PREAVISO
(VERSIÓN 1.0)
Por Rebelde Buey
1.
Estaban echando gente a lo pavote así que entré medio temblequeando al despacho del señor Gaber, mi jefe. Me di cuenta cuando agarré el picaporte de la puerta: entre la agitación y el sudor, la mano se me patinó dos veces.
—¿Querés que te ayude? —me preguntó Érika, la secretaria, con gesto de suficiencia. Era una morocha escultural, una belleza de ojazos y pechos italianos que podría estar trabajando perfectamente en la tele o el cine. Era sin lugar a dudas la mujer más sexy de toda la empresa, la que todos se querían coger, y la que —se sabía— únicamente se cogía mi jefe. Bueno, mi jefe y por supuesto René Muni, su marido y compañero mío en el departamento de Crédito.
—N-no, está bien —dije, me sequé la mano y abrí. Érika me intimidaba. No tenía el rango de mi jefe pero era conocida por su malicia, amén de ser su mano derecha, lo que le daba un poder residual que metía todavía más miedo.
Adentro, mi jefe practicaba golf contra un vaso acostado sobre la alfombra.
—¡Cirilo, qué bueno que viniste!
Se me acercó y me dio la mano. Mi jefe era de esos tipos que nada lo afecta, te trata como si no fueras su subordinado, pero te deja en claro que tenés que hacer lo que te pida. "Qué bueno que viniste", dijo, como si yo hubiera pasado a visitarlo en lugar de haber acudido a su llamado.
—¿Quería verme, señor?
—Cirilo, ¿cuánto hace que trabajás acá? Seis años, ¿no? Si habrás visto cosas... Ya conocés cómo funciona esto, viste que la mano no viene bien... Pateame la pelotita... Gracias... Cirilo, no te la voy a caretear: está sobrando gente por todos lados y ya sabés que Crédito viene para abajo desde hace dos años...
Me asusté. Si me echaban en medio de esa coyuntura económica iba a terminar durmiendo en la calle.
—¡Señor, no me eche por favor!
—Cirilo, solamente en este edificio trabajan 180 personas... y el recorte que tiraron es del 30% para la primera etapa. Vos estás en números, decime cómo hago...
Venía transpirando y de pronto el sudor se me hizo helado.
—Señor, hace seis años que trabajo para usted. En el sector hay gente con menos antigüedad... López, Aguirre, Muni...
Mi jefe me miró como si estuviera loco.
—No voy a echar a Muni. Me cojo a la perra bestial que tiene de esposa.
Lo dijo con una falta absoluta de reserva, como si estuviera hablando del clima.
—¿Y López? ¿Y Aguirre?
—¿No conocés a la novia de Aguirre? A esa bomboncita la veo en su casa. ¿O por qué te pensás que desaparezco todos los miércoles de 14 a 17? Y antes que me insistas por Aguirre, me pidió el gerente de logística que no lo eche, él y un amigo le cogen a la mujer una o dos veces por semana. ¡Qué desvergonzados!
Estaba perdido. La fatalidad de la situación me ahogó el pecho y la garganta. Quedé en silencio, imposibilitado de hablar.
—¿Me pateás la pelotita?
Le pateé la pelotita. Dios, ¿qué iba a hacer? ¿Cómo se lo diría a Eugenia? Ella vivía en su mundo, estudiando para veterinaria y sin la mínima intención de buscar trabajo en el mientras tanto. Al menos le ponía ganas al hogar y con sus 26 años procuraba convertirse en una buena ama de casa, lo que no siempre sucedía y yo utilizaba para mofarme de ella y reírnos juntos. Esta vez no nos íbamos a reír. Ella era una adulta-niña y yo, en mis 46, ya comenzaba a quedar fuera de las búsquedas de personal de las empresas. ¡Mierda!
—Pero acordándome de las viejas épocas —siguió mi jefe—, de las buenas, de cuando andábamos bien y hacíamos dos fiestas por año, ¿te acordás?, se me ocurrió que en una de esas habría una solución.
El alma me volvió al cuerpo. Quizá Eugenia podría seguir estudiando sin tener que trabajar.
—¿De verdad? —pregunté ansioso.
—Me acordé de la última fiesta, hace dos años. A la que fuiste muy bien acompañado por una chica delgada, de cabello castaño claro, medio rubia, muy bonita... de cola perfecta. Una hermosura...
—¿E-Eu... Eugenia?
—¡Eugenia, eso es!
—S-señor, es que... Eugenia... es mi esposa... Me casé con ella el año pasado...
—¿En serio? ¡Te felicito, Cirilo! Una chica mucho más joven que vos, y tan hermosa... En fin, se me ocurrió meterlos a vos y a Eugenia en el mismo programa que están Érika y Muni, o Aguirre y ese bomboncito de 17 años...
—¿Pro...grama...?
—Bueno, programa, sistema... No sé cómo llamarlo...
Me asustó. Esto era peor que lo otro. Bueno, quizá no por el lado económico. O social. O profesional. Pero sí por el lado de mi amor propio, de nuestra comunión como pareja, de nuestra sexualidad... Bueno, quizá no de nuestra sexualidad, quizá solo de la mía. Es decir, Eugenia y yo no teníamos mala cama, aunque yo me daba cuenta que para ella no era suficiente. No, no soy un desastre o la tengo chiquita. Es que en estos años hemos hablado alguna vez de nuestras relaciones anteriores, y solo verle los ojos al recordar ciertos amantes o novios me doy cuenta que tuvo más de lo que le puedo dar.
—No creo... no creo que pueda... No puedo proponerle algo así a mi mujer...
Dije "mi mujer" para marcarle que estábamos hablando de alguien con amor comprometido, con un corazón con dueño, y de esa manera desalentarlo. En cambio sonrió, me miró, y se inclinó para golpear la pelotita con el putt.
—No te preocupes, vos no vas a tener que decir ni hacer nada. Eso dejalo por mi cuenta.
—Pero...
—Lo importante es que vos estés dispuesto a conservar tu trabajo —lanzó la pelotita y embocó en el vaso—. Eso siempre se aprecia en una compañía como ésta... y en especial los gerentes como yo, o Hamilton, o Riglos... En fin, "los muchachos".
—No sé, yo...
Me tomó del hombro y me acompañó hasta la puerta.
—Pasale los datos de tu mujer a mi secretaria. Celular, mail... Así yo la contacto y arreglo con ella.
—Pero es que no sé, señor, ella no es...
Abrió la puerta y me sacó.
—Te felicito por el trabajo, Cirilo. Ahora te dejo que tengo que armar una lista de sesenta tipos a los que tengo que rajar.
Me fui hecho un zombi. Sabía lo que estaba haciendo. O lo que estaba dejando hacer. Mi miedo por perder el trabajo a esta edad era tan fuerte que me recosté en ese lugar cómodo donde yo no debía hacer nada. Si Eugenia se enfurecía con la propuesta de mi jefe, yo me haría el desentendido y pasaría a ser uno más en las filas de gente buscando trabajo. Si aceptaba, ella era la puta, yo no tendría nada que ver. Sí, era una postura cobarde y miserable, ero en verdad yo estaba muy confundido y con sentimientos contradictorios, no sabía qué hacer, ni siquiera qué pensar. Decidí dejarlo librado al destino y que sea lo que Dios quiera.
Desde mi cubículo marqué el interno de Érika. Miré a mi alrededor. A un lado estaba Muni, el cornudo de la empresa. Todos sabían que nuestro jefe le cogía a la mujer. Absolutamente todos. Pero nunca nadie le dijo nada. A veces veía pasar a algún que otro gerente y saludarlo. Gerente que poco antes había viajado a Brasil o Estado Unidos con su mujer, en viaje de trabajo, y que todos sabíamos que se la llevaba para garchársela. Venían los tipos y lo saludaban, y Muni debía sonreírles y aceptar los comentarios, que en general eran sobre lo hermosa que era su mujer o lo solícita que era con todo lo que le pedían. Sin hablar nada explícito, le decían todo. Era en extremo humillante, porque encima esto sucedía con la oficina llena de compañeros. Me dije que yo no iba a vivir eso, si mi jefe lograba convencer a Euge. Nadie sabría. Nadie debía saber. Mi mujer no trabajaba en la empresa, yo terminaría siendo un cornudo de bajo impacto, como Aguirre o como López, que recién ahora y bajo estas circunstancias yo me enteraba que les cogían a las mujeres.
De todos modos decidí achicar el riesgo. Por eso llamé a Érika.
—Decime, Cirilo... —me rumió con desprecio y poca paciencia.
—Necesito ver al señor Gaber, es un minuto nada más.
—Está en una reunión. ¿Tenés los datos de tu mujer, para que se la coja?
Me lo dijo así, a lo bestia. Seguro estaba sonriendo.
—Hay que ver si acepta. Mi mujer no...
—Te la va a coger, Cirilo. Antes de que termine la semana vas a ser un nuevo cornudo en este mundo... Si es que ya no lo venís siendo de antes...
Me tragué la respuesta, yo estaba ahí por otro asunto.
—Aunque sea pasame por acá. Es para decirle una cosita.
—Decimela a mí, cornudo. Para eso soy su secretaria.
—¡No me digas cor...! —miré a mi alrededor. Había levantado la voz y mis compañeros me miraban. Cubrí el auricular y dije en un murmullo—. Decile al señor Gaber que llame a mi mujer, pero que no le diga que me habló. No quiero que ella se la agarre conmigo cuando lo rechace.
Érika largó una carcajada franca, espontánea.
—No te preocupes, cuerno. El señor Gaber sabe perfectamente lo que debe hacer en este tipo de situaciones. Mandame los datos de tu mujer antes del mediodía porque va a hablarle hoy mismo.
Y, sin esperar respuesta, cortó.
Dos horas después sonó mi interno. Era mi jefe.
—Cirilo, ya está. Ya hablé con tu mujer.
—¿Qué…?
—Es una dulzura, y muy divertida. Se ríe de todo y se la pasa provocando... Me gusta.
—¿Ya... ya se la cogió, señor...? —pregunté incrédulo, asustado.
—¡Ja ja ja! No, Cirilo, solo hablamos por teléfono. Nos encontramos mañana para un café informal, aunque ya sabemos cómo terminan estas cosas, ¿no?
La verdad es que no lo sabía, nunca había estado en situaciones semejantes.
—Señor, yo... No creo que ella... Sé que mi trabajo está en juego pero no creo que vaya a suceder nada, señor. Con todo respeto, Eugenia no es de ese tipo de mujeres...
—Tranquilo, Cirilo, tu trabajo ya está a resguardo. Si yo te digo que tu mujer se me va a abrir de piernas, podés apostar tu sueldo a que así va a ser.
—Señor, no le habrá comentado que yo... No quisiera que ella...
—Cirilo, no me subestimes. Por algo soy el jefe, ¿no?
2.
Llegué a casa antes de las siete. Fui en taxi en lugar de colectivo, solo para llegar veinte minutos más temprano. La ansiedad me había retorcido las tripas. Desde que mi jefe me contara que estuvo hablando con Eugenia, esperé el llamado de mi esposa. Desconcertada, risueña o indignada. Contándome la charla. Diciéndome que la había llamado el señor Gaber y que le había seguido la corriente para que no se la agarrara conmigo. Esperé esa llamada toda la tarde. Nunca llegó.
En casa encontré a Euge en la habitación. Había libros y cuadernos sobre la cama, como si hubiera estudiado, pero ahora mi mujer estaba frente al espejo probándose ropa que ponía por delante de su cuerpo, con perchas y todo.
—Hola, mi amor —me saludó muy alegre y amorosa. Me dio un beso y volvió al espejo—. Qué temprano viniste, ¿te echaron del trabajo?
Y volvió a reír. ¿Era una broma tonta o sabía más? Pensé que si sabía algo no iba a hacer un chiste que me pudiera mortificar. Miré las prendas que se estaba midiendo: un conjuntito de camisa y minifalda, un vestidito muy corto lleno de florcitas de colores que le quedaba bien bien sexy. Una remera blanca sin mangas para mostrar la pancita. Más faldas. Entre la cama y la silla no había ni un solo pantalón.
—¿Vamos a salir? —pregunté, sospechoso.
—No, amor, hoy te cocino rico como a vos te gusta. Hice estofado al medio día, está tomando sabor... Y te compré el vinito que te gusta.
Tanto mimo culinario me dijo que estaba culposa. Luego vería el ticket del almacén en la cocina: el vino y la carne los había comprado a la mañana, así que no. De seguro en la cena me contaría sobre la insultante llamada de mi jefe.
—¿Y entonces para qué te preparás ropa tan… linda?
—Mañana me veo con Elizabeth. Vino de Ensanche para el finde y nos vamos a poner al día.
Elizabeth era una amiga lo suficientemente lejana para no poder rastrearla o constatar que estuviera en Buenos Aires. Era la mujer de un tal Pedro, que había trabajado en ventas en mi empresa y que se había ido a trabajar repentinamente y sin explicaciones a las oficinas del astillero, en Corrientes. Eugenia y Elizabeth se habían conocido en una de las fiestas de la empresa, se entendieron de inmediato y se hicieron buenas amigas. Hasta que Pedro pidió el traslado al astillero por un "problema familiar", poco después de que naciera su hijo.
—Vas a estar muy sexy —me quejé.
Ella lo tomó como un cumplido.
—¿En serio? —se entusiasmó—. ¿Cuál te parece más?
Era un terreno que no quería atravesar, demasiado pantanoso para mi baja moral. Decidí huir hacia adelante.
—A vos todo te queda sexy.
La tomé de la cintura y la besé. De pronto tuve una erección. El beso, su perfume, su cintura en mis manos y la proximidad de la cama lo ameritaban. Claro que existía la posibilidad de que esa ropa fuera a lucirse para mi jefe, y eso debía bajármela.
Terminamos echándonos un polvazo como cuando éramos novios.
—¡Mi amor , estás hecho un toro! Voy a tener que decirles a mis compañeros de facultad que ya no los necesito.
Era un chiste clásico de nuestra intimidad que ella —por la diferencia entre su edad y la mía— me hacía cornudo con sus compañeritos de facultad.
En la cena no mencionó palabra sobre el llamado de mi jefe. A tal punto fue todo tan normal que me pregunté si el señor Gaber habría hecho el llamado, o si acaso no sería todo una broma de pésimo gusto. La otra opción era que Eugenia lo hubiera rechazado y decidiera no decirme nunca jamás nada, para no preocuparme o amargarme en vano. Sí, ya sé que había una tercera opción, pero no quería ni pensar en ella. Eugenia no era la clase de chica que hacía lo de la tercera opción.
Antes de dormir volví a hacerle el amor. Estaba más caliente que nunca.
3.
Al día siguiente mi jefe me llamó a su oficina.
—¿Señor?
Se ponía el saco del traje.
—Cirilo, estoy yendo a verme con tu mujer. Deseame suerte.
—Señor, no creo que vaya a lograr nada con Eugenia. Ayer hablé con ella y no mencionó palabra.
—Es porque ya calcula que vas a ser su cornudo.
—¿Señor...?
—Si no te dijo nada de mi llamado es porque ya te hace cornudo o porque evaluaba hacer algo conmigo esta tarde. Como sea, para ella ya lo sos... Y para mí también, Cirilo.
—Señor, con todo respeto, usted no la conoce. Y yo no quiero perder mi trabajo.
—Cirilo, parecés tonto, che. Ya te dije que te la voy a coger, eso es un hecho. Si no es en un rato cuando la vea, será en el próximo encuentro, eso depende de lo putita que sea tu esposa, pero ya está. Yo sé de estas cosas.
Me sacó de su oficina y pasamos frente al escritorio de su secretaria.
—Si regreso a las dos es porque solo charlamos. Si estoy de vuelta a las cuatro es porque te la cogí bien cogida; en ese caso alegrate, tu trabajo está a salvo.
Érika me sonrió con desprecio, como si los cuernos que ella le ponía a mi compañero fueran éticos y los míos no.
Por suerte mi jefe no regresó a las 16. Por desgracia, lo hizo a las 18. A esa altura yo estaba desesperado. A las 17 le mandé un mensaje a Eugenia, y como no me contestaba, unos cuantos más. Y chequeaba constantemente si estaba online o no. Su última conexión seguía siendo a las 14, aproximadamente el horario en el que presumiblemente habrían entrado al hotel ella y mi jefe.
Recibí sus respuestas al mismo tiempo que el señor Gaber entró a la oficina. Yo estaba juntando mis cosas para irme, cuando pasó frente a mí como una tromba.
—Cirilo, a mi despacho —dijo con tono duro, como si una reunión de negocios hubiera salido mal. No supe si alegrarme o preocuparme. Por otro lado, si se había cogido a Euge y no le había gustado, yo seguía siendo igual de cornudo. Lo pensé un segundo: no había forma de que Eugenia no le gustara. Era joven, muy bonita y tenía un cuerpazo, una cintura y una cola espectacular, y cuando el cabello largo y claro le caía por la espalda no había manera de que no se te parara.
Entramos a su oficina y, detrás nuestro, su secretaria.
—Sentate, Cirilo.
Me senté.
—Gaber, estos son los llamados principales, y estos documentos los mandó el señor Burdelo para que los firme.
Mi jefe comenzó a ver los papelitos con llamados.
—Tu mujer es un putón de campeonato, Cirilo. Tanto, que tuvimos que sacar un segundo turno. Le acabé como cuatro veces, hacía años que eso no me pasaba.
—¡Señor! —me sobresalté, y señalé a Érika con los ojos. Mi jefe siguió con los papelitos sin dame importancia.
—Lo bueno es que ya es oficial: conservaste el trabajo.
—También es oficial que sos un cornudo —terció Érika.
El señor Gaber festejó la humorada y le extendió unas fojas.
—Tenés que perdonarla —me dijo—. Le encanta hacer bromas con estas cosas... —Y a ella—: Llamame a estos tres. ¿Esto otro lo tengo que firmar ahora?
—Está el de la moto esperando que lo firmes para llevarlo al estudio.
Mi jefe resopló. Haberse quedado en un telo dos horas más con mi mujer tenía sus costos.
—Ok. Sacale fotocopias antes de mandarlo. Aunque sea quiero ver mañana qué carajos firmé... —y se puso a garabatear su firma en los documentos—. Y vos, Cirilo... quedate un rato acá y después andá para tu casa... Dale un poco de tiempo a bañarse y acomodar la casa... Y hoy a la noche no la busques, le va a doler todo.
Érika echó una risita por lo bajo.
—Señor, ¿está seguro...? ¿Le dijo algo de mí...?
—No, Cirilo, de vos nada... Pedía por más pija, y pedía por Dios —le dio las carpetas y papeles a Érika que, con una sonrisa, comenzó a irse—. Bah... al principio sí, en el bar... En la cama no.
—¿En el bar...? ¿Qué dijo en el bar...?
—Cuando estaba pagando la cuenta para ya irnos al telo... dijo algo así como "ay, señor Gaber, no sé si el cornudo se lo merece"—se escuchó otra vez la risita de Érika antes de salir definitivamente—. Pero lo dijo mientras se levantaba para ir al hotel conmigo, así que tranquilo, Cirilo, tu trabajo está a salvo. Te la voy a seguir cogiendo sin inconvenientes.
Por alguna razón, muy tranquilo no me pude quedar.
4.
Cuando llegué a casa, el corazón se me salía por la boca. Estaba ansioso y tenía los nervios de punta, como si el infiel hubiera sido yo. Euge me recibió en pantalón pijama y una remera vieja, revolviendo una olla en la que hervía algo.
—Hooola, mi puchi hermoso —me saludó llena de alegría y (les digo, porque la conozco) amor.
—Ho-hola, Euge —dije sin saber qué decir.
Ella me movió el culito ostensiblemente, mientras revolvía.
—¿"Hola, Euge"? ¿Y ni me tocás la cola?
Siempre le tocaba la cola cuando la saludaba. Era mi debilidad y mi fetiche esa cola perfecta. Se la toqué de compromiso.
—¿Qué pasa, amor? Estás como triste...
—N-no, puchi, pasa que... están echando mucha gente en la oficina...
Euge vino y me abrazó por el cuello. Sentí sus tetas sobre mi pecho.
—Mi amor, no te preocupes. A vos no te van a echar, sos el más viejo de la oficina, y el que más trabaja.
—El más viejo, no, ¡el más antiguo!
Era un chiste clásico de nuestra intimidad que ella —por la diferencia entre su edad y la mía— hiciera chistes conque yo era viejo y que por eso se acostaba a escondidas con jóvenes de su edad.
Se rió por la complicidad velada, me dio otro beso y volvió a la olla.
—¿Y vos, mi vida? ¿Cómo te fue con Elizabeth?
Observé específicamente sus reacciones: no movió un músculo.
—Me fue fantástico. Hacía tiempo que no la pasaba tan bien —Se puso a cortar unas lonjas de una pechuga de pollo—. La pasamos tan bien que se nos pasó volando y estuvimos como dos horas más.
—¿Le gustó tu ropa? —pregunté, morboso y peleador.
—Le encantó. Pero más les gustó a los tipos, que me propusieron de todo por la calle.
—Cómo te gusta ponerme celoso con eso de que te quieren coger, ¿eh?
—Ay, mi amor, te hago cornudo todos los días y nunca te enterás, ¿para qué te voy a querer celoso?
Era un chiste clásico de nuestra intimidad que ella —por las razones que fueran, y a veces sin motivo— dijera que me hacía cornudo todos los días mientras yo trabajaba en la oficina.
En la cena, en la sobremesa y al acostarnos, Euge se comportó de la manera más natural del mundo. No hubo nada sospechoso, ni un comentario fuera de lugar. Nada. Era extraño, parecía que yo estaba viviendo dos realidades opuestas.
Así que no pude dormir. Ni esa noche, ni la siguiente.
5.
—¡Necesito una prueba!
El señor Gaber me miró confundido. Hacía ya tres semanas que me cogía a Euge. Casi un mes en el que se encontraron seis veces, siempre por las tardes, para terminar en un hotel. Seis veces en las que llegué a casa esperando en el fondo de mi corazón que Euge me llamara acongojada y me confesara que el hijo de puta de mi jefe la obligaba a acostarse con él. Nunca sucedía. Mi mujer me recibía en casa y me trataba como si nada, como si lo más destacable del día hubiese sido ir a la verdulería. Y yo simplemente no podía con eso, no lograba manejarlo. O no quería. Conocía muy bien a mi mujer y no podía creer que fuera tan buena actriz o tan cínica. Desconocerla tanto me estaba deprimiendo y no me dejaba dormir.
—Te la estoy garchando, Cirilo. ¿Qué más pruebas querés?
—Ella me dice que no. Es decir, no me dice que no. Pero la veo a todos los días, la conozco bien, no puede ser que se la esté cogiendo. Señor, ¿no será que se este cogiendo a otra?
—Cirilo, no te entiendo y no sé a dónde querés llegar. Y estoy con mucho trabajo...
—¿Cuándo me la vuelve a coger?
—Eso que es privado, Cirilo. Vos sos solamente el cornudo.
—Señor, por lo que más quiera, necesito estar seguro, no puedo dormir...
—Andá a trabajar, Cirilo. No abuses de nuestra amistad.
A las 18:00 horas en punto se asomó Érika a mi escritorio. López, Aguirre y Muni, su marido, ya estaban juntando sus cosas para irse. Muni saludo a su mujer, que no abandonó mi escritorio.
—¿Ya salís, mi amor? ¿Te espero en el barcito?
Como cualquier secretaría ejecutiva, era habitual que Érika saliera después de hora. Si se retrasaba solo un poco su marido la esperaba en un pub a mitad de cuadra. Otras veces su mujer se quedaba con los jefes hasta las once o doce de la noche. Muni sabía lo que significaba eso. Que algún gerente le estaba cogiendo a su esposa. Lo sabría Muni y lo sabíamos todos. Y generalmente sucedía unas tres veces por semana.
—No, mi amor —le dijo con inédita dulzura—. Hoy me pidió Riglos —era el gerente de marketing— Necesita que le... Me va a tener haciendo dictados toda la noche... Llegaré a casa a las once, tené la cena lista.
Yo los escuchaba y me preguntaba si en breve no estaría teniendo con Euge un diálogo similar. Al menos Érika trataba tan dulcemente a su cornudo como mi mujer a mí.
—¡Ey, cuerno! —me murmuró Érika, sacándome de mi ensoñación. Me mostró un pendrive sin que los demás lo vieran—. Acá tenés tu prueba.
Cuando mis compañeros se fueron y quede sólo, puse el pendrive en mi PC. Había una sola foto. La abrí.
¡Y carajo!
Era mi mujer. No se le veía la cara, pero era mi mujer. Estaba recostada boca abajo, en bombachita y ramera, en un momento de intimidad. La foto estaba hecha desde su colita perfecta, y quien la tomara hundía un dedo en la entrepierna, por sobre la tela de la tanguita, dejando claro que aquella cola —al menos en ese instante— era por completo de su propiedad.
Tragué saliva. Me volvió el sudor. Una cosa era decirlo o escucharlo. Otra cosa era verlo. Es cierto, el rostro no se veía, pero la tanguita era reconocible, lo mismo que la cola y el cabello sobre la espalda. Miré la fecha y hora de la foto: la habían tomado unas horas antes, mientras yo cotejaba los datos de una línea de crédito para un club náutico canadiense.
Me deprimí.
6.
Es una experiencia intensa —no digo buena ni mala— llegar a tu casa ya no con la sospecha sino con la certeza absoluta que tu mujer estuvo un par de horas antes llena de pija de otro tipo. Y que te de un besito inocente y te hable como si tal cosa. Yo permanecía mudo. La veía ir y venir y no lograba emitir palabra, estaba como en shock. Por suerte Eugenia no se dio cuenta, tenía la cabeza en unos libros y apuntes para un parcial. Supongo habrá pensado que vine muerto por el trabajo.
—Mi amor, ¿no te encargás de la comida? Estuve clavada toda la tarde con esto y me falta.
Hija de puta, seguro que estuvo clavada toda la tarde. Le miré la bombacha: estaba en la cama, en bombacha y remera vieja. No era la de la foto.
—Sí, mi amor —respondí como un autómata.
El lavadero está al fondo de la cocina. Hice ruido con unos cacharros y abrí el lavarropas. Allí estaba la tanguita multicolor y la remera de la foto, con otras prendas que le hacían de coartada. Así que mi jefe efectivamente se la estaba garchando. ¡Y esta turra no me decía nada! Me deprimí de nuevo. Quise consolarme con la confirmación —ahora— de que conservaba mi trabajo. No me alcanzó. Parte de la idea de no quedar desempleado era darle una mejor vida a Eugenia, consentirla en todos sus gustos. Pero de esta manera los gustos se los sacaba con otro.
Cociné. Comimos. Culpé de mi ánimo al trabajo. Esa noche me fue imposible buscarla para el sexo. Ella tampoco me buscó.
7.
Si le preguntaba a Muni cómo soportaba que el señor Gaber le cogiera a su mujer, iba a deschavarse que yo me encontraba en idéntica situación. Y no quería. Bajo ningún concepto, quería.
—Sí, ¿qué pasa?
—¿Eh?
Era Muni. Yo simplemente me desperté de mi ensueño.
—Te me quedaste mirando durante un minuto.
—Ah, no... Me colgué, perdoná.
Estaba condenadamente solo.
8.
Lo primero que hice esa tarde al llegar a casa fue revisar el lavarropas: no había nada. Bien, mi jefe no me la había cogido. Euge vino a mí, más mimosa que nunca. Puso mi mano en su culo, me rodeó el cuello con sus brazos y comenzó a besarme la boca, la cara, el cuello, y a sonreír.
—Puchi, necesito mimitos... Ayer no te di bola, pero hoy estoy re enamorada...
—Sí, ayer no parecías muy enamorada.
No quise que fuera un reclamo, pero me salió un reclamo.
—Ayer estuve... estudiando. Estuve confundida, no pude pensar mucho en vos.
¿Qué me estaba queriendo decir su subconsciente? La noche anterior se me había hecho evidente que lo de sus libros y apuntes era su excusa para no estar conmigo después de coger con mi jefe.
—¿Y hoy me querés de nuevo?
Su cara fue de sorpresa.
—Siempre te quiero, bobo. Ayer te quise más que nunca, aunque estuve rara... No sé, me debe estar por venir. Quero que hagamos el amor. Quiero compensarte lo de ayer.
Me lo dijo por el hecho de no haberme dado casi bola a la noche. Yo supe que en verdad me quería compensar por haberse cogido a mi jefe. Se me paró la pija.
Esa noche hicimos el amor. Y por hacer el amor digo amor: muchos besos, muchas caricias, muchos roces y palabras románticas. Y poca —muy poca— penetración. No crean que estuvo malo, al contrario. Fue distinto y fabuloso.
9.
Al otro día mi humor estaba inmejorable. En la oficina conocí a la novia de Aguirre, Daniela, el bomboncito al que se había referido mi jefe. Y vaya que era un bombón. La verdad, desentonaba con Aguirre, que parecía un nerd de 30 años pero con cerebro promedio. Daniela era una chiquilla hermosa y simpatiquísima, sociable hasta lo correcto, de esas mocosas con carácter sin estridencias, que van estudiando el terreno entre broma y comentarios jamás desubicados.
Me cayó bien Danielita, y creo que yo también a ella. Estaba con un shortcito de jean bien corto que le dibujaba una cola exquisita. Varios en la oficina la miraron, con bastante disimulo, debido a Aguirre. Los que no disimularon fueron los gerentes. Pasaron tres, en distintos momentos, y se la comieron con los ojos. Me impresionó su desfachatez, pues el novio estaba junto a ella. La miraron sin el menos disimulo, la evaluaron y evidentemente la aprobaron.
Lo más extraño, al borde de lo bochornoso —aunque solo yo me di cuenta— fue que Daniela también los evaluó. ¿Qué estaba evaluando? Yo sabía ahora que el señor Riglos se la cogía. ¿Estarían por cogérsela otros gerentes? Me estremecí.
—Mi vida, estoy retrasado con una documentación... —Aguirre a Daniela—. ¿No me esperás una hora?
—¡Ay, no, me súper aburro! ¿Qué hago una hora acá adentro?
Apareció Érika de la nada, como aparece un Drácula en un dibujito animado.
—Yo te puedo llevar a conocer la empresa... Hay un par de gerencias que no nunca viste...
Miré a Aguirre. Su rostro reflejó una angustia ancestral, como si todos sus antepasados, incluso los que vivían en las cavernas, también hubiesen sido cornudos como él.
—P-pero... no, Danielita, voy a tratar de hacerlo más rápido. Seguro que en media hora...
—Volvemos en una hora y media, Aguirre —dijo Érika, innegociable, y se llevó a la pequeña Danielita por el pasillo, hacia el matadero, es decir, a las gerencias.
10.
El jueves a la noche la busqué a mi Euge, que no me correspondió al sexo-sexo. Se mostró otra vez romántica, con ganas de amor y no de pija. Con una excusa tonta fui a la cocina y revisé el lavadero. No había ropa lavándose ni lavada. Fui al canasto y lo encontré: un conjuntito de guerra color rojo sangre que yo le había comprado para un aniversario. Olí la tanga. El tufo a cogida fue irrefutable. Así que me la habían estado cogiendo otra vez.
Volví a la cama con sentimientos contradictorios: por un lado dolido por su engaño, por otro, con un amor renovado porque Euge estaba más romántica que nunca. ¿Sería la culpa? Elegí no pensar y hacerle el amor, como ella quería.
Me di cuenta que mi jefe me la cogía martes y jueves porque en casa Euge me buscaba martes y jueves. Para hacerle el amor, no para cogerla. Se podía decir que las cogidas se reservaban para los sábados, aunque era evidente que ella prefería el romance de entre semana.
Paralelamente comencé a recibir fotos y videos de los encuentros de Eugenia y mi jefe. Al principio fotos donde no se veía bien la cara, pero enseguida la cosa se relajó y el nuevo material la mostró completa. Lo mismo con los videos. Era aún más extraño que saberme cornudo. Sonreía a cámara con una sonrisa que no le conocía. Sus ojos tenían un halo de culpa, esa mirada previa a la tristeza. Dirán que son ideas mías, puede ser, porque en otras fotos aparecía chupándole el vergón a mi jefe con tremenda cara de puta, o recibiendo feliz un lechazo en pleno rostro. En los videos se la veía mucho más ella, sin esa melancolía de las primeras fotos. La veía y era ella y no lo era. Tenía como una impronta emputecida que jamás le había visto, una respiración bien arriba, de manera constante, como un escalador llegando a la cima del Everest. Y se lo montaba a mi jefe con una agresividad que conmigo jamás había tenido.
Un día comenzó a salir con sus amigas los viernes. A bailar. Salida de chicas, dijo. A mí me dio sospecha, pero callé. Llegaba muy tarde, amaneciendo, con la ropa sexy oliendo a cigarrillo, los pelos despeinados, un poquito ebria, el maquillaje corrido y... muy romántica.
Comenzamos a hacer el amor todos los sábados porque ella comenzó a ir a "bailar" todos los viernes por la noche. Hija de puta. Mi jefe había abierto una puerta que yo ni siquiera sabía que existía.
Hacia mitad de año hacíamos el amor martes, jueves y sábados, y eventualmente algún otro día de la semana, después que se juntaba para estudiar con sus compañeritos de facultad. Prácticamente no cogíamos. El "hacer el amor", el que le gustaba a ella, era casi tántrico, lleno de besos, caricias, mimos... La mayoría de las veces, cuando yo me ponía pesado con mi manía de penetrarla, ella se las ingeniaba para tomarme la pija y comenzar una paja que nunca era muy duradera, pues me encontraba tan caliente y sus manos eran tan suavecitas y hermosas, que terminaba acabándole entre los dedos.
Hacia el final de ese año ya había perdido el control de cuándo y con quién me hacía cornudo. Hacíamos el amor casi todos los días, y ella se ausentaba de casa a diario con excusas cada vez menos serias.
11.
Para fin de año me llamó mi jefe a su oficina y me dijo:
—Cirilo, los videos de tu mujer se están haciendo muy populares entre los gerentes... Y hay varios que la quieren conocer...
—Señor, no me haga esto. El único que me la puede coger es usted.
—Cirilo, esto es dinámico. Es como el capitalismo, hay que abrirse, adaptarse.
—Señor, usted no me entiende, ya casi no me cojo a mi mujer, la última vez fue hace como cuatro meses.
—Cirilo, no me vas a culpar por eso, yo sólo te la cojo dos veces por semana.
—Pero ella se desbocó, ahora coge todos los días. Dice que sale con amigas viernes y sábados, y yo sé que se va a garchar. Y se los baja también a sus compañeros de facultad.
—Y a un profesor —me dijo distraído mientras miraba un documento. Lo miré con tal desconcierto que agregó—. Ella me cuenta todas sus andanzas. Es normal, soy su macho principal.
—¿Usted sabe de todos los que...? —tragué saliva— ¿A quién más se coge?
—Los compañeros de facultad son tres. Se los coge por separado y ya están empezando a tentarla con una partuza.
—¡No, carajo, no!
—Tranquilo, Cirilo, ya se lo prohibí. La primera partuza tiene que ser con los muchachos de gerencia...
—G-gracias... —me encontré diciendo.
—Se está cogiendo también a su profe de yoga, a uno que conoció en un boliche y desde hace un mes se ve todos los lunes con un ex que parece que la hacía volar.
—No puede ser...
—Cirilo, que te la cojan los otros gerentes va a ser lo mejor...
—¡Pero me la voy a coger menos que ahora!
—Cirilo, pensá en la empresa.
—Señor, no es que no aprecio su ayuda —me sentía un pelotudo excusándome con el cretino que me había puesto en esta situación—, es que si me la cogen todos los gerentes voy a ser el cornudo de la empresa.
—Cirilo, yo te la estoy cogiendo desde hace meses... ¿Alguien se enteró?
—N-no... Aunque lo de López lo sabe todo el mundo...
—Eso fue porque él se manejó mal. Se enteró que me cogía a Érika, hizo un escándalo acá en la oficina delante de todos... y después no toleró la separación, así que tuvo que resignarse a ser el cornudo de la oficina, porque para ese entonces ya todos sabían. Vos sos más inteligente.
Apreté mis puños. Por más que sonara demencial, y que odiara todo lo que escuchaba, el señor Gaber me estaba dando el mejor consejo posible. Quizá ni siquiera debiera confesarle a Eugenia que sabía que me hacía cornudo, quién sabe las consecuencias que eso tendría. Quizá lo mejor era hacerme el tonto para siempre y soportar los cuernos como un buen esposo.
—Señor, ¿de cuántos gerentes estamos hablando?
—Los muchachos de siempre, Cirilo. Los mismos que le cogemos la mujer a López o la novia a Aguirre —El señor Gaber estaba entusiasmado. Siempre estaba entusiasmado, en realidad. Presionó un botón del intercomunicador—. Riglos, vení que te quiero presentar al cornudo de Eugenia —Hizo una pausa y me sonrió—. Decimos "cornudo" porque es más simpático, no lo decimos para ofender, ¿eh?
Del intercomunicador salió una voz áspera.
—Ah, ya voy, ya voy... Quiero conocer al afortunado dueño de esa mujer exquisita...
No me daban tiempo para nada.
—Señor, no sé si quiero conocer a Riglos.
—Ya lo conocés, Cirilo. Es el gerente de marketing.
—Sí, pero no en mi rol de cornudo.
Mi jefe se me acercó y palmeó mi espalda.
—Al contrario, Cirilo, cuantos más gerentes te hagan el favor, mejor.
Amagué irme, sin lograrlo a tiempo. Entró Riglos con un entusiasmo de chiquilín.
—¡Hola, hola, hola! ¿Dónde está el cornudo? —Me vio, sonrió con todos sus dientes y me señaló sin recordar mi nombre—. Usted...
—Cirilo —lo ayudé.
—¡Cirilo, claro! ¡Por poco lo olvido!
El cinismo y desparpajo de Riglos era aún superior al del señor Gaber. Era un rubión canoso, tostado y de cara ancha, como un Jimmy Carter menos norteamericano.
—Señor Riglos, le pido discreción. No quiero que nadie de la empresa se entere que usted también se va a coger a mi mujer...
Riglos se sorprendió.
—Los muchachos lo saben. Todos.
Mi jefe intercedió:
—Ya hablé con la mujer de Cirilo. Le comenté que hay varios gerentes que vieron sus videos garchando como una perra en celo y se la quieren coger también. Me dijo que no tiene problemas, siempre y cuando sean tipos que le gusten.
—¿Cómo que le gusten? Somos siete, y si uno no es pelado, es gordo, y...
—¿¡Siete!? ¿¡Me la van a coger los siete!?
—Tranquilo, Riglos —Mi jefe me ignoró por completo—. Le dije que se la van a coger todos. Los siete. Un día cada uno. Que aunque no le guste un gerente, se lo tiene que bajar igual. Que si aceptaba iba a haber beneficios para el cuerno.
—¡Por supuesto! —acordó Riglos— En esta empresa cuidamos de nuestros mejores empleados.
—Pero señor Gaber, si me la cogen todos los días, no me la voy a poder coger nunca más…
—Podemos grabarte las cogidas en video, Cirilo —me propuso con tono de solución—. No creo que los muchachos tengan problema.
Riglos levantó la palma de sus manos y frunció la trompa como diciendo: "por mí, ningún problema".
Me quedé cabizbajo, gris, acongojado. No me la iba a coger nunca más, eso era seguro.
—Están los feriados —dijo de pronto Riglos, como para consolarme.
—Sí —secundó mi jefe— Hay varios feriados que no vamos a cogértela.
—A López le pasa lo mismo. Navidad, año nuevo, esas fechas te van a quedar libres.
—¡Y las vacaciones!
—¡Ah, claro, las vacaciones! —se entusiasmó Riglos, y me dio una palmada en el brazo— No sé de qué te quejás, Cirilo, te la vas a coger más que nosotros.
Lo arreglarían con Eugenia el lunes. Eso me dijeron. Lo que significaba que desde el lunes me la iban a garchar todos los días. Tenía solo este fin de semana para cogérmela bien. Después de eso, mi vida sexual iba a ser similar a la de un agua viva. Ese sábado Eugenia salió con sus amigas a bailar. Sí, claro, a coger. Y ese domingo fue la última vez que lo hicimos durante mucho, muchísimo, tiempo.
12.
Ese lunes me la cogió Riglos, que era el más ansioso. Supe la hora exacta en que mi mujer me estaba corneando, y hasta el telo. La filmación la tuve a las 15, y la vi en la PC apenas quedé solo en la oficina. Pasó Érika, en medio de la función.
—¡Qué bien coge Riglos, ¿eh? —me humilló, y siguió de largo con unas carpetas.
En casa, todo cambió. No en la superficie, allí todo seguía igual, yo trabajaba y Euge estudiaba o hacía de ama de casa. Pero por debajo nuestra relación se estaba transformando: ya era un hecho que no cogíamos, solo mimos y una paja en sus manos, no más. Yo dejé de reclamarle, ella dejó de excusarse, y pronto todo se naturalizó. Una tarde llegué 18 horas y monedas, apenas unos minutos después de que ella llegara de coger vaya saber con cuál gerente. No le di opciones, iba con la idea de encararla, de terminar con sus mentiras, putearla, perdonarla y cogerla como Dios manda. En cambio, sin saber por qué, le comí la conchita recién cogida con una gula y desesperación que no había experimentado jamás. Euge acabó dos veces, más sorprendida que yo. Por más que se duchó en el hotel hasta un novato se hubiera dado cuenta que por dentro estaba sucia de leche de otro. Desde entonces, cada vez que yo llegaba de la oficina y ella había estado cogiendo un rato antes, le comía la concha. A a pesar de esto Eugenia siguió como si nada. Amorosa conmigo, enamorada, y muy huidiza en la cama. Tontamente, yo seguía esperando su confesión, especialmente ahora que se dejaba por toda la gerencia. No hubo nada. Sí se hizo costumbre lo del sexo oral. No fue que me condicionó, nunca lo hablamos. Simplemente se negaba a coger, me decía que estaba demasiado enamorada y romántica para hacerlo, que lo dejáramos para mañana. Pero al otro día sucedía lo mismo. Terminé comiéndole la conchita todos los días, rubricando el garche de cada gerente con mi limpieza. Con el tiempo ya ni le pedí nada, y ella tampoco. Nos acostábamos y yo me zambullía en su entrepierna sin ninguna instrucción. Fue extraño no decir nada y verla abrirse y saber que era mi deber ir allí y darle mi placer. Me tomaba de los cabellos, cerraba los ojos y murmuraba:
—¡Ahhh...! Sí, amor, sí... Esto sí que lo hacés bien...
Lo bueno, lo inexplicable, es que de esa manera sí acababa conmigo.
En la oficina hubo cambios buenos y malos. Los gerentes de todas las áreas comenzaron a detenerse en mi escritorio y a tratarme con condescendencia. Eso generó la sorpresa y envidia de buena parte de mis compañeros. Y una observación más crítica de parte de un pequeño grupo. Me miraban y hablaban como a Aguirre y López. Me hablaban como a un par, como si perteneciéramos a algún tipo de cofradía secreta. No sólo López y Aguirre, una media docena de compañeros más, de otras secciones, todos casados, todos visitados por gerentes distintos, en encuentros casuales, iguales a los míos, y de los que nunca antes me habría percatado: los cornudos éramos muchos, y nos reconocíamos entre nosotros.
Para el año y medio de que todos mis jefes se cogieran a mi mujer, hacía ya doce meses que mi Euge y yo literalmente no cogíamos. Yo había dejado de reclamar, y ella de excusarse. Con el paso del tiempo simplemente se había dejado de hablar del tema, solo actuábamos: nos acostábamos, y yo a chupar. Un año sin coger, con los gerentes garchándosela todos los días, hasta que un día ella me recibió —felicísima— con la noticia.
—¡Mi amor, estoy embarazada! —Me quedé mudo— ¡Vamos a tener un bebé!
Nos fundimos en un abrazo lleno de amor y felicidad, como si el hijo que estuviera concibiendo hubiese sido sin dudas engendrado por mí. Aún en ese momento ni ella ni yo dijimos nada de que hacía mucho más de nueve meses que no cogíamos, solo nos besamos —ella entre lágrimas— más enamorados y felices que nunca.
Que me la cogieran siete gerentes trajo muchos beneficios. No solo por el bebé y el resguardo de mi trabajo sino también por algún que otro bono. Pero la crisis siguió arrasando y, por más que yo fuera un empelado ejemplar, el desmantelamiento de buena parte de la empresa me alcanzó.
Con la pancita de cinco meses, más hermosa y radiante que nunca —y más cogida que nunca, porque con el embarazo los gerentes estaban peor, se la enfiestaban de a varios, invitaban a amigos de otras empresas, etc.— Euge se sentó en la cama para escuchar esta vez mi anuncio de "una noticia importante".
—Amor, ya sabés que las cosas están mal en la empresa y que van a cerrar todas las oficinas, incluida la de Buenos Aires. Pero como tu maridito es uno de los mejores empleados, y tengo a la mejor esposa del mundo, voy a ser uno de los pocos que va a poder conservar el trabajo...
Eugenia pegó un saltito de felicidad.
—Yo sabía que a vos te iban a valorar.
Lo que mis gerentes valoraban era que podían penetrar analmente a mi mujer y ella no decía nunca que no. Lo dejé pasar.
—Solo vamos a quedar la mayoría de los gerentes, y un puñado de empleados: Muni, Aguirre, López, yo y unos diez más como nosotros.
—Me imaginé, mi amor. Son los mejores empelados, lo que se rompen los cuernos trabajando.
—Sí, los cuernos... Escuchame, hay un problema: las oficinas de acá se cierran, nos trasladan al astillero, en Corrientes.
—Sí, sí, ya sé... —me dijo. Se suponía que no debía saberlo.
—Es Ensanche, un pueblito de...
—Ya sé, amor. Elizabeth me habla siempre de Ensanche. Está muy contenta con el lugar.
—No tenemos muchas opciones... Si a vos no te gusta...
—Mi amor, no te preocupes. Además, van a ir tus jefes, te vas a sentir acompañado, va a ser igual que vivir acá.
Con eso me estaba diciendo que íbamos a seguir sin coger por varios años más y, quien sabe, concebir y criar más hijos. Quise alertarla sobre ese lugar tan pequeño y aburrido.
—No sé, no conozco Ensanche, pero me dijeron que no hay nada y que la población es de poco más de cien habitantes, la mayoría hombres. Te vas a embolar todo el día sola...
—No te preocupes por los cien hombres, Elizabeth dice que son todos muy acogedores.
Recién ahí me di cuenta de mi error de percepción. Yo me preocupaba por si los gerentes se la iban a seguir cogiendo, y ella ya sabía que los que se la iban a coger eran los cien tipos de Ensanche.
Me abrazó emocionada y feliz, con su panzota en el medio, que le de dio un tironcito.
—Sentí, mi amor —me dijo, y puso mi mano sobre su vientre— nuestro hijo patea de felicidad. Él también quiere que vayamos a Ensanche…
Sí, sin dudas iba a tener que criar más hijos. Muchos más.
FIN