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El Cornudo (II)

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EL CORNUDO (Parte II)
Por Rebelde Buey

NOTA: La primera parte de este relato ►EN ESTE LINK

Hacia el final de ese mes mi cuerno principal se alargó un poquito más, aunque no mucho; en cambio el segundo, el pequeño a mi derecha, creció fuerte y parejo poniéndose a tiro del primero.
Ya no podía siquiera mirarme al espejo. La imagen me devolvía una monstruosidad irreal, mi cabeza pinchada en la frente por dos varillas gordas de carne. Parecía un diablo, solo que con cara de cornudo.
Usaba una galera para tapar mis cuernos, tal era mi complejo. En cambio mi novia Natalia estaba encantada de la vida, feliz de tener un novio con dos protuberancias enormes y robustas. Me los acariciaba, se regodeaba con ellas, y vivía caliente, con ganas de sexo todo el día. Bueno, no todo el día, porque desaparecía cada vez más seguido y siempre por espacio de no menos de dos horas.
Comencé a notar un patrón: los cuernos me crecían siempre que ella estaba ausente. No adiviné qué relación había hasta que fuimos al consultorio espiritual de Pai Vergo.
Hicimos el mismo recorrido suelen hacer los enfermos terminales de padecimientos raros. Deambulamos por clínicas, hospitales, médicos particulares, especialistas. Nadie daba en la tecla, nadie tenía siquiera la más mínima pista de por qué salían dos cuernos de mi frente que iban creciendo prácticamente a diario. Lo único concreto era que el dolor, cuando me crecían, ya no era tan intenso, como si mi frente se estuviera acostumbrando. Lo otro que se sabía era lo que habían decretado las resonancias y radiografías: que por dentro comenzaba a formarse un cartílago blando, algo previo a lo que podría ser un hueso.
Se imaginarán que cuando la ciencia no dio respuesta a mi problema, comencé a deambular por iglesias, curanderos, sacerdotes y cualquier tipo de pseudo medicinas alternativas. Los resultados fueron también nulos, y generalmente más caros.
Hasta que dimos con Pai Vergo, un sacerdote umbanda venido de Brasil. No, no encontró la solución. Pero al menos fue con él que descubrí la razón de mi increíble mutación.
El tipo era un negro venido supuestamente del Amazonas. Y digo supuestamente porque en la sesión, su comportamiento profesional dejó bastante que desear, así que la verdad es que mucho no le creo de todo lo que dijo. Alto, de piel muy oscura y cara de marginado, tenía su “consultorio” en uno de los suburbios más pobres del Gran Buenos Aires. No solamente nos costó llegar con mi novia allí, sino que además se nos complicó el ingreso al barrio mismo, porque la descuidada de Nati se había ido con una minifalda tableada muy corta que cuando soplaba un poquito de viento se le levantaba bastante. Ya les dije que es una morocha llena de curvas, de origen gitano, y con cara de pícara (según mis amigos).
—¿Por qué te viniste vestida así? –la increpé—. ¡Mirá lo que es este barrio!
—Vengo del trabajo, ¿cómo querés que me vista?
Esa era otra cosa que había cambiado desde que me salieran los cuernos: a la oficina ahora iba vestida bastante sexy, no diría provocativa, pero parecía que las minifaldas eran obligatorias.
Nos habíamos bajado de un colectivo ruinoso donde ya el chofer la miraba continuamente con expresión lasciva. Es que había mucha gente y estábamos de pie casi detrás de él, y mi novia venía muy escotada, como siempre (maldita costumbre gitana de andar con los pechos medio descubiertos), y me imagino que por el espejo grandote que tienen ahí arriba, el chofer se deleitaría con sus tetas incluso mejor que yo. Aprovechaba cada semáforo, cada frenada, cada minúscula pausa para echarle miradas furtivas, y cuando en un momento Nati lo descubrió, el muy desfachatado le sonrió. No vi si mi novia le devolvió el gesto, estoy seguro que no, pero el chofer no dejaba de mirarla con descaro.
Ya en la calle me asusté un poco. Porque no era un barrio pobre en el que estábamos metiéndonos, era el borde de una peligrosa villa-miseria, más precisamente la avenida en la que se recostaba.
—Volvamos, mi amor –le rogué a ella—. Mirá lo que es este lugar.
—¿Pero no eras vos el que quería curarse de esos cuernos? Por mí, vámonos. A mí me encanta cómo te quedan.
Me detuve, pensativo. Ya había ido a todos lados, me había sometido a todo tipo de tratamientos y me habían revisado los mejores especialistas del país. Ésta era prácticamente mi última oportunidad.
Observé alrededor. Las casuchas de madera y ladrillo sin revocar, chapeadas arriba, la mugre, las pintadas llenas de insultos y amenazas de pandillas en los frentes, la tierra como calle, como vereda, como patio, y ese olor a agua estancada que se te metía por las fosas nasales eran el peor marco para un beso.
Pero la besé. Con amor y agradecimiento.
—Tenés razón –le dije.
Fue como una provocación. Aparecieron tres muchachones con una traza que metía miedo. Se ubicaron alrededor nuestro, cerrándonos la posibilidad de una huida. Sonrieron sarcásticos al verme la galera puesta, y la miraban a mi novia con un deseo tan animal y tan salvaje que se me aflojaron las rodillas.
—¿Te perdiste, morocha? –le dijo el más delgado, un chico de rulos y cara de roedor, seguramente el jefe.
Mi novia estaba tensa, pero no parecía temerosa. En cambio a mí me tembló la voz cuando pregunté:
—Buscamos a un umbanda llamado Pai Vergo. ¿Saben dónde atiende?
Ninguno de los tres me respondió, siquiera con la vista. Tenían los ojos clavados en las carnosas curvas de mi novia, los muslos plantados en esas botas altas, cortados arriba con la minifalda, y el pullover que se había puesto al bajar del colectivo, tan ajustado que parecía que las tetotas le iban a explotar debajo de la ropa. Nati se arqueó felinamente cuando los tres la rodearon solo a ella, y sonrió sin querer.
—Soy el Cuis –dijo el de rulos—. Y estos son el Garrote y el Peruka.
Hasta ahí la cosa estaba fea, pero se puso inmanejable cuando el Cuis le posó una mano en la cintura a mi novia y la fue subiendo con desparpajo hacia los pechos, recorriéndole todo el costado como si fuera su chica. Otro de los malvivientes le manoseó apenas la cola, pero se la manoseó, y entonces no pude contenerme más y salté con toda mi furia salvaje.
—¡Chicos, no nos hagan nada, por favor…!
Los tres malhechores se me vinieron encima con expresiones asesinas. Uno me tomó de atrás, asiéndome fuerte para que los otros comenzaran a golpearme, y les confieso que creí que allí terminarían mis días, porque si me pegaban los tres me iban a matar, y estaba seguro que las ambulancias no entrarían a ese barrio.
A Nati no se la veía muy preocupada, creo que no terminaba de comprender la gravedad de la situación.
Por suerte nos salvó el Pai umbanda, que vivía en esa cuadra y justo salía de su casucha. Les dijo algo a los tres malandras y éstos nos soltaron con desgano y se alejaron refunfuñando.
El sacerdote nos recibió con una amplia sonrisa y los brazos abiertos, aunque me pareció que se quedó como fascinado por el cuerpazo de mi novia, quizá sorprendido por la generosidad que se adivinaba debajo del pullover. Lo miré bien. Era un negrazo grandote y maduro, de unos 55 años, vestido con una túnica oscura que cuando la abrió dejó ver que iba casi desnudo debajo, cubierto apenas por un calzoncillo liviano y demasiado ajustado. Tenía también cara de haber vivido mucho, y un gesto de picardía demasiado extrema, casi delictiva.
Me pregunté si no estaríamos mejor con los otros tres de la calle.
El negro nos abrazó parsimoniosamente, como si fuera un ritual para impregnarnos de paz. Con Nati se quedó un rato más, y su poncho la cubrió también a ella. No sé por qué me dio la sensación de que si la estuviera manoseando yo no me daría cuenta.
Entramos a su casa. El curandero sonrió simpáticamente cuando notó mi galera puesta, a lo Aníbal Pachano; pero la cara se le transformó cuando me la quité y dejé expuestos los dos cuernazos sobre mi frente.
Nati se los presentó, orgullosa.
—¡Mire, Pai Vergo! ¡Dígame si no son una belleza!
El sacerdote estaba horrorizado.
—Muéstreme os estudios —pidió como si fuera un médico.
Nos invitó a sentarnos a una mesita que hacía las veces de escritorio, e hizo lo mismo al otro lado. Abrió los sobres uno por uno, analizando datos, gráficos y un montón de información indescifrable, aunque no perdía oportunidad de echar miradas rápidas a las ocultas tetas de mi novia, y a sus piernas embotadas.
—Pode quitarse o pullover, senhorita. Nao hace frío aquí.
Mi novia obedeció sumisa. Con sus manitos cruzadas fue a buscar el extremo de debajo de la prenda y arqueó su espalda y se estiró para quitársela por su cabeza. La remera que tenía abajo se le subió un poco, arrastrada por el pullover, y el negro se deleitó por unos segundos con la exquisita visión de su pancita y un poco más arriba, porque la remera de algodón se le subió incluso por encima del corpiño de encaje blanco con detalles en gris.
—¿Entonces, Pai Vergo? –lo saqué de su ensoñación.
El sacerdote se agitó pero no dejó de echarle miradas a mi novia, que se terminaba de arreglar la ropa. Encima, la remera escotada ahora lo distraía peor.
—Segúm tudo esto, lo que vocé tem na frente nao existe –dijo por fin—. Senhorita, ¿me trae o libro d’aquel estante d’arriba?
Nati fue donde el sacerdote le señaló, detrás mío. Tuvo que estirarse bastante para alcanzar el libro y la minifaldita se le subió sin remedio, dejándole la cola expuesta y surcada por una tanguita brevísima que se le enterraba profundo entre las nalgas. El negro se frotó la entrepierna, amparado por la mesita que lo protegía.
Nati le alcanzó el libro, para lo que se tuvo que inclinar sobre el negro y dejar que el escote cayera y sus pechos le quedaran aun más expuestos. Ella le sonrió cuando el sacerdote tomó el libro de entre sus manos y la tocó sin querer.
Lo hojeó. Luego se detuvo en una página y leyó un buen rato.
—O que me parecíam…
—¿Qué?
Pai Vergo se salió de detrás de su escritorio y dio la vuelta hasta ponerse adelante, justo entre la mesa y nuestras sillas. Quedó muy encima de nosotros, invadiendo nuestro campo de privacidad, casi pegado a Nati. Se sentó allí y se le abrió la túnica, y entonces el negrazo quedó con el torso algo descubierto y abajo solo tapado con el ajustadísimo bóxer que más que taparlo, le resaltaba todo. Vi con estupor que el breve calzoncillo apenas lograba contener un bulto de dimensiones intolerables. Se notaba con claridad el volumen, el contorno de lo que era evidentemente una terrible verga semi erecta y dos testículos notablemente gordos. Me sentí turbado por la visión, y bastante acomplejado.
Y celoso, al ver a mi Nati mirarlo justo ahí con una expresión que jamás le había descubierto.
—¡Natalia! –le reclamé.
Pai Vergo sonrió complacido.
—Houve outro caso similar hace máis de cien anhos, en 1864…  —continuó el negro mientras con el canto de la mano que no portaba el libro se rozaba el enorme bulto—. E suo caso es muito raro…  O que voce tem se chama Cornus In Aeternum.
—¿Cornus qué…? —dije sin poder apartar la vista de su entrepierna—. No importa: ¿hay un remedio para eso…?
—Mais no es una enfermidade… Es… Nao sei cómo dizerlo…  —y entonces comenzó a mirar a los ojos a mi novia.
—Dígalo –lo apuré.
—Es o produto da una maldiçao… —y volvió a mirarla a ella, que ahora parecía más asustada que preocupada.
—¿Una maldición??
Yo me hubiese reído si no fuera porque en la frente tenía dos cuernazos de unos veinte centímetros. No supe qué decir, y me quise apoyar en mi novia. Para mi sorpresa, ahora Natalia estaba seria, como si creyera esas palabras.
—Ay, no… —se lamentó.
—Es muito antigoa, eu nao comprendo cómo… –y la miró a mi novia con cierto morbo y lujuria—. Bom, en realidade sím comprendo, pero… Eu tindría que investigar um poco mais, pero creu que ten seu origem em África…
Natalia giró hacia mí con expresión preocupada:
—Mi amor, no quiero seguir con esto. No quiero saber por qué te crecen esos cuernos y además… me gustan. Me gustás así… si por mí fuera, ¡haría cualquier cosa para que te crezcan todavía más!
—¡Nati, estás loca! –y me dirigí a Pai Vergo—. ¿Puede curarme?
Al sacerdote se lo vio desconcertado, mirándonos alternadamente a uno y otro.
—¡No! ¡No puede curarte! —saltó mi novia, desesperada—. ¡Ya te dijo que no tiene solución!
—Pero aunque sea quiero saber de qué maldición está hablando.
El negro se quedó mudo, observando la reacción de Natalia. Ella se desarmaba entre opciones que solo existían en su cabeza. Parecía un científico haciendo miles de cálculos para dar con una solución rápida a un problema.
—Está bien –resolvió finalmente—. Pero antes dejame hablar a solas con Pai Vergo.
—¿A solas?
Me sacó del consultorio sin darme explicaciones. Tuve que quedarme en la vereda, la misma en la que un rato antes los tres muchachones siniestros nos habían querido robar. Hacía frio y con todo el apuro me había dejado la galera adentro, así que no me pude cubrir los cuernos. La gente me miraba, incrédula, y yo me moría de humillación. Algunos chiquillos se reían al pasar, señalándome.
Comenzaron entonces a juntarse curiosos alrededor mío, no muchos por suerte. La mayoría eran tipos de la peor calaña, llamados y arengados por ese tal Cuis, que estaba tomando vino de cartón junto a sus dos amigos en la vereda de enfrente. El Cuis parecía divertirse deteniendo gente al pasar, para mortificarme sádicamente.
Gracias a Dios a los cinco minutos pude volver a entrar.
—Convencí a Pai Vergo para que nos ayude... —anunció mi novia.
—Voce debe saber que esto pode ser doloroso pra voce, y que eu voy a facerlo pra gozar da sua namorada zafadinha.
—No le entendí nada.
Mi novia me tradujo:
—Que lo que va a hacer puede dolerte pero que lo hará en pos de la verdad y tu salud.
Tomé de la mano a Nati para darme valor.
Pai Vergo me hizo recostar en una especie de camilla, boca arriba. Bajó un poco las luces, prendió unos inciensos y me untó cada uno de los dos cuernos con unas cremas; luego le tiró unos polvos a Nati, unos pocos sobre sus pechos, otros pocos sobre sus nalgas.
—Oiga, ¿qué hace? —quise saber.
Pero me ignoró y recitó una breve oración en portugués. También me embadurnó el corazón y finalmente me ató las muñecas y los tobillos con unas sogas mugrientas que me raspaban, inmovilizándome por completo.
—¿Para qué es esto?
—Tranquilo, mi amor…
El negro seguía recitando y agitando un palito con flecos y una varilla de incienso humeante.
Me puse nervioso, medio claustrofóbico.
—¿Lo ayudo, Pai Vergo? —se ofreció mi novia.
—Sím, meu amor. Mide os cornos a tu namorado.
El umbanda le dio un calibre, esa herramienta de carpintero con forma de F que tiene una exactitud milimétrica. Nati fue a medirme el cuerno más alejado, el izquierdo, para lo que tuvo que estirarse por sobre mí, y por un momento su perfume y sus pechos quedaron prácticamente en mi rostro. Fue la gloria.
—214 milímetros —anunció ella, muy profesional. Y fue a medirme el derecho.
El otro resultó un poco más corto: 170 milímetros.
Me taparon la cara con una toalla, dejando los dos cuernos al aire.
Y se hizo silencio. Ninguno de los dos habló más, ni siquiera esas estúpidas oraciones recitadas en portugués. Desde mi oscuridad yo me preguntaba qué era todo aquello.
—Mi amor… —me susurró de pronto mi novia al oído. Su voz tenía como un dejo de agite muy leve—. De ahora en adelante a Pai Vergo vas a tener que decirle “Maestro” o “mi Maestro”… o “mi Señor”…
—¿Qué…? ¿Por q…?
—Hacelo. Él dice que es importante…
Sentía su voz y extrañamente cerca de mi rostro.
—Está bien, pero… ¿Ahora? ¿Cuándo…? ¿Cuándo tengo que decirle así?
Nati me iba a contestar y pude escuchar cómo se le cortó el aire por un segundo. Escuché algo más, atrás de ella, como un roce de ropas. Y entonces me tiró su aliento en la cara.
—¡Ahhh…! —gimió, queda—. Desde este preciso momento, mi amor… Desde este exacto y preciso momento… Mmmmm….
No entendí qué fue ese gemidito de mi novia, ni sus palabras, igual no importó, porque en ese mismo instante el dolor profundo volvió a mi cabeza, primero leve, para crecer enseguida. Otra vez sentí latir mis cuernos afiebrados y me invadió la impotencia, esta pesadilla parecía no tener fin.
—Me duele otra vez… Maestro… Me está creciendo el cuerno izquierdo…
—Notavel… —escuché que dijo Pai Vergo, aunque su voz sonó rara.
Y el silencio invadió el consultorio nuevamente.
¿Nada más? ¿Solo “notable”?
—¿Lo puede ver, Maestro…? —insistí.
Pero nadie me respondió. Me quedé solo con mi silencio y mi oscuridad, mientras mi novia y el negro estarían haciendo vaya a saber qué cosa para ayudarme con mi problema.
Pero pronto la quietud comenzó a ser interrumpido casi imperceptiblemente. Escuchaba un jadeo leve, prácticamente inaudible, o mejor dicho, un jadeo que trataba de reprimirse.
—Nati, ¿estás ahí…?
Silencio.
—Nati…
Silencio jadeado.
—Nati, ¿me escuchás?
—Sí, mi amor…  Uhhh... Acá estoy, a tu lado…
—Me está creciendo otra vez, Nati…
—Sí, mi amor…  Síii… Mmm…
—Nati, ¿qué te pasa? Estás agitada…
—Ya séhhh... No te preocupes, cornudo… uhhhhh…
—¡Nati, no me digas así, y menos delante de la gente!
—¿Per… dón…? Uhhh… No te escuché, amor… Estaba… ahhhhh… distraída…
—¡Que te va a escuchar mi Maestro!
—¿Eh? —El umbanda sonó como si se despertara de un letargo, pero su voz era ya no rara sino imbuida por un jadeo. Yo seguía sin ver nada, la oscuridad me estaba desesperando.
—¿Qué pasa, Nati…?
Mi novia dejaba espacios de unos segundos antes de responder, como si estuviera en otra. Y me pareció que el camastro se movía, aunque no lo podía asegurar.
—Nada, mi amor, nada…
Traté de zafarme de las ligaduras, para quitarme la toalla de la cara, pero me fue imposible.
—¿Ve cómo le crece, Pai? ¿Lo puede ver?
—Sí, bebé… Tenías razón… —respondió el negro, en un tono que se me antojó poco brasilero.
—Ahhh… —el jadeo de mi novia me dio en el rostro, era un jadeo pegajoso, cargado de deseo.
—Nati, ¿te pasa algo…?
—No, mi amor… Mmm…  Así, Pai Vergo… Más… —La agitación de  mi novia era entrecortada pero continua. Pesada.
—¡Nati! ¿Estás bien?
—¡Sí, cornudo! ¡Me encanta ver cómo te van creciendo! Uhhh… Yo nunca puedo ver… ahhh… pero en este momento… uhhhmmm…
Ahora estaba seguro: la camilla sobre la que yo estaba reposando había comenzado a moverse de costado subrepticiamente, como empujada con cierto ritmo.
—Nati, me duele… Siento como si me entrara en el cerebro una estaca…
—Sí, mi amor, ¡yo también la siento! Una estaca de veinte centímetros y bien gorda!
—¿Vos también?
—Sí, cuerno, síiii… mmm…
—Estamos sincronizados… ¡como almas gemelas!
—Síiii, cornudo, síiii… Uhhh… ¡Siento la estaca clavándome cada vez más profundo! Ahhh… ¡Ahhhhh…! ¡Por Diosssss…!
Ese momento de unión no pudo aliviar mi angustia, porque me fue evidente por los sonidos, que a mi Nati le estaba pasando algo malo.
—Por favor, Pai Vergo, haga algo… —le supliqué.
—Créame que estoy haciendo bastante…
—¡Ay, sí, Pai Vergo, síiiiii…! ¡Ahhhh…!
—Natalia, pareciera que estás… que estás…
En ese momento la toallita que me velaba los ojos se corrió un poco porque mi novia la había ido pellizcando sin querer, y pude ver el rostro y las tetotas de ella casi encima mío. La vi con sus ojos cerrados, agitándose hacia mí y hacia atrás acompasadamente, mordiéndose los labios, como en éxtasis, totalmente abstraída de la realidad, de mi problema, de mis cuernos.
Cuando los ojos se me acostumbraron un poco a esa luz pude ver la magnitud y la realidad completa.
Natalia estaba apoyada sobre la camilla, su rostro pegado al mío, por encima, manteniendo la cola hacia afuera, mientras el negro, con su ampulosa túnica corrida, la tenía desde atrás tomada por las ancas y le daba topetazos como si se la estuviera…
—Nati, ¿te están cogiendo? —dije pasmado por completo.
Natalia abrió los ojos.
—¡Ay, mi amor! —y comenzó a reírse en mi cara.
El sacerdote seguía perforándola con ganas.
—¡Jajajaja! ¡Cornudo, la cara que pusiste!
—Nati, no te rías de mí!
—No me... río de vos… Uhhhh, Diossss… Me río con vos…
—Pai Vergo, deje de cogerse a mi novia.
—¡Cale a boca, chifrudo! Y deixa a sua zafadinha gozar do meu pau…
Vi las gotas de sudor en el rostro de Natalia, pegado al mío, y una sonrisa íntima de satisfacción. La cabeza se le agitaba acompasadamente, porque el otro hijo de puta no dejaba de bombearla ni por un instante. Se mordía el labio inferior, como cuando se la cogían los novios anteriores a conocerme, según me había dicho una vez
—Estamos haciendo una comprobación, mi amor —me explicó—. Le estaba mostrando a Pai Vergo por qué y cómo te están creciendo los cuernos…
—¡Natalia, pará de coger!! —le reclamé, queriéndome zafar de las muñecas y tobillos, sin lograr moverlos ni un milímetro.
—¡O suo es una maldiçao, corninho! —explicó Pai Vergo, y vi claramente cómo luchaba con las nalgas apretadas de mi novia, abajo, abriéndolas para lograr una mejor penetración en la conchita.
—¡Aaahhh…! —gritó Natalia, ya bastante emputecida.
La cara de lujuria del negro, allí atrás y regodeándose con la cola de mi novia me dio pavor. Se estaba aprovechando de ella.
—Te dije que te la iba a mandar hasta el fondo, bebé. -Otra vez su portugués era dudoso.
—Sí, sí… ¡Hasta el fondo! ¡Bien hasta el fondo!
—¡Nati! ¡Dejá de pedir eso!
—¡Ahhhh…!
El sacerdote se la estuvo bombeando un par de minutos, jadeando, ignorando mis ruegos, haciendo transpirar a mi novia, que seguía con su rostro pegado al mí y cada tanto me regalaba algún besito.
En un momento Natalia se incorporó, con lo que el shamán tuvo que dejar de cogérsela. No se disculparon, no me explicaron nada, simplemente se acomodaron las ropas.
Natalia fue a medirme el cuerno izquierdo.
—216 milímetros.
—Increíblem… —el sacerdote estaba boquiabierto.
—¿Qué está pasando? ¿Por qué estaban cogiendo?
Me ignoraban como si estuviera loco.
—¿Y vocé dice que cada vez que…?
—Sí, Pai Vergo. No sé hasta cuánto podrá crecer.
—Si no lo veo, no lo creo… ¿Y sempre crece el izquierdo?
—No… ¿quiere ver cómo crece el derecho…?
—¡Nati!
Natalia se puso otra vez por encima mío, apoyándose en la camilla nuevamente, dándome otra vez su rostro hermoso. Se subió la minifalda y se abrió las nalgas, y sin dejar de mirarme y sonreírme, le pidió:
—Ensalívelo bien, Pai.
—¿Qué qué?? —casi me atraganto.
El Maestro abrió los ojos con sorpresa y excitación. Enseguida se escupió los dedos y comenzó a ensalivarle el ano a mi Nati. Para hacerlo se puso de costado y por unos segundos pude ver lo que le colgaba de la entrepierna. El bulto aquel con el que mi novia se quedara prendada cuando estaba sentado en la mesita aparecía ahora en toda su dimensión. O menos, porque en realidad estaba gorda y enrome, pero caída, sin la impronta que iba a tener en unos instantes para someter a mi novia.
—Mi Señor -dije respetando el protocolo que me había impuesto el negro. Con lo peligroso que parecía y yo atado como estaba debía otorgarle esa concesión—, ¿qué está haciendo?
—Vamos a hacer una comprobación, cornudo. —Y comenzó a ensalivarse la punta de su fabulosa verga, con cierta parsimonia, sin dejar de sonreír ni mirar el culazo de Natalia. Por extraño que parezca, ya hablaba en perfecto argentino, olvidando completamente el acento portugués
—Esto es por vos, mi amor —me aclaró Nati—. Vas a ver cómo te crece el cuerno derecho ahora…
Pai Vergo se apoyó en ella, metió algunos dedos (no podía ver cuántos) y se acomodó detrás de mi novia.
—¡No quiero ninguna comprobación! —comencé a gritar, tratando de zafarme de las ligaduras— ¡No quiero que me crezca más el cuerno derecho!
—Mi amor, es por tu salud… —dijo mi novia, y Pai Vergo le empujó con cierta dureza y trabajo, allá atrás—. ¡Ahhhhhhhhhhhhhhh!!
El dolor sobre el cuerno derecho se hizo presente al instante.
—Nati, ¿qué te está haciendo ese hijo de puta?
—¡Me está entrando mi amor, me está entrando!
—¿Cómo que te está entrando? ¿Te está entrando qué?
—¡Verrrga…!!! ¡Me está entrando verrrrrga, cornudohhh…!! ¡Ahhhh! ¡Por Dioooosss…!!!
—¡Nati, no te dejes!
Su rostro pegado al mío era el rostro del dolor, pero me di cuenta que al mismo tiempo se esforzaba por aguantarlo todo.
—No entró ni la cabeza completa, bebé… —Detrás de ella, el negro volvió a maniobrar.
—¡Me está rompiendo el culo, mi amor! —confesó Nati en un susurro, pura sonrisa de satisfacción.
—¡Nati, no me digas eso!!
Y el umbanda volvió a empujar, haciendo fuerza contra el pequeño orificio.
—¡Ay, Diossssss…! —Mi novia cerraba los ojos, aguantando cómo la abría en dos ese vergón siniestro. Estaba roja igual que un tomate—. Me están rompiendo el culo por vos, mi amor… Solo por vos… ¡Ahhhhh…! Para cu… uhhhh… ¡Cómo duele…! Para curarte… ¡Ahhhhh, Diosss...!
—Ya entró a cabecinha e um poco máis, bebé… Ahora es cuestión de paciencia pra que vocé la coma toda… -ahora se volvía a hacer el brasilero, el hijo de puta.
La cara de mi novia era de desesperación, pero también de orgullo.
—¡Dame ánimo, cornudo! ¡Ayudame a que me entre por el culo toda esa verga…!
—¡Estás loca, Nati! –le grité indignado—. Lo que estás haciendo no tiene nombre!
—Sí, tiene nombre, cuerno –me corrigió Pai Vergo—. ¡Se llama rompida de orto!
Pai Vergo la tenía tomada de las nalgas y se la clavaba despacio, tratando de profundizar. Se las separaba para hacerse más lugar y le escupía el ano todo el tiempo para ensalivarla mejor y obtener una penetración más a fondo.
—Ahí va un poquitinho máis, bebé…
—¡Ayyyy… síiii…!
—¡Qué bom culito que tenés, ¡Uuuhhh…!
—¡Nati, hacé algo!
—¿Para qué? Ya lo está haciendo todo él.
—¿Se siente, bebe? Ya tenés un tercio da pija bien adentro…
—¡La siento, Pai Vergo! ¡Siento cómo me parte en dos!
—¡E ahora mesmo te clavo o resto!
—¡Besame, cornudo! —imploró Nati—. ¡Besame que me la está por mandar a fondo!
Yo le iba a decir que no, que de ninguna manera, que se estaba comportando como una puta. Pero ella estiró apenas el cogote y me zampó un beso de prepo, en la boca, mientras el negro hijo de remil putas le abría la cola y comenzaba a empujar más duro y con mucha fuerza, con dificultad todavía, abriéndole el agujerito más y más, enterrándole verga negra y gorda y estirándole el esfínter como si fuera de caucho.
—MMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMM…
No era un “mmm”. Era un grito de sufrimiento ahogado en el beso. Mi novia se estaba muriendo de dolor y satisfacción a un tiempo y no paraba de besarme, de comerme la boca y llenarme de saliva toda la cara con cada empujón que la taladraba desde atrás.
Se le desprendieron algunas lágrimas cuando el vergón gruesísimo del negro le entró por completo, y les juro que entre sus gemidos de dolor pude escuchar claramente el sonido seco del cuerito de mi novia cediendo ante la invasión de esa verga prodigiosa. Con los ojos abiertos me quería decir algo, pero no podía o no quería dejar de besarme. Y seguía gritando dentro de mi boca, dentro del beso.
Detrás de ella, Pai Vergo se metió por completo dentro de ese culito angosto, a tope, y chocó su panza con la hermosa cola que debía ser solamente mía. Se aferró a las nalgas y se apoyó en ella unos segundos, para que la sintiera hasta el estómago.
—Está todita adentro, bebé… Bien adentro… Ahora te lo empiezo a trabajar…
—Cornudo, tengo todo ese pedazo de vergón metido en tu colita… ¿sabés que significa eso, mi amor?
—¡Sí, que sos una tremenda puta!
—¡No, tontín! Significa que tus cuernos por fin van a emparejarse… —y volvió a tomarme las dos salientes monstruosas de mi frente, una con cada mano.
Como el sacerdote le estaba sacando la pija para volver a enterrársela, era como si la estuviera empujando hacia afuera, corriéndola, entonces la muy turra logró hacer fuerza para no irse hacia atrás al agarrarme de los cuernos. Me tomaba con fuerza para que el sometedor pudiera sacársela más efectivamente. El proceso me indignaba, aunque debo admitir que cuando la gruesa pija del negro le iba saliendo, sentía como un alivio en mi cabeza, como si el dolor también se estuviera yendo.
Ella cerró los ojos para sentirla salir, ese alivio excitante la reconfortó y le dio cierto respiro.
Pero Pai Vergo le abrió las nalgas nuevamente y le clavó una segunda estocada, aun lentamente, sin prisa y sin  pausa, pero con destino de ir a fondo.
—¡Aahhhhhhhh Diossssssss…! —me gritaba Nati en la cara.
—¿Le crecen os cuernos? —intervino el sacerdote, sin dejar de bombearle el culo ni por un segundo. Le vi la cara, pretendía mantener un aire profesional pero era la expresión de un turro pajero disfrutando del culito de la mujer de otro. ¡Y qué mujer!
Entre jadeos y empujones que la llevaban hacia mí, Natalia miró mi cuerno derecho, a pocos centímetros.
—¡Sí! —gritó triunfal. Y luego a mí, sonriente, orgullosa, llena de felicidad. —¡Mi amor, te está creciendo el chiquito! ¡Te está creciendo!
Pai Vergo continuaba los topetazos llenándole la cola de verga.
—¡Nati, te estás dejando coger por ese tipo!
—¿No ves que ahora podemos emparejarlos?
Con mi dolor a cuestas taladrándome la cabeza, el sacerdote le fue rompiendo el culo, despacito, para que mi cuerno derecho creciera milímetro a milímetro.
—¡No puedo más, chicos! —anunció en un momento—. Estás demasiado buena y esta cola que tenés es demasiado estrechinha, bebé… ¡Voy a llenarte de leche, putita…! ¡Uhhh…!
Nati escondió su rostro en mi pecho y bufó de placer.
—¡Que no te acabe adentro, Natalia… —le murmuré desde mi inmovilidad, dolido, resignado.
—¡Ahhh…! ¡Ahhh…! –jadeaba la guacha con cada perforación del negro—. No, mi amor… ¡Ahhhhh…! No te preocupes… ¡Uhhh…! —y comenzó a regodearse con mi asta derecha, y a magrearlo y sobarlo—. ¡Qué cuerno hermoso, cómo te lo voy a hacer crecer!
Pai Vergo ya se la cogía como un poseído, la penetraba hasta el fondo y allí dejaba reposar su pija y luego la movía para que llegue más adentro todavía.
—Te acabo, bebé, te acabo…
Y le sacaba la verga por completo, sonreía malicioso, y se la volvía a clavar con más violencia.
—Nati, decile que adentro no… —le rogué.
Pero Nati estaba demasiado fascinada viendo cómo me crecía el cuerno, y sintiéndose invadida de carne. Así que lo pidió sin la menor convicción, sin fuerza, casi para mí, para cumplirme.
—Adentro no, Pai…
Pero el negro no aguantó más, le abrió las nalgas lo más que pudo y se zambulló entero adentro de la carnosa cola de mi novia. Y se la llenó.
—¡Ahhhhhhhhhhh…! ¡Siiii, hija de puta! ¡Síiii…!!! —y comenzó a acabarle adentro un litro de leche—. ¡Qué buen orto que tenés, mi amor, cómo te lo lleno!
—Te dije que adentro no, Nati…
—¡Mirá, mi amor! ¡Mirá cómo te crece…!
Y el otro hijo de puta la seguía llenando de leche tibia.
—¡Ahhhhh…! ¡Sí, puta, sí…! ¡Ahhhhhhhhh…!
Parecía mentira, pero mientras le estaba rebalsando el ano de semen, mi dolor y mis latidos se incrementaron.
—¡Mirá cómo te crece! —seguía fascinada, y me agarraba el cuerno y lo pajeaba como si fuera una pija.
El Pai Vergo ése ya le estaba echando los últimos chorros, se notaba, porque le clavaba la pija tan adentro que parecía que la iba a agujerear, y porque le dio un par chirlos ya casi sin fuerza. Terminó bufando agotamiento, desparramado sobre la espalda de mi novia.
Nati giró hacia él, que procuraba recuperar el aliento.
—Pai Vergo, ¡quiero emparejarle los cuernos a mi novio!
—No puedo más, bebé. ¡Dame un rato!
—¡Natalia, basta!
—No quiero irme de acá sin que tengas los dos cuernos bien parejos… ¿no hay más tipos en esta casa?
—¡Natalia!
Mi novia había enloquecido. Y yo, asido de las muñecas, no podía levantarme y huir, o frenar a ella o al sacerdote, que se volvió a poner la túnica negra y salió por la puerta de calle.
Quedamos solos y le recriminé a mi novia con toda la convicción que pude juntar.
—¡Estás desconocida! ¿Qué es todo esto de la maldición? ¿Y desde cuándo me hacés cornudo? ¡Exijo una explicación!
Pero mi novia continuaba sonriendo como una estúpida, pajeándome los cuernos y diciéndome que no me preocupe, que ella iba a cuidar y regar con todo su amor esos dos hermosos trofeos que yo lucía en mi frente-vitrina.
No sé cómo hizo pero Pai Vergo convenció a los tipos de la calle, los que estaban en frente; sí, esos mismos que nos habían acosado cuando entráramos a su vecindario. Eran el Cuis, Garrote y Peruka. Con su facha de delincuentes y mi estado de inmovilidad, me hicieron enmudecer.
—¿Dónde está la putita…?
La vieron inclinada sobre mí, sacando la cola. Vestida con la remera y la minifalda,  pero desnuda en sus piernotas y cola, la bombachita de encaje por los tobillos. Evidentemente no imaginaron que iba a estar tan buena porque enseguida se aflojaron los pantalones y se pelearon para formar una fila detrás de su cola. Natalia parecía halagada, y no dejaba de darme besitos tiernos y sobarme los cuernos.
El primero en cogérmela fue el Cuis. Con cara de desesperado, la agarraba de la cola y la manoseaba, le decía cosas obscenas mientras mi novia le festejaba todo como si fueran cumplidos. El hijo de puta se asomó por detrás de Nati y me miró con sorna, justo una fracción de segundo antes de mandarle su pija hasta el fondo a mi dulce noviecita.
Le vi la cara a ella cuando lo recibió, entrecerró los ojos y otra vez se mordió los labios. El Cuis comenzó a bombearla por el culo con cierta dificultad, no se había lubricado bien. Pero a fuerza de dos o tres embestidas ya la cosa iba mejor y más adentro. Se fue cogiendo a mi amorcito con lujuria, disfrutando de su estrechez en cada penetración, que iba siendo más y más profunda.
—Yo sabía que eras un flor de cornudo… —se me mofaba el Cuis, moviendo su pelvis contra las nalgas de Nati.
—No le hagas caso, mi amor… —me defendía mi novia, pero lo seguía recibiendo hasta los huevos y con aparente placer.
El Cuis no le aguantó mucho. Se deslechó a los cinco minutos mientras mi frente crecía y mi cabeza estallaba de dolor. La buena de Nati me daba besitos en el cuerno, que me aliviaban, pero igual toda la situación me hacía sentir muy mal. Especialmente cuando Garrote se abrió el cierre del jean y sacó de entre sus calzoncillos una verga enorme como un garrote —justamente— que me hizo estremecer. Natalia, en cambio, se paladeó. Sus ojos brillaron de lujuria y abrió un poquito más las piernas, como preparándose. Fue doloroso de nuevo, pero mi novia se armó de valor y le permitió a Garrote que le fuera enterrando verga de a poco y con paciencia. Volvió a besarme mientras se la enculaban, me mordió, lujuriosa, y eso me encendió de celos. Se aferraba a mis cuernos, mientras Garrote la taladraba por el orto, y se agarraba ya no como gesto cariñoso, sino para sostenerse y no caerse con las violentísimas estocadas del grandote. El hijo de puta se la garchaba de forma tan violenta que la sacudía a mi novia desde atrás como si fuera una muñeca de trapo, y ella a su vez, al agarrarse de mis cuernos para sostenerse, me sacudía la cabeza. En un momento mi cabeza se sacudía al ritmo de las estocadas a fondo que Garrote le enterraba a mi novia por el culo, y en cada movimiento podía espiar, a pesar del dolor, parte de la verga de Garrote escondiéndose entre las nalgas de mi amorcito.
—¡Ahhhhh…! ¡Ahhhhh…! ¡Ahhhhh…! ¡Seguí, Garrote, seguí…!
—¡Nati, estás hecha una puta!
Y se la siguió serruchando con violencia, tanto, que tuve miedo que la lastimara, pero la muy puta de Natalia, lejos ya del dolor, gozaba de ese palo de beisbol que le enterraban sin piedad hasta el esófago.
—Seguí, Garrote, no pares, que me vengo… ¡Ahhhh…! ¡No pares, por favor…! ¡Dioooosssssss, síiiiii…!
Y el otro turro le clavaba carne hasta la panza, y se la sacaba y se la volvía a enterrar.
—¡Nati, no se te ocurra acabar!
Me agarró de los cuernos con sus dos manos y me los estrujó, me di cuenta que estaba acabando como una yegua cuando me gritó su orgasmo en la cara.
—¡AAAAAAaaaaaaaaaaa síiiiiiiiiiiiiiiiiiii, cornudoooooo, síiiiiiii…!
Garrote redoblaba sus esfuerzos y su velocidad. Le rompía el culo con ganas, y evidentemente con sabiduría, porque a pesar del tamaño y la violencia, Nati no mostraba sino muestras de placer.
—¡Cómo te estoy rompiendo el culo, gata!
—¡Sí, rompemelo, rompemelo todo!
—¡Te lo voy a llenar de leche, hija de puta!
Y Nati pareció ahí más caliente que antes, si es que semejante cosa era posible.
—¡Llenameló! ¡Llenameló de leche, Garrote!
Le vi la cara, estaba como poseída. No podía decir que no estaba conmigo porque seguía acariciando mis astas y dándome besitos amorosos, pero los ojos estaban idos.
—¡Te acabo, puta! –le gritó el grandote, y comenzó a bufar de una manera animal y a deslecharse ya sin remedio, mirando lujurioso cómo su propia verga penetraba ese culito estrecho.
—¡Hijo de puta, te re siento! –le gritó Nati a su sometedor.
—¡Te estoy llenando, puta! ¡Te estoy llenando de leche!
Entonces Nati abrió los ojos, tenía su rostro pegado al mío, me sonrió con cierta dulzura, incomprensible dulzura, y murmuró para mí:
—Le siento los chorros de leche, mi amor… —Casi me desmayo del abatimiento—. Le estoy sintiendo cada latido de la acabada…
Garrote fue bufando cada vez más suavemente y aflojó el ritmo. Las últimas acabadas fueron casi civilizadas, aunque se apretó la vergota con fuerza para escurrirla adentro del culo de mi novia y se retiró dándole una nalgada estruendosa, mostrándose satisfecho.
Por suerte el tercero no la tenía tan grande, pero igual la clavó por el ano como si fuera una cualquiera, sin misericordia. Le hizo el culo por un buen rato, disfrutando y regodeándose no solo de la belleza de Nati, sino de la maldad que me infringía, porque se asomaba detrás de mi novia y me miraba y se reía, y me miraba los cuernos y me decía “cornudo” mientras se hamacaba hacia adentro de mi amorcito. Terminó, igual que los otros tres hijos de puta, depositando el semen bien adentro de las entrañas de Nati, para así emparejar las astas que yo esgrimía en la frente.
El problema era que el crecimiento era lento, de a milímetros, y mis cuernos estaban desparejos por dos centímetros completos.
Igualarlos le tomó a mi sacrificada novia toda la tarde. Recibió verga por el culo desde las 14 hasta las 18, recibiendo todo lo que le ponían a tiro. Primero fueron Pai Vergo y los tres malvivientes esos, que se lo hicieron por segunda vez cada uno. Cuando el negro hijo de puta se vació nuevamente en ella, salió a la calle y llamó a unos muchachos de la carnicería de al lado, y luego a unos adolescentes que a todas luces eran pibes chorros, y más tarde a un par de amigos suyos. Algunos también pegaron una segunda vuelta, siempre dentro de la cola de mi novia. Todos me la llenaban de leche tibia, que ella recibía excitada y halagada, con los ojos clavados en mi cuerno derecho para ver cómo iba creciendo. Al final se la terminó cogiendo incluso cualquier tipo que pasaba por la puerta de la casa del sacerdote umbanda. Ya la encontraban totalmente dilatada, por supuesto, rebalsada de semen, enchastrada, con la tanguita sucia en el piso, sin pollerita, sin compostura, sin nada más que ese cuerpazo gitano, esa cintura y ese culo redondo y generoso, nacido para ser penetrado.
Habrán pasado por ese cuerito que debía ser mío una docena de hombres. Pero mi novia logró lo que tanto deseaba, que mis protuberancias quedaran parejitas. Bien parejitas.
—Mi amor —me decía mientras besaba las dos puntas—, ahora estás perfecto, ¡más hermoso que nunca!
Yo me hallaba absolutamente desbastado, sin reacción. Me sentía indignado, enojado, furioso, sorprendido, desconcertado… y muy cornudo.
Los abusadores se fueron yendo, y aunque no lo crean, no pocos  descarados le dejaban sus números de celular anotados en papelitos, que mi novia aceptaba y guardaba en sus escote, imagino que para no ser descortés y que no se enojaran. Cuando se fueron todos, Natalia me desató por fin de las ligaduras.
—Son quinientos pesos —me dijo de pronto Pai Vergo otra vez en portuñol, sin una pizca de vergüenza.
—¿Qué? —Mi indignación era total.
—¡Es o que voce me adeuda pela consulta! —se ofendió.
—P-pero… no me hizo nada, ¡sigo igual de cornudo que antes…!
Mi novia me defendió:
—Más cornudo, mi amor… ¡Más cornudo!
—Eso, ¡más cornudo que antes! –le reclamé mientras me frotaba las muñecas.
—Mais encontré a razao de sua problema. E le emparehé a cornamenta ¿o no? Cuando vocé llegó aquim parecía un monstruo, alora los tem igualinhos. Fica —y me ofreció un espejo.
—Dale, mi amor. ¡Pagale y vamos a festejar a casa que estoy re caliente!
—¿Festejar? ¡Vos y yo tenemos que hablar seriamente, Nati! ¡Mirá en lo que me convertiste!

En casa hablamos. Claro que hablamos. Pero no como me imaginé. A pesar de que yo era el cornudo y la que estaba en falta era Natalia, la conversación giró rápidamente y pasé a una posición de vulnerabilidad.
—Mi amor, con esos cuernos en la frente ninguna mujer del planeta te va a dar bola jamás. Vas a vivir a pajas hasta que te mueras de viejo.
—¡Nati, no me digas eso! —rogué al borde de las lágrimas.
Natalia se me acercó con mirada seductora, hinchando los pechos provocativamente. Me tomó de las solapas de la camisa y me susurró:
—En cambio a mí me gustás más que nunca, mi amor.
—Natalia, te lo pido por favor…
Comenzó a besarme la boca, la cara, la frente. Y caímos juntos sobre la cama.
—Nati…
Siguió besándome y me desabrochó la camisa y se quitó la remera.
—¿Y…? ¿Qué decís, cornudo…? ¿Vas a abandonar a la única mujer que te ama y que le gustás así como sos…? ¿Vas a abandonarme para irte a vivir solo como un viejo pajero…?
No dije nada, solo la miré dolido.
—Te prometo que voy a cuidar de ese par de cuernos con toda mi alma…—y me los acariciaba—. Los voy a regar todos los días para que crezcan sanos y fuertes…
—Nati, no… por favor… No quiero que te andes acostando con otros por ahí…
—Callate, tontín… Te voy a hacer el hombre más hermoso del mundo…
Comencé a sollozar en silencio. Ella me ignoró y se abrió de piernas, excitada y expectante.
—Clavame, cornudo. Cojeme con esos hermosos cuernos que te di.
Mis sollozos eran inaudibles, casi ni yo los escuchaba.
—Y cojeme fuerte para que mi orgasmo tape tus llantitos de maricón desagradecido…
Respiré, la miré, me aguanté un hipo y, entre lágrimas, la clavé hasta que hizo tope mi frente.
  

FIN

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