas cretino, es tuyo… Ahhh… Lo que importa es el amor… Ahhh… no con cuántos te hice cornudo para quedar embarazada… Uhhhhhh…
—¡Elizabeth!
—Solo digo que pienses… Ahhh… en tu hijo y en tu familia antes de… Ahhh… antes de dejar a una esposa y una madre como yo… ¡¡¡Ahhhh la puta madre, qué buena verga que tenés…!!!
Era cierto lo de la buena verga. Pedro no pudo evitar mirar los movimientos  del chofer clavándose a su mujer en el aire, y cómo la pija dura y gruesa como un cortafierro se hundía dentro de ella hasta los huevos.
—¿Y Dami? ¡Tenías que ir a buscarlo!
—Sí, sí, sí… Ahhh… Ahora voy… Ahhh… Ahora voy… Ahhh…
Pedro miró su reloj.
—¡Ya está casi saliendo, dejá de coger!
—Ahora voy… Ahhh… Ahora voy… Ahhh… Sí… sí… seguí, Juancito… Ahhh… seguí, por favor…
—¡Elizabeth!
Entonces se escuchó a un auto llegar y detenerse. Y la puerta. Y los pazos. Y la voz de Baturro.
—Sabía que te viniste a espiar, Pedrito.
Apareció por un costado, igual que un rato antes apareciera él, Pedro, solo que sin cara de cornudo y en cambio con una sonrisa llena de picardía. Fue una foto extraña: Juan seguía cogiéndose a su mujer contra el colectivo con latigazos cortos y profundos que le arrancaban a ella gemiditos, y a su vez ella lo tenía abrazado del cuello y de la cintura. Elizabeth abrió los ojos, entre bombeo y bombeo, miró al grandote y suspiró con anhelo.
—¡Eli, dejá de comportarte como una puta y vamos a buscar a Damiancito!
Juan seguía dándole parejo. La cabeza de la mujer se sacudía con cada estocada, y gemía.
—Ah, cierto… Damiancito… Ahhh… No puedo… Ahhh… no puedo, amor… Ahhh… Juan todavía… Ahhh… todavía no acabó… Ahhh…
Baturro se acercó despacio, absorto por completo.
—¿Esta señora es… es tu mujer…?
A Pedro lo humillaba que lo vieran como un cornudo, pero más le pesaba que de fondo su mujer no parara de jadear, y su cabeza no dejara de golpear el chapón del colectivo.
—¿”Señora”? —se enojó Pedro, para ser menos cornudo—. ¿Te parece que esto es una señora?
Entonces Juan paró de bombear.
—No puedo acabar si tengo al cuerno cotorreándome al lado, Eli. ¡Así no se puede!
Baturro dio un paso atrás, como no queriendo meterse en asuntos que no eran suyos. Pedro se indignó.
—¡Mi hijo sale del colegio en cinco minutos y tu preocupación es que no podés acabar adentro de mi esposa? ¿Me están jodiendo?
Nadie había dicho “adentro”. Pedro se maldijo.
—Andá vos, mi amor… —sugirió Elizabeth, como si hablara de ir a comprar el diario. Siempre clavada contra el colectivo—. Vos podés retirarlo, en los papeles del colegio figurás como padre —¿Había una amenaza velada en esa frase? Como nadie dijo nada, Elizabeth agregó:— O dale espacio a Juan, andá a dar una vuelta, me acaba, y en cinco minutos vamos.
Muchas veces se había preguntado cómo se la habrían cogido a su mujer todos aquellos tipos en Buenos Aires. Y qué se sentiría descubrirla.
—No tengo forma de ir a buscar a Damiancito. Debe ser una hora a pie nomás hasta el pueblo.
—Andate en mi auto —tiró Baturro, con una mueca de simpleza tan de hombre de campo que por un momento Pedro sintió menos humillación por su presencia.
—¿Me llevarías?
—¡No, no! ¡Yo me quedo a mirar!
—¿Estás loco? ¡Es mi mujer!
—Si a la señorita no le molesta, claro…
—¡Es señora! —remarcó Pedro.
—No me lo presentaste al señor…—dijo Elizabeth, que en ese momento recibió de nuevo el primer pijazo de un nuevo bombeo—. Ahhhh… ¿Es compañero tuyo del trabajo…?
Pedro no respondió. Miró a su mujer con odio y luego su reloj.
—Dame las llaves —pidió a Baturro—. Alguien tiene que ir a buscar a Damiancito, él no tiene la culpa de lo puta que es su madre.
—¡O de lo cornudo que es su padre! —murmuró Elizabeth al oído de Juan, que seguía bombeando, empujando y sacudiéndola contra el colectivo.
—Esto no queda acá, Eli —dijo Pedro, alejándose—. No voy a ser el cornudo del pueblo… En casa vamos a hablar —De pronto se dio media vuelta antes de entrar al auto y la señaló—. Y de seguro te lo vas a coger también a mi amigo. ¡Sos tan puta que vas a aprovechar para bajártelo a él también!
Baturro levantó las manos en señal de inocencia.
—No, Pedro, yo solo quiero ver cómo te la cogen.
Y Elizabeth:
—No seas manipulador, ya te dije que ésta es la primera vez.
—¡Cogétela, Baturro! Cogétela y después contame. Total… yo soy el pelotudo que va a buscar a Damiancito…
—¡No, Pedro, te juro que no te la voy a coger!
Y en ese momento, con Pedro subido al auto y dándole marcha al motor, ya arrancando para ir al pueblo, Juan comenzó a acabarle adentro a ese putón que se cogía todas las semanas en la ruta, llamado Elizabeth.
—Te acabo, Eli, te lleno de leche…
—Sí, sí, Juan, ¡qué lindo que sos, qué lindo! ¡Llename de leche!
—Tomá, hermosa, todita adentro para el cornudo… ¡Ahhhhhhhhhhhhhh…!!!
—Te siento, Juan… Te siento la leche, bebé… ¡Ahhhh…!
Baturro ni se enteró que ya su auto y Pedro estaban lejos. Ni que se le había secado la boca por mirar el cilindro de carne de Juan entrar y salir de entre las piernas de ella. El pijón ancho, embadurnado de flujos, latigueando semen que mandaba adentro, bien adentro de la mujer de su compañero.
Para cuando Juan terminó de acabarle a esa hermosura, Baturro se descubrió con una erección formidable, que le inflaba los pantalones. No fue el único en darse cuenta. Elizabeth lo miraba ahí sin decir nada.
—Señora… —comenzó Baturro apenas Elizabeth se desenganchó de la verga de Juan—. No lo tome a mal ni crea que soy un desfachatado, pero siendo usted una mujer tan hermosa y estando su marido lejos y alejándose, me preguntaba si usted… en fin… no le gustaría…
Elizabeth se subió la tanguita con una sonrisa, mientras el ropero humano hablaba. Se la terminó de calzar y acomodar, y quedó  de pie en bombacha y corpiña entre los dos hombres.
—Baturro, le prometí a mi marido que no lo iba a hacer más cornudo…
—Pero es que ya lo es… Ya hoy es cornudo, eso no va a cambiar por un poquito más o un poquito menos.
Quizá porque Elizabeth sonrió al pasar delante de él, Baturro comenzó a bajarse el cierre del Jean. Elizabeth se trajo el vestido que su marido había tirado sobre el capot y encontró al indio con un vergón de novela asomado al aire por entre su bragueta.
—¡Baturro! —hizo como se ofendió ella.
—Mire cómo me puso, señora. Yo tampoco lo quiero hacer cornudo a Pedro, es mi compañero, ¿pero qué hago ahora con esto?
Elizabeth comenzó a colocarse el vestido, por lo que en un momento tuvo que agacharse un poco y su rostro quedó muy cerca de la verga gorda como una morcilla. No podía quitar la vista de “eso”, era del tamaño de un aerosol para matar arañas y bichos.
—Si no le hubiera prometido nada a Pedro quizá te hubiera dejado, pero tenemos que respetarlo… —y dijo suave, casi para ella misma:— Por Dios, qué pedazo de pija…
—Pero señora…
—No, Baturro, se lo prometí a mi marido… Y esta vez voy a respetarlo.


Por más que en la ruta pisó el acelerador, Pedro no llegó a tiempo. Por fortuna tampoco tan tarde, solo unos minutos. Se encontró con dos sorpresas, ninguna que le gustara.
Damiancito estaba con dos chicos más, dos compañeritos de aula. Y los compañeritos estaban con sus padres, dos tipos jóvenes y bien empintados, buenos mozos, casi que parecían de ciudad. Los tipos se sorprendieron cuando apareció él, y en la breve charla de presentación y despedida se notó que ellos esperaban a Elizabeth, que Elizabeth cada dos por tres llegaba tarde y ellos le hacían el aguante a Damiancito, y que consideraban que Elizabeth era una gran madre, una muy buena mujer, muy hermosa, por cierto, y que qué bien lucía ahora que había perdido unos kilos y la ropa le sentaba mejor. Pedro llegó a la conclusión que esos dos hijos de puta se la estaban cogiendo, o se la habían cogido o se la estaban por coger. Rumió su desconsuelo y antes de llevarse a Damiancito fue a firmar el retiro en Secretaría. Lo atendió un muchacho mestizo de tez café, en remera sin mangas y pantalón deportivo muy apretado. El chico era puro músculos y fibra, bajito y de cabello rapado y sonrisa compradora.
—¡Ah, usted es el marido de Eli! —lo saludó con entusiasmo y un fuerte apretón de manos. Pedro pensó que hubiera sido lógico y más práctico referirse a él como “el papá de Dami”—. Un gusto conocerlo, Eli siempre lo menciona, usted es muy popular entre los padres del colegio.
Pedro no supo si alegrarse o preocuparse. Al menos su hijo era muy confianzudo con el muchacho, y mientras firmaba la planilla, el muchacho y Damiancito jugaban de manos y se reían.
—¿Y usted es…?
—Ah, perdón. Soy Nico, el profesor de gimnasia.
Fue como un golpe al estómago. Según Elizabeth, el profesor de gimnasia era un cincuentón gordo, mediocre y feo.
—¿Es… es un nuevo profesor?
El chico se sorprendió.
—No, hace cuatro años que trabajo acá.
Pedro empalideció. Dos años antes, cuando Damiancito tuvo su primer campamento y el colegio necesitaba un par de padres para acompañar y ayudar en la experiencia, Elizabeth no le había dicho que el profe de gimnasia era este chico joven y atlético.
—¿Usted es el que organiza los campamentos para los chicos…? ¿Al que fue mi esposa de acompañante?
—Claro —respondió el profe, despreocupado—. Ella y otros padres más, por supuesto.
—Querrá decir madres.
—Sí… Bueno, padres más que nada. A las madres no les gusta la suciedad, los bichos, la arena…
—Es que… pensé que usted era más viejo…
—Ah, jajaja, Sí, todos lo piensan. Parezco de 20, pero tengo 28. Cuestión genética.

En el auto, de vuelta, Pedro no podía concentrarse en el camino. Elizabeth no solo debería explicar lo del colectivo, tenía ahora que explicar por qué no le dijo que a los tres campamentos que llevó a su hijo iban, además, otros hombres. Aunque algo debió sospechar, haciendo memoria reconoció que varias charlas por teléfono habían resultado muy extrañas.
En la ruta llegó otra vez al colectivo rojo, que seguía recostado sobre el camino, y tuvo un mal presentimiento. Quiso tranquilizarse: sin otro auto, Juan no iba a llevar a casa a su mujer y a Baturro. Por un lado mejor, pensó, el colectivo en Ensanche resultaría muy llamativo y no habría forma de que los vecinos no la vieran entrar a la casa sola.
—Al menos si me la cogen en la ruta no se entera nadie… —murmuró.
—¿Qué, papi?
Pedro se sobresaltó. Estaba demasiado abstraído recordando la imagen de Juan empalando a su mujer en el aire.
—N-nada, Dami… Me acordaba de tu mamá…
El auto se sacudió con otro pozo.
—¿Qué es “cogen”, papi?
—Emmm… n-nada... En España es agarrar… cogen es agarran…
Detuvo el auto. Deseaba con toda su alma que Elizabeth no estuviera allí. Que se hubiera ido caminando, que se hubiera descompensado y se la hubiesen llevado en ambulancia, que la abdujeran los extraterrestres.
—Quedate acá, Damiancito, que voy a buscar a mami… —ordenó, y se desabrochó el cinturón de seguridad y abrió la puerta.
—Yo quiero ir, papi. Quiero saludar a Juan.
Eso fue como un puñal para Pedro, que reaccionó con furia.
—¡Que te quedes acá, carajo, hacele caso a tu padre!
Damiancito hizo un puchero y se aguantó la impotencia mirando hacia abajo. Pedro se arrepintió en el acto, pero no le salió decir nada y cerró la puerta. Al otro lado del colectivo no había nadie. Unos gemidos venían desde la ventanilla, así que Pedro subió al interior como una tromba.
Y sí, allí estaban: Juan fumando en uno de los asientos, y Baturro y su mujer en el último asiento, el largo, usándolo de cama. Ella boca arriba y con las piernas abiertas, recibiendo los dos metros de masa corporal que la bombeaban por el medio. Era un misionero desprolijo porque cada uno debía apoyar un pie en el piso. Elizabeth jadeaba y gemía como con desesperación, fuerte, cerca del escándalo, sin decir nada. Baturro en cambio la hundía a vergazos contra el asiento y le decía de todo.
—¡Cómo te gusta la pija, hija de puta! ¡Qué pedazo de puta que sos!
Pedro se acercó angustiado pero al ver la penetración que su compañero le propinaba su esposa cambió angustia por asombro: la verga de Baturro era igual a Baturro: sólida, ancha, dura, y laboriosa como él. Entraba y salía de la conchita de Elizabeth como la aguja de una perforadora petrolera. Y a fondo, sin respetarla.
Otra vez fue Elizabeth la que advirtió su presencia.
—Mi amor… No fue lo que quisimos hacer, en serio…
—Elizabeth…
Baturro lo miró, se detuvo una estocada y enseguida retomó el bombeo.
—Es que tardaste mucho, Pedro…
—Sí, amor, es que cuando Juan me la volcó adentro el señor Baturro como que se calentó y se ilusionó…
Baturro tenía tomada a Elizabeth de la cintura y bombeaba lento y rítmicamente. Bombeaba verga dentro de la mujer de Pedro, pero miraba a Pedro para hablarle.
—Sí, igual ella no quiso al principio, Pedro, porque te prometió que no.
—Por respeto a vos, mi amor… pero vos no venías más…
—Yo les dije que te esperaran —se disculpó Juan.
Pedro miraba a uno y otro lado, le hablaban como si fuera una reunión de consorcio. Sin embargo Baturro no dejaba de entrarle verga hasta los huevos.
—Es que como no venías, Juan te la iba a garchar por segunda vez… y se me ocurrió que si te la iban a coger dos veces, que era lo mismo que fuera él u otro… Y bueno, yo me ofrecí y el Juan no tuvo problemas que te la coja en su lugar.
—Sí, mi amor, es lo mismo. De todos modos igual me iban acoger dos veces, ¿no?
Pedro se dijo que la charla que debía tener con Elizabeth debía ser mucho más profunda de lo que pensaba. Tan profunda como la penetración que su compañero le estaba surtiendo a su mujer en ese momento. El hijo de puta ahora la seguía tomando de la cintura pero la había levantado en el aire como si fuera papel, a efectos de acomodarla y lograr una penetración más honda aún. Pedro jamás había podido levantarla así a su mujer. Ni tomarla así, con esa seguridad, lo comprobó en el gesto de ella, de entrega, de rendición. Con él, Elizabeth tenía gesto de esperar algo, de trámite —divertido, sí, pero trámite al fin—. Pedro se dio cuenta, vio en el rostro de su mujer el deseo, las reales ganas de pija, el sometimiento al macho que la estaba haciendo mujer.
—Ahhhhhh… —gritó Elizabeth, que de pronto pareció al borde del orgasmo. Pedro vio por primera vez la pija de Baturro casi en toda su dimensión, pues la retiraba hasta dejar solo la cabeza adentro, para volver a clavar. Era de miedo: al ancho absurdo de esa barra de carne había que agregarle el largo, unos veintitantos centímetros. La verga era tan ancha que de todos modos daba la impresión de que no fuera larga, pero el rostro de su mujer negaba esa fantasía.
—Ahhh… por Dios, qué pedazo… Qué pedazo… No pares… Ahhh… No pares, Baturro, no pares…
—Elizabeth, por favor, está Damiancito en el auto, vámonos…
—Dejame… Ahhh… Dejame aunque sea esta vez y… Ahhh… y te juro que… Ahhh… que no lo hago nunca más… Ahhhhhhhh…
Pedro supo que era mentira. Y no por los antecedentes de su mujer, sino por su rostro y esos ojos cerrados y los labios mordidos cada vez que la verga de su compañero hacía tope con sus huevos. No dijo nada, ya habría tiempo de hablar, aunque comenzaba a darse cuenta que el diálogo debía ser consigo mismo, a solas, para ver si seguía con esa mujer, y en tal caso, cómo.
—Ahhh… Así… Así… Ahhh… No pares… Más… Dame más…
—Te gusta la verga de Baturro, ¿eh, putita? ¿Te gusta?
—¡Sí, sí, me gusta! ¡Dámela toda! ¡No te guardes nada, hijo de puta, dámela toda!
—Dale, putita, venite que ya no me aguanto más…
—Ahhh por Dios, nooo… Hijo de puta, no me acabes, aguantame un cachito… no me acabes… Ahhhh… Seguí… Seguí…
—Dale, putita, que el cornudo está mirando y te quiero llenar de leche…
Nombrar a su marido por su condición natural fue el disparador.
—¡¡¡Ahhhhhhhhhhhhh…!!! ¡¡¡Por Dioooosssssss…!!!
Pedro se asustó por el grito. Damiancito podía oírlo. Pero enseguida se olvidó al ver las uñas de su mujer clavándose en la espalda de su compañero, y las piernas rodeándolo como para que no se salga nunca de adentro de ella.
—¡Tomá, puta! ¡Tomá, tomá, tomá!
—¡Sí, Baturro, dame más pija! ¡Dame más pija que me muero! ¡Ahhhhhhhhhhhhh…!
La bestia de dos metros sacudía a su mujer como un boxeador a la bolsa de entrenamiento. La castigaba con pijazos hasta los huevos, que la alejaban por una fracción de segundo, y al volver, otra vez y otro pijazo, y así, diez veces por segundo. El culo de Baturro se hundía entre las piernas de su mujer hundiendo pija, y la cabeza y las tetas de ella se sacudían como los hielos en el vinito del Baturro en el almuerzo.
—¡Dame la leche! ¡Dámela toda, dámela, dámela!
—¡Tomá, puta! ¡Puta puta puta!
—¿Papi, qué le está haciendo el señor a mamá?
Damiancito apareció por el estribo. Elizabeth lo vio y volvió su rostro a Baturro, que la seguía bombeando. Pedro salió al cruce de su hijo. De fondo se escuchaba la cogida.
—¡Dame pija, hijo de puta! ¡Dame leche para el cuerno!
—¿El señor grande es el lechero?
—¡Te lleno, pedazo de puta! ¡Te voy a atravesar a pijazos!
Pedro tomó a su hijo de la mano y comenzó a retirarlo, pero el chico giraba el rostro para no perder detalle de lo que le hacían a su mami.
—Llename de leche, Baturro, quiero tu leche bien adentro…
—¡Te la suelto, putón, va toda adentro para el Pedro!
—¿Le va a dar la leche a mamá?
—S-sí… Parece que el señor le va a dar la leche a mamá…
—¡Acá tenés la leche, hija de puta! ¡Tomá! ¡Tomá! ¡Ahhhhhhhhhhhhhhhh…!!!
—¡Sí, sí, sí, hijo de puta! ¡La quiero adentro! ¡Ahhhhhhhhh…!
Pedro metió otra vez a su hijo en el coche y se quedó con él. Y le explicó que el señor le daba la leche a mami como cuando mami le daba la leche con miel a él, para el catarro.


El regreso en el auto fue en absoluto silencio, a excepción de Damiancito, que estaba preocupado por la enfermedad de su madre.
—¿Y entonces él te curó, mami?
—Sí, Damiancito.
—¿Te dio una leche que te curó…?
—Sí, mi amor, me dio una leche curativa… me la dio toda…
—¿Podemos cambiar de tema, por favor?
Y Baturro estaba ahora culposo, no sacaba la vista del camino que conducía.
—Perdoname, Pedro… No sé qué me pasó… Es que hacía mucho que yo no…
Cuando llegaron a la casa de Pedro, Elizabeth y Damiancito se bajaron y Pedro se demoró un instante.
—Ni una palabra en el astillero, Baturro. Prometeme que…
—Claro, Pedro, claro… Ni una palabra... Quedate tranquilo…
En la casa, el resto de la tarde fue un completo silencio. La cena, la sobremesa. El acostar a Damiancito. Cuando Pedro y Elizabeth se fueron a la cama, a Pedro le temblaban las manos y la voz.
—Tenemos que hablar, Elizabeth.
Elizabeth miró el temblequeo en su marido. Fuera lo que fuera lo que pasaba por la cabeza de ese hombre, estaba aterrado, y por cierto, mucho más nervioso que ella.
—Está bien, escuchame… —lo primereó Elizabeth— yo nunca antes te metí los cuernos; solo hoy, con Juan.
—No te creo. Sólo Dios sabe cuánto hace que me hacés cornudo acá en Ensanche, y Batur…
—¡Lo de Baturro no fueron cuernos! Me estaba dando la leche porque me sentía mal, vos mismo lo dijiste… —Pedro amagó quejarse y Elizabeth lo calló—. Yo nunca te hice cornudo, ¿entendés? Ni siquiera antes, en Buenos Aires —Pedro recordó las fotos y el nacimiento de su hijo, que era igual a Martin, con quien ella misma había confesado que cogía regularmente, incluso más que con él—. Y tampoco te hago cornudo acá en el pueblo, ¿entendés? Aunque te parezca que sí. Aunque te vengan con un chisme. Aunque un día llegues a casa más temprano y me encuentres en una situación sospechosa. ¿Me entendés? —Pedro no dijo nada, la miraba con los ojos abiertos como dos hoyos— Vos y yo no nos vamos a separar. Vas a seguir trabajando y yo haciendo mi vida aburrida de siempre. No vamos a destruir esta familia, no le vamos a hacer eso a Damiancito. Aunque empiecen a decir por ahí que sos el cornudo del pueblo…
—Pero Baturro…
—Baturro no me estaba cogiendo… es un buen compañero y no va a decir nada… Quizá debas pedirle que venga una vez por semana a darme más leche… como para mantenerlo callado…
—¿Que venga a…?
—Ya te dije que no son cuernos. Vos mismo le dijiste a Damiancito que era para que yo me sintiera mejor… ¿o acaso vos le mentís a tu hijo? No son cuernos, Pedro, hacete a esa idea, especialmente ahora que me voy a empezar a vestir más linda y te van a venir con un montón de chismes de pueblo chico.
—Pero es que…
—No-son-cuernos. Repetilo, Pedro, si no nos vamos a entender… No-son…
—No son cuernos… —suspiró Pedro, vencido.
Elizabeth se dio por satisfecha con una sonrisa y se dio media vuelta para dormir.
—Mi amor… yo… —Pedro estaba con la pija más dura que una piedra, la visión de su mujer cogida como una puta cualquiera lo deprimía pero a la vez lo excitaba.
—Está bien, Pedro —entendió Elizabeth, sin girar—. Metela pero hacé rápido que hoy fue un día movido y quiero descansar…
Pedro tomó a su mujer de la cola, estúpidamente toda esa derrota se sentía por ese segundo como un triunfo, tan solo porque ella le otorgaba lo que por derecho era suyo. Corrió la bombacha para un costado y, así en cucharita como estaban, la clavó a fondo. Bueno, hasta el fondo que él podía llegar. Sintió la pija calentita, en el mejor mundo de todos los mundos posibles, y se llenó las manos con la cola de su mujer. Fue inevitable. Una estocada. Dos.
A la tercera se fue.
—¡Ah-ahhhh…! —se escuchó en la oscuridad su gorgoteo.
Hubo un minuto de silencio que fue absoluto. Luego se oyó a Elizabeth tomar aire y decir en medio de un bostezo:
—Así me gusta, cornudo… así me gusta…

Fin.



EL PUEBLO MÍNIMO:
ELIZABETH 3: El Camino de Elizabeth
(VERSIÓN 1.1)

Por Rebelde Buey



** SE PUEDE COMENTAR. NO LE COBRAMOS NADA. =)


Novedades sobre el futuro del blog

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Hola, amigos. Como habrán visto por la encuesta, se vienen cambios en el blog, pues voy a ponerle valor a mis relatos (en realidad, al tiempo que me lleva escribirlos).
Lo  que sigue es la idea de lo que estoy armando, esperemos pueda lograrlo:

— REBELDE BUEY FULL
Será este mismo blog pero con todos los relatos eliminados, la novela completa e incluso con la ya mítica mini serie INFANCIA SUBURBANA, que tanto gustó y tanto revuelo armó.
Este nuevo blog tendrá lo siguiente:
- 2 relatos x mes (unitarios o capítulos de series)
- 1 o 2 mini relatos por mes en unos nuevos espacios que estoy creando (en la línea de CuerniX y CRMI).
- Imágenes de las protagonistas (la vieja sección LAS PROTAGONISTAS), y teasers y portadas.
- "Diarios" de algunas protagonistas conocidas y otras nuevas (ojo, no serán relatos per se, serán diarios, muchísimas veces ni sexo van a tener).
* PULP: si puedo incluiré el blog PULP, con una serie de relatos fraccionados (como Hand of Roses). Las historias de Pulp son de aventuras (espionaje, western-zombi, tesoros antiguos, etc.) pero protagonizadas por los personajes de las series más populares del blog, donde los cuernos serán un ingrediente que atraviese cada historia (pero no será lo principal, como sucede en Hand of Roses). Ojo, esta sección solo la podré escribir si tengo tiempo, y no será al principio.
- El acceso será por suscripción de U$ 10.- POR AHORA MEDIANTE PAYPAL

— REBELDE BUEY
Es este mismo blog que están leyendo, con los siguientes cambios:
- Cada relato tendrá 10 pantallas de publicidad (pop-ups, al frente, recaptcha, etc). En la encuesta había puesto 5 pero me equivoqué y una vez que hubo un voto ya no lo pude cambiar.
- Habrá una sección de "previews" con relatos que estarán en la versión full del blog, para quienes quieran curiosear.

— AMAZON y OTROS
Estoy viendo la posibilidad de ofrecer los relatos sueltos por esta vía, aunque existiendo la suscripción no tiene mucho sentido, pues se termina pagando casi lo mismo por bastante menos. Pero seguramente agregaré esta opción para el que lo prefiera así.
- Los precios variarán de acuerdo a la complejidad y longitud de cada relato. U$3 los más cortos, U$5 los más largos y U$10 las miniseries completas, o sagas dentro de una mini serie.

Creo que es todo. Iré actualizando este post con los cambios, con la fecha de actualización.
Se aceptan sugerencias en los comentarios.
Muchas gracias.

Aclaraciones y más Novedades s/ el Blog

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Hola, gente, con el pronto cambio del blog surgieron muchas dudas y algunas malas interpretaciones (y para peor yo no ayudo, pues tengo más lío que ustedes).

- Este blog seguirá siendo gratuito y tal cual lo ven ahora. Solo se agregarán muchas pantallas de publicidad para acceder a los relatos (aunque estoy tratando de evitarlo).
La única diferencia será que ahora este blog incorporará una columna para navegar hacia los relatos que se acceden por suscripción. De modo que el lector, desde acá, tenga la posibilidad de quedarse o de un solo link acceder al nuevo relato de suscripción.

- No se van a eliminar relatos de esta página. Los que están, están. Si en algún momento se eliminara alguno, será reemplazado por otro más nuevo.

- El blog FULL (por suscripción) tiene acceso sin pagar. Cualquiera puede entrar y, de hecho, tendrá relatos liberados y previews públicos.

- En el blog FULL se publicarán dos relatos largos más dos  relatos breves por mes, más otros mini relatos y extras. Se accederán opr suscripción (quienes no se suscriban, verán el relato borroso)
¿Se agregarán relatos nuevos acá? Sí, pero de manera esporádica como viene sucediendo hoy por hoy.

- Las miniseries y unitarios eliminados de este blog el año pasado serán material exclusivo para suscriptores.

- Las suscripciones son por ahora de dos niveles: U$ 5 y U$ 10. En la primera, el suscriptor tiene acceso a los dos relatos largos (los principales) por mes. En la segunda, además de eso, tiene acceso a todo el fondo editorial del blog de Reblede Buey (sí, absolutamente todos los relatos, mini relatos y series -excepto la novela-, más dos relatos breves nuevos por mes (CuerniX, CRMI y otros formatos nuevos), más otros mini relatos, anexos y secciones nuevas.
Hay otros niveles más, pero son más para fanáticos del blog, con más información y no tanto de relato XXX (incluso un nivel para que yo escriba un cuento a pedido)

- La registración al sitio es GRATUITA y muy rápida. Luego, si se desea suscribirse para los relatos pagos (en ese blog serán casi todos), hay que adherir una cuenta PayPal, que es lo más seguro del mercado.
Para tener dinero en PayPal, lo más fácil es adherir una tarjeta de crédito, pero vía NUBI se puede fondear desde una cuenta bancaria (para algunos lectores que preguntaron)

- En breve publicaré los links de todo esto que estoy informando.

- El blog es muy bonito, y tiene una sección de comunidad que hará muy dinámico publicar comentarios, fotos, pedidos, etc.

Seguro habrá más preguntas, porque me habré olvidado de veinte cosas. Pregunten, sinvergüenzas. Perdón: pregunten sin vergüenza.  xD

Vista previa del nuevo blog FULL

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Lanzamiento oficial del blog FULL: 1 de Agosto
Prelanzamiento: 20-21 de Julio

RELATOS:
- Bombeando: Tamy, Parte II (final) — 1/08/2017
- El Club de la Pelea (01) — 15/08/2017

Captura de pantalla de la página actual 14/07/2017 — click para agrandar.
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Bombeando 4: Tamy, Parte II, Final (Gratis en Rebelde Buey FULL) - Teaser

Bombeando (04) (Parte II) (Tamy)

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Bombeando (04) (Parte II) (Tamy)

Por Rebelde Buey

El camión cisterna llegó envuelto en polvo y humo blanco. Era más viejo y destartalado que la camioneta de don Roque. Seguro que el hijo de puta habría llamado a algún viejo como él, amigo de toda la vida, para mostrarle —y ufanarse de— la pendeja que se había cogido.
Pero del camioncito salió un muchacho de unos 30 o 35 años, alto, ancho de hombros, de abdominales planos y cabello enmarañado. Tenía los ojos claros y la piel bronceada por el yugo, con una cicatriz fea en la mejilla mal afeitada, que le deba un aire de narcotraficante “bueno” de telenovela.
Tamy me soltó de inmediato y se fue hacia él.
—Hacete cargo de mi hijo, cuerno...
Fue tan fría en la forma de decirlo que me dejó sin reacción. En cambio no fue nada frío el andar y el bamboleo reguetonero de caderas cuando se dirigió hacia el tipo. No puedo asegurarlo porque nomás veía la espalda de ella, pero me juego una paja a que ya le sonreía.
—Tamy, comportate —la grité entre dientes. Por toda respuesta solo levantó una mano con desdén, ni siquiera giró para mirarme y tranquilizarme.
—Hola, preciosa —la saludó Machete con una sonrisa. Así, "hola, preciosa", como si estuviera en un boliche. Algo me decía que mientras yo estuve entreteniendo a Botellita, el viejo estuvo haciendo algo más que cogerse a mi mujer en el auto. Machete parecía tener demasiada información.
Don Roque lo saludó con un apretón de manos y un guiño.
—Hay que llenarle el tanque a esta belleza.
No se refería a mi auto, eso seguro.
Tamy ya estaba junto a Machete, que la miró de arriba a abajo sin disimulo, como si fuera una cosa garchable puesta en un escaparate. Se dieron un beso en la mejilla, casi rozándose lo labios, y yo me acerqué y me pegué a mi mujer como para marcar y proteger lo que por derecho solo me pertenecía a mí. Machete ni me registró, siguió mirando y sonriendo a Tamy.
Entonces don Roque, supongo que fastidiado porque yo me le pegué a su hembra, dijo con una brutalidad total:
—Acá el cornudo necesita nafta para llegar al primer pueblo. ¿Qué descuento le podés hacer?
¡Ah, no! Ya conocía el versito del descuento.
—No, ¡qué descuento! —salté— No quiero descuento de nada. Solo llene y cóbreme lo que me tenga que cobrar.
—Te la voy a llenar, no te preocupes —dijo, y esta vez miró a mi mujer a los ojos, y ella le sonrió. Ahí me di cuenta que se habían acercado mucho entre sí, y con los brazos en jarra, Tamy lo estaba tocando disimuladamente—. El único problema es que se me rompió la bomba del tanque.
—¿Qué bomba? ¿De qué estaba hablando?
Ya me estaba poniendo nervioso.
—La bomba que manda la nafta de la cisterna a su tanque.
—¿Pero puede cargarlo o no, carajo? —me impacienté.
Entonces don Roque me tomó de la base del cuello. Fuerte, muy fuerte.
—No sea soberbio, porteñito. ¿No le enseñé hace un rato que debe ser respetuoso con el prójimo?
El movimiento me sorprendió. Quedé a su merced con su manaza que me apretaba cada vez más fuerte y el dolor comenzó a acalambrarme las piernas. Vi a Machete sonreírle y zalamear a Tamy, que no parecía darse cuenta de nada a pesar de estar a mi lado.
—Por favor, don Roque... —murmuré, tartamudeando por el dolor, pero más por la humillación de ser sometido al lado de mi esposa.
—Todos ustedes son iguales, vienen a los pueblitos y se quieren aprovechar de nosotros.
Caí de rodillas al suelo, tomándome el cuello. Recién ahí Tamy pareció advertir algo:
—Mi amor, ¿te tropezaste?
—¡Maricón! —sentenció don Roque con desprecio.
Desde el suelo vi el brazo de Machete rodear la cintura de mi mujer y la mano apoyarse sobre un anca.
—Tiene que haber una forma.... —rogué al borde de las lágrimas.
—Hay una bomba manual —dijo el muchacho, sin darle mayor importancia. Seguía distraído con Tamy—. Pero yo no voy a accionarla. Está oxidada, se traba…
—Mi amor —dijo Tamy, ayudándome a levantar—, con Machete y don Roque pensamos que quizás lo mejor sea que ellos me lleven al pueblo así yo busco ayuda, y vos te quedas cuidando el auto con Botellita, y de paso tenés tiempo de calidad con él.
—¡No, no, no! —me apuré a decir, y restregué el hombro— No voy a dejarte ir sola a un pueblo desconocido, puede ser peligroso.
—No hay problema, ellos se ofrecieron a cuidarme.
Iba a gritarle a Tamy que se deje de joder, que me daba cuenta que se los quería coger. Eso me enfurecía, pero el dolor en el cuello y la mirada de pocos amigos de don Roque me hicieron recapacitar.
—Tamy, mi amor, no quiero separarte de Botellita —y miré a Machete, tratando de no bajar la mirada porque me parecía que el hijo de puta estaba manoseando a mi amorcito—. Yo puedo accionar esa bomba manual —Por un momento recordé la primera vez que fui a Lobos, la pileta vacía y la bomba, y me estremecí—. Total, ¿cuánto se puede tardar en llenar un tanquecito?
Tomara el tiempo que tomara, nomás agarrar la bomba me di cuenta que con esa porquería a mí me iba a llevar cien veces más. No solo estaba oxidada, estaba sucia de nafta y gasoil engrasado, de modo que había formado una costra en la varilla del pistón y se había taponado más de dos tercios del pico de salida. Machete instaló la bomba manual al pie del tanque cisterna y nada más.
—Ahí tiene —me dijo—. Bombee —y buscó a Tamy con la mirada, que estaba llegando al auto y quitándose las sandalias para entrar—. Yo voy a cobrarme con su mujer.
Y se fue con ella.


Ah, porque no les dije que en cuanto acepté bombear para que no se llevaran a mi mujer al pueblo, el hijo de puta de Machete dijo que nos ayudaba pero bajo el mismo arreglo que don Roque. Tamy pegó un saltito y la boca se le agrandó de oreja a oreja, aunque tuvo la deferencia de decirles:
—No me parece justo, ¡es un abuso! Ustedes dos cogiéndome y el pobre cornudo bombeando —Era una manera extraña de defenderme, porque la sonrisa no la hacía parecer muy indignada, más bien burlona.
Yo protesté. Por una vez apoyé a mi mujer para hacer frente común. Pero enseguida, casi al segundo, Tamy dijo:
—Aunque don Roque ya me cogió y se vació dos veces, mi amor. Un abuso más o un abuso menos no va a cambiar nada.
¡Maldita sea! Tamy siempre hacía la misma cuenta: una más, una menos... Al final se la terminaban garchando todos. Cuando llegáramos a casa tendríamos que hablar para corregir esto.


Cuando llegáramos a casa, no ahora. Porque ahora el turro de Machete la estaba metiendo en el auto, manoseándole el culazo a mi mujer, igual que horas antes había hecho don Roque.
—Papá, ¿el señor nuevo también va a hacer gritar a mamá...?
Botellita estaba a mi lado y miraba igual que yo cómo Machete y su madre se metían al auto.
—N-no sé mi amor, no creo —mentí, porque había visto el bulto del tal Machete y era descomunal. En realidad no el bulto, sino la verga larga y ancha que se le marcaba bajo la pierna del pantalón.
Don Roque había desaparecido, estaba meando al otro lado del camión. Yo le pedí a Botellita un destornillador, como para entretenerlo, y me lo trajo enseguida. Comencé a destapar el pico que conectaba a la manguera, y eso le resultó a mi hijo un juego de grandes y me pidió hacerlo él. Cedí mi lugar y aproveché para mirar furtivamente al auto, a unos siete metros. Tamy miraba hacia abajo con cara de sorpresa, seguramente maravillada por comprobar lo que se insinuaba dentro del pantalón de Machete.
Don Roque regresó de liberar su vejiga. Venía latigueando su verga de derecha a izquierda, sacudiéndolo. ¡Carajo!, tenía una víbora pitón entre las piernas. Con razón Tamy había querido ir al pueblo con él. Ya hablaríamos también de esto en casa. Botellita terminó de destapar el pico.
Fui al auto con el extremo de la manguera, para meterla en el tanque de nafta. La boca del tanque, ya saben, está pegado a los asientos traseros. Aproveché para hacer todo lento y así espiar —es decir, controlar— lo que tenía Machete entre las piernas y lo que le iba a hacer a mi mujer. Machete la tenía enorme, más imponente incluso que don Roque. Por suerte no tan monstruosa como la de Botellón, que mi mujer debía soportar cada verano, ensillada de verga mientras los otros la arengaban.
Tamy se había arrodillado y le ofrecía el culo y la concha a este nuevo hijo de puta, apoyándose e incluso sacando la cabeza por la ventanilla abierta para que el abusador estuviera más cómodo. Y el abusador estaba tan cómodo que, arrodillado detrás de ella, había apoyado el vergón sobre las nalgas de mi mujer, por la raya. Yo no estaba del lado de Tamy, sino del de Machete. Veía claramente esa manguera de carne, gruesa y pesada, apoyada sobre y entre las nalgas de mi mujer y llegar hasta cerca de la cintura. "No le va a entrar semejante pedazo", pensé, mientras veía cómo Machete soltaba la pija sobre la cola de Tamy para que sintiera y vibrara con ese peso muerto.
Metí la manguera en la boca del tanque, que de tan finita bailaba, y me asomé por la ventanilla.
—Señor Machete, no le va a meter todo eso, ¿verdad? —Tamy se rió— No quiero que la lastime.
—Mi amor, por ahí abajo salió Botellita, puede entrar lo que sea que disponga un buen macho.
A veces Tamy hablaba así. No durante el año, pero sí durante los veranos en la quinta de Lobos.
—No, bebé —dijo Machete, entre jocoso y amable, y comenzó a masajearle las nalgas—. Este pedazo te va entrar por la colita... quiero sentirte realmente estrecha.
Tamy rió, como si fuera un chiste. Yo me angustié. Aunque cada año se lo hacían Botellón, don José y el Indio, sabía que alguna vez me iba a tocar a mí y no quería que más machos me la siguieran ensanchando.
—No, Machete, ¡el culo no!
Machete ya se masajeaba la verga, como para endurecer y penetrar.
—Tranquilo, cuerno, que no le va a doler.
—¡No es eso!, ¡no quiero que me la estire!

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